Hunter Yee no había querido participar en el juego, pero allí estaba: lo estaban metiendo a empujones en una habitación cualquiera en la casa de un desconocido. La puerta se cerró detrás de él y fue como si descendiera una campana de cristal. El ruido desapareció, engullido de un trago.
Echó un vistazo al arte moderno que adornaba las paredes grises. A la cama grande hecha de un modo impecable y con un montón de almohadas. A la cómoda pequeña en el rincón. Todo iluminado tenuemente por dos lámparas.
Y luego estaba la chica que había elegido la botella. Le daba la espalda y observaba el ir y venir de unas criaturas en un acuario brillante.
Qué situación más incómoda.
Hunter probó el picaporte. La persona que había al otro lado lo sujetaba con fuerza y dio un golpe a la puerta para amonestarlo.
Metió las manos en los bolsillos y se dirigió al acuario. Sería buena idea hablar. Le sudaban las palmas. ¿Por qué estaba tan nervioso cuando no pensaba hacer nada?
—Qué peces más chulos —dijo, y luego hizo una mueca. ¿Qué peces más chulos?
La chica no respondió. Ni siquiera reaccionó. Hunter no le había visto bien la cara mientras la botella giraba. Pero su cabello era muy oscuro y por cómo le colgaba la coleta… dedujo que era de Asia del Este. Y no cabía duda de que no iba a Stewart.
Llevaba una camiseta y vaqueros e iba descalza. Eso era una pista: la falta de zapatos. Hunter se preguntó si vendría de la casa contigua, igual que él.
Fue entonces cuando se fijó en que los peces la seguían. La chica alzaba los dedos por encima del acuario y, cuando los movía, ellos iban detrás. El agua se agitó con suavidad de un lado a otro hasta que la muchacha bajó el brazo.
—Guau —exclamó Hunter. Se adelantó para intentarlo él. Los peces se dispersaron antes de que pudiera levantar la mano del todo—. ¿Cómo lo has hecho?
Ella negó con la cabeza.
—No tengo ni idea. Nunca había visto algo así.
El reflejo de la chica lo observaba en el cristal del acuario, ojos negros fijos en los suyos. Hunter se olvidó de respirar por un instante.
La chica se giró para que sus miradas se encontrasen a través del aire. Alzó un dedo índice delante de la cara de Hunter y movió la mano de un lado a otro.
—Supongo que mi truco solo funciona con los peces —dijo.
Hunter se sorprendió al soltar una carcajada.
La chica sonrió y fue como si a Hunter le hubieran quitado un peso de encima. La coleta le colgaba por delante. Olía a ropa limpia y a algo dulce. Miel, quizá.
—Bueno —dijo ella—. ¿Has hecho esto antes?
—¿El qué? —Hunter notaba las rodillas extrañamente flojas.
—¿Has entrado en una casa cualquiera para jugar a «siete minutos en el cielo» con una chica que puede controlar peces?
Sus ojos se fijaron en los labios de ella.
Lo que sabía sobre «siete minutos en el cielo»… o, mejor dicho, lo que deducía, basándose en las conversaciones que había oído en la cafetería de Stewart, era que debían pasar ese tiempo besuqueándose, o incluso quitándose algunas prendas de ropa. Se suponía que los minutos debían transcurrir en un parpadeo ardiente y sudoroso.
Varias cosas ocurrieron en la siguiente exhalación:
Alguien gritó: «¡Se acabó el tiempo!». La puerta se abrió de golpe y la cacofonía inundó el dormitorio.
Luna se giró y rozó el brazo de Hunter con los nudillos por accidente. Un destello nació donde sus pieles se encontraron.
El suelo rugió y se ladeó y, en otra parte de la casa, la gente se puso a gritar.
Hunter oyó la palabra: «¡Terremoto!».
La chica desapareció por la puerta y se perdió entre la multitud antes de que Hunter pudiera detenerla. El ruido regresó a sus oídos como una ráfaga de viento.