Deberíamos haber matado a la comandante.
El desierto que se extiende más allá del vergel está en completo silencio. El único atisbo de la revolución académica es el brillo anaranjado del fuego contrapuesto al límpido cielo nocturno. Una brisa fresca nos trae el olor a lluvia desde el este, donde una tormenta centellea sobre las montañas.
Vuelve. Mátala. Me siento dividida. Si Keris Veturia nos ha dejado ir, significa que hay alguna razón diabólica detrás. Aparte de eso, asesinó a mis padres y a mi hermana. Le vació un ojo a Izzi. Torturó a la cocinera. Me torturó a mí. Lideró a toda una generación de los monstruos más letales e innobles en la masacre a mi gente hasta convertirlos en una versión servil de ellos mismos. Merece morir.
Pero ya estamos muy lejos de las murallas de Serra, ahora es demasiado tarde como para dar marcha atrás. Darin es más importante que vengarme de esa mujer loca. Y alcanzar a Darin significa alejarme de Serra tan rápido como pueda.
Nada más salir del vergel, Elias salta a la grupa del caballo. Su atención no se relaja en ningún momento y la cautela cubre cada uno de sus movimientos. Siento que se está haciendo la misma pregunta que yo. ¿Por qué nos ha dejado ir la comandante?
Le agarro la mano y me subo detrás de él, y la cara se me enciende al notarlo tan cerca. La silla es enorme, pero Elias no es un hombre pequeño. Por los cielos, ¿dónde pongo las manos? ¿En sus hombros? ¿En su cintura? Todavía me estoy decidiendo cuando arrea al caballo con los talones y este empieza a avanzar de golpe. Me agarro a una de las correas de la armadura de Elias y él estira el brazo hacia atrás para apretarme contra su espalda. Le rodeo la cintura con los brazos y me apoyo contra su ancha espalda. La cabeza me da vueltas mientras cruzamos como una exhalación el desierto vacío.
—No te levantes —me indica por encima del hombro—. Las guarniciones están cerca. —Menea la cabeza como si se sacudiera algo de los ojos y un escalofrío lo atraviesa. Los años de observar a mi abuelo con sus pacientes hacen que ponga una mano en el cuello de Elias. Está caliente, pero podría ser por la pelea con la comandante.
El escalofrío remite, y azuza al caballo. Vuelvo la vista a Serra, esperando ver cómo los soldados salen a borbotones por las puertas, o que Elias se tense y me diga que ha oído cómo los tambores informan de nuestra posición. Pero pasamos por las guarniciones sin incidentes, no hay nada más que desierto abierto a nuestro alrededor. Muy lentamente, el pánico que me atenaza desde que he visto a la comandante empieza a desvanecerse.
Elias se orienta gracias a la luz de las estrellas. Después de un cuarto de hora, lleva el caballo a medio galope.
—Las dunas están en el norte. Son un infierno a caballo. —Me levanto para poder oírlo por encima del golpeteo de los cascos del animal—. Nos dirigiremos al este. —Señala con la cabeza hacia las montañas—. Deberíamos alcanzar esa tormenta dentro de unas pocas horas. Eliminará nuestro rastro. Iremos al pie de las montañas.
Ninguno de los dos ve la sombra que se precipita desde la oscuridad hasta que ya la tenemos encima. Primero, Elias está delante de mí con la cara a unos pocos centímetros de la mía mientras me inclino hacia él para escucharlo. Después, oigo el golpe sordo de su cuerpo que aterriza en el suelo del desierto. El caballo se encabrita y me aferro a la montura, intentando no caer. Pero una mano me agarra del brazo y me tira a mí también. Quiero gritar ante el contacto frío e inhumano, pero solo consigo soltar un aullido. Es como si el mismísimo invierno se hubiera apoderado de mí.
—Daaaaame —dice la criatura en voz ronca. Todo cuanto veo son ondas de oscuridad que flotan formando una vaga forma humana. Siento náuseas cuando el hedor a muerte me envuelve. A unos pasos, Elias masculla mientras pelea contra más sombras.
—Plaaaaata —añade la que me tiene agarrada—. Dame.
—¡Suéltame! —Mi puño aterriza contra una piel fría y húmeda cuyo contacto me congela desde el puño hasta el codo. La sombra desaparece, y de repente me encuentro luchando contra el aire de manera ridícula. Un segundo después, unas tenazas de hielo se cierran alrededor de mi cuello y empiezan a apretar.
—¡Daaaaaame!
No puedo respirar. Pataleo desesperadamente. Le acierto en la boca y la sombra me suelta, y me quedo resollando e intentado recobrar el aliento. Un chillido atraviesa la noche mientras una cabeza sobrenatural pasa volando, cortesía de la cimitarra de Elias. Se dirige hacia mí, pero dos criaturas más aparecen del desierto y le bloquean el paso.
