V: Helene

Leal hasta el final.

El lema de la Gens Aquilla, susurrado en mi oído por mi padre unos segundos después de nacer. He pronunciado esas palabras miles de veces. Nunca las he cuestionado. Nunca las he puesto en duda.

Ahora pienso en ellas mientras me hundo entre dos legionarios en los calabozos debajo de Risco Negro. Leal hasta el final.

¿Leal a quién? ¿A mi familia? ¿Al Imperio? ¿A mi corazón?

Que arda en los infiernos mi corazón maldito. Mi corazón es lo que me ha traído aquí, de hecho.

—¿Cómo escapó Elias Veturius?

El interrogador me detiene los pensamientos. Su voz es tan indiferente como hace horas, cuando la comandante me arrojó a este pozo con él. Me acorraló fuera de los barracones de Risco Negro, apoyada por un pelotón de máscaras. Me rendí de inmediato, aunque me golpeó para dejarme inconsciente de todos modos. Y entre ese momento y ahora, se las ingenió para quitarme la camisa de plata que me obsequiaron los hombres sagrados del Imperio, los augures. Una camisa que me hacía prácticamente invencible una vez adherida a la piel.

Tal vez debería sorprenderme que haya conseguido sacármela. Pero no es así. A diferencia del resto del maldito Imperio, nunca he cometido el error de subestimar a la comandante.

—¿Cómo escapó? —vuelve a insistir el interrogador. Reprimo un suspiro. He respondido a esa pregunta cientos de veces.

—No lo sé. Primero se suponía que le iba a cortar la cabeza y después lo único que podía oír era un pitido. Cuando volví a mirar hacia la tarima de ejecución, había desaparecido.

El interrogador hace un gesto con la cabeza a los dos legionarios que me sujetan. Me preparo.

No les digas nada. Pase lo que pase. Cuando Elias escapó, me prometí que lo cubriría por última vez. Si el Imperio descubre que huyó por los túneles, o que está viajando con una académica, o que me dio su máscara, los soldados lo rastrearán con más facilidad. Jamás saldrá de la ciudad con vida.

Los legionarios me meten la cabeza de nuevo en un cubo lleno de agua fétida. Presiono los labios, cierro los ojos y mantengo el cuerpo relajado, aunque cada molécula de mi ser quiere luchar contra mis captores. Me centro en una sola imagen, el método que nos enseñó la comandante durante el entrenamiento contra los interrogatorios.

Elias escapando. Sonriendo en alguna tierra distante bañada por el sol. Disfrutando de la libertad que llevaba tanto tiempo persiguiendo.

Mis pulmones forcejean y arden. Elias escapando. Elias libre. Me ahogo, muero. Elias escapando. Elias libre.

Los legionarios me sacan de un tirón la cabeza del cubo y tomo una bocanada de aire.

El interrogador me levanta la cabeza con mano firme, obligándome a mirarlo a los ojos verde claro que brillan inexpresivos en su máscara plateada. Espero ver un destello de ira o frustración, al menos, después de horas haciendo las mismas preguntas y obteniendo las mismas respuestas. Pero está calmado. Casi plácido.

En mi cabeza, lo llamo «el Norteño» por su piel bronceada, mejillas hundidas y ojos angulares. Deben de haber pasado pocos años desde que se graduó en Risco Negro, es demasiado joven como para estar en la Guardia Negra y mucho más para ser interrogador.

—¿Cómo escapó?

—Te acabo de decir…

—¿Por qué estabas en los barracones de los calaveras después de la explosión?

—Creía que lo había visto. Pero le perdí la pista. —Es una versión de la verdad. Al final sí que le perdí la pista.

—¿Cómo colocó las cargas en los explosivos? —El Norteño me suelta la cara y camina arriba y abajo lentamente, fundiéndose con las sombras, pero con el parche rojo de su uniforme bien visible: un pájaro con el pico abierto. Es el símbolo de la Guardia Negra, la responsable de hacer cumplir las normas dentro del Imperio—. ¿Cuándo lo ayudaste?

—No lo ayudé.

—Era tu aliado. Tu amigo. —El Norteño saca algo del bolsillo. Tintinea, pero no puedo ver qué es—. Justo en el instante en el que lo iban a ejecutar, una serie de explosiones casi derruyen la escuela. ¿Esperas que alguien se crea que ha sido una coincidencia?

