LUNA CHANG

Había una luciérnaga en su mano cuando fue a agarrar el té. Parpadeó y desapareció.

Luna se detuvo, por si percibía más movimiento. En la última semana, todo había sido muy raro. Desde la noche de la fiesta.

—¿Todo bien? —preguntó su padre.

La propietaria de Fortune Garden se acercó a su mesa con tres bandejas y salvó a Luna de tener que responder.

—Estos son los platos de los que os he hablado. Melón amargo, tortilla de ostra y fideos fritos con salsa.

—Mary, tienen una pinta estupenda —exclamó la madre de Luna—. ¡Qué impresionante!

—Un adelanto para mis clientes habituales favoritos —sonrió Mary—. Sed sinceros sobre los sabores. Aún estoy ajustando las recetas antes de ponerlas en el menú.

—Delicioso —dijo el padre de Luna, ya con la boca llena—. Se nota la grasa de cerdo.

Mary removió los fideos un poco más.

—Cuando vayáis a Taiwán este año a lo mejor os pido que me traigáis unas cuantas especias.

Habían estado hablando en mandarín para ayudar a Luna a practicar, pero en ese momento sus padres cambiaron a taiwanés para ponerse poéticos sobre los méritos de la pasta de soja fermentada. La chica se lo tomó como una concesión para que su mente vagara.

La pregunta era: ¿por qué de repente había luciérnagas por todas partes? Unas veces percibía un parpadeo mientras se ataba el pelo. Otras las veía contra la ventana. Aparecían a cualquier hora del día. ¿No se suponía que solo salían de noche? ¿No hacía demasiado frío ya? En un día que había refrescado bastante, le señaló una a su padre y él se encogió de hombros sin más e hizo un comentario sobre que quizá fuera una especie que había evolucionado.

Luna presentía que en el pasado había sabido por qué las luciérnagas eran importantes. ¿Qué había olvidado?

—Luna, te gradúas este año, ¿verdad? —preguntó Mary, sacándola de sus pensamientos—. ¿Has decidido a qué universidades enviarás la solicitud? A las mejores, seguro.

—Su primera elección es Stanford —informó su padre con una sonrisa.

Mary alzó los pulgares en un gesto casi caricaturesco.

—Apunta a la luna —dijo en inglés— y, aunque falles, aterrizarás entre las estrellas. —Y en taiwanés, añadió—: Pero todos sabemos que llegarás a la luna.

La chica se esforzó en mantener un semblante agradable. Se sirvió una segunda ración de fideos para ocupar las manos y la boca.

La mirada de su padre se iluminó.

—¿Has oído la historia de por qué la llamamos Luna?

—¡No, cuéntamela!

—No debía nacer hasta dos semanas más tarde —relató su madre—. Acababa de ir al médico esa misma mañana.

—Yo estaba impaciente —añadió su padre—. Quería abrazarla.

—Esa noche, comimos dumplings para cenar. Hsueh-Ting los preparó… es un gran cocinero.

—Me lo creo —dijo Mary—. ¿Has visto cómo critica mis recetas?

—Miré por la ventana y vi una luz brillante que caía. —Cada vez que su madre contaba la historia, su voz se llenaba de emoción—. Al principio pensé que era la luna. Luego pensé que era una estrella fugaz.

—Pero era más elegante —explicó su padre—. Por cómo se movía… Una estrella fugaz es un rasguño en el cielo. Aquello era como una flor abriéndose al caer. Impactó justo cuando Meihua rompió aguas.

Su madre sonrió.

—Así que decidí llamarla Luna y fue justo la bendición que esperábamos que fuera.

Luna sintió vergüenza. A veces, cuando sus padres contaban la historia, se sentía cálida y burbujeante y sonreía mientras seguía la absurda dramatización.

Pero ese día la historia la inquietó. Estaba harta de mirar solicitudes para las universidades, de pensar en temas estúpidos para las redacciones. Las expectativas de sus padres se habían convertido en un pisapapeles y ella debía quedarse quieta y cuidadosamente aplastada.

—Voy al baño —anunció, levantándose.

—Espera —dijo su padre, señalándola con un dedo—. ¿Quieres pedir algo más? ¿Postre?

—Estoy llena.

Tras dar unos pasos, se dio cuenta de que no le había dado las gracias a Mary, pero ya habían pasado a una nueva conversación.

—¿Te has enterado de lo que ocurrió después del terremoto del otro día? —decía la mujer—. Es terrorífico… Encontraron una grieta en el suelo…

El baño estaba frío; Luna agradeció el cambio. Bajo las luces fluorescentes, se lavó las manos y frunció el ceño a su reflejo en el espejo. Su coleta habitual le tiraba del cabello negro y lo tensaba sobre el cráneo, pero los mechones más cortos se habían liberado. Unas cuantas espinillas le salpicaban la frente. ¿El chico de la fiesta se habría fijado en ellas? Resistió el impulso de acariciar los bultos con la yema del dedo.

Se suponía que el último año del instituto debía ser una etapa importante; el próximo otoño empezaría la universidad. Para algunas personas, eso era emocionante, pero, para Luna, vistas las expectativas de sus padres… podría ser más de lo mismo.

Se esforzaba en todo lo que hacía, por supuesto. Era «meticulosa y ambiciosa», como sus profesores escribían en la sección de comentarios de su boletín de notas debajo de la columna de sobresalientes.

Y la verdad era que quería… algo diferente. Quería ser el tipo de persona que tomaba las riendas de su propia vida y emprendía viajes épicos. Alguien que hacía cosas atrevidas e inesperadas. ¿Por qué no podía aparecer un mago, como en las historias de fantasía? ¿Un hechicero que invocase su verdadero ser?

El futuro que sus padres imaginaban para ella no incluía aventuras que rompiesen moldes. Incluía escritorios, tal vez oficinas, y ropa sofocante. Papeles y números y toda clase de elementos soporíferos que acompañaban el tipo de sueldo que ofrecía estabilidad. Se suponía que debía salir del nido para conseguir aquello.

Sabía lo que se esperaba de ella. El claro camino hacia delante. Sus padres solo querían lo mejor para Luna y era prudente confiar en ellos.

Ojalá ella quisiera lo mismo. Ir a Stanford. Vivir esa vida perfecta. Ojalá supiera lo que quería para sí misma.

Notaba una inquietud entre las costillas que escocía y tiraba de su corazón. El presentimiento de que estaba destinada a hacer mucho más.

Roxy y ella habían ido a ver El club de los poetas muertos hacía un par de años y, después, una frase que había dicho el personaje de Robin Williams no había dejado de resonar en su cabeza: «Haced que vuestra vida sea extraordinaria».

Extraordinaria. Le gustaba cómo sonaba aquello.

Al darse la vuelta para salir, se fijó en un cuadro que colgaba en la pared junto al lavabo. Representaba a una luciérnaga sobre la palma de una mano oscura y abierta. Se le trabó la respiración. ¿Qué demonios significaban las luciérnagas?

Fuera del baño, vio que sus padres recogían sus cosas para marcharse y se detenían para charlar con alguien que conocían. Los esperó junto a la fila de grandes acuarios, que olían como la sección de crudos del supermercado. Eran más funcionales que decorativos. Dentro del cristal sucio, las criaturas eran plateadas, del color de la tormenta; se movían despacio, tan grandes como su antebrazo. Parecían adormiladas, como seres que no sabían lo que querían.

Luna recordó los peces brillantes de la fiesta. Los giros que hicieron para seguir su dedo. Alzó la mano: un experimento.

Como la aguja de una brújula, los peces viraron. Se movieron al unísono, primero hacia la izquierda, luego de vuelta hacia la derecha. Ella era la directora y ellos, su orquestra silenciosa.

Roxy nunca se lo creería. ¿Quién lo haría? Nadie.

Excepto el chico de los ojos de tinta.

Luna bajó el brazo, los peces se desperdigaron y fue como si lo invocara con sus pensamientos: justo ese par de ojos parpadeó desde el otro lado del acuario, acelerándole el corazón. ¿Era él de verdad?

Luna se movió y el chico la imitó. Con cada paso que daba, él la seguía. Hundió las mejillas y puso labios de pez. Luna se rio. Llegaron al extremo del acuario, salieron de detrás del cristal y el agua se convirtió en aire y en nada. Antes de que Luna pudiera pensar en algo ingenioso que decir, la mirada del chico pasó al mostrador, donde unas voces hablaban en un mandarín furioso.

—Solo dice que hay un quince por ciento de descuento. Nada de fechas.

El hombre detrás del mostrador parecía cansado.

—Discúlpeme, pero había una fecha de caducidad en la página de la que cortó esto.

—¿Qué página? ¡Pero si era un folleto suelto!

Mary apareció en ese momento, con el semblante endurecido; Luna nunca la había visto así.

—¿Hay algún problema? —Miró el folleto—. Aplicaremos el descuento solo esta vez.

Luna se fijó entonces en la tensión de los hombros del chico, en cómo se encogió cuando el cliente gruñó.

—¿Ese es el total? ¿Después del descuento?

—Sí, señor.

Más gruñidos mientras el hombre escarbaba en la cartera en busca de dinero. Sus dedos se volvieron frenéticos al repasar los pliegues. Cayeron monedas, rodaron por el mostrador y aterrizaron con un tintineo en el suelo.

—¿Cuánto es, papá? —dijo el chico. Luna se percató de lo mucho que se parecían sus rostros. Nariz ancha como la de un león, mandíbula cuadrada, cejas que se volvían escasas en el extremo—. ¿Papá?

El muchacho se acercó al mostrador y Luna se sintió sola y expuesta junto a los acuarios. Lo vio sacar unos billetes doblados con cuidado del bolsillo trasero y deslizarlos por debajo del codo de su padre.

—¿Qué haces? —espetó el hombre.

—Con eso debería bastar —dijo el chico con aire de disculpa.

Su padre se giró para salir, sin molestarse en contar los billetes, y el chico lo siguió. Luna deseó que mirase hacia ella por última vez.

Mary profirió un resoplido despectivo mientras los padres de Luna llegaban al mostrador.

—¿Te he oído discutir con alguien? —preguntó su madre—. ¿Quién era?

—¿Quién va a ser? Los Yee.

—¿David Yee estaba aquí? —se sorprendió el padre de Luna—. No lo he visto.

El corazón de la chica era un timbal en sus oídos. Ese muchacho… Ya sabía quién era. El hijo mayor de esa familia a la que tanto odiaban sus padres. Hunter Yee.