—¡Es un espectro! —me grita—. ¡La cabeza! ¡Tienes que cortarle la cabeza!
—¡No soy una soldado, maldita sea! —El espectro aparece de nuevo y desenfundo la cimitarra de Darin de mi espalda, deteniendo así su avance. Nada más darse cuenta de que no tengo ni idea de lo que estoy haciendo, se abalanza sobre mí y me clava los dedos en el cuello, del que empieza a manar sangre. Grito ante el frío y el dolor, y suelto la espada de Darin mientras mi cuerpo se entumece y se queda inerte.
Un centelleo de acero, un grito espeluznante y la sombra cae, decapitada. El desierto se queda en un silencio abrupto más allá de mis jadeos y los de Elias. Recoge la espada de Darin y avanza hacia mí mientras observa los arañazos en mi cuello. Me levanta la barbilla con dedos cálidos.
—Estás herida.
—No es nada. —Él también tiene cortes en la cara y no se queja, así que me alejo y agarro la cimitarra de Darin. Elias parece prestarle atención por primera vez. Se queda con la boca abierta. La sostiene en alto, intentando verla a la luz de las estrellas.
—Por los diez infiernos, ¿es una hoja de Teluman? ¿Cómo…? —Unas pisadas en el desierto detrás de él hacen que los dos vayamos en busca de nuestras armas. Nada aparece de la oscuridad, pero Elias va en busca del caballo a grandes zancadas—. Salgamos de aquí. Ya me lo contarás por el camino.
Nos apresuramos hacia el este. Mientras cabalgamos, me doy cuenta de que, más allá de lo que le conté a Elias la noche que los augures nos encerraron en su habitación, apenas conoce nada de mí.
Eso puede ser algo bueno, me dice mi parte más recelosa. Cuanto menos sepa, mejor.
Mientras sopeso cuánto debería contarle sobre la espada de Darin y Spiro Teluman, Elias se medio gira en la silla de montar. Sus labios se curvan en una sonrisa burlona, como si pudiera notar mi vacilación.
—Estamos juntos en esto, Laia. Ya puedes contarme la historia completa. Y hemos peleado codo con codo —señala mis heridas con la cabeza—. Mal asunto mentirle a un compañero de armas.
Estamos juntos en esto. Todo lo que ha hecho desde el momento que le hice jurar que me ayudaría ha reforzado esa verdad. Merece saber mis motivos. Merece conocer mis verdades, por más extrañas e inesperadas que sean.
—Mi hermano no era un académico normal —empiezo a contar—. Y… En fin, yo no era precisamente una esclava normal y corriente…
* * *
Veinticinco kilómetros y dos horas después, Elias cabalga en silencio delante de mí mientras el caballo avanza fatigado. Sostiene las riendas con una mano y en la otra empuña una daga. Las nubes bajas dejan caer una llovizna y me he apretado la capa contra la humedad.
Todo lo que le podía contar —la redada, el legado de mis padres, la amistad con Spiro, la traición de Mazen, la ayuda de los augures…— se lo he confiado. Las palabras me liberan. Tal vez me haya acostumbrado tanto a la carga de los secretos que no me había dado cuenta de su peso hasta que me he librado de él.
—¿Estás molesto? —pregunto cuando acabo.
—Mi madre —responde en voz baja—. Ella mató a tus padres. Lo siento. Yo…
—Los crímenes de tu madre no son tuyos —lo interrumpo tras unos instantes de sorpresa. No sabía lo que iba a decir, pero definitivamente no era eso—. No te disculpes por ellos. Pero… —Miro hacia el desierto: vacío, silencioso. Traicionero—. ¿Entiendes por qué es tan importante para mí salvar a Darin? Es lo único que tengo. Después de lo que hizo por mí…, y después de lo que le hice yo…, abandonándolo…
—Tienes que salvarlo, eso lo entiendo. Pero, Laia, es mucho más que solo tu hermano. Debes saberlo. —Elias me mira con sus ojos grises penetrantes—. La forja del Imperio es la única razón por la que nadie se ha opuesto a los marciales. Cada arma desde Marinn hasta las Tierras del Sur se rompe contra nuestras hojas. Tu hermano podría derrocar al Imperio con el conocimiento que tiene. No me extraña que la Resistencia lo buscara. No me extraña que el Imperio lo enviara a Kauf en vez de matarlo. Querrán saber si ha compartido lo que sabe con alguien.
—Desconocen que fuera el aprendiz de Spiro —le digo—. Creen que era un espía.
—Si podemos liberarlo y llevarlo hasta Marinn —Elias detiene el caballo ante un riachuelo desbordado por la lluvia y me hace un gesto para que desmonte—, podría fabricar armas para los marinos, los académicos y los tribales. Podría cambiarlo todo.