Ante mi silencio, el Norteño hace un gesto a los legionarios para que me vuelvan a hundir. Respiro hondo y bloqueo cualquier cosa de mi mente que no sea la imagen de Elias libre.

Y entonces, justo cuando me hundo, pienso en ella.

En la chica académica. Todo ese pelo negro y esas curvas y sus malditos ojos dorados. Cómo le sostenía la mano mientras huían por el patio. La manera como pronunciaba su nombre y cómo, en sus labios, sonaba como una canción.

Me trago una bocanada de agua. Sabe a muerte y a pis. Pataleo y forcejeo contra los legionarios que me sujetan. Cálmate. Así es como los interrogadores destruyen a sus prisioneros. Una grieta y te meterá una cuña y la hundirá a martillazos hasta que se abra en dos.

Elias escapando. Elias libre. Intento visualizarlo en mi mente, pero la imagen se reemplaza por una de los dos juntos entrelazados.

Tal vez ahogarme no sea tan horrible.

Los legionarios tiran de mí cuando el mundo se empieza a oscurecer. Escupo toda el agua de la boca. Prepárate, Aquilla. Ahora es cuando te rompe.

—¿Quién es la chica?

Es una pregunta tan inesperada que, por un momento, soy incapaz de eliminar la sorpresa, o más bien el reconocimiento, de mi rostro.

Una mitad de mí maldice a Elias por ser lo suficientemente estúpido como para dejarse ver con la chica. La otra mitad intenta aplastar el pavor que se me está formando en la garganta. El interrogador observa cómo las emociones se muestran en mis ojos.

—Muy bien, Aquilla. —Pronuncia las palabras con una calma desalentadora. De inmediato, pienso en la comandante. Cuanto más suave hablaba, me había dicho Elias un día, más peligrosa era. Al fin puedo ver qué se ha sacado el Norteño del uniforme. Dos conjuntos de anillos de metal unidos que se desliza por los dedos. Cestus. Un arma brutal que transforma una simple paliza en una muerte lenta y sangrienta—. ¿Por qué no empezamos por ahí?

—¿Empezamos? —Llevo horas en este agujero infernal—. ¿Qué quieres decir con «empezamos»?

—Esto —hace un gesto hacia el cubo de agua y mi cara amoratada— era para que nos conociéramos.

Por los diez infiernos sangrantes. Se ha estado conteniendo. Ha ido incrementando el dolor poco a poco, debilitándome, esperando encontrar una fisura, esperando que me rindiera. Elias escapando. Elias libre. Elias escapando. Elias libre.

—Pero ahora, Verdugo de Sangre —las palabras del Norteño, aunque pronunciadas con suavidad, detienen el canto en mi mente—, ahora vamos a ver de qué pasta estás hecha.

* * *

El tiempo se torna confuso. Las horas pasan. ¿Transcurren días? ¿Semanas? No sabría decirlo. Aquí abajo, no veo el sol. No puedo oír los tambores ni el campanario.

Solo un poco más, me digo a mí misma después de una paliza particularmente violenta. Otra hora. Aguanta otra hora más. Otra media hora. Cinco minutos. Un minuto. Solo uno.

Pero cada segundo es dolor. Estoy perdiendo esta batalla. Lo siento en los períodos de tiempo que desaparecen, en la manera como mis palabras se embrollan y tropiezan unas con otras.

Las puertas del calabozo se abren, se cierran. Los mensajeros vienen, consultan. Las preguntas del Norteño cambian, pero nunca se acaban.

—Sabemos que escapó con la chica por los túneles. —Tengo uno de los ojos tan hinchado que no puedo abrirlo, pero mientras el Norteño habla, lo fulmino con el otro—. Ha asesinado a medio pelotón ahí abajo.

Ay, Elias. Esas muertes lo atormentarán, no las verá como algo necesario sino como una elección, la elección errónea. Seguirá con las manos manchadas de sangre mucho después de lo que yo tardaría en limpiárselas.

Pero una parte de mí siente alivio por que el Norteño sepa cómo escapó Elias. Al menos ya no tengo que seguir mintiendo. Cuando el interrogador me pregunte sobre la relación entre Elias y Laia, puedo responderle con franqueza que no sé nada.

Solo tengo que sobrevivir lo suficiente como para que el Norteño me crea.

—Cuéntame sobre ellos… No es tan difícil, ¿verdad? Sabemos que la chica era una simpatizante de la Resistencia. ¿Había convencido a Elias para que se uniese a su causa? ¿Eran amantes?

