II: Elias

Tres auxiliares y cuatro legionarios, a unos quince metros detrás de nosotros. Mientras corro hacia delante, giro la cabeza para calcular su avance. Actualicemos a seis auxiliares, cinco legionarios, doce metros.

Más soldados del Imperio invadirán las catacumbas a cada segundo que pase. A estas alturas, un mensajero habrá corrido a avisar a las patrullas vecinas, y los tambores esparcirán la alerta por todo Serra: Avistado Elias Veturius en los túneles. Todos los escuadrones, asistid. No hace falta que los soldados estén seguros de mi identidad, nos darán caza igualmente.

Doy un giro abrupto a la izquierda por un túnel lateral y tiro de Laia conmigo, mientras mi mente salta de un pensamiento a otro. Quítatelos de encima rápido, mientras todavía tengas la oportunidad. Si no…

No, gruñe el máscara dentro de mí. Detente y mátalos. Solo son once. Fácil. Podrías hacerlo con los ojos cerrados.

Debería haber matado al efrit en la cámara mortuoria de inmediato. Helene se reiría de mí si supiera que he intentado ayudar a la criatura en vez de reconocerla por lo que era en realidad.

Helene. Me jugaría las espadas a que ahora mismo está en una sala de interrogatorio. Marcus… O Emperador Marcus, como lo llaman ahora, le ordenó que me ejecutara. No lo consiguió. Y lo que es peor, fue mi confidente más cercana durante catorce años. Ninguno de esos pecados saldrá impune, no ahora que Marcus posee el poder absoluto.

Helene sufrirá a manos de él. Por mi culpa. Vuelvo a oír al efrit. ¡Parca andante!

Me asaltan a la mente recuerdos de la tercera prueba. Tristas, que muere por la espada de Dex. Demetrius y Leander, que sucumben.

Un grito más adelante me devuelve al presente. El campo de batalla es mi templo. El antiguo mantra de mi abuelo vuelve a mí cuando más lo necesito. La punta de mi espada es mi sacerdote. La danza de la muerte es mi plegaria. El golpe de gracia es mi liberación.

A mi lado Laia jadea y arrastra el cuerpo. Me está ralentizando. Podrías dejarla atrás, me susurra una pérfida voz. Te moverías más rápido si fueras solo. Aplasto la voz. Aparte del hecho obvio de que le prometí ayuda a cambio de mi libertad, sé que Laia haría lo que fuera por llegar a la prisión de Kauf, hasta su hermano, y eso incluye intentar llegar hasta allí ella sola.

Y en ese caso, moriría.

—Más rápido, Laia —le insisto—. Están demasiado cerca. —Empieza a correr algo más deprisa. Dejamos atrás paredes plagadas de calaveras, huesos, criptas y telarañas. Estamos mucho más al sur de donde deberíamos estar. Hace mucho que nos hemos saltado el túnel de huida en el que escondí provisiones para varias semanas.

Las catacumbas tiemblan y se zarandean, y los dos nos vamos al suelo. El hedor a fuego y muerte se filtra a través de una rejilla de cloaca que está justo encima de nosotros. Unos momentos después, una explosión se extiende por el aire. No pierdo el tiempo pensando en qué ha podido ser. Lo que importa es que ha entorpecido el avance de los soldados que tenemos detrás, tan recelosos como nosotros de la inestabilidad de los túneles. Aprovecho la oportunidad para alejarnos unos doce metros más de ellos. Atajo por un túnel lateral y me oculto en las sombras profundas de una alcoba medio derruida.

—¿Crees que nos encontrarán? —susurra Laia.

—Con un poco de suerte, no…

Una luz destella en la dirección en la que íbamos, y oigo el ritmo marcado de los pisotones de las botas. Dos soldados entran en el túnel y nos iluminan claramente con las antorchas. Se detienen durante un segundo, desconcertados, tal vez por la presencia de Laia y por la ausencia de mi máscara. Entonces, se fijan en mi armadura y en mis cimitarras, y uno de ellos suelta un silbido penetrante que atraerá a cualquier soldado que pueda oírlo.

Mi cuerpo toma el mando. Antes de que cualquiera de los soldados pueda desenfundar sus espadas, ya les he lanzado unos cuchillos, que se clavan en la carne suave de sus cuellos. Caen lentamente y las antorchas chisporrotean en el suelo húmedo de la catacumba.

Laia sale de la alcoba con una mano en la boca.

