Tus días están contados. Aprovéchalos para abrir las ventanas de tu alma al sol. Si no lo haces, el sol se pondrá pronto, y tú con él.
MARCO AURELIO
La gente es frugal en el cuidado de sus bienes personales; pero en cuanto se trata de malgastar el tiempo, son los más derrochadores de la única cosa en la que es correcto ser tacaño.
SÉNECA
Tenía veintinueve años la primera vez que me golpeó intensamente la inexorabilidad de mi propia muerte (también me había golpeado intensamente la cabeza). Estaba en la parte trasera de una ambulancia, cubierta de sangre, una extraña en una ciudad extraña, y me dirigía a un hospital que no conocía, sola, con un desenlace incierto y un gran corte en la cabeza.
Había sufrido una herida en la cabeza después de que me robaran la cartera en las callejuelas del barrio portuario de Barcelona, cuando volvía de una discoteca hacia las cinco de la mañana. Tontamente, perseguí al atracador, y casi lo alcanzo, cuando me empujó y me estrellé contra una pared con salientes puntiagudos (¿era una obra de Gaudí? Parecía una obra de Gaudí). Mi cráneo se llevó la peor parte y se abrió por encima de mi sien derecha.
Tuve una serie de momentos de ensoñación a media luz: el amanecer; en la ambulancia y corriendo por La Rambla aturdida; los juerguistas volviendo a casa, tambaleándose por las calles y desplomados en los bancos; y los vendedores de los puestos de periódicos y de flores, llenos de energía, preparándose para el día siguiente. ¿Y qué más? Una lluvia suave en el parabrisas, una mancha de color, el Barrio Gótico, la plaza de Cataluña, una fuente, doblar una esquina, las calles ensanchándose, todo gris y dorado y hermoso. Estaba llena de amor. Estaba como desconectada.
Pensaba que probablemente moriría, a pesar de que me quedaban muchas cosas por hacer en mi vida y de que, en cierto modo, se podría decir que seguía siendo joven. Sin embargo, la certeza de que podría morir no me preocupaba en absoluto: me sentía curiosamente relajada. Entendí que no era nada personal. Estaba bien morir en aquel momento. Había tenido una buena carrera, tenía veintinueve años, casi treinta, no lo había hecho todo, pero había hecho lo suficiente...
Al final no morí. Tuve suerte. En lugar de eso, acabé con un montón de puntos (y más tarde, y aún hoy, una cicatriz) y niveles elevados de ansiedad. Doblar esquinas en calles desconocidas, los lugares oscuros entre las luces de las farolas, pasos acelerados detrás de mí por la noche... estas cosas me asustaron durante un tiempo hasta que, en algún punto apenas perceptible, lo superé.
Al cabo de un mes más o menos dejé de pensar en el asalto en sí y empecé a interrogarme sobre la reacción que tuve en la parte trasera de aquella ambulancia. ¿Por qué estaba tan relajada ante la idea de morir? ¿Me sentiría igual ahora que soy mayor? Solo había una forma de saberlo, y no quería volver a acercarme tanto al límite solo para satisfacer una curiosidad intelectual.
Pero sabía que, desde luego, no me sentía relajada ni desconectada cuando morían personas cercanas a mí.
Unos años después de aquella época en Barcelona, una vieja amiga murió por una sobredosis accidental. Fue un choque. Que se alejara del mundo de una forma tan repentina y arbitraria nos causó mucho dolor a mí y a sus seres queridos. Pero más que eso, sentimos rabia. Morir joven parecía algo terriblemente injusto. Se había alterado el orden natural de las cosas; se había roto un contrato implícito. Tomas una droga, pero siempre te despiertas..., ¿no?
La muerte de mi amiga me afectó mucho más profundamente que mi propio atisbo de la mortalidad. Originó los primeros indicios de que el universo no es una entidad benévola, no es un hogar para siempre, sino, más bien, un videojuego en el que los jugadores son eliminados sumariamente y la partida continúa. O un juego de ajedrez en el que las piezas que te rodean se capturan y se capturan y se capturan y se capturan hasta que te llega el turno de ser eliminado... O el universo mismo no es redondo, sino plano, y alguien puede acercarse demasiado al borde y caerse, deslizarse, sin que puedas atraparlo (¡ni siquiera lo viste caer!), ni traerlo de vuelta. ¡Y eso es algo permanente! Ella se había ido para siempre.
En su entierro, que se hizo por el rito católico, el sacerdote de la familia dijo que nos volveríamos a ver en el cielo, pero yo ya no lo creía. La duda y el consuelo estaban juntos, aquella noche, en el pub. Bebí demasiado y la rabia se desbordó, y el único lugar para descargarla en la calle fue un cubo de basura cercano.
Furiosa, empecé a dar patadas a ese cubo de metal con mis zapatos de tacón alto, con lo que se creó un impacto casi satisfactorio, mientras le gritaba «jódete» una y otra vez, hasta que dos mujeres policías aparecieron de la nada y me dijeron que parara. «Ha bebido demasiado chardonnay», me dijo una de ellas, lo que me pareció a la vez condenatorio y extrañamente específico. ¿Chardonnay? Mi dolor, que me parecía grande, único, terrible, formal y shakespeariano, fue visto por personas ajenas como los desvaríos de una mujer que había bebido demasiado vino.
