I: Laia

¿Cómo nos han encontrado tan rápido?

Detrás de mí, las catacumbas devuelven el eco de unos gritos airados y el chirrido del metal. Mis ojos pasan a toda velocidad por las calaveras sonrientes que adornan las paredes. Creo que puedo oír las voces de los muertos.

Sé ligera, sé veloz, parece que me susurran. A menos que quieras unirte a nuestras filas.

—Más rápido, Laia —me azuza mi guía. Su armadura centellea mientras se apresura por delante de mí a través de las catacumbas—. Los perderemos si no nos apresuramos. Conozco un túnel para huir que lleva fuera de la ciudad. Una vez que lleguemos allí, estaremos a salvo.

Oímos un rasguño detrás de nosotros, y los ojos claros de mi guía miran por encima de mi hombro. Su mano se convierte en un borrón marrón y dorado cuando vuela hacia la empuñadura de la cimitarra que lleva cruzada a la espalda.

Un movimiento simple cargado de amenaza. Un recordatorio de que no se trata solo de mi guía. Es Elias Veturius, heredero de una de las familias más importantes del Imperio. Había sido un máscara, un soldado de élite del Imperio marcial. Y es mi aliado, la única persona que me puede ayudar a salvar a mi hermano, Darin, de una infame prisión marcial.

Elias se planta a mi lado con un solo paso. Con otro, se pone delante, moviéndose con una gracia antinatural para alguien tan voluminoso. Juntos nos asomamos hacia el túnel que acabamos de cruzar. El pulso me palpita en las sienes. Cualquier rastro de júbilo por destruir la academia Risco Negro o rescatar a Elias de ser ejecutado se desvanece. El Imperio nos persigue. Si nos atrapa, moriremos.

El sudor me empapa la camisa, pero a pesar del calor repugnante de los túneles, un escalofrío me recorre la piel y me eriza el vello de la nuca. Me parece oír un gruñido, como el de una criatura maliciosa y hambrienta.

Apresúrate, me grita mi instinto. Sal de aquí.

—Elias —susurro, pero me pone un dedo en los labios, «Shh», y saca uno de los cuchillos de la media docena que lleva atada a lo largo del pecho.

Desenfundo una daga del cinturón e intento oír por encima de los crujidos de las tarántulas del túnel y de mi propia respiración. La sensación de hormigueo de ser observada desaparece, reemplazada por algo peor: el olor de brea y llama, voces que suben y bajan que se están acercando.

Soldados imperiales.

Elias me toca los hombros y apunta hacia sus pies y luego a los míos. Pisa donde yo piso. Voy con tanto cuidado que no me atrevo ni a respirar, y le sigo el paso mientras se da la vuelta y se dirige raudo lejos de las voces.

Llegamos a una bifurcación en el túnel y viramos a la derecha. Elias señala con la cabeza hacia un agujero profundo en la pared que le llega hasta el hombro, vacío aparte de un ataúd de piedra apoyado sobre el lateral.

—Adentro —susurra—, hasta el fondo.

Me escurro dentro de la cripta, reprimiendo un escalofrío ante el chirrido de la tarántula que reside ahí. Una cimitarra que forjó Darin cuelga de mi espalda y la empuñadura repiquetea sonoramente contra la piedra. Deja de moverte, Laia… No importa lo que haya merodeando por aquí.

Elias se mete en la cripta después de mí y su altura lo obliga a medio agacharse. En el espacio estrecho, nuestros brazos se rozan, y suelta un suspiro pronunciado. Pero cuando levanto la vista, tiene el rostro inclinado hacia el túnel.

Incluso bajo la tenue luz, el color gris de sus ojos y las líneas marcadas de su mandíbula son sorprendentes. Siento una sacudida en el estómago… no estoy acostumbrada a su cara. Hace tan solo una hora, mientras escapábamos de la destrucción en la que he sumido Risco Negro, sus rasgos estaban ocultos por una máscara plateada.

Ladea la cabeza, aguzando el oído mientras los soldados se acercan. Caminan rápido, sus voces retumban por las paredes de las catacumbas como chillidos entrecortados de aves rapaces.

— … probablemente haya ido hacia el sur. Si tuviera medio cerebro, claro.

—Si tuviera medio cerebro —interviene un segundo soldado—, habría pasado la cuarta prueba y no nos habrían endosado a esa escoria plebeya como Emperador.

Los soldados entran en el túnel donde nos escondemos, y uno mete su lámpara en la cripta que está justo enfrente de la nuestra.

—Por los infiernos. —Se retira rápidamente cuando ve lo que sea que acecha en el interior.

Nuestra cripta es la siguiente. El estómago me da un vuelco y mi mano tiembla, aferrada a la daga.

A mi lado, Elias saca otra hoja de su funda. Tiene los hombros relajados y empuña los cuchillos sin apretar. Pero cuando le consigo ver la cara, frente arrugada y mandíbula apretada, el corazón se me encoge. Me devuelve la mirada, y durante un segundo puedo ver su angustia. No tiene ningún deseo de darles muerte a estos hombres.

Pero si nos ven alertarán a los demás guardias que hay aquí abajo, y aparecerán soldados imperiales en cada esquina. Le aprieto el antebrazo a Elias. Se pone la capucha sobre la cabeza y se sube un pañuelo negro para ocultar el rostro.

Los soldados se acercan con pasos retumbantes. Puedo olerlo: sudor, metal y suciedad. Elias agarra las armas con más fuerza. Su cuerpo está tenso como un gato salvaje justo antes de arremeter. Me llevo una mano a mi brazalete, un regalo de mi madre. Bajo mis dedos, su contorno familiar es como un bálsamo.

El soldado llega al borde de la cripta. Levanta la lámpara…

De repente, un poco más abajo del túnel, se oye un golpe sordo. Los soldados se giran, desenfundan el metal y corren a investigar. En cuestión de unos segundos, la luz de sus lámparas desaparece y los sonidos de sus pisadas se hacen más y más distantes.

Elias suelta un suspiro contenido.

—Vamos —me indica—. Si esa patrulla estaba barriendo el área, habrá más. Tenemos que llegar al pasaje de huida.

Salimos de la cripta y un temblor zarandea los túneles, sacudiendo el polvo y enviando huesos y calaveras al suelo con un repiqueteo. Trastabillo, y Elias me agarra del hombro, me pone de espaldas contra la pared y se yergue a mi lado. La cripta permanece intacta, pero el techo del túnel suelta un crujido siniestro.

—Por todos los cielos, ¿qué ha sido eso?

—Parecía un terremoto. —Elias se aparta un paso de la pared y levanta la vista al techo—. Solo que en Serra no hay terremotos.

Avanzamos por las catacumbas con más urgencia. Con cada paso espero oír otra patrulla y ver las antorchas en la distancia.

Cuando Elias se detiene, es tan repentino que me choco con su ancha espalda. Hemos entrado en una cámara funeraria circular con un techo bajo abovedado. Dos túneles se ramifican delante de nosotros. En uno centellean antorchas, casi demasiado lejos como para distinguirlas. Las criptas agujerean las paredes de la cámara, cada una custodiada por una estatua de piedra que representa a un hombre con armadura. Bajo sus cascos, las calaveras nos observan. Me estremezco y me acerco más a Elias.

Pero él hace caso omiso a las criptas, a los túneles y a las antorchas distantes.

Se limita a observar a la niña pequeña que está en el centro de la cámara.

Va vestida con ropa raída y tiene la mano apretada contra una herida que le sangra en el costado. Sus rasgos finos la definen como una académica, pero cuando intento verle los ojos, baja la cabeza y su pelo negro le cubre la cara. Pobrecita. Las lágrimas le hacen un surco por las mejillas mugrientas.

—Por los diez infiernos, cada vez somos más aquí abajo —masculla Elias. Da un paso hacia la niña con la mano tendida, como si estuviera tratando con un animal asustado—. No deberías estar aquí, bonita —dice con voz amable—. ¿Estás sola?

La niña emite un pequeño sollozo.

—Ayudadme —susurra.

—Déjame ver ese corte. Puedo vendártelo. —Elias se arrodilla sobre una pierna para estar a su altura, igual que hacía mi abuelo con sus pacientes más jóvenes. La niña se mantiene alejada de él y mira hacia mí.

Doy un paso adelante, aunque mis instintos me urgen a ser precavida. La niña me observa.

—¿Me puedes decir tu nombre, pequeña? —le pregunto.

—Ayudadme —repite. Hay algo en la manera como evita mirarme a los ojos que hace que se me erice la piel. Pero, claro, probablemente el Imperio la haya maltratado, y ahora está frente a un marcial que va armado hasta los dientes. Debe de estar aterrorizada.

La niña da un paso atrás, y miro hacia el túnel iluminado por las antorchas. Las antorchas significan que estamos en territorio del Imperio. Solo es cuestión de tiempo que aparezcan los soldados.

—Elias. —Señalo con la cabeza hacia las antorchas—. No tenemos tiempo. Los soldados…

—No podemos dejarla aquí. —Su culpabilidad es clara como el agua. Las muertes de sus amigos hace unos días durante la tercera prueba le pesan; no quiere causar ninguna más. Y es lo que ocurrirá si dejamos a esta niña aquí sola para que se muera por las heridas—. ¿Tienes algún familiar en la ciudad? —le pregunta Elias—. ¿Necesitas…?

—Plata. —Ladea la cabeza—. Necesito plata.

Elias arquea las cejas. No puedo culparlo. Tampoco es la respuesta que yo estaba esperando.

—¿Plata? —repito—. Nosotros no…

—Plata. —Se desplaza arrastrando los pies de lado como un cangrejo. Creo ver el destello de un ojo a través de su pelo caído. Qué extraño—. Monedas. Un arma. Joyas.

Me mira al cuello, a las orejas, a las muñecas. Con esa mirada se delata.

Advierto los orbes negros como el alquitrán donde deberían estar sus ojos y voy en busca de mi daga. Pero Elias ya está enfrente de mí con las cimitarras que destellan en sus manos.

—¡Aléjate! —le grita a la niña, actuando como el máscara que es.

—Ayudadme. —La niña deja que el pelo le caiga sobre la cara una vez más y se lleva las manos a la espalda, una caricatura retorcida de un niño persuasivo—. Ayuda.

Ante la visible repulsión que me causa, sus labios se contraen en una sonrisa maliciosa que me parece obscena en su cara dulce. Y entonces gruñe, el sonido gutural que había oído antes. Es lo que había notado que nos observaba. Es la presencia que sentía en los túneles.

—Sé que tenéis plata. —Un hambre rabiosa subyace en la voz de la criatura con forma de niña pequeña—. Dádmela. La necesito.

—Apártate de nosotros —le ordena Elias—, antes de que te corte la cabeza.

La chica, o lo que sea eso, ignora a Elias y fija los ojos en mí.

—Tú no lo necesitas, pequeña humana. Te daré algo a cambio. Algo maravilloso.

—¿Qué eres? —susurro.

De repente, sacude los brazos y las manos le brillan con una extraña luz verdosa. Elias se lanza hacia ella, pero lo evita y me agarra la muñeca y me aprieta los dedos. Grito, y mi brazo brilla durante menos de un segundo antes de salir despedida hacia atrás, aullando y apretándome la mano como si estuviera en llamas. Elias me recoge del suelo donde he caído, me pone en pie y le lanza una daga a la niña al mismo tiempo. La criatura la esquiva, todavía chillando.

—¡Niña tramposa! —Se mueve rápido mientras Elias arremete contra ella de nuevo, sus ojos solo se fijan en mí—. ¡Astuta! Me preguntas lo que soy, pero ¿qué eres tú?

Elias salta hacia ella y le desliza una de sus cimitarras por el cuello. No es lo bastante rápido.

—¡Asesino! —le grita mientras lo esquiva dando vueltas—. ¡Exterminador! ¡Eres la misma muerte! ¡Parca andante! Si tus pecados fueran sangre, niño, te ahogarías en tu propio río.

Elias retrocede con el asombro reflejado en los ojos. Unas luces parpadean en el túnel. Tres antorchas se mueven rápidas hacia nosotros.

—Vienen los soldados. —La criatura se gira para mirarme—. Los mataré por ti, chica de ojos miel. Abriré sus gaznates. Ya he despistado a los otros que te perseguían, en el túnel de antes. Lo volveré a hacer. Si me das tu plata. Él la quiere. Nos recompensará si se la llevamos.

Por los cielos, ¿quién es él? No se lo pregunto, me limito a levantar la daga como respuesta.

—¡Estúpida humana! —La niña aprieta los puños—. Él te lo arrebatará. Encontrará la manera. —Se gira hacia el túnel—. ¡Elias Veturius! —Me encojo. El grito que profiere es tan alto que probablemente la hayan oído hasta en Antium—. ¡Elias Vetu…!

Sus palabras mueren cuando la cimitarra de Elias le perfora el corazón.

Efrit, efrit que en la cueva reside —dice. El cuerpo de la niña se desliza por el arma y cae al suelo con un golpe sordo, como una roca que se desprende—. Ama la oscuridad pero a la hoja teme. Es una antigua rima. —Enfunda la cimitarra—. Nunca me había dado cuenta de lo útil que era hasta hace poco.

Elias me agarra la mano y salimos a toda prisa siguiendo el túnel oscuro. Tal vez, por algún milagro, los soldados no han oído a la niña. Tal vez no nos hayan visto. Tal vez, tal vez…

No tenemos esa suerte. Oigo un grito y el estruendo de las pisadas que nos persiguen.