Capítulo 1

Los orígenes de la teoría semiótica de la cultura, o la crisis de la antropología cultural

Una de las lecciones que debemos aprender de la popularidad que ha tenido la teoría semiótica de la cultura durante los últimos años es el eterno praxeomorfismo de nuestra forma de ver el mundo. Las personas imaginan el mundo conforme a la manera en que hemos aprendido a modelarlo; le atribuyen los mecanismos cuyas conexiones ocultas han reconocido modelándolas en la práctica y reproduciéndolas en experimentos. Las personas explican la correspondencia entre su experiencia de los estados de «entrada» y «salida» de los objetos examinados recurriendo a modelos que siempre personifican debidamente el nuevo estado de competencia técnico-operacional, que recuerda, en igual medida, tanto a Tales de Mileto como a los genetistas contemporáneos, quienes —tras el nacimiento de la idea del holograma desde la cuna de la tecnología que produjo láseres y máseres— atribuyeron los genes a una naturaleza holográfica, o la atribuyeron a psicólogos como N. E. Golovin, quienes, poco después de llegar a comprender la técnica del «escaneo» en telelocalización, presentaron el proceso del pensamiento humano como si se tratara de «escanear» un campo de información. Conociendo la tendencia praxeomórfica de la mente humana, es fácil encontrar la conexión entre los logros técnicos de la teoría de la información y la cibernética y la percepción de la cultura como un sistema de signos que organiza la información o, dicho de otro modo, que estructura «sistemas autogestionados» de seres humanos y sus entornos.

Estas reflexiones revelan las fuentes de inspiración de quienes buscan una teoría moderna de la cultura. Pero no explican la búsqueda en sí. ¿Por qué, después de tantos años, si no de aversión a la teoría, al menos de falta de interés por ella, se produce este cambio repentino entre los antropólogos con respecto a una teoría general de la cultura? ¿A qué se debe la repentina protesta contra una irreflexiva agregación de nuevas descripciones de tribus, aldeas y suburbios a los cientos de miles de volúmenes dedicados a la documentación etnográfica? La respuesta a esta pregunta requiere un examen más pormenorizado de la situación que se produjo a mediados del siglo XX en las reflexiones sobre la cultura.

LA CULTURA COMO OBJETO DE INVESTIGACIÓN

En la Allgemeine Kulturgeschichte der Menschheit [Historia general de la cultura de la humanidad], publicada en 1843, Gustav Klemm relacionó la idea de cultura con la forma de un árbol que ha sido cultivado de manera consciente por una persona; con el recurso de frotar dos palos para hacer fuego; con la costumbre de incinerar el cadáver del padre; con la tradición de pintarse el cuerpo para adornarlo. De este modo, hace más de ciento veinte años, la idea actual de cultura alcanzó su forma definitiva. En primer lugar, ese concepto surgió a partir del significado jerárquico y discriminatorio que acompañaba a la paideia griega y al culto romano de los animi: frotar dos palos o encender cerillas restregándolas contra la superficie rugosa de una caja, la incineración o el entierro, un árbol de forma redondeada o el falso enanismo de un arbusto..., todo eso era ya cultura, un tipo de cultura. En segundo lugar, ese concepto, despojado de elementos de evaluación, se aplicó posteriormente a todas las cosas del mundo, que no existirían si no fuera por los seres humanos. Todas las definiciones de cultura enunciadas desde entonces encajan elegantemente en esos límites, trazados con una floritura. Todas esas definiciones querían estrechar los límites de los fenómenos considerados culturales, querían eliminar los elementos menos interesantes del universo de Klemm.