Quiero echarme a reír. Tus hipótesis son tan buenas como las mías.

Intento responder, pero estoy tan dolorida que solo puedo soltar un gemido. Los legionarios me arrojan al suelo. Me quedo hecha una bola en un patético intento de proteger mis costillas rotas. El aliento se me escapa en un silbido. Me pregunto si la muerte estará cerca.

Pienso en los augures. ¿Saben dónde estoy? ¿Les importa?

Deben de saberlo. Y no han hecho nada por ayudarme.

Pero sigo viva y no le he dado al Norteño lo que quiere. Si todavía me está interrogando, entonces significa que Elias está libre y la chica está con él.

—Aquilla. —La voz del Norteño parece… diferente. Cansada—. Se te acaba el tiempo. Háblame sobre la chica.

—No sé…

—Si no, tengo órdenes de apalizarte hasta la muerte.

—¿Órdenes del Emperador? —jadeo. Estoy sorprendida, creía que Marcus me obsequiaría con todo tipo de horrores en persona antes de matarme.

—No importa de quién sean las órdenes —responde el Norteño. Se agacha y me mira con sus ojos verdes. Por una vez, no parecen tan serenos—. No vale la pena, Aquilla —insiste—. Dime lo que necesito saber.

—No… no sé nada.

El Norteño me observa durante un momento. Cuando me quedo callada, se yergue y se coloca los cestus.

Pienso en que Elias estaba en este mismo calabozo no hace tanto. ¿Qué le pasó por la cabeza mientras se enfrentaba a la muerte? Parecía muy sereno cuando subió a la tarima de ejecución. Como si hubiera encontrado la paz mientras acataba su destino.

Ojalá me pudiera prestar algo de esa paz ahora. Adiós, Elias. Espero que encuentres la libertad. Espero que seas feliz. Solo los cielos saben que los demás no lo seremos.

La puerta del calabozo se abre de golpe detrás del Norteño y oigo unos pasos familiares y airados.

El Emperador Marcus Farrar ha venido a matarme en persona.

—Mi señor Emperador —lo saluda el Norteño. Los legionarios me arrastran hasta ponerme de rodillas y me obligan a inclinar la cabeza hacia delante en un gesto de respeto.

En la luz tenue del calabozo, y con la visibilidad limitada, no puedo discernir la expresión de Marcus, pero puedo distinguir la identidad de la silueta alta de pelo blanco situada detrás de él.

—¿Padre? —Por los infiernos sangrantes, ¿qué está haciendo aquí? ¿Lo va a usar Marcus contra mí? ¿Lo va a torturar hasta que le dé información?

—Su majestad. —La voz de mi padre mientras se dirige a Marcus es fría como el cristal, sin ninguna inflexión que delate sus sentimientos. Pero sus ojos me miran un instante, llenos de terror. Con la poca fuerza que me queda, lo miro con rabia. No dejes que lo vea, padre. No le permitas saber cómo te sientes.

—Un momento, pater Aquillus. —Marcus silencia a mi padre con un movimiento de la mano y mira hacia el Norteño—. Lugarteniente Harper —dice—. ¿Tenemos algo?

—No sabe nada de la chica, su majestad. Tampoco ayudó en la destrucción de Risco Negro.

Así que sí que me creía.

La serpiente ignora a los legionarios que me sujetan. Me ordeno a mí misma no venirme abajo. Marcus me agarra del pelo y me pone en pie. El Norteño observa, inexpresivo. Aprieto los dientes y cuadro los hombros. Me abro paso por el dolor, esperando —no, más bien deseando— no encontrar más que odio en los ojos de Marcus.

Pero me observa con esa tranquilidad inquietante que a veces desprende. Como si conociera mis miedos tan bien como los suyos propios.

—¿En serio, Aquilla? —dice Marcus, y aparto la mirada—. Elias Veturius, tu amor verdadero —prosigue, y las palabras suenan sucias en su boca—, escapa delante de tus narices con una fulana académica, ¿y no sabes nada de ella? ¿Nada sobre cómo sobrevivió a la cuarta prueba, por ejemplo? ¿O sobre su papel en la Resistencia? ¿Acaso las amenazas del lugarteniente Harper no han dado resultado? Tal vez pueda pensar en algo mejor.

Detrás de Marcus, el rostro de mi padre palidece un poco más.

—Su majestad, por favor…

Marcus lo ignora y me empuja contra la pared del calabozo y aprieta su cuerpo contra el mío. Me acerca los labios a la oreja y cierro los ojos, deseando más que nada que mi padre no estuviera presenciándolo.

—¿Debería encontrar a alguien a quien podamos atormentar? —murmura Marcus—. ¿Alguien en cuya sangre podamos bañarnos? ¿O debería darte otras tareas? Espero de veras que hayas prestado atención a los métodos de Harper. Los usarás a menudo como Verdugo de Sangre.

Mis pesadillas, esas que de algún modo él conoce, se alzan ante mí con una claridad pavorosa: niños rotos, madres destripadas, casas convirtiéndose en polvo. Yo a su lado, su comandante leal, su seguidora, su amante. Disfrutando de ello. Queriéndolo. Queriéndolo a él.

Solo son pesadillas.

—No sé nada —suelto en un graznido—. Soy leal al Imperio. Siempre he sido leal al Imperio. —No torturéis a mi padre, quiero añadir, pero me obligo a no suplicar.

—Su majestad. —Mi padre emplea un tono más determinado esta vez—. ¿Y nuestro acuerdo?

¿Qué acuerdo?

—Un momento, pater —susurra Marcus—. Todavía estoy jugando. —Se aprieta más contra mí antes de que una extraña mirada le cruce el rostro: sorpresa o quizás irritación. Menea la cabeza, como un caballo cuando espanta una mosca, antes de dar un paso atrás—. Desencadenadla —ordena a los legionarios.

—¿Qué significa esto? —digo mientras intento ponerme en pie. Las piernas me fallan, y mi padre me agarra antes de que me caiga y me sujeto en sus anchos hombros con el brazo.

—Puedes irte. —Marcus mantiene la mirada fija en mí—. Pater Aquillus, preséntate ante mí mañana a la décima campanada. Sabes dónde encontrarme. Verdugo de Sangre, tú vendrás con él. —Se detiene un momento antes de irse y me resigue la sangre que me cubre la cara lentamente con el dedo. Sus ojos se muestran hambrientos mientras se lo lleva a la boca y lo lame—. Tengo una misión para ti.

Y se va, seguido por el Norteño y por los legionarios. Solo cuando sus pasos desaparecen por las escaleras que salen del calabozo dejo caer la cabeza. El cansancio, el dolor y la incredulidad me roban las fuerzas.

No he traicionado a Elias y he sobrevivido al interrogatorio.

—Ven, hija. —Mi padre me sujeta con el mismo cuidado que si fuera un recién nacido—. Vamos a llevarte a casa.

—¿Qué intercambio has hecho por esto? —le pregunto—. ¿Qué has intercambiado por mí?

—Nada importante.

Mi padre intenta cargar con más de mi peso, pero no se lo permito. En vez de eso, me muerdo el labio con la suficiente fuerza como para derramar sangre. Mientras nos dirigimos a la salida de la celda, me concentro en ese dolor en vez de en la debilidad de mis piernas y el ardor que siento en los huesos. Soy la Verdugo de Sangre del Imperio marcial. Saldré de este calabozo por mi propio pie.

—¿Qué les has dado, padre? ¿Dinero? ¿Tierras? ¿Estamos arruinados?

—Dinero no, influencia. Es un plebeyo. No tiene Gens, ninguna familia que lo apoye.

—¿Las Gens le están dando la espalda?

Mi padre asiente.

—Abogan por su resignación… o por un asesinato. Tiene demasiados enemigos y no puede encarcelarlos ni matarlos a todos. Son demasiado poderosos. Necesita influencia. Y eso le he dado a cambio de tu vida.

—Pero ¿cómo? ¿Lo vas a aconsejar? ¿Le prestarás hombres? No lo entiendo…

—Ahora mismo, eso no importa. —La mirada de los ojos azules de mi padre es feroz, y descubro que no puedo mirarlo sin notar un nudo en la garganta—. Eres mi hija. Le habría dado la piel de mi espalda si me la hubiera pedido. Apóyate en mí y ahorra fuerzas.

La influencia no puede ser lo único que habrá estrujado Marcus de mi padre. Quiero exigirle que me lo explique todo, pero mientras ascendemos por las escaleras, una sensación de mareo me invade. Estoy demasiado rota como para contenerlo. Dejo que me ayude a salir del calabozo, incapaz de deshacerme de la perturbadora sensación de que, sea cual fuere el precio que haya pagado por mí, ha sido demasiado alto.