—E-Elias…

Me lanzo de nuevo a la alcoba, tirando de ella y desenvainando un palmo las cimitarras. Me quedan cuatro cuchillos por lanzar. No son suficientes.

—Me encargaré de tantos como pueda —le digo—. No te metas en medio. Por más mala que parezca la situación, no interfieras, no me intentes ayudar.

Las últimas palabras abandonan mis labios mientras los soldados que nos perseguían aparecen por el túnel a nuestra izquierda. A cinco metros de distancia. A cuatro. En mi mente, los cuchillos ya han salido volando y han alcanzado sus objetivos. Salgo disparado de la alcoba y los lanzo. Los cuatro primeros legionarios caen en silencio, uno tras otro, tan sencillo como segar el cereal. El quinto cae por un tajo de mi cimitarra. La sangre caliente sale a borbotones, y siento cómo me sube la bilis. No pienses. No te aflijas. Limítate a despejar el camino.

Seis auxiliares aparecen detrás de los cinco primeros. Uno me salta a la espalda, y lo despacho con un codazo en la cara. Un instante después, otro soldado se abalanza sobre mí. Cuando le estampo la rodilla en los dientes, suelta un aullido y se agarra la nariz rota y la boca ensangrentada. Giro, patada, paso al lado, golpea.

Detrás de mí, Laia grita. Un auxiliar la arrastra fuera de la alcoba por el cuello y sostiene un cuchillo en su garganta. Su mirada maliciosa se convierte en un aullido. Laia le ha clavado una daga en el costado. La saca y el auxiliar se tambalea hacia atrás.

Me giro hacia los últimos tres soldados. Huyen.

En unos segundos, recupero mis armas. A Laia le tiembla el cuerpo entero mientras examina la carnicería que nos rodea: siete muertos. Hay tres heridos que gimen e intentan ponerse en pie.

Cuando Laia me mira, tiene los ojos desorbitados de la impresión que le da ver mis cimitarras y mi armadura ensangrentadas. La vergüenza me inunda, con tanta fuerza que desearía que me comiera la tierra. Ahora ve el verdadero interior de mi miserable ser. ¡Asesino! ¡Parca andante!

—Laia… —empiezo a decir, pero un gruñido bajo atraviesa el túnel y el suelo se agita. A través de las rejillas de las cloacas, nos llegan gritos, alaridos y el retumbar ensordecedor de una explosión enorme.

—Por los infiernos, ¿qué…?

—Es la Resistencia académica —grita Laia por encima del ruido—. ¡Se están rebelando!

No llego a preguntarle cómo sabe ese fascinante dato, porque justo en ese instante capto un destello plateado revelador en el túnel a nuestra izquierda.

—¡Por los cielos, Elias! —La voz de Laia se ahoga, tiene los ojos muy abiertos. Uno de los máscaras que se acerca es enorme, me saca mucha edad y no lo reconozco. El otro es una figura pequeña, casi diminuta. La calma reflejada en su rostro enmascarado contradice la furia escalofriante que emana de ella.

Mi madre. La comandante.

Las pisadas de botas retruenan a nuestra derecha mientras los silbidos atraen a más soldados, si cabe. Atrapados.

El túnel vuelve a gruñir.

—Ponte detrás de mí —le ordeno a Laia. No me oye—. Laia, maldita sea, ponte… Buf…

Laia se arroja directamente a mi estómago, un salto desesperado y torpe tan inesperado que caigo hacia atrás en dirección a una de las criptas de la pared. Paso directamente a través de las gruesas telarañas que hay encima de la cripta y aterrizo de espaldas encima de un ataúd de piedra. Laia tiene medio cuerpo encima de mí y el otro medio acuñado entre el ataúd y la pared de la cripta.

La combinación de telarañas, cripta y chica cálida me desconcierta, y apenas soy capaz de tartamudear:

—¿Estás loc…?

BUM. El techo del túnel en el que estábamos hace nada se derrumba de golpe con un estruendo intensificado por el rugido de las explosiones de la ciudad. Sitúo a Laia debajo de mí con los brazos a ambos lados de su cabeza para protegerla de la explosión. Pero es la cripta la que nos salva. Tosemos por la nube de polvo desatada por las explosiones y soy muy consciente de que, si no fuera por la agilidad mental de Laia, ambos estaríamos muertos.

