El viento frío le cortaba el pecho y rugía en sus oídos. Su padre echaba humo en silencio mientras cruzaban el aparcamiento hasta donde el resto de la familia les aguardaba en el coche. Hunter intentó no toser; con eso solo provocaría más rabia. Llevaba años sin sentir una tensión como esa en los pulmones. Abrió la puerta y se sentó detrás del asiento del conductor.
La mirada de su madre pasó de Hunter a su padre y de nuevo al muchacho, para medir sus expresiones. Se aclaró la garganta.
—Cody, ¿puedes ir al maletero a buscar mi bufanda, por favor?
Ya estábamos. Siempre les resultaba más sencillo gritarle a Hunter cuando podían fingir que era el único que les oía. Su hermano pequeño se desabrochó el cinturón y salió del coche; solo dudó un momento antes de cerrar la puerta con un empujón.
Oyeron el chasquido del maletero, el rechinar al abrirse.
Su padre se dio la vuelta en el asiento.
—¿Has robado ese dinero?
Hunter se apartó y su madre ahogó un grito.
—No —replicó—, ¡claro que no!
—Hemos venido aquí para homenajear a tu madre —siseó el hombre—. Se suponía que iba a ser un buen día. ¿Y qué has hecho? Nos has humillado.
—Te juro que no lo he robado. Me lo dieron… Quiero decir… Lo encontré.
No lo creyeron, cómo no. Sus padres se enzarzaron en su diatriba mordaz habitual y, a medida que alzaban la voz, Hunter se hundió para dentro y su respiración se calmó. Redujo el alcance de su concentración. Se trasladó a la tensión de la cuerda de un arco, a los músculos moviendo la flecha.
Así (fingir que se hallaba a solas en ese lugar, con solo los árboles y el cielo y su arco y las flechas) era la única forma que tenía de tranquilizarse.
Un golpe les sacó a los tres del momento. Su padre abrió la puerta.
—Cody, ¿por qué tardas tanto?
—Lo siento —les llegó su vocecita, lejana y amortiguada—. Ya estoy.
Una neblina de silencio, densa e incómoda, se acomodó entre ellos y se quedó. Cody regresó a su asiento y tiró la bufanda de punto por encima de la consola central hasta el regazo de su madre. A Hunter le pareció atisbar un resplandor en los dedos de su hermano, pero Cody sacudió las manos y no hubo nada más que ver.
Su padre dio marcha atrás y giró con brusquedad el volante, como si la familia al completo necesitara un recordatorio de su rabia.
—David —empezó su madre—, deberías reducir…
El coche dio una sacudida. Todos miraron hacia el punto de colisión. Procedía de la parte trasera.
A través de los dos cristales, Hunter fijó su mirada en los ojos de la chica de los acuarios. De la fiesta. Unos mechones de pelo se habían liberado de su coleta y le caían sobre la cara. No parpadeó.
Su madre gruñó, consternada.
Un hombre, seguramente el padre de la chica, se apeó del asiento del conductor en el otro coche. Frunció el ceño mientras examinaba la parte trasera de su vehículo y luego echó un vistazo rápido al maletero de la familia Yee.
El padre de Hunter bajó la ventanilla y sacó la cabeza al aire frío. Su semblante era impenetrable.
El hombre se encogió de hombros.
—No es nada.
Hunter vio que su padre metía la primera marcha y se alejaba sin mirar atrás. El maletero se abrió y oyeron un ruido como el mar; era el aire tirando y empujando la tapa.
—No he sido yo —se apresuró a decir Cody.
—Sé que no has sido tú —dijo su padre con los dientes apretados mientras aparcaba en el arcén de la carretera—. Se rompió ayer por la mañana. Hunter…
—Sí, ya voy.
Hunter bajó para dar un par de portazos en el maletero hasta que la tapa al fin se quedó encajada.
Estaban llegando a la casa cuando su madre habló de nuevo.
—Deberíamos habernos quedado.
—No tengo nada que decirle —replicó su padre.
—Pero por si su coche sí que ha sufrido daños…
—Sabe dónde está mi despacho.
Hunter oyó el suspiro largo y contenido de su madre.
—¿Por qué siempre es esa familia?
—¿Qué familia? —preguntó Cody.
—Los Chang —respondió ella, jugueteando con la bufanda.
Es decir: el doctor Chang, la némesis de su padre. Hunter parpadeó. Eso significaba que la chica de la coleta era Luna Chang.