En ambos casos —cuando me asaltaron y cuando murió mi amiga—, mi reacción a la mortalidad fue instintiva, profundamente primaria y no estuvo adulterada por nada ajeno a mí. Mis reacciones no fueron templadas, medidas ni filtradas por la racionalidad, la religión o la filosofía. Me salieron de las entrañas y las sentía antiguas y universales. ¿Cómo puede la gente soportar esto, ver la muerte de cerca una y otra vez?
Todos pasamos por ello tarde o temprano: esa primera muerte impactante de un amigo o de un familiar. Y todos acabamos teniendo un primer roce con nuestra propia mortalidad. Cuando nos sucede, algo cambia, como cuando nos cuentan un terrible secreto del que, al final, todos somos partícipes.
Saber que nosotros —y todos nuestros seres queridos— vamos a morir es, a la vez, lo más chocante y lo más natural.
Pero ¿por qué ante nuestra primera experiencia con la muerte sentimos como si nos estuvieran revelando un secreto?
Quizá porque durante la mayor parte del tiempo no vivimos en la realidad. En cambio, vivimos en una sociedad a la que le gusta fingir que nunca moriremos, ni enfermaremos ni envejeceremos. El verdadero secreto no es que vayamos a morir, sino que vivimos en una cultura que finge que no moriremos.
Nuestra cultura y estos tiempos funcionan con el algoritmo de la juventud, un torrente de imágenes en constante movimiento en nuestras redes sociales que glorifican lo trivial, lo próximo, lo tonto, lo superficial, lo candente, el meme, lo impactante, el zeitgeist. Me encantan los tiempos que vivimos —no son aburridos—, pero este constante contenido nuevo, la actualización incesante de la página, cada polémica más intensa que la anterior, tiene su lado negativo: nuestra cultura es demasiado inmadura para enfrentarse con la muerte.
Esta carencia (de mirar a la vida a la cara) está en todas partes. En nuestra sociedad ya no tenemos rituales, ni lenguaje, ni formas de sentirnos cómodos con la muerte. Nuestras pantallas están inundadas de representaciones de violencia, de violencia real, rodeadas de muerte, y, sin embargo, no tenemos los mecanismos (ni el ritual ni la poesía) para procesar nuestra propia mortalidad. Uno de los ejemplos más claros de este hecho pudimos verlo en Estados Unidos cuando se disparó el número de muertes por COVID y el presidente Trump empezó a hablar con una especie de incredulidad como si la muerte fuera una cosa: «Ojalá pudiéramos recuperar nuestra antigua vida. Teníamos la mejor economía que jamás hemos tenido, y no teníamos muerte», dijo con una especie de ingenuidad atónita. ¿No era algo que nos pasaba a todos?
Luchamos por unos cuantos años más al final de la vida, gastando dinero, tecnología y medicinas para ganar más tiempo, cuando, en realidad, no apreciamos los años que tenemos mientras los estamos viviendo realmente.
A menudo pienso en el excelente libro de Kazuo Ishiguro, Nunca me abandones. Aparentemente trata la clonación y la donación de órganos, pero yo lo leí como una parábola de nuestra propia negación de la muerte (teníamos la mejor economía que jamás hemos tenido, y no teníamos muerte). La tragedia de Nunca me abandones es que los personajes fueron creados para morir. Y cuando ellos, y nosotros, los lectores, descubrimos que este conocimiento les había sido ocultado en su infancia, el efecto en el lector es una terrible melancolía. Todos encontrarán su fin. ¿Por qué no se les deja vivir? Y entonces —redoble de tambores— llega la segunda constatación, que es aún más impactante que la primera: ¡este es también nuestro destino, el destino del lector! Nosotros también nacemos para morir en un momento que no elegimos. ¿Por qué a nosotros no se nos permite seguir viviendo?
En una reseña del libro para The Telegraph, Theo Tait escribió: «Poco a poco, el lector se da cuenta de que Nunca me abandones es una parábola sobre la mortalidad. Las voces terriblemente adoctrinadas de los estudiantes de Hailsham, que se cuentan patéticas historias para protegerse de la espeluznante verdad sobre el futuro, nos pertenecen; nos han dicho que todos vamos a morir, pero realmente no lo hemos entendido».
Realmente no lo hemos entendido, pero los estoicos se pasaron sus vidas intentando comprender que iban a morir.
Y luego está el duelo. Sufrimos en soledad, y a menudo profundamente, sin más apoyo que las páginas in memoriam de Facebook y la oferta de antidepresivos del médico de cabecera. ¿Cómo hacer esto, cómo enfrentarnos a este dolor —estos fragmentos de cristal, este muro de fuego, esta gélida estepa— que todos debemos atravesar? Los estoicos reflexionaron profundamente sobre la cuestión de la mortalidad y el duelo, y escribieron algunas de sus obras más perdurables al respecto. Séneca lo expresó de la siguiente forma en su libro Sobre la brevedad de la vida: «Aprender a vivir requiere toda una vida, y... se necesita toda una vida para aprender a morir».