Así pues, la conocida definición de Czarnowski expulsa de la cultura todo aquello que en el universo de Klemm es accidental, singular o poco frecuente. Znaniecki, en su definición de cultura, se encarga de alejar de su órbita todo aquello que no sea una referencia a los valores humanos, a saber: la condición «física» de aquellos fenómenos que de otro modo se considerarían culturales. Ossowski propone excluir de la idea de «cultura» todas las cosas: creaciones objetivadas, construidas evidentemente por los seres humanos, pero dotadas de una existencia independiente y cosificada (correlatos de la cultura). Esta última definición, afín al concepto que Clark Wissler elaboró en 1916 (la cultura como serie delineada de ideas asociadas), delimita un grupo de fenómenos culturales que son muy útiles para las perspectivas semióticas. Esta conjetura pone de relieve la formulación de una definición de cultura que tiene idéntico alcance que la que formuló James Taylor en 1949: «La cultura es básicamente una corriente de ideas que fluyen entre los individuos por medio de las actividades simbólicas, el aprendizaje verbal o la imitación».1

Todas las definiciones de cultura tienen en común no solo que los elementos colectivos que describen proporcionan en resumen la recopilación que contiene la definición de Klemm, sino también que comparten el hecho de objetivar la cultura; se trata, sin lugar a dudas, de una creación humana que existe en las personas y a través de ellas como si fuera un objeto, en y por sí mismo, ajeno al individuo y, por tanto, posible objeto de estudio. Tal objetivación intelectual de la esfera cultural, aunque hoy nos parezca lógica y obvia, no provenía de una capacidad innata de la especie humana, o de la «naturaleza» propia de los fenómenos culturales. Era, y tenía que ser, fruto del desarrollo histórico. Marx dijo de las personas: «Puesto que [el hombre] no entra en el mundo con un espejo ni como si fuera un filósofo fichteano que puede decir “yo soy yo”, un hombre primero se ve y se reconoce a sí mismo en otro hombre. Pedro solo se identifica como hombre por medio de su relación con otro hombre, Pablo, con quien reconoce su semejanza».2 Las estructuras de los pensamientos «privados» son indicios interiorizados de las interacciones sociales. Considerar nuestro modo de ser individual como si fuera un objeto externo, cosificado, solo podría suceder como consecuencia del contacto práctico con otra forma de ser objetiva, en virtud de su sensual exterioridad y autonomía.

Los contactos culturales fueron, por tanto, el origen del concepto de cultura.

Puesto que ocurrió de ese modo, cabe suponer que el «descubrimiento» de que el hombre tenía una existencia objetiva se produjo probablemente en civilizaciones heterogéneas en expansión. Y así es, en efecto, como sucedió. La cultura en el sentido que le hemos dado fue «descubierta» en la cuna de la civilización, en la que los rasgos antes mencionados alcanzaron su máxima intensidad: en el mundo grecocristiano. El grado en que las propiedades de un objeto de civilización caracterizan la perspectiva de los sujetos de civilización, permaneciendo en el ámbito del contacto físico, resulta evidente en la «ceguera» o «miopía cultural» de la culturalmente homogénea Europa prerrenacentista, en comparación con la amplitud de miras de los griegos, quienes percibían todas las diferencias culturales. Margaret T. Hodgen, autora de un maravilloso estudio sobre la antropología europea de los siglos XVI y XVII, señala con asombro que, en la Edad Media europea, era normal que

... los peregrinos dejaran atrás una inmensa colección de literatura de viaje, creada por religiosos, soldados y seglares, en la que describían los motivos por los que habían emprendido el camino y lo que veían durante sus travesías. En todos esos relatos, que tenían su origen en el contacto con otras personas, mostraban muy poca o ninguna curiosidad por la gente, muy poco interés por otras formas de vida, y apenas prestaban atención a las diferencias culturales.3

Por otra parte, Heródoto —una persona educada en una sociedad que, debido a su diversidad cultural, incluí en Kultura i społeczeństwo dentro de la categoría Htht— dedica sus Historias principalmente a una cosa: un minucioso inventario de todos los aspectos de la vida cotidiana de quienes difieren del modo de vida griego o quienes son únicos o poco frecuentes. He aquí un ejemplo (I, 35):