El estrépito cesa, y la luz del sol se filtra a través del polvo. Nos llegan gritos desde la ciudad. Con cuidado, me quito de encima de Laia y me giro hacia la entrada de la cripta, que está medio bloqueada por fragmentos de roca. Me asomo hacia lo que queda del túnel, que no es demasiado. Se ha desplomado por completo y no se ve ni un máscara.

Salgo reptando de la cripta, medio arrastrándome, medio cargando a Laia, que todavía sigue tosiendo, por encima de los escombros. Tiene la cara manchada de polvo y sangre, que puedo confirmar que no es suya, e intenta agarrar la cantimplora. Se la pongo en los labios. Tras unos pocos tragos, consigue ponerse en pie.

—Puedo… puedo andar.

Las rocas obstruyen el túnel a nuestra izquierda, pero una mano enfundada las está apartando. Los ojos grises de la comandante y su pelo rubio centellean a través del polvo.

—Vamos. —Me subo el cuello para ocultar el tatuaje en forma de diamante de Risco Negro que tengo en la nuca. Trepamos fuera de las ruinas de las catacumbas hacia las bulliciosas calles de Serra.

Por los diez infiernos ardientes.

Nadie parece haberse dado cuenta de que una de las calles se ha hundido hacia las catacumbas; todos están demasiado ocupados observando una columna de fuego que se eleva hacia el cálido cielo azul: la mansión del gobernador, encendida como una pira funeraria bárbara. Alrededor de los portones negros y en la inmensa plaza que hay enfrente, decenas de soldados marciales están inmersos en una batalla campal con cientos de rebeldes vestidos de negro: son luchadores de la Resistencia académica.

—¡Por aquí! —Voy en dirección contraria a la mansión del gobernador, llevándome por delante a dos luchadores rebeldes que se acercan mientras avanzo, y me dirijo hacia la siguiente calle. Pero el fuego se propaga por allí, extendiéndose rápidamente, y los cuerpos se desperdigan por el suelo. Agarro a Laia de la mano y corro hacia otra calle lateral, donde descubro la misma brutalidad que en la primera.

Por encima del chasquido de las armas, los gritos y el rugido de las llamas, los tambores de las torres de Serra suenan frenéticamente solicitando tropas de refuerzo del Distrito Ilustre, del Distrito Extranjero y del Distrito de Armas. Otra torre informa de mi localización cerca de la mansión del gobernador y ordena a todas las tropas disponibles que se unan a la persecución.

Nada más hemos dejado la mansión atrás, una cabeza de pelo rubio claro emerge de los escombros del túnel derrumbado. Maldita sea. Estamos en medio de la plaza, al lado de una fuente cubierta de ceniza decorada con la estatua de un caballo piafante. Coloco a Laia de espaldas a ella y nos agachamos, buscando desesperadamente una ruta de escape antes de que la comandante o uno de los marciales nos localice. Pero parece ser que cada edificio y cada calle colindante con la plaza están en llamas.

¡Busca más! En cualquier momento, la comandante se internará en la refriega de la plaza y usará sus terribles habilidades para abrirse camino a través de la batalla para encontrarnos.

Vuelvo a mirarla mientras se quita el polvo de la armadura, impasible ante el caos. Su serenidad hace que se me erice el vello de la nuca. Su escuela está destruida, su hijo y enemigo ha escapado, la ciudad es un absoluto desastre. Y, aun así, está sorprendentemente calmada.

—¡Allí! —Laia me agarra del brazo y señala hacia un callejón escondido detrás de una carreta volcada de un comerciante. Nos agachamos y corremos hacia allá, y doy gracias a los cielos por el tumulto que evita que tanto los académicos como los marciales nos descubran.

En unos minutos, llegamos al callejón, y justo cuando estamos a punto de meternos en él, me arriesgo a mirar hacia atrás; una vez, solo para asegurarme de que no nos ha visto.

Busco entre el caos, a través de un grupo de luchadores de la Resistencia que se abalanza sobre un par de legionarios, pasado un máscara que lucha contra diez rebeldes a la vez, hacia los escombros del túnel, donde encuentro a mi madre de pie. Un esclavo académico de avanzada edad que intenta escapar del caos comete el error de cruzarse en su camino. Ella le clava la cimitarra en el corazón con una brutalidad inconsciente. Cuando saca la hoja, ni siquiera lo mira. Por el contrario, tiene los ojos clavados en mí. Como si estuviéramos conectados, como si supiera cada uno de mis pensamientos, su mirada corta a través de la plaza.

Sonríe.