Lo que podemos hacer es prepararnos para la muerte. Podemos afrontar la realidad. Esa tarea, a veces sombría, a veces liberadora, de prepararnos para la muerte siempre ha estado a nuestro alcance y, sin embargo, la rechazamos. No queremos prepararnos. Sigue existiendo la superstición profundamente arraigada de que si nos preparamos para morir es como si estuviéramos invocando a la muerte, deseándola de alguna manera: una versión oscura de un mapa de objetivos. No nos preparamos porque, en nuestro pensamiento mágico, creemos que si no nos enfrentamos a la muerte, entonces nadie a quien amemos, incluidos nosotros mismos, morirá.
Pero debemos prepararnos, porque la muerte es algo que ya nos está sucediendo en cada momento que pasa. Nos está sucediendo a todos mientras escribo estas palabras. Todos los días estamos muriendo.
La conciencia de la brevedad de la vida, de nuestra propia mortalidad y de la de los demás es una piedra angular de la filosofía estoica. También es crucial para dominar parte del caos que acompaña al duelo, a las pérdidas repentinas y a la confrontación con nuestra propia mortalidad.
Así que empezaremos por ahí.
Los antiguos filósofos estoicos vivieron en tiempos peligrosos. Las madres y sus hijos morían en el parto; las enfermedades asolaban a las poblaciones; había plagas, una enorme desigualdad y esclavitud. Si te dedicabas a la política, como Séneca, tenías que estar siempre en guardia contra tus enemigos, que podían intentar matarte o condenarte al exilio (Séneca fue exiliado dos veces y su antiguo jefe, el emperador Nerón, le ordenó que se suicidara).
Para poder vivir con cierta tranquilidad en tiempos tan inciertos, los estoicos tenían que enfrentarse a la realidad: esto es, que eran seres mortales que habían nacido para morir.
Para un estoico, poder morir bien estaba íntimamente ligado a poder vivir bien. Si te dabas cuenta de lo corta y arbitraria que era la vida, no desperdiciabas ni un segundo.
Además, al reconocer continuamente la inexorabilidad de la muerte, cuando llegabas al final de tu vida (tanto si eras joven o viejo como si estabas en una edad intermedia) no tenías los remordimientos que perseguían a las personas que actuaban como si fueran a vivir para siempre.
Los estoicos utilizaban varias herramientas para reflexionar sobre el impacto de su mortalidad y vacunarse contra él. Al pensar a menudo en la mortalidad (lo que les proporcionaba una pequeña dosis de la enfermedad, como hacemos con una vacuna), los estoicos se acostumbraban a esa idea, por lo que no sería tan impactante cuando llegara el final. En otras palabras, se preparaban para lo peor, a menudo durante toda la vida.
Los estoicos creían que había que llorar a los seres queridos mientras vivieran. Aconsejaban pensar con frecuencia en su muerte mientras la persona aún vivía, con el fin de prepararse para lo inevitable. Séneca dijo: «Disfrutemos con avidez de nuestros amigos», como también deberíamos disfrutar de nuestros hijos, «porque no sabemos cuánto tiempo será nuestro este privilegio».
Cuando empecé a conocer la filosofía del estoicismo, imaginar a la gente muriendo mientras estaban vivos, ajenos a la muerte y disfrutando de su vida, me sonaba algo macabro. Pero como es una práctica muy arraigada en las enseñanzas de los tres estoicos romanos que estaba estudiando (Séneca, Epicteto y Marco Aurelio), le di una oportunidad.
El objetivo del ejercicio es valorar a tus amigos en el aquí y ahora, en lugar de llenarte de tristeza, dolor y pesar cuando mueran.
Séneca dice: «Procuremos que el recuerdo de aquellos a quienes hemos perdido nos resulte agradable». Es agradable porque los hemos apreciado plenamente mientras vivían, y no nos sentimos atormentados por el sufrimiento ni nos sorprendemos cuando se mueren (a un estoico no debe sorprenderle la muerte).
Para prepararse para el duelo, los estoicos utilizaban una técnica llamada visualización negativa, o futurorum malorum præmeditatio (en latín significa literalmente «estudiar de antemano el mal futuro»).
Con la visualización negativa, imaginas que alguien a quien quieres mucho va a morir al día siguiente o esa misma noche. El tiempo que pasas hoy con ellos es el último día que tienen en la Tierra (o, quizá, el último día que tú tienes en la Tierra). El tiempo que pasas con ellos es increíblemente precioso si reconoces que es finito.