Con respecto a Egipto, prolongaré considerablemente mi relato, porque no hay ningún país que haya poseído tantas maravillas [...]. No solo el clima es diferente de cualquier otro en el mundo, y los ríos distintos de cualesquiera otros ríos, sino que las personas también, en casi todos sus usos y costumbres, invierten las prácticas comunes de la humanidad. Las mujeres se encargan del mercado y del comercio, en tanto que los hombres se quedan en casa junto al telar; y aquí, mientras que el resto del mundo teje hacia arriba, los egipcios tejen hacia abajo; las mujeres, asimismo, llevan cargas sobre los hombros, en tanto que los hombres las llevan sobre la cabeza. Comen en la calle, pero se retiran a su casa para los asuntos privados, poniendo como excusa que lo indecoroso, aunque necesario, debería hacerse en secreto, pero lo que no tiene nada de indecoroso debería hacerse en público. Una mujer no puede celebrar el servicio religioso, ni para un dios ni para una diosa, pero los hombres son sacerdotes de ambos; los hijos no tienen la obligación de mantener a sus padres a menos que así lo quieran, pero las hijas sí la tienen, tanto si les gusta como si no.4

Para Heródoto, un «hecho experimentable» es aquel que se encuentra en oposición a la forma de ser a la que nos hemos acostumbrado; pero la apariencia de esa significativa oposición destierra de nuestras costumbres la falta de reflexividad, cosificándolas, transformándolas en un posible objeto de indagación «desde fuera». De este modo, todas las civilizaciones son «egocéntricas» y, además, ese egocentrismo es precisamente el que nos conduce al relativismo por medio del autoexamen.

El resultado de esa reflexión, nacida del contacto cultural, es, en definitiva, la conciencia de que nuestra forma de vida es solo una posibilidad entre muchas (con independencia de que la consideremos la mejor o simplemente distinta). La posibilidad sale a relucir cuando nos preguntamos de dónde proviene esa otredad y por qué diferentes personas tienen diferentes costumbres.

Conocemos la respuesta que se puede deducir de las creencias de quienes pertenecen a culturas homogéneas, conocemos la respuesta que darían ellos mismos si su situación no hiciera incomprensible la pregunta. La respuesta es sencilla: las costumbres son una característica humana tan «innata» como el color de la piel o el tipo de pelo. Vienen «dadas»; en la mitología religiosa, podríamos añadir que nos son concedidas por Dios. Incluso en Hesíodo, el orden natural y el sistema moral están en el mismo plano lógico y son cláusulas del mismo decreto divino. Para obtener una respuesta diferente, para comprender las fuentes humanas de la cultura y los preceptos divinos, tendríamos que establecer la idea de un ideal, un objetivo, la formación de la realidad conforme a un plan específico, en el crisol de la manipulación técnica de la naturaleza. También tendríamos que probar diversas normas y realidades. Dicho de otro modo, tendríamos que pasar por la descentralización de ese sistema de contingencias llamado civilización y de ese conjunto de anhelos conocido como cultura, que es el legado de una simultánea, aunque no paralela, heterogeneización de la sociedad y de la cultura. Según escribió Jaeger (reduciendo la cuestión a una reflexión académica sobre la tecnología): «Los griegos no pensaban en la naturaleza humana como si se tratara de un problema teórico hasta que, gracias al estudio del mundo exterior, sobre todo por medio de la medicina y las matemáticas, elaboraron una técnica exacta desde la que comenzar a estudiar la naturaleza interior del hombre».5 Esto allana el terreno para la famosa alegoría de Plutarco sobre los tres elementos del agri culturae y del culturae animi (buena tierra, buen grano y un buen agricultor), que estaba contenida en la alternativa etimológica aceptada hasta hoy como respuesta a la pregunta sobre los orígenes de la forma humana de vivir. Esa respuesta solo la dio de manera consciente y coherente la civilización europea.

Solo la civilización europea comprendió el proceso de la transmisión cultural desde el punto de vista de la educación, y no del aprendizaje. La educación cultural se da, evidentemente, en todas las civilizaciones. Según la clasificación establecida por Margaret Mead en Continuities in Cultural Evolution [Continuidades en la evolución cultural], esa educación se sirve de la empatía espontánea, la imitación o la identificación. En ninguna parte, sin embargo, recae el papel de profesor en alguien que ha sido estudiante: el sujeto es la persona que está aprendiendo; la persona que transmite las experiencias osificadas en la cultura ejerce el papel de ayudante, pues las condiciones son ajenas al proceso. En ocasiones, una tribu invade a otra o incluso la somete. Esa conquista no está necesariamente relacionada con la evangelización o con el deseo de convertir a otras gentes, como fue habitual durante la expansión territorial europea. En la práctica, en el lugar del nativo, que debe aprender una lengua extraña a fin de comprender un mensaje necesario para su supervivencia, aparece el colonialista, que obliga a los nativos a aprender, con el fin de ser entendido. La situación de la expansión colonial, basada en el convencimiento de la superioridad cultural, modifica la organización del proceso educativo. La prioridad entonces es «cambiar los hábitos de las personas, sus ideas, su lengua, sus creencias, sus lealtades afectivas, lo que implica una especie de violencia deliberada contra la personalidad de otros pueblos».6