Elias menea la cabeza y se baja del caballo. Cuando sus botas tocan el suelo, sus piernas ceden. Se agarra al borrén de la silla. Su rostro se pone blanco como la luna y se lleva una mano a la sien.
—¿Elias? —Bajo mi mano, su brazo tiembla. Se estremece, igual que cuando salimos de Serra—. ¿Estás…?
—La comandante me ha dado una patada desafortunada —dice Elias—. Nada serio. Es solo que no siento los pies.
El color le vuelve al rostro y mete la mano en una alforja y me pasa un buen puñado de albaricoques tan grandes que tienen la piel agrietada. Los debe de haber recogido del vergel.
Cuando la fruta dulce estalla entre mis labios, el corazón se me encoge. No puedo comer albaricoques sin pensar en los ojos brillantes de mi abuela y en sus mermeladas.
Elias abre la boca como si fuera a decir algo, pero cambia de idea y se gira para llenar las cantimploras en el riachuelo. Con todo, noto que está ponderando una pregunta. Me pregunto si seré capaz de responderla. ¿Qué era esa criatura que viste en el despacho de mi madre? ¿Por qué crees que te salvaron los augures?
—En el cobertizo, con Keenan —dice al final—. ¿Lo besaste? ¿O te besó?
Escupo el albaricoque, tosiendo, y Elias se levanta del arroyo para darme palmadas en la espalda. Me había preguntado si debía contarle lo del beso. Al final, decidí que, como mi vida dependía de él, era mejor no ocultarle nada.
—¿Te cuento la historia de mi vida y esa es tu primera pregunta? ¿Por qué…?
—¿Por qué crees? —Ladea la cabeza, levanta las cejas y el estómago me da un vuelco—. En cualquier caso, tú… tú…
Palidece de nuevo, y una extraña expresión le cruza el rostro. El sudor le perla la frente.
—La-Laia, no me siento…
Arrastra las palabras y se tambalea. Lo agarro del hombro, intentando mantenerlo de pie. Noto la mano empapada…, y no es por la lluvia.
—Por los cielos, Elias, estás sudando… mucho.
Le agarro la mano. Está fría y húmeda.
—Mírame, Elias. —Baja la vista hacia mis ojos y las pupilas se le dilatan profusamente antes de que un temblor violento le sacuda el cuerpo. Se tambalea hacia el caballo, pero cuando intenta apoyarse en la silla no lo consigue y cae. Me coloco bajo su brazo antes de que su cabeza se estrelle contra las rocas del lecho del arroyo y lo tumbo con todo el cuidado que puedo. Sus manos se retuercen.
No puede ser por el golpe en la cabeza.
—Elias, ¿te ha cortado en algún lado? ¿La comandante ha usado algún tipo de hoja?
Se agarra el bíceps.
—Solo un rasguño. Nada seri…
Lo ocurrido se asoma a sus ojos, y se gira hacia mí, intentando formar las palabras. Antes de conseguirlo, se queda agarrotado primero y luego se desploma como una piedra, inconsciente. No importa, ya sé lo que iba a decir.
La comandante lo ha envenenado.
Su cuerpo está tan quieto que me asusta y le tomo la muñeca, aterrorizada ante su pulso errático. A pesar de estar cubierto de sudor, tiene el cuerpo frío, no febril. Por todos los cielos, ¿por eso la comandante nos ha dejado ir? Pues claro, Laia, tonta. No necesitaba ir tras nosotros ni preparar una emboscada. Tan solo necesitaba hacerle un corte… y el veneno se ha encargado del resto.
Pero no lo ha conseguido, al menos no del todo. Mi abuelo solía lidiar con académicos tullidos por hojas envenenadas. La mayoría morían en el transcurso de una hora desde que los herían. Pero han tenido que pasar varias horas para que Elias siquiera reaccionara al veneno.
No puso suficiente. O el corte no era lo suficiente profundo. No importa. Lo único que importa es que todavía sigue con vida.
—Lo siento —gimotea. Al principio creo que me está hablando a mí, pero sigue con los ojos cerrados. Levanta las manos como si estuviera repeliendo algo—. No quería hacerlo. Mi orden… Debería haber sido…
Rasgo una tira de mi capa y la meto en la boca de Elias, no vaya a ser que se muerda su propia lengua. La herida de su brazo es superficial y está caliente. Nada más tocarla, se agita violentamente y asusta al caballo.
Rebusco en mi mochila llena de frascos de medicinas y hierbas, y al fin encuentro algo con lo que desinfectar la herida. Cuando el corte está limpio, Elias destensa el cuerpo y su rostro, rígido del dolor, se relaja.