Todavía tengo un recuerdo muy claro de la última vez que vi a mi compañera de colegio antes de que muriera. Trabajaba en una cafetería de una ciudad costera y un día fui a verla. Me senté en una mesa mientras ella trabajaba a mi alrededor, y se paraba en los momentos tranquilos que tenía para poder charlar. Tenía un bollito de salchicha de la panadería de enfrente y le pregunté si podía comer algo que no hubiera comprado en la cafetería. «Por supuesto —dijo riendo—. Pero escóndelo.» Pedí un café y me senté allí, feliz, discretamente, a comer mi bollito de salchicha de contrabando mientras ella iba y venía, interrumpiendo la conversación para poder atender a los clientes. Pero al charlar me di cuenta de que mi amiga estaba inusualmente ansiosa. La consolé e intenté que se sintiera bien. Pero me pregunté más tarde, después de su muerte: ¿la consolé y la apoyé como si fuera la última vez que la viera? No. No fue tiempo de calidad. Intentaba hablar con ella mientras trabajaba en una cafetería muy concurrida. Fue un encuentro cariñoso pero distraído. Es comprensible. Pensé que habría muchas muchas más conversaciones, y muchas muchas más tormentas (pero también tiempos de bonanza) para las dos. La necesidad de hacer que el momento fuera realmente especial, su urgencia, no existía.
Pero los estoicos dicen que debemos tratar cada encuentro, con todo el mundo, especialmente con las personas cercanas, como si pudiera ser el último. Es una píldora difícil de tragar, sobre todo si estás contemplando la muerte de un hijo, y especialmente si ese hijo es el tuyo.
El pasaje más escalofriante del estoicismo (o quizá de cualquier obra literaria) es el de Epicteto aconsejando a sus estudiantes que practiquen la visualización negativa de la muerte de su hijo. «Recuérdate a ti mismo que lo que amas es mortal [...]. En el mismo momento en que te alegres de algo, proponte las representaciones contrarias. ¿Qué daño hace, justo cuando estás besando a tu hijo pequeño, decir: “Mañana morirás”, o a tu amigo de forma similar: “Mañana uno de los dos se irá, y no nos veremos más?”.»
Lee el pasaje de Epicteto en frío, sin saber nada del estoicismo, y se te perdonaría pensar que los estoicos eran monstruos:
Mañana morirás.
Mañana uno de los dos se irá, y no nos veremos más.
(No son solo los estoicos. También hay ecos de esta idea en el cristianismo; por ejemplo, en una oración que mi abuela solía rezar conmigo cuando era niña: «Ahora que me acuesto a dormir, ruego al Señor que guarde mi alma. / Si muero antes de despertar, ruego al Señor que se lleve mi alma».)
Los estoicos creían que la vida es aleatoria y arbitraria, que las cosas malas ocurren aunque tomes todas las precauciones, y que la muerte nos espera a todos, y no en el momento que elijamos. Una enfermedad puede llevarse a tu hijo, o un accidente puede llevarse a tu amigo —como una sobredosis accidental se llevó a mi amiga— o un golpe en la cabeza puede estar a punto de matarte —como podría haberme matado a mí en España.
Al reconocer nuestra precaria realidad y nuestro lugar en este planeta, los estoicos esperaban que, cuando ocurriera lo peor, la visualización negativa despojara al momento de toda su fuerza.
¿Ayudaría la visualización negativa a que la muerte pareciera más inevitable y natural? ¿Y podría mejorar mis relaciones en el presente, haciéndome apreciar más a mis seres queridos mientras aún viven?
Decidí probar con la visualización negativa, pero hacerlo bien puede resultar difícil. Es como una receta: pensar demasiado en el peor escenario posible puede provocar ansiedad, mientras que pensar demasiado poco puede no ser suficiente para cambiar tu forma de pensar y prepararte realmente para cuando ocurra lo peor.
Justo después de la Navidad de 2019, Andrew y yo nos reunimos en Sídney para hablar de cómo nos iba con nuestras prácticas estoicas. La Navidad y el tiempo con la familia siempre se prestan a situaciones en las que el estoicismo puede ser muy útil, y esa Navidad en particular no fue una excepción. Estaba en los primeros días de experimentación con la visualización negativa y lo único que había logrado era ponerme increíblemente ansiosa por la muerte de todos mis seres queridos.
Estaba sentada alrededor de la mesa de la comida de Navidad, rodeada de varias generaciones de mis parientes más cercanos y queridos, y me imaginaba que todos morían en un extraño choque múltiple de camino a casa, o envenenados por un marisco en mal estado, o en un incendio forestal que rodeaba toda la casa... Fue horrible.
Cuando volví a Sídney, Andrew me aconsejó que utilizara la visualización negativa de forma habitual pero fugaz, es decir, que tuviera un «destello» del pensamiento sobre la muerte de alguien, en lugar de pensar excesivamente en ello. Él la utilizaba mucho y estaba de acuerdo en que «a veces puede ser duro; nunca es agradable pensar en escenarios malos, pero una vez que lo has hecho, tiendes a estar agradecido por cualquier resultado que obtengas». Me dijo que hacerlo era «como una póliza de seguros: te reconcilias con cualquier resultado, incluso con los malos».
«Hay que seguir disfrutando de las ocasiones familiares, pero hay que recordar que es posible que no todos vuelvan a estar juntos de la misma manera», afirmó.
Sus consejos resultaron proféticos.
La pandemia empezó en serio en Australia unos meses después, en marzo de 2020, y las fronteras se cerraron rápidamente. Durante el confinamiento, no podíamos alejarnos más de cinco kilómetros de casa ni visitar a la familia. ¿Quizá esa Navidad de 2019, la que había estado visualizando negativamente como si fuera la última, sería realmente la última?
Resultó no ser la última, pero no todas las familias tuvieron tanta suerte. Muchas familias (entre ellas la de media docena de personas que conozco) perdieron a seres queridos en esos dos años y no pudieron asistir a los funerales ni estar con sus parientes en sus últimos días.
Después de estar separada de mi familia, he descubierto que el tiempo que hemos podido reunirnos es muy especial porque ya no lo doy por sentado. Durante los dos años que mi familia estuvo separada por el cierre de fronteras, utilicé la visualización negativa con regularidad, pero de forma fugaz, como me aconsejó Andrew. Cuando había breves descansos en el confinamiento y podía ir ver a mis padres, imaginaba que cada visita sería la última y que alguno de nosotros moriría poco después. Al utilizar este breve destello de imaginación, intentaba aprovechar al máximo cada visita.
Pero como mi familia sigue viva es imposible saber si mis experimentos estoicos de visualización negativa habrían disminuido el dolor si hubieran muerto durante el confinamiento. El tiempo lo dirá. Todos vamos a morir, tarde o temprano, así que al final lo sabré, a menos que yo muera primero. Pero tratar cada ocasión con mis padres como si fuera la última ha agudizado mi disfrute de su compañía.
Además de pensar en la muerte de los demás cuando practicas la visualización negativa, también deberías contemplar tu propia muerte.
Los estoicos eran realistas ante la perspectiva de la muerte y el tiempo que les quedaba en esta vida. Se daban cuenta de que no podían controlar la muerte, pero sí podían controlar cómo pensaban en ella. Epicteto dice: «No puedo escapar de la muerte, pero, al menos, puedo escapar del miedo a ella».
Los estoicos escapaban del miedo a la muerte reconociendo rutinariamente su realidad. Cuando un general regresaba glorioso a la antigua Roma, le acompañaba en su procesión por las calles un esclavo cuyo trabajo consistía en recordarle que su triunfo no duraría para siempre. «Memento mori», susurraba el esclavo al oído del general: «Recuerda que morirás».
La idea es habituarte a pensar en tu propia mortalidad. No puedes empezar a contemplar adecuadamente la muerte si vives aterrorizado constantemente por ella. Al recordarnos regularmente que vamos a morir, nos centramos con fuerza en lo único que realmente importa: el momento presente, el tiempo del que disponemos. Cuando nos damos cuenta de que nuestros momentos se escapan con una constancia incesante, nos damos cuenta de lo corta que es la vida.
En Sobre la brevedad de la vida, Séneca escribió:
Vives como si estuvieras destinado a vivir eternamente; nunca reparas en tu propia fragilidad; no te das cuenta de cuánto tiempo ha pasado ya, sino que lo malgastas como si tuvieras un suministro completo y desbordante, mientras ese mismo día que estás dedicando a alguien o a algo puede ser el último. Actuáis como mortales en todo lo que teméis, y como inmortales en todo lo que deseáis.
Nada ha cambiado realmente desde que Séneca escribió estas palabras. Seguimos viviendo como si estuviéramos destinados a vivir eternamente. Aplazamos hasta la jubilación cosas que de verdad queremos hacer, o pensamos que solo podremos descansar cuando ganemos una cierta cantidad de dinero, o pedimos prestado mucho dinero para tener una gran hipoteca en un barrio elegante, sin considerar realmente que eso nos ata a la necesidad de trabajar duro, quizá en un sector que odiamos, durante otros treinta años o más.
Marco Aurelio advirtió: «No actúes como si fueras a vivir diez mil años. La muerte se cierne sobre ti. Mientras vivas, mientras esté en tu mano, sé bueno».
En la Antigüedad ocurría lo mismo que ahora: muchos de nosotros nunca llegamos a empezar nuestra vida. Estamos demasiado ocupados trabajando y ganando dinero, prometiéndonos que un día nos detendremos y descansaremos como es debido y nos deleitaremos en el presente.
Séneca dio en el clavo cuando dijo:
Oirás a mucha gente decir: «Cuando tenga cincuenta años me dedicaré al ocio; cuando tenga sesenta, abandonaré los deberes públicos». ¿Y qué garantía tienes de una vida más larga? ¿Quién te permitirá seguir tu curso tal como lo has dispuesto? ¿No te da vergüenza conservar para ti solo los restos de tu vida, y dedicar a la sabiduría solo el tiempo que no puedes emplear en ningún negocio? ¡Qué tarde es empezar a vivir de verdad justo cuando la vida debe terminar!