El modelo de jerarquización de las culturas étnicas está contenido en las jerarquías sociales de la cultura de clase. La alta nobleza creó el ideal de paideia. La división de las costumbres en «mejores» y «peores» aporta conceptos que posteriormente se aplicaron a la valoración cultural de etnias extranjeras. Un profesor contratado por los poderosos se convierte en el prototipo de un profesor-nación, no solo para los extranjeros, sino también para los «primitivos».

En conjunto, todos esos elementos explican por qué solo en la cultura grecorromana surgió la idea y la ocupación de la etnografía, o el análisis de culturas extranjeras, percibidas como entidades independientes que podían ser tratadas igual que cualquier otro objeto de estudio y descripción. Esto no explica, sin embargo —en el plano de los motivos personales—, qué buscaba y busca el etnógrafo europeo (en el sentido ecuménico del término) al entrometerse en modos de vida diferentes de los suyos. Basándonos en los elementos ya descritos, podríamos crear la actitud tanto colonizadora como romántica con respecto a la diferencia cultural. Lo que determina la elección de una de esas actitudes es un factor adicional: la posición del etnógrafo en relación con su propia sociedad.

NUESTRA PROPIA SOCIEDAD Y LA PERCEPCIÓN DE LA DIFERENCIA

Las cuestiones que acabo de plantear no pueden entenderse en el plano de generalidad propio de las leyes psicológicas. El concepto de etnógrafo lo impide, pues carece de sentido en el caso de la mayoría de las culturas conocidas, que solo pertenecen a la civilización europea. La etnografía, en cuanto campo del conocimiento y en cuanto profesión, aparece solo en situaciones en las que una civilización aprovecha de manera decisiva una naturaleza no cultural —económica o militar—, situándola en relación con otro pueblo en la misma posición que ocupa la aristocracia (internamente) en relación con los plebeyos, utilizando para ello términos teóricos y pruebas prácticas a fin de demostrar su propia superioridad cultural. Solo en este caso adopta el dilema de la conformidad o disconformidad con respecto a nuestra propia sociedad y sus costumbres la forma de una elección entre alternativas, entre lo romántico o lo colonial. Ambas alternativas adquieren significado solo cuando hemos aceptado que nuestra propia civilización es fruto de un desarrollo más prolongado (no en el sentido del tiempo abstracto, sino en el sentido histórico cualitativo), porque esta es ya una fase «superior» del desarrollo; cuando aceptamos que nuestros antepasados tuvieron costumbres que se conservan incluso entre los pueblos «primitivos», por lo que los descendientes de los «primitivos» actuales, si no sucede nada inesperado, vivirán conforme a nuestras costumbres. Esa convicción no fue motivo de desacuerdo en nuestro tiempo, cuando los pioneros de la etnografía europea estaban claramente divididos en dos bandos. La diferencia era importante para la evaluación del desarrollo —gracias a la cual nuestra sociedad superaba a la de los pueblos «primitivos»—, según fuera buena o mala; y esa evaluación se basaba en la percepción de los vicios y virtudes de nuestra propia sociedad.

Ese modelo tenía una forma banal: la perspectiva crítica de nuestra propia sociedad estaba relacionada con la idea del declive de la civilización, que inutilizaba el orden natural y armonioso de las cosas. El anhelo de una armonía innata adquiere ya una forma completa en los Ensayos de Michel de Montaigne. El buen salvaje de la Ilustración es ya una variación de un tema codificado por Montaigne:

Nada hay de bárbaro ni de salvaje en esas naciones, según lo que se me ha referido; lo que ocurre es que cada cual llama barbarie a lo que es ajeno a sus costumbres. Como no tenemos otro punto de mira para distinguir la verdad y la razón que el ejemplo y la idea de las opiniones y usos del país en que vivimos, a nuestro dictamen en él tienen su asiento la perfecta religión, el gobierno más cumplido, el más irreprochable uso de todas las cosas. Así, son salvajes esos pueblos como los frutos a que aplicamos igual nombre por germinar y desarrollarse espontáneamente; en verdad creo yo que más bien debiéramos nombrar así a los que por medio de nuestro artificio hemos modificado y apartado del orden al que pertenecían; en los primeros se guardan vigorosas y vivas las propiedades y virtudes naturales, que son las verdaderas y útiles, las cuales hemos bastardeado en los segundos para acomodarlos al placer de nuestro gusto corrompido; y, sin embargo, el sabor mismo y la delicadeza se avienen con nuestro paladar, que encuentra excelentes, en comparación con los nuestros, diversos frutos de aquellas regiones que se desarrollan sin cultivo. El arte no vence a la madre naturaleza, grande y poderosa. Tanto hemos recargado la belleza y riqueza de sus obras con nuestras invenciones, que la hemos ahogado; así es que por todas partes donde su belleza resplandece, la naturaleza deshonra nuestras invenciones frívolas y vanas.

Los «salvajes» habitan una nación

... en la cual no existe ninguna especie de tráfico, ningún conocimiento de las letras, ningún conocimiento de la ciencia de los números, ningún nombre de magistrado ni de otra suerte, que se aplique a ninguna superioridad política; tampoco hay ricos, ni pobres, ni contratos, ni sucesiones, ni particiones, ni más profesiones que las ociosas ni más relaciones de parentesco que las comunes; las gentes van desnudas, no tienen agricultura ni metales, no beben vino ni cultivan los cereales. Las palabras mismas que significan la mentira, la traición, el disimulo, la avaricia, la envidia, la detractación, el perdón, les son desconocidas.7

La lista de virtudes del «hombre de la naturaleza» se creó a partir de una acusación contra nuestra propia sociedad.

La admiración por el desarrollo de la civilización contenía, para variar —sin pensar en la filiación política del autor—, una reprobación de las costumbres primigenias. Desde la perspectiva de la ideología del progreso, lo primigenio (o simplemente lo no europeo) resultó ser sinónimo de atrasado o sin desarrollar. Esa declaración estaba relacionada con una amplia gama de valoraciones morales. En un extremo del espectro se encontraba William Strachey, el autor de The Historie of Travaile into Virginia Britannia [Historia del trabajo en Virginia Britannia], 1612. En su opinión, las atrocidades cometidas contra los habitantes del Perú, México o las Antillas fueron en realidad beneficiosas porque sus propias vidas eran mucho más espantosas. O John Wesley (1703-1791), quien preguntó, indignado, si los lapones, groenlandeses o samoyedos eran tan civilizados como nuestros bueyes u ovejas. Comparar hordas de salvajes con nuestros caballos u otros animales domésticos era hacerles un cumplido. En el otro extremo se encontraban los ideólogos de la «ayuda a los atrasados» y la difusión de la civilización. Su voz era cada vez más importante, en proporción directa al ascenso del poder político y militar, lo cual constituía un importante argumento para civilizarlos.

Hemos rastreado los caminos divergentes del pensamiento etnográfico europeo hasta este punto, en el que llegan a una encrucijada fundamental. Con el paso del tiempo, como suele suceder en el desarrollo de la sociedad, los caminos separados se institucionalizaron y, a partir de entonces, con el fin de empezar a transitar uno de ellos, ya no fue necesario repetir de manera ontogénica las experiencias que los originaron, que sirvieron para crear este o aquel modo de percibir al «otro». Hoy uno se puede hacer etnógrafo del mismo modo que se hace ingeniero o lingüista: eligiendo una carrera que por sus ventajas se considera preferible. Solo algunos «grandes» se sienten obligados a reflexionar sobre las decisiones que toman, explicando y analizando sus motivos y razones inconscientes. Cuando los analizan, vuelven con terquedad a una estructura que todavía existe, la relación entre «mi» cultura y otras culturas, buscando una «justificación social» para la existencia de su propia carrera:

No es casualidad que el etnógrafo tenga rara vez frente a su propio grupo una actitud neutra. Si es misionero o administrador, se puede inferir de esto que ha aceptado identificarse con un orden, hasta el punto de consagrarse a su propagación; y cuando ejerce su profesión en el plano científico y universitario, hay grandes probabilidades de encontrar en su pasado factores objetivos que lo muestren poco o nada adaptado a la sociedad donde ha nacido. [...] No se escapa al dilema: o bien el etnógrafo se adhiere a las normas de su grupo y las otras no pueden inspirarle más que una curiosidad pasajera en la cual la reprobación no está jamás ausente, o bien es capaz de entregarse totalmente a ellas y su objetividad queda viciada porque, quiérase o no, para darse a todas las sociedades se ha rehusado por lo menos una.8

Lo mismo era tan aplicable a la época de Montaigne y Wesley como a la actualidad, a la época de Lévi-Strauss, quien escribió esas palabras.

Pero una cosa ha cambiado: los europeos dejaron de creer en la obviedad de su mundo. O, más bien, el mundo europeo dejó de ser evidente para ellos. No hay nada extraño en eso. Un mundo fluido y cambiante —un mundo en el que el hoy desmiente de manera tan contundente el día anterior, para que nadie crea que el mañana podría confirmar las verdades del hoy— no puede ser evidente. Experimentar la historicidad de la existencia —esa peculiar singularidad de nuestra versión de la civilización— socava en definitiva la comprensión de la existencia de cualquier valor con fuerza suficiente para subordinar a sí mismo el curso de los acontecimientos humanos. En los comienzos del pensamiento histórico, esos valores se buscaban con apasionamiento, solo para que luego los rebatiéramos o los descartáramos con desilusión. La única hipótesis que quedaba tenía que ver con la variabilidad/mutabilidad en sí misma, como un principio del ser; estaba tan arraigada en el pensamiento europeo que los etnógrafos, queriendo reivindicar la «ahistoricidad» de las civilizaciones homogéneas, tenían que ejercer violencia contra su propia forma de pensar. Hoy en día hay autores que creen —y que defienden sus creencias con una impresionante documentación probatoria— que el mismo sentido común que los incita a investigar la existencia de la sociedad humana, «análoga al crecimiento de un organismo»,9 se remonta a tiempos de Tucídides, y, por tanto, ha tenido muchas oportunidades de convertirse en una premisa irreflexiva.

En nuestra época, ese mismo sentido común ha sido puesto a prueba. El convencimiento de que las formas de existencia humana están siempre cambiando sigue manteniéndose firme hasta hoy; nos esforzamos por reforzarlo, reuniendo con diligencia pruebas a su favor, y también a favor de la civilización, cuya existencia lo desmiente. Pero la analogía biológica de las fases de desarrollo —predeterminadas y genéticamente codificadas—, la analogía de la oruga —que ya contiene en sí la crisálida y la larva, que es una mariposa latente—, ha dejado de satisfacer a nuestro intelecto. No podemos creer que todas las sociedades deben pasar por una etapa fascista, así que creemos, en cambio, en el testimonio de la arqueología, la cual demuestra que no todas las civilizaciones tienen una fase de pinturas rupestres o enormes esculturas de piedra. Nuestra sociedad, que obliga a cada generación a experimentar de nuevo la crisis de valores de la anterior, nos ha hecho dudar de los absolutos axiomáticos, incluso de aquellos cuyas huellas aún no hemos encontrado. Así pues, ya no hay nada evidente para nosotros, por lo que no podemos hablar de la necesidad biológica del desarrollo social. El término primitiva, en referencia a una sociedad distinta de la nuestra, es cada vez más descriptivo y pierde el perfil histórico-filosófico que tuvo otrora. Percibimos las discrepancias entre los caminos de la lógica y las leyes sociales de la visión del mundo. Cuando «otras» sociedades seguían aún sendas inmanentes e independientes del desarrollo, las veíamos como si estuvieran paralizadas en etapas anteriores del camino que conduce a nuestro propio modo de ser. Cuando —en parte obligadas por nuestros cánones, en parte hechizadas por el brillo de los bienes materiales— esas «otras» sociedades aceptaron que nuestro modelo estaba en lo alto de la escalera por la que ascendían, nuestra visión del mundo perdió su forma de escalera, y los travesaños dispersos formaron un mosaico de caminos divergentes. El desprecio del modelo propio desempeñó un papel muy importante. La postura de Montaigne salió victoriosa, si bien con una forma completamente nueva.

La obra de Bronisław Malinowski y Ruth Benedict aportó el material intelectual necesario para este triunfo y determinó su forma contemporánea. El encarcelamiento de este súbdito del Imperio austrohúngaro en las islas Trobriand, a quien el estallido de la guerra sorprendió en un congreso de etnografía en Australia, fue la mecha que accidentalmente produjo la explosión de un almacén de dinamita que llevaba tiempo acumulándose bajo la destartalada construcción que era una sola línea de la evolución. Situado, forzosamente, en la periferia de una sociedad muy poco europea, obligado a dominar su lengua y a participar en su vida cotidiana, Malinowski fue el primer etnógrafo europeo que percibió «otra» sociedad no como si fuera un conjunto desorganizado de rasgos más o menos diferentes de los modelos europeos, sino como un todo lógico e independiente cuyas piezas solo eran comprensibles en el contexto de las demás. Basándose en lo que vio y escribió Malinowski, Ruth Benedict creó una nueva visión de la organización de la especie humana, como si fuera un conjunto de tazas de arcilla de las que cada grupo de personas bebe a su manera el agua de la vida. No importaba que ella —junto con Boas, su maestro— desaprobara el ahistoricismo metodológico de Malinowski y su «funcionalismo individual»; sin la revolución de Malinowski no existiría la culturosofía de Ruth Benedict, y esas circunstancias son decisivas para dar las puntadas que entretejen los descubrimientos intelectuales de los anales del pensamiento humano.

La consecuencia de la transformación que analizamos aquí fue, en primer lugar, la sustitución de una dimensión puramente vertical por otra horizontal, y una geometría lineal del tiempo por otra bidimensional. Haciendo cola, hasta hace poco, en una sola fila en la escalera vertical del desarrollo, las «otras» culturas se encontraron de repente al lado. Lo sincrónico adquirió valor súbitamente, lo cual no habría sucedido si se hubiera entendido solo como un momento fugaz en un flujo de formas transitorias. Esta nueva visión tenía su propio igualitarismo, conforme a la recién postulada noción de la igualdad humana; así pues, en esa aceptación acechaba ya, a menudo de manera inconsciente, una protesta contra el funcionamiento de la cultura propia, que violentaba ese postulado. En segundo lugar, el significado de revolución se manifestaba en la sustitución simultánea de la imagen determinista del mundo —una imagen probabilística, un gráfico de líneas— por un árbol. Nuestro mundo pasó a ser uno de los muchos mundos posibles, decididamente menos probable que «otros» mundos humanos; la premisa de la revolución culturofilosófica puso su fruto intelectual en contacto con las últimas premisas filosóficas de otras disciplinas, y, por tanto, le dio el esplendor y la persuasión surgidos de su adaptación al clima intelectual de la época.

Pero la destrucción de construcciones intelectuales no sale gratis. También había que pagar la demolición del modelo evolucionista para organizar el conocimiento de la cultura.

EL NOMBRE DE LA CRISIS

El precio que hubo que pagar fue la crisis de la antropología. La inevitabilidad de esa crisis se percibía ya en el pensamiento revolucionario de Malinowski. Cuándo iba a producirse esa crisis (cuándo iba a ser reconocida conscientemente como tal) dependía solo del empuje de los estudios etnográficos. Y ese empuje, por causa de la injerencia de la «otredad» cultural en los intereses vitales de la civilización eurocéntrica, fue enorme durante el último medio siglo.

El significado de esa crisis puede describirse como una acumulación de información potencial, la cual, sin embargo, no podía utilizarse como información —no podía transformarse en «información para nosotros»— porque las estructuras que describía eran desconocidas. Hay muchas formas a las que consideramos signos; pero no sabemos cómo descifrar esos signos. No conocemos el código del que forman parte, no sabemos dónde ubicar la realidad dentro de la cual desempeñan la función de signo.

Expresándolo de manera más sencilla, el ejemplo de Malinowski creó el impulso sin precedentes de hacer innumerables descripciones de «otras» culturas, organizando la información sobre estas en un sistema cerrado en el marco de sus sociedades. El ideal del investigador era dar la máxima coherencia al modelo, trascender el plano de la percepción —que todavía está influido por las categorías que el investigador transmite desde su propia cultura— hasta alcanzar una estructura de análisis inherente a ese sistema cultural. Tal era el postulado general que fue instrumentalizado de distintas maneras: o bien, como en el funcionalismo puro, se interpretaba que los elementos de la cultura satisfacían las necesidades de los individuos y las colectividades, o bien —en consonancia con las exigencias de Thomas y Znaniecki— lo que se quería saber ante todo era en qué consisten esos elementos, para que las personas hagan uso de ellos (a partir de esos elementos, Radcliffe-Brown elaboró el concepto de estructuras sociales). La diferencia de opiniones afectaba —si la consideramos desde una perspectiva más amplia— a las técnicas de interpretación, pero no al objetivo principal de los estudios antropológicos. El ideal en ambos casos era el mismo: el antropólogo típico era aquella persona que olvidaba en la medida de lo posible lo que su propia cultura le había enseñado y, por eso, era capaz de comprender mejor la cultura objeto de estudio. Ese postulado, sin embargo —como pronto se hizo evidente—, puso ante la antropología en cuanto disciplina, y ante cada antropólogo, la antinomia de Frank Cushing.

Frank Cushing aspiraba a ser un gran etnógrafo. Cumplía todos los requisitos necesarios: se inició en la Orden del Arco de los zuñis y llegó a ser gran sacerdote. Como consecuencia de ello, dejó de ser etnógrafo. En la encrucijada, que supuestamente conducía a la superación de los problemas de comunicación multicultural, encontraron (no Cushing, para ser claros, sino quienes estudiaron su vida) el fin de toda comunicación. Por el blasfemo intento de regresar a los tiempos anteriores a la Torre de Babel resulta que uno paga con la pérdida de cualquier capacidad de hablar.

Por suerte, pocos etnógrafos tuvieron tanto éxito y determinación como Frank Cushing a la hora de alcanzar sus objetivos metodológicos. La divergencia entre ideales y realidades de la investigación se convirtió en el pan nuestro de cada día en el ámbito de la etnografía. Como suele suceder en estos casos, la reflexión sobre la metodología se convirtió en un asunto tabú. Cuanta menos teoría, cuanto menos autoanálisis, tanto mejor. Muy pocos volvieron a plantearse cuestiones epistemológicas. Cuando se las replanteaban, lo más que conseguían era resucitar viejos sueños de empatía. P. J. Bohannan se indignaba por el «tremendo error del análisis etnográfico y social», que «eleva sistemas tradicionales como “la jurisprudencia”, diseñados para actuar sobre la sociedad en que cada uno vive, al estatus de sistema analítico, y luego intenta organizar los datos sociales en bruto de otras sociedades siguiendo el modelo de sus categorías». Un error cardinal de este tipo es «elevar los sistemas tradicionales de los romanos o de los habitantes de las islas Trobriand al nivel de sistema de clasificación para datos que tal vez no se adecuen a ellos». En relación con las instituciones y los conceptos legales: «Debemos tener en cuenta que el mismo tipo general de información puede clasificarse de diversas maneras. A la larga, las clasificaciones tradicionales son las que tienen importancia para la antropología social, no la “presencia” de agravios o contratos que son conceptos tanto tradicionales como analíticos en otra sociedad».10 A los críticos como Bohannan les encantaba el eslogan «Adelante hacia el pasado»: un regreso a los postulados de Malinowski. Creían en la posibilidad de su realización; no ponían en duda el rigor de lo heurístico. Una vez más, exigían prácticas según las cuales el etnógrafo típico —sin reflexión, por cierto, y discretamente— evitaría la presión de las realidades locales. De manera consciente o inconsciente, contribuían así a mejorar la situación de la etnografía, que según ellos atravesaba una crisis cada vez más profunda.

Ese estado, según Walter Goldschmidt, tenía dos vías principales de investