III: Laia

La sonrisa de la comandante es como un gusano pálido hinchado. Aunque solo la veo un instante antes de que Elias me inste a alejarme del baño de sangre de la plaza, me doy cuenta de que me ha quitado el habla.

Patino, mis botas todavía están cubiertas de sangre de la carnicería en los túneles. Me estremezco ante el recuerdo de la imagen del rostro de Elias, el odio que había en sus ojos. Quería decirle que ha hecho lo que tenía que hacer para salvarnos, pero no he podido encontrar las palabras. Lo único a lo que me he limitado es a reprimir las náuseas.

Los sonidos del sufrimiento desgarran el aire; marciales y académicos, adultos y niños, entremezclados formando un único grito cacofónico. Apenas lo oigo por lo concentrada que estoy en esquivar los fragmentos de cristal y los edificios en llamas que se derrumban en las calles. Miro por encima del hombro decenas de veces, esperando ver a la comandante que nos pisa los talones. De golpe, me siento como la chica que era hace un mes. La chica que abandonó a su hermano para que el Imperio lo encarcelara, la chica que sollozaba y gimoteaba después de que la azotaran. La chica sin coraje.

Cuando el miedo toma el control, utiliza lo único que es más poderoso e indestructible para combatirlo: tu espíritu. Tu corazón. Oigo las palabras que me dijo el espadero Spiro Teluman, el amigo y mentor de mi hermano.

Intento transformar mi miedo en energía. La comandante no es infalible. Tal vez ni siquiera me haya visto; su atención estaba completamente fija en su hijo. Ya hui de ella una vez. Lo volveré a hacer.

La adrenalina se me dispara, pero cuando giramos de una calle a la siguiente, me tropiezo con una pequeña montaña de escombros y caigo de bruces sobre los adoquines ennegrecidos por el hollín.

Elias me vuelve a poner en pie con la misma facilidad que si estuviera hecha de plumas. Mira hacia delante, hacia atrás, hacia las ventanas y los tejados cercanos, como si él también estuviera esperando que su madre apareciera en cualquier momento.

—Tenemos que seguir. —Tiro de su mano—. Tenemos que salir de la ciudad.

—Lo sé. —Elias nos guía hacia un vergel polvoriento y muerto, cercado por un muro—. Pero no lo lograremos si estamos exhaustos. No nos hará ningún daño descansar un minuto.

Se sienta, y me arrodillo a su lado a regañadientes. El aire de Serra me parece extraño y contaminado, el olor pungente de la madera quemada se mezcla con algo más oscuro: sangre, cuerpos calcinados y acero desenvainado.

—¿Cómo vamos a llegar a Kauf, Elias? —Esa es la pregunta que me ha estado carcomiendo desde el momento en que nos deslizamos hacia los túneles saliendo de su barracón en Risco Negro. Mi hermano se dejó apresar por los soldados marciales para que yo tuviera la oportunidad de escapar. No voy a permitir que muera por ese sacrificio; es el único familiar que me queda en este condenado Imperio. Si no lo salvo yo, nadie lo hará—. ¿Nos vamos a esconder en el campo? ¿Cuál es el plan?

Elias me sostiene la mirada con sus ojos grises opacos.

—Habríamos podido salir al oeste de la ciudad por el túnel de huida —me indica—. Habríamos tomado los pasos de montaña al norte, habríamos robado una caravana tribal y fingido ser comerciantes. Los marciales no nos estarían persiguiendo a los dos ni nos estarían buscando en el norte. Pero ahora… —Se encoge de hombros.

—¿Qué significa eso? ¿Ni siquiera tienes un plan?

—Sí. Salimos de la ciudad. Escapamos de la comandante. Ese es el único plan que importa.

—¿Y luego qué?

—Vayamos paso a paso, Laia. Es de mi madre de quien estamos hablando.

—No le tengo miedo —contesto, no vaya a ser que piense que sigo siendo la misma chica asustadiza que conoció en Risco Negro hace semanas—. Ya no.

—Pues deberías —dice Elias secamente.

Los tambores retumban con una descarga de sonido que hace temblar los huesos. Me palpitan las sienes con su eco.

Elias ladea la cabeza.