Somos maestros en aplazar las cosas, en perdernos en el trabajo y el ajetreo. Mientras el tiempo y la vida pasan, apenas nos damos cuenta de qué hacemos con el tiempo. Pensar en nuestra propia muerte nos obliga a concentrarnos en el tiempo de que disponemos.
Los estoicos eran muy conscientes del tiempo, ya que lo consideraban la única moneda verdadera que tenemos. También es nuestra moneda más democrática: todo el mundo —independientemente de su riqueza material— dispone de una asignación de tiempo (aunque la cantidad varía, y el tiempo extra es algo que el dinero no puede comprar).
Yo pierdo el tiempo a raudales. A diario me veo absorbida por internet y dedico muchas horas a cosas sin importancia o a disputas insignificantes de las que no me acordaré la semana que viene. En realidad, no es trabajo, pero tampoco es ocio significativo, ni contemplación ni relajación. Un antiguo estoico vería el uso excesivo de internet como un uso extremadamente pobre del tiempo. ¿Cogería yo un montón de dinero y lo tiraría a la basura? No. Sin embargo, de alguna manera, malgasto mi tiempo en internet sin pensar demasiado en ello.
La pérdida de tiempo no es un problema nuevo. Séneca escribió hace casi dos mil años: «¿Puedes mostrarme una sola persona que ponga precio a su tiempo, que sepa lo que vale un día, que se dé cuenta de que cada día es un día en el que se está muriendo? De hecho, nos equivocamos al pensar que la muerte está por llegar: gran parte de ella ya ha pasado, pues toda nuestra vida pasada está en las garras de la muerte».
En la vida, el dinero vendrá y se irá, pero el tiempo siempre se acaba. No podemos pedir más tiempo prestado ni crear más tiempo. Tenemos el que tenemos, y siempre disminuye, nunca se acumula. Cuando te das cuenta de ello, tu forma de organizar tu vida cambia. Si consideras que el tiempo es lo más valioso que tienes, es menos probable que llenes tu día de reuniones que no generan resultados significativos, o que pases un sábado soleado en la cama con resaca, o un fin de semana con gente cuya compañía no disfrutas. Malgastamos el tiempo porque creemos que tenemos una reserva ilimitada. En algún rincón ilusorio de nuestras mentes, pensamos que vamos a vivir para siempre.
Por supuesto, no estoy diciendo nada nuevo: hace años que vienen sonando todas las alarmas sobre nuestra adicción al dinero, al trabajo y al estatus laboral. Pero muchos factores, en particular la naturaleza de nuestro sistema capitalista, nos mantienen atados a este mismo sueño agotado.
Muchas personas dentro del mundo de la economía colaborativa trabajan siete días a la semana, diez horas al día, recaudando pequeñas cantidades de dinero que obtienen gracias a contratos con diversas aplicaciones. Por su parte, en el mundo de los profesionales de cuello blanco, incluso cuando no estamos trabajando, siempre llevamos nuestro trabajo con nosotros. Nuestros teléfonos y correos electrónicos nos atan a la oficina, de modo que, incluso en nuestro tiempo de inactividad, nuestro cerebro laboral sigue funcionando.
La gente se está empezando a dar cuenta de que tiene que haber una forma mejor de vivir. Esa forma puede implicar una reducción de los ingresos o menos seguridad, pero, a cambio, recuperarás tu tiempo.
Este replanteamiento del trabajo no es nada nuevo. Existe una orgullosa estirpe de personas que se han replanteado su relación con el tiempo y el trabajo que se remonta a la escuela del epicureísmo, una filosofía rival del estoicismo griego primitivo que animaba a los participantes a vivir en comunidad, cuidar un jardín y dedicar tiempo a la contemplación, el ocio y el estudio de la filosofía.
Y, en 1845, Henry David Thoreau calculó cuánto (o qué poco) dinero necesitaba para llevar una vida sencilla de contemplación en el campo. Hizo cuentas y, durante algo más de dos años, hizo todo lo posible por vivir en armonía con la naturaleza en los bosques de Massachusetts.
Luego vinieron los hippies de los años sesenta, y, en la actualidad, los movimientos FIRE (Financially Independent, Retire Early) y Van Life. Y ahora, tras más de dos años de pandemia, tenemos una generación de personas que se cuestiona el papel sobredimensionado que desempeña el trabajo en nuestras vidas.
¿Nos podemos imaginar que cada vez fuéramos más personas las que hiciéramos de nuestro tiempo el principio central y organizador de nuestras vidas? El resultado sería nada menos que una revolución total en nuestra forma de vivir. Despertaríamos de esta niebla en la que hemos estado sumidos durante tanto tiempo, en la que vivimos como si tuviéramos todo el tiempo del mundo, y en la que posponemos lo que realmente queremos hacer hasta que nos jubilamos (si es que tenemos la suerte de jubilarnos) o alcanzamos ese misterioso punto final llamado «un día»: un día viajarás más, o descansarás más, o leerás más, o escribirás un libro, o jugarás con tus hijos, o montarás un negocio, o te mudarás al campo o formarás una familia. «¡Qué tarde es empezar a vivir de verdad justo cuando la vida debe terminar!»
Hace poco estuve reflexionando sobre los períodos más felices de mi vida. Lo único que tenían en común estos buenos momentos era que ocurrieron cuando no tenía prisa, cuando disponía de mucho tiempo. La riqueza adoptaba una forma diferente. Cuando tenía mucho tiempo, mi trabajo era precario y andaba justa de dinero. También me preocupaba si conseguiría trabajo en el futuro, pero, al mirar hacia atrás, ser rica en tiempo me parecía algo mucho mejor y más mágico que tener mucho dinero en el banco. Los llamo mis días de Huckleberry, por el gran himno de Mark Twain a los placeres del ocio y la cantidad de tiempo disponible. («Es maravilloso vivir en una balsa. Arriba teníamos el cielo, allá arriba, todo salpicado de estrellas, y solíamos tumbarnos de espaldas y mirarlas, y discutíamos sobre si alguien las había hecho, o si, simplemente, habían aparecido.»)
Los días de Huckleberry... Tardes sin hacer nada y largos crepúsculos azules montando en bicicleta por Berlín en el año 2008. Me ganaba la vida a duras penas trabajando como freelance escribiendo relatos de viajes, pero tenía mucho tiempo y mis amigos eran igualmente pobres y ricos en tiempo, así que lo malgastábamos sabiamente deambulando por la ciudad en bicicleta o a pie, parándonos a jugar al pimpón en el parque, a mantener en equilibrio una lata de cerveza barata en el borde de una mesa o, si no había mesas libres, tirando las bicicletas al suelo y tumbándonos junto a ellas o leyendo libros bajo un árbol en el Tiergarten.
Luego están los dos períodos de tres meses que pasé en Nueva York, donde viví en pisos baratos en barrios como Park Slope, el Upper West Side, Bushwick... Sin tener dónde estar ni adónde ir, me dediqué a explorar la mejor ciudad del mundo: tardes en Prospect Park, mercadillos en Hell's Kitchen, recorrer la High Line en una City Bike, pasear por las manzanas cuadriculadas de Manhattan sin rumbo fijo o tomar algo en un bar que estaba en una azotea, con la ciudad viva y zumbando eléctricamente debajo.
O incluso durante la pandemia. Durante el primer confinamiento, mi hermano vino a vivir conmigo al campo, a ochenta minutos de Melbourne. Era principios de otoño, las hojas estaban empezando a cambiar de color y ambos teníamos bicicletas. Cuando todo estaba cerrado y no teníamos adónde ir, dábamos largos paseos por el monte y las colinas, parando en las tiendas de los pueblos pequeños para comprar una bebida o una tarta, con las carreteras inquietantemente vacías, un águila sobrevolando nuestras cabezas, aventurándonos por las carreteras secundarias donde el monte vibraba con los pájaros, los animales e insectos, completamente ajenos al pánico y la ansiedad que había en las ciudades.
Y en 2021, otro confinamiento, esta vez en Sídney. Mi amigo Ivan y yo nos reuníamos en el acantilado de Bondi y dábamos largos paseos. A veces, nos parábamos y nos sentábamos en las rocas y podíamos ver delfines saltando por el aire. Otras veces, en la orilla del puerto, hacíamos el paseo del Hermitage, parábamos en alguna de las pequeñas bahías que había por el camino y nos dábamos un baño. Al atardecer, al doblar el sendero hacia Rose Bay y pisar la playa, el cielo ardía con un rojo brillante y claro.
Todas estas cosas hermosas y gloriosas —¡todas estas riquezas!— eran gratis; el único coste era el tiempo.
Los días de Huckleberry son estupendos, pero deben equilibrarse con trabajo y contribución.
Los antiguos estoicos creían que había que trabajar duro y enorgullecerse de lo que se hace, pero que el trabajo es solo una parte de la vida.
Los estoicos romanos —Séneca, Marco Aurelio y Epicteto— no eran holgazanes, aunque los estoicos griegos podrían haber acusado de lo mismo a su escuela rival, los epicúreos, que estaban más alejados del mundo. ¡Pero si Marco Aurelio fue emperador romano y su reinado fue reconocido como uno de los más estables del imperio! Por su parte, Séneca fue extremadamente prolífico, ya que escribió cientos de ensayos, obras de teatro y cartas. Y Epicteto, una vez liberado de la esclavitud, fundó su propia escuela filosófica al final de su vida, y adoptó y crio a un niño justo cuando debería estar disfrutando de su jubilación. Los estoicos eran cosmopolitas, poderosos, dinámicos, políticamente comprometidos y se implicaban en sus comunidades: abandonar o dimitir no era realmente su estilo.
Pero en todas sus enseñanzas está la creencia de que el tiempo —y cómo lo empleas— es una cuestión mucho más importante que el estatus y cuánto te pagan. Para los estoicos, el trabajo era una forma de construir la sociedad, compartir ideas y contribuir a la comunidad, y la forma más elevada de trabajo era dedicarse a la filosofía. Séneca dijo de la filosofía y de su valor: «Moldea y construye el alma, ordena nuestra vida, guía nuestra conducta, nos muestra lo que debemos hacer y lo que debemos dejar de hacer; sin ella, nadie puede vivir sin miedo o en paz mental».
El interés de los estoicos por la filosofía no era un ejercicio académico abstracto. Séneca, con su toque de Jesús marxista del Nuevo Testamento, atacaba a los filósofos que se interesaban por cuestiones intelectuales abstractas: «No hay tiempo para juegos. Habéis prometido llevar ayuda a los náufragos, a los encarcelados, a los enfermos, a los necesitados, a aquellos cuyas cabezas están ya listas bajo el hacha. ¿Hacia dónde estáis desviando vuestra atención? ¿Qué estáis haciendo?».
¿Qué estáis haciendo realmente?
Los estoicos se dieron cuenta de que la vida era corta y creían que no había vida después de la muerte; lo que importaba era nuestro tiempo aquí en la Tierra. Séneca escribió que era «estúpido rezar» para conseguir algo virtuoso en la vida, «ya que puedes obtenerlo de ti mismo».
Averiguar cómo vivir bien, pensar realmente en lo que significa una buena vida, era una inversión sólida en nuestra única vida. «No actúes como si fueras a vivir diez mil años. La muerte se cierne sobre ti. Mientras vivas, mientras esté en tu mano, sé bueno», dijo Marco Aurelio.
Ejercicios estoicos para eliminar
el miedo a la muerte
Para evitar que el miedo a la muerte se apoderara de él mientras gobernaba un vasto y extenso imperio, Marco Aurelio solía decirse a sí mismo: «Deja de hacer lo que estés haciendo por un momento y pregúntate a ti mismo: “¿Tengo miedo a la muerte porque ya no podré hacer esto?”».
Este ejercicio es clarificador por dos razones. Si la actividad es algo que nos gusta y tenemos miedo a la muerte porque ya no podremos realizarla (por ejemplo, pasar tiempo con los amigos o la familia, ir de excursión a la montaña, nadar o tomar un café por la mañana), es una señal de que debemos disfrutar del momento, apreciar la actividad y las personas con las que la hacemos y sacarle el máximo partido.
Si la actividad es aburrida o algo que no echarías de menos —como las tareas domésticas, los desplazamientos diarios, ir a un trabajo que odias—, entonces hay menos motivos para tener miedo a la muerte porque ya no tendrás que hacer eso que detestas.
Séneca aconsejaba «desterrar toda preocupación por la muerte», pero no quería decir que debieras olvidarte por completo de la muerte: solo quería decir que no deberías preocuparte por ella, sino más bien contemplarla. Es diferente, como descubrí cuando empecé mis propios ejercicios de visualización negativa en Navidad. Séneca decía que es mejor intentar vivir una vida en un día, como si cada día fuera el último.
«Preparemos nuestras mentes como si llegáramos al final de la vida. No pospongamos nada. Hagamos balance cada día de los libros de la vida. A quien da cada día los últimos retoques a su vida nunca le falta tiempo», escribió Séneca.
Mira desde arriba
Una de las formas en que los estoicos se preparaban para la muerte era recordándose a sí mismos su lugar en el universo, es decir, que ocupaban durante una minúscula cantidad de tiempo una ínfima parte del cosmos.
Marco Aurelio dijo: «¡Qué pequeña es la parte del tiempo ilimitado e insondable que se asigna a cada hombre! Pues muy pronto es engullida por lo eterno. ¡Y qué pequeña parte de toda la sustancia! ¡Y qué pequeña parte del alma universal! ¡Y sobre qué pequeña parte de toda la Tierra estás caminando ahora mismo!».
A menudo podemos sentirnos abrumados por la magnitud de los problemas de nuestra vida, y este alejamiento, esta visión desde arriba, puede hacernos conscientes de la verdadera naturaleza de la pequeñez de nuestra existencia en la gran extensión del tiempo, y de que nuestras vidas no ocupan más que la medida de un grano de arena en el continuo de la historia humana.
Cualquiera que haya tenido la suerte de contemplar el arte rupestre indígena de la cultura más antigua del mundo, la de los pueblos de las Primeras Naciones de Australia, o de ver las pirámides egipcias, o de contemplar un árbol milenario en los bosques del norte de California, probablemente haya experimentado una sensación alucinante y humilde de la gran amplitud del tiempo. Nuestra vida es un pequeño punto en la historia del mundo. Y nuestros problemas, que ocupan tanto espacio y energía, al final importan muy poco.
Tratar con la mortalidad es, sobre todo, un poco duro, pero la primera parte de mi viaje hacia el estoicismo consistió en enfrentarme al hecho de que todos vamos a morir, que morimos cada día, que todos mis seres queridos morirán y que yo también moriré —en un momento desconocido, quizá más pronto que tarde—. Después de constatarlo, de reconocerlo, al menos, me dediqué a la siguiente tarea: aprender a vivir mejor.