IV: Elias

Mi madre oculta su ira con practicada astucia. La envuelve en la calma y la entierra bien profundo. Pisotea la tierra de encima, pone una lápida y finge que está muerta.

Pero lo veo en sus ojos. Ardiendo en el contorno, como los bordes de un papel que se ennegrecen justo antes de estallar en llamas.

Odio compartir su misma sangre. Ojalá pudiera quitármela del cuerpo.

Está enfrente de la alta muralla oscura de la ciudad, otra sombra más en la noche si no fuera por el brillo plateado de su máscara. A su lado está nuestra ruta de escape, una puerta de madera tan cubierta de vides secas que es imposible discernirla. Aunque no sostiene ningún arma en las manos, su mensaje está claro. Si queréis huir, tendréis que pasar por encima de mí.

Por los diez infiernos. Espero que Laia haya oído mi silbido de advertencia. Espero que no se acerque.

—Te ha costado lo tuyo —dice la comandante—. Hace horas que espero.

Se lanza hacia mí con un cuchillo largo que ha aparecido rápidamente en su palma, como si hubiera salido de su piel. La esquivo a duras penas antes de lanzarle un tajo con las cimitarras. Evita el ataque con una danza grácil sin preocuparse por entrechocar las hojas y entonces me lanza una estrella ninja. No me alcanza de milagro. Antes de que pueda sacar otra, me abalanzo veloz hacia ella y le propino una patada que la manda al suelo.

Mientras se vuelve a poner en pie trastabillando, examino el área en busca de soldados. Las murallas están vacías y los tejados a nuestro alrededor, desiertos. Ningún sonido procede del almacén del abuelo. Aun así, no me puedo creer que no tenga asesinos acechando cerca.

Oigo un sonido a mi derecha, y levanto las cimitarras anticipando una flecha o lanza, pero es el caballo de la comandante, que está atado a un árbol. Reconozco la montura de la Gens Veturia… Es uno de los sementales del abuelo.

—¿Nervioso? —La comandante arquea una ceja—. No te preocupes. He venido sola.

—¿Y por qué harías eso?

La comandante me arroja más estrellas. Mientras me agacho, sale disparada a cubrirse tras un árbol para huir del alcance de los cuchillos que le lanzo como respuesta.

—Si crees que necesito un ejército para destruirte, chico —me dice—, estás equivocado.

Se baja el cuello del uniforme y pongo una mueca cuando veo la camisa de metal que lleva debajo, impenetrable para las armas de filo.

La camisa de Hel.

—Se la quité a Helene Aquilla. —La comandante desenvaina las cimitarras y responde a mi asalto con una grácil facilidad—. Antes de enviarla a la Guardia Negra para que la interroguen.

—No sabe nada. —Esquivo los ataques de mi madre mientras ella danza a mi alrededor. Ponla a la defensiva. Y, luego, un golpe rápido en la cabeza para dejarla inconsciente. Róbale el caballo. Huye.

La comandante emite un sonido insólito mientras nuestras cimitarras colisionan, una música extraña que llena el silencio de la zona de almacenaje. Tras unos instantes, me doy cuenta de que es una risa.

Nunca había oído a mi madre reír. Nunca.

—Sabía que vendrías aquí. —Arremete contra mí con las cimitarras, me agacho por debajo de ella y noto el viento de su ataque a centímetros de mi cara—. Habrás sopesado escapar por la puerta de la ciudad. Luego por los túneles, por el río, por el muelle. Al final, todos presentaban demasiados problemas, y más si les sumamos a tu pequeña amiga. Te acordaste de este lugar y asumiste que yo no lo conocería. Estúpido.

»Está aquí, lo sé. —Sisea la comandante irritada cuando bloqueo su ataque y le hago un corte en el brazo—. La esclava académica. Espiando el edificio. Observando. —La comandante resopla y eleva la voz—. Aferrándote a la vida con tenacidad como la cucaracha que eres. ¿Supongo que te salvaron los augures? Debería haberte aplastado a conciencia.

¡Escóndete, Laia!, grito en mi cabeza, pero no la llamo, por miedo a que una de las estrellas de mi madre se le incruste en el pecho.

La comandante está enfrente del almacén ahora. Jadea un poco, y sus ojos tienen un brillo asesino. Quiere acabar con esto.

Me hace una finta con el cuchillo, pero cuando la bloqueo, me golpea los pies por debajo y su hoja desciende. Me aparto rodando sobre mi cuerpo y evito por los pelos una muerte por empalamiento, pero dos estrellas más silban hacia mí, y, aunque bloqueo una, la otra me corta el bíceps.

Una piel dorada aparece en la oscuridad detrás de mi madre. No, Laia. Apártate.

La comandante suelta las cimitarras y saca dos dagas con la determinación de acabar conmigo. Salta hacia mí con toda su fuerza y emplea estocadas rápidas para causarme heridas de las que no me percate hasta que suelte mi último aliento.

La esquivo demasiado lento. Una hoja me muerde el hombro, y me echo hacia atrás, pero no lo bastante rápido, y no consigo evitar una patada maliciosa en la cara que me hace caer de rodillas. De repente, veo dos comandantes y cuatro espadas. Estás muerto, Elias. Unas respiraciones entrecortadas me retumban en la cabeza; es mi propio aliento, superficial y doloroso. Oigo su risa fría, como rocas que rompen el cristal. Ejecuta el golpe de gracia. Solo el entrenamiento de Risco Negro, su entrenamiento, me permite levantar mi cimitarra instintivamente para bloquearla. Pero ya no me queda fuerza. Me quita las cimitarras de las manos de un golpe, una a una.

Por el rabillo del ojo, veo que Laia se acerca con la daga en la mano. Detente, maldita sea. Te matará en un segundo.

Pero entonces pestañeo y Laia ha desaparecido. Creo que me lo debo de haber imaginado, que la patada me ha agitado la mente, pero Laia vuelve a aparecer y la arena sale volando de su mano hacia los ojos de mi madre. La comandante aparta la cabeza, y busco a tientas por el suelo mis cimitarras. Alzo una en el mismo instante en que nuestras miradas se cruzan.

Espero que aparezca su muñeca enguantada y bloquee la espada. Espero morir mientras oigo cómo se regodea en su triunfo.

Pero en vez de eso, sus ojos brillan con una emoción que no logro identificar.

En ese instante, mi cimitarra le golpea la sien con un impacto que la dejará fuera de sí durante al menos una hora. Cae al suelo como un saco de harina.

La rabia y la confusión me invaden mientras Laia y yo bajamos la vista hacia ella. ¿Qué crimen no ha perpetrado mi madre? Ha azotado, matado, torturado y esclavizado. Ahora está tumbada delante de nosotros, indefensa. Sería muy fácil matarla. El máscara dentro de mí me impele a hacerlo. No vaciles ahora, necio. Te arrepentirás.

Ese pensamiento me causa repulsión. No a mi propia madre, así no, no importa el tipo de monstruo que sea.

Capto un destello que se mueve. Una figura merodea por las sombras del almacén. ¿Un soldado? Ta vez… Pero uno demasiado cobarde como para salir y pelear. Tal vez nos haya visto, tal vez no. No voy a esperar para descubrirlo.

—Laia. —Arrastro a mi madre por las piernas hasta la casa. Pesa muy poco—. Ve a por el caballo.

—Está… está… —Baja la vista hacia el cuerpo de la comandante, y niego con la cabeza.

—El caballo —insisto—. Desamárralo y tráelo a la puerta. —Mientras lo hace, corto un pedazo de cuerda del rollo que llevo en la mochila y ato los tobillos y las muñecas de mi madre. Una vez que se despierte, las ataduras no la retendrán durante mucho rato, pero combinadas con el golpe en la cabeza, debería darnos suficiente tiempo como para alejarnos bastante de Serra antes de que pueda enviar soldados tras de nosotros.