—Están informando sobre nuestro físico —dice—. Elias Veturius: ojos grises, metro noventa, noventa y cinco kilos, pelo negro. Visto por última vez en los túneles al sur de Risco Negro. Armado y peligroso. Viaja con una mujer académica: ojos dorados, metro sesenta y siete, cincuenta y siete kilos, pelo negro… —Se queda callado—. ¿Lo entiendes? Nos dan caza, Laia. Ella nos persigue. No tenemos manera de salir de la ciudad. El miedo es el rumbo correcto ahora mismo… Nos mantendrá con vida.

—Las murallas…

—Están bien defendidas a causa de la rebelión académica —interviene Elias—. Mejor ahora, sin duda. Mi madre habrá enviado mensajes por toda la ciudad diciendo que todavía no hemos salido de las murallas. Las puertas estarán el doble de fortificadas.

—¿Podríamos…, podrías tú… abrirte camino luchando? ¿Tal vez en alguna de las puertas más pequeñas?

—Podríamos —concuerda Elias—. Pero significaría matar a mucha gente.

Entiendo por qué desvía la mirada, aunque esa parte de mí dura y fría que desarrollé en mi tiempo en Risco Negro se pregunta qué diferencia supondrá algunos marciales muertos de más. Sobre todo si lo comparamos con los que ya ha matado, y sobre todo cuando pienso en lo que les van a hacer a los académicos cuando la revolución rebelde sea inevitablemente aplastada.

Pero mi parte más bondadosa se estremece ante esa frialdad.

—¿Los túneles, entonces? —propongo—. Los soldados no se lo esperarán.

—No sabemos cuáles se han hundido y no tiene sentido bajar ahí si nos topamos con un camino sin salida. El puerto, tal vez. Podríamos nadar por el río…

—No sé nadar.

—Recuérdame que le pongamos remedio a eso cuando tengamos unos días. —Niega con la cabeza; nos estamos quedando sin opciones—. Podríamos intentar pasar desapercibidos hasta que la revolución se vaya apagando. Y colarnos en los túneles una vez que las explosiones hayan acabado. Conozco una casa segura.

—No —intervengo con rapidez—. El Imperio envió a Darin a Kauf hace tres semanas. Y esas fragatas de prisioneros van rápido, ¿no es así?

—Llegarán a Antium en menos de dos semanas. —Elias asiente—. Desde allí, es un viaje de diez días por tierra hasta Kauf si no se encuentran con mal tiempo. Ya podría haber llegado a la prisión —me dice.

—¿Cuánto tardaremos nosotros en llegar?

—Tenemos que ir por tierra y evitar que nos descubran —repone Elias—. Tres meses, si vamos rápido. Pero solo si conseguimos llegar a la cordillera de Nevennes antes de las nieves del invierno. Si no, no podremos cruzar hasta la primavera.

—Entonces, no podemos retrasarnos —digo—. Ni un día. —Vuelvo a mirar por encima del hombro, intentando suprimir la creciente sensación de pavor—. No nos ha seguido.

—Que veamos, no —constata Elias—. Es demasiado lista para eso.

Examina los árboles muertos que nos rodean mientras le da vueltas a la cimitarra una y otra vez con la mano.

—Hay un almacén abandonado cerca del río, adyacente a las murallas de la ciudad —dice al fin—. Es propiedad de mi abuelo… Me lo enseñó hace años. Una puerta que da al patio trasero conduce fuera de la ciudad. Pero hace mucho que no voy por allí. Puede que ya no esté en pie.

—¿La conoce la comandante?

—El abuelo no se lo contaría jamás.

Pienso en el momento en que Izzi, mi compañera esclava de Risco Negro, me advirtió sobre la comandante cuando llegué por primera vez a la escuela. Sabe cosas, me dijo. Cosas que no debería saber.

Pero tenemos que salir de la ciudad, y no me queda ningún plan mejor por ofrecer.

Partimos, cruzando veloces distritos a los que no ha llegado la revolución y escabulléndonos con cuidado a través de aquellas áreas donde se extienden la lucha y el fuego. Las horas transcurren y la tarde da paso a la noche. Elias es una presencia serena a mi lado, aparentemente impasible ante la visión de tanta destrucción.

Es extraño pensar que hace un mes mis abuelos estaban vivos, mi hermano estaba libre y yo no había oído jamás el nombre de Veturius.

Todo lo que ha ocurrido desde entonces es como una pesadilla. El abuelo y la abuela, asesinados. Darin, llevado a rastras por los soldados mientras me grita que huya.

Y la Resistencia académica que se ofrece a ayudar a salvar a mi hermano y termina traicionándome.

Otro rostro aparece en mi mente, ojos oscuros, atractivo, y serio, siempre muy serio. Hace que sus sonrisas tengan más valor. Keenan, el rebelde de pelo llameante que desafió a la Resistencia para ofrecerme en secreto una vía de escape de Serra. Una vía que yo, a mi vez, le cedí a Izzi.

Espero que no esté enfadado. Espero que entienda por qué no podía aceptar su ayuda.

—Laia —me llama Elias cuando llegamos al borde oriental de la ciudad—. Estamos cerca.

Salimos del laberinto de calles de Serra cerca de un almacén de mercantes. La cúpula solitaria de un horno de ladrillo proyecta una oscura sombra que envuelve los depósitos y zonas de almacenaje. Durante el día, este sitio debe de ser un bullicio de carretas, mercaderes y estibadores. Pero a esta hora de la noche está abandonado. El cambio de estación se deja entrever en el frío del atardecer y un viento constante sopla desde el norte. No se mueve nada.

—Allí. —Elias señala hacia una estructura construida en las murallas de Serra, similar a las que tiene a los lados, pero con un patio trasero visible repleto de malas hierbas—. Ese es el lugar.

Se queda observando el almacén durante varios minutos.

—La comandante no podría esconder a una decena de máscaras ahí dentro —afirma—, pero dudo de que viniera sin ellos. No se arriesgaría a que pudiéramos escapar.

—¿Estás seguro de que no vendría sola? —El viento sopla con más fuerza, y me abrazo el cuerpo y tiemblo. La comandante por sí sola ya es lo suficientemente aterradora. Estoy segura de que no necesita soldados que la ayuden.

—No del todo —admite—. Espera aquí. Me aseguraré de que esté despejado.

—Creo que debería ir contigo. —Me pongo nerviosa de inmediato—. Si ocurre algo…

—En ese caso, sobrevivirás, incluso si yo no lo consigo.

—¿Qué? ¡No!

—Si es seguro que vengas, te silbaré una nota. Si hay soldados, dos notas. Si la comandante nos está esperando, tres notas repetidas dos veces.

—¿Y si es ella? Entonces, ¿qué?

—Entonces, espérate. Si sobrevivo, volveré por ti —dice Elias—. Si no, tendrás que salir de aquí.

—Elias, idiota, te necesito si quiero sacar a Darin…

Me pone un dedo en los labios que atrae mi mirada a la suya.

Delante de nosotros, el almacén está en silencio. Detrás, la ciudad arde. Recuerdo la última vez que lo miré así… Fue justo antes de besarnos. Por el tenso aliento que se le escapa, creo que él también lo recuerda.

—Hay esperanza en la vida —dice—. Una chica valiente me lo dijo una vez. Si algo me ocurre, no tengas miedo. Encontrarás la manera.

Antes de que mis dudas me vuelvan a asaltar, baja la mano y se dirige hacia el almacén tan liviano como las nubes de polvo que se elevan del horno de ladrillo.

Sigo sus movimientos con la mirada, a sabiendas de lo endeble que es el plan. Todo lo que ha ocurrido hasta ahora ha sido resultado de la fuerza de voluntad o por pura buena suerte. No tengo ni idea de cómo llegar al norte a salvo, más allá de confiar en Elias para que me guíe. Ni me hago una idea de lo que costará colarnos en Kauf, más allá de esperar que Elias sepa qué hacer. Lo único que tengo es una voz dentro de mí que me dice que debo salvar a mi hermano y la promesa de Elias de que me ayudará a hacerlo. El resto no son más que deseos y esperanzas, y no hay nada más frágil que eso.

No es suficiente. Con eso no basta. El viento me revuelve el pelo, más frío de lo que debería ser a finales de verano. Elias desaparece en el patio del almacén. Tengo los nervios de punta y, aunque respiro hondo, es como si no pudiera tomar suficiente aire. Vamos. Vamos. Esperar su señal es un tormento.

De repente, lo oigo. Tan rápido que durante un segundo pienso que estoy equivocada. Espero estarlo. Pero vuelvo a oír el sonido.

Tres notas rápidas. Agudas, repentinas y cargadas de advertencia.

La comandante nos ha encontrado.