Luna atravesó corriendo la casa, esquivando cuerpos ebrios y vasos en ángulos peligrosos. Los marcos de las fotos repiquetearon contra las paredes. El suelo seguía temblando cuando salió de ese sótano hacia la noche.
Casi parecía un castigo por lo que había hecho. Nunca rompía las normas de ese modo. Tampoco tenía una restricción verbal, solo la comprensión implícita de que sus padres esperaban de ella que se quedara en la otra casa, que se enfadarían si se enteraban de a dónde había ido.
Regresó al otro sótano justo a tiempo.
—¡Luna! —Su madre la llamaba desde la parte superior de la escalera—. ¡Nos vamos a casa!
El ruido había parado, pero sus padres estaban demasiado nerviosos como para quedarse.
—A mí no me ha parecido un terremoto normal —dijo su padre—. No como los que hay en Taiwán.
—Aiya, ¡mírate los pies! —exclamó su madre—. ¿Y qué es ese olor? —Comprobó que no hubiera nadie cerca antes de susurrar a Luna—: ¿Cómo tienen el sótano tan sucio?
En el coche, sus padres cotillearon sobre las familias que habían asistido a la fiesta, y Luna intentó reprimir la culpa que latía en sus venas. ¿Qué bicho la había picado? Le parecía increíble haberse escabullido de esa forma. Era un milagro que sus padres no se hubieran dado cuenta de que se había ido. Se llevó el extremo de la coleta a la nariz: olía a humo de cigarrillo. Se metería en la ducha nada más llegar a casa.
Las carcajadas en la parte delantera del coche ayudaron a que se le calmara el pulso. Algún chiste intercambiado entre sus padres; se lo había perdido. Luna observó cómo su padre miraba con amor a su madre hasta que el semáforo se puso en verde.
Suspiró. Pasarían los días y esa noche perduraría como un recuerdo brillante en el fondo de su mente. Se dio unos golpecitos en la rodilla con un dedo, el mismo que había guiado a los peces hacia un lado y hacia el otro en el agua. Qué cosa más extraña. Y lo bien que le había sentado.
Y ese chico… había algo bueno en él.
No sabía qué la había llevado a comportarse de esa forma. Había sentido una audacia desconocida. Como si alguien le hubiera metido la mano dentro para subirle el volumen. Se sonrojó y tembló al pensar en los minutos que había pasado en esa habitación. Los ojos del chico habían sido como estanques de tinta. Su boca parecía suave. Casi se había inclinado hacia él para besarlo. ¿Por qué no? Ese era el objetivo del juego, ¿verdad?
Se lo había pensado dos veces porque sentía que algo los empujaba el uno hacia la otra, algo tan magnético y raro como esos peces siguiendo sus dedos. Y cuando la puerta se abrió, se produjo un punto de contacto durante un milisegundo. Su piel contra la de él y la chispa en medio.
No, una chispa, no. Algo más grande que le hizo contener la respiración. Recordó cómo había brillado antes de apagarse.
Y luego el suelo se inclinó y tembló. Si no hubiera ocurrido aquello, se habría quedado más tiempo.
Luna no pudo evitar preguntarse: ¿lo vería otra vez?