Su respiración sigue siendo superficial, pero al menos ya no se está convulsionando. Sus pestañas son medialunas oscuras en contraposición con la piel dorada de su cara. Parece más bien un joven dormido. Como el chico con el que bailé la noche del Festival de la Luna.
Extiendo una mano y la coloco sobre su mandíbula, áspera por la barba incipiente, cálida y llena de vida. Su cuerpo desprende una gran vitalidad cuando pelea, cuando cabalga. Incluso ahora, que su cuerpo batalla contra el veneno, le palpita.
—Venga, Elias. —Me inclino hacia él y le hablo al oído—. Resiste. Despierta. Despierta.
Abre los ojos de golpe, escupe la tela y retiro la mano al instante de su cara. El alivio me recorre el cuerpo. Despierto e ileso siempre es mejor que inconsciente y malherido. Se levanta de un salto de inmediato. Y se dobla por la mitad mientras le vienen arcadas.
—Túmbate. —Lo empujo para que se ponga de rodillas y le froto la espalda ancha, igual que el abuelo hacía con los pacientes enfermos. El contacto puede curar más que las hierbas y las cataplasmas—. Tenemos que descubrir qué veneno es para encontrar un antídoto.
—Es demasiado tarde. —Elias se relaja con el contacto de mis manos durante un instante ante de buscar su cantimplora y beberse el contenido. Cuando acaba, tiene la mirada más clara e intenta ponerse en pie—. Los antídotos para la mayoría de los venenos se tienen que administrar al cabo de menos de una hora. Pero si este veneno tenía que matarme, ya lo habría hecho. Pongámonos en marcha.
—¿A dónde, exactamente? —le pregunto—. ¿Al pie de las montañas? ¿Donde no hay ciudades ni boticas? Estás envenenado, Elias. Si un antídoto no te va a ayudar, al menos necesitas una medicina que trate las convulsiones, o te estarás desmayando durante todo el camino hasta Kauf. Solo que te morirás ante de que lleguemos, porque nadie puede sobrevivir a esas convulsiones durante mucho tiempo. Siéntate y déjame pensar.
Me mira con sorpresa y obedece.
Escruto mi mente en busca del año que pasé con el abuelo como aprendiz de curandera. El recuerdo de una niña pequeña aparece en mi mente. Tenía convulsiones y desmayos.
—Extracto de telis —digo. El abuelo le dio a la chica un dracma de esa sustancia y en un solo día los síntomas disminuyeron. Pasados dos, desaparecieron—. Le proporcionará a tu cuerpo la oportunidad de combatir el veneno.
Elias hace una mueca.
—Lo podríamos encontrar en Serra o en Navium.
Solo que no podemos volver a Serra, y Navium está en dirección contraria a Kauf.
—¿Qué me dices del Nido de Ladrones? —El estómago me da un vuelco ante el miedo que me genera esa idea. Esa roca gigante es una cloaca sin ley llena de desechos de la sociedad: bandoleros, cazarrecompensas y usureros del mercado negro que solo conocen las más oscuras de las corrupciones. El abuelo fue allí varias veces para encontrar hierbas extrañas. La abuela nunca podía dormir cuando estaba fuera.
Elias asiente.
—Peligroso como los diez infiernos, pero lleno de gente que quiere pasar tan desapercibida como nosotros.
Se vuelve a levantar, y, aunque estoy impresionada por su fuerza, también estoy horrorizada por la manera insensible con la que trata su cuerpo. Agarra con torpeza las riendas del caballo.
—Otro desmayo pronto, Laia. —Le da unos golpecitos a la pata delantera izquierda del caballo y este se sienta—. Átame con cuerdas y dirígete en línea recta al sureste. —Se lanza encima de la silla, inclinándose peligrosamente hacia el lado—. Noto que llegan —susurra Elias.
Me giro, esperando oír el sonido de los cascos de una patrulla del Imperio, pero todo está en silencio. Cuando vuelvo a mirarlo, tiene los ojos fijos en un punto más allá de mi cabeza.
—Voces. Me llaman.
Alucinaciones. Otro efecto del veneno. Ato a Elias al semental con la cuerda que tiene en la mochila, relleno las cantimploras y me monto. Elias se desploma contra mi espalda, se ha desmayado de nuevo. Su olor, a lluvia y a especias, me embriaga, y respiro hondo para calmarme.
Mis dedos empapados de sudor patinan por las riendas del caballo. Como si la bestia notara que no tengo la menor idea de montar, levanta la cabeza y tira de la embocadura. Me seco las manos en la camisa y me agarro con más fuerza.
—Ni se te ocurra, rocín —le digo ante su resoplido rebelde—. Vamos a estar tú y yo durante los próximos días, así que será mejor que me hagas caso. —Lo arreo suavemente con los talones y, para mi alivio, inicia el trote. Giramos hacia el sureste, le hinco los talones y desaparecemos en la noche.