—Tenemos que matarla, Elias —dice Laia con voz temblorosa—. Nos perseguirá nada más se despierte. Jamás llegaremos a Kauf.

—No voy a matarla. Si tú quieres hacerlo, date prisa. No nos queda tiempo.

Me aparto de ella para examinar la oscuridad que nos rodea de nuevo. Quienquiera que nos estuviera observando ha desaparecido. Tenemos que asumir lo peor: que era un soldado y hará sonar la alarma.

No hay ninguna tropa patrulla por encima de las murallas de Serra. Por fin algo de suerte. La puerta cubierta de vides se abre después de unos cuantos tirones secos, y las bisagras sueltan un sonoro crujido. En unos segundos, cruzamos la ancha muralla de la ciudad. Durante un instante veo doble. Maldito golpe en la cabeza.

Laia y yo pasamos lentamente por una arboleda de albaricoques con el caballo haciendo cloc detrás de nosotros. Ella guía al animal, y yo camino por delante con las cimitarras preparadas.

La comandante ha escogido enfrentarse a mí sola. Quizá fuera su orgullo, su deseo de demostrarse a sí misma y a mí que me podía destruir sin ayuda. Sea cual fuere la razón, habría apostado al menos unos cuantos pelotones de soldados aquí fuera para atraparnos si conseguíamos cruzar. Si algo sé de mi madre, es que siempre tiene un plan de emergencia.

Agradezco que la noche sea oscura. Si la luna estuviera colgada del cielo, un arquero habilidoso podría acabar con nosotros fácilmente desde la muralla. Siendo así, nos camuflamos con los árboles. Con todo, no me fío de la oscuridad. Estoy a la espera de que los grillos y demás criaturas nocturnas se queden en silencio, de que mi piel se ponga fría, de oír el rasguño de una bota o el crujido del cuero.

Pero mientras avanzamos por el vergel, no hay ningún indicio del Imperio.

Ralentizo el paso cuando nos acercamos a los últimos árboles. Un afluente del Rei corre cerca. Los únicos puntos de luz en el desierto son dos guarniciones, a kilómetros entre sí y de nosotros. Los mensajes de los tambores retumban entre ellas, dando instrucciones sobre los movimientos que tienen que hacer las tropas de Serra. En la distancia, oigo el sonido de los cascos de los caballos y me tenso, pero se alejan de nosotros.

—Algo no está bien —le comento a Laia—. Mi madre debería haber puesto patrullas aquí.

—Tal vez haya pensado que no las necesitaría —me susurra Laia con incertidumbre—. Que conseguiría matarnos.

—No —respondo—. La comandante siempre tiene un plan de emergencia. —De repente, deseo que Helene estuviera aquí. Puedo visualizar con facilidad sus cejas plateadas juntas y su mente desenredando los hechos con paciencia y cuidado.

Laia me mira con la cabeza ladeada.

—La comandante comete errores, Elias —me dice—. Nos ha subestimado a los dos.

Es verdad, y, sin embargo, el nudo molesto que tengo en la garganta no desaparece. Por los infiernos, me duele la cabeza. Tengo ganas de vomitar. De dormir. Piensa, Elias. ¿Qué era lo que he visto en los ojos de mi madre justo antes de dejarla inconsciente? Una emoción. Algo que normalmente no mostraría.

Tras un instante, lo veo con claridad. Satisfacción. La comandante estaba complacida.

Pero ¿por qué iba a estarlo por que la dejara sin conocimiento después de que haya intentado matarme?

—No ha cometido un error, Laia. —Salimos hacia la tierra abierta que hay tras el vergel y observo la tormenta que se arremolina sobre la cordillera serrana, a miles de kilómetros—. Nos ha dejado ir.

Pero no entiendo el motivo.