Luna Chang estaba a punto de tomar una mala decisión.
Habían abierto la puerta del sótano de par en par y los chicos mayores ya se precipitaban hacia la noche. Pececitos a los que habían echado por el retrete y que ahora encontraban la libertad.
—¿Qué hacéis? —preguntó Luna a nadie en particular.
—En la casa de al lado hay un chico que va al último curso del Instituto Fairbridge… y celebra una fiesta —respondió una chica.
—¿Una fiesta de verdad?
—Sí. —La chica vaciló—. Aunque tenemos los zapatos arriba.
A modo de respuesta, en el piso superior sonó la introducción de un saxofón, seguida del vibrato de la voz de una señora ampliado por un micrófono. Luna odiaba esas reuniones. A sus padres les gustaba juntarse con otros miembros que hablasen mandarín de su comunidad excesivamente blanca. Y bien por ellos. Lo que Luna no entendía era por qué tenían que arrastrarla a esas cosas.
Mientras los padres berreaban clásicos chinos en el equipo de sonido del piso superior, habían relegado a todos los niños (de entre cuatro y dieciocho años) al sótano. Allí era donde los más pequeños causaban estragos y rompían los tacos de la mesa de billar en miniatura. Donde los adolescentes ponían mala cara y suspiraban, y los mayores fingían que sus padres no les habían contado los resultados de los exámenes de acceso de los demás. Antes, Luna tenía a Roxy para hacerle compañía… pero Roxy estaba en la universidad.
—Vamos a celebrar el Festival del Medio Otoño —le había dicho su padre cuando Luna arguyó que no quería ir. Él había ensanchado su rostro con una alegría exagerada—. ¡Habrá muchos tipos diferentes de pasteles de luna!
Y se había equivocado. Solo había de un tipo, de alubias rojas, y ni siquiera tenían yemas de huevo saladas. Qué birria de fiesta.
Luna podía quedarse en ese rincón de la casa de una señora cualquiera, mientras observaba a los incómodos chicos de la secundaria que hacían figuras con hilos. Mientras escuchaba el ocasional intercambio de chistes que no eran muy graciosos. Mientras se preguntaba distraída sobre gente que no reconocía y que seguramente no volvería a ver en su vida.
O podía hacer algo diferente.
El corazón le palpitaba en los oídos. No acostumbraba a romper las reglas.
—No necesitamos zapatos —anunció al levantarse.
La mayor parte de los adolescentes ya había desaparecido. Solo quedaban los más jóvenes.
—Me voy a chivar —dijo un niño con un mohín. Parecía temeroso ante la puerta abierta, debido al viento que entraba por ella. Era el que había roto todos los tacos con sus puños.
—No dirás nada —replicó un chico mayor de mala manera.
El niño se desinfló.
Luna corrió por la hierba puntiaguda, temblando, con solo la camiseta y los vaqueros; el viento de finales de septiembre le agitaba la coleta.
En unos cuantos parpadeos había cruzado el otro jardín, bajado por la terraza trasera y atravesado una nueva puerta de un sótano a rebosar de gente. El ambiente estaba cargado con el olor a cigarrillos y quizá con algo más.
La música vibraba en los huesos de la casa. De no haber sido porque un grupo de gente cantaba borracha Losing My Religion, no habría reconocido la canción con tanto barullo. Ese era el tipo de fiesta que veía en las películas o de las que se enteraba después, a través de chismorreos. No era el tipo de fiesta en el que Luna solía acabar. Ni siquiera la dejaban asistir a los bailes del instituto.
A lo mejor aquello fuera mala idea. ¿Debería regresar?
Delante de ella había un sofá con hueco para una persona.
—Si te sientas, tienes que jugar —dijo una pelirroja a la que no conocía.
—¿A qué?
—A «siete minutos en el cielo». —La chica sonrió con malicia.
Luna nunca había jugado, pero conocía la esencia del juego. Notó un revoloteo en el estómago. Tenía diecisiete años y nunca había besado a nadie. Nunca había tenido la oportunidad, sobre todo porque sus padres le habían prohibido que tuviera citas.
Y la verdad era que Luna sentía curiosidad por hacer mucho más que besarse con alguien.
—Cada persona tiene su turno para girar la botella y a quien apunte… —empezó a explicarle la chica.
—¡Gira de una vez! —gritó otra persona.
El chico al que presionaban estaba sentado en el suelo y sacudía la cabeza. Luna estaba bastante segura de que también procedía del sótano de la otra casa. Era uno de los jóvenes a los que no había visto antes.
—Solo estoy mirando —replicó.
Una persona con la piel pálida y los pantalones más bombachos del mundo se levantó.
—No, tú juegas y yo voy a girar la botella por ti.
La Coca-Cola vacía giró como el radio de una rueda. A Luna le pareció que una gota aterrizaba en su rodilla; seguramente recién habrían vaciado la botella. El cristal rodó y rodó, captando la luz y los colores de una lámpara de lava cercana mientras rotaba en círculo sobre la mesa baja.
Empezó a ralentizar y a bambolearse, hasta que se detuvo. Apuntaba directamente a Luna, como invocada por su mirada.
El grupo aulló de alegría y la chica que la había animado a jugar tiró de su muñeca para que se levantara. Se le aceleró el pulso, como si hubiera cambiado de marcha.
Luna podría haberse resistido, si hubiera querido. Podría haberse ido… La presión social no funcionaba en ella.
Pero un sentimiento la atrapó como una corriente de agua: he ahí una aventura que merecía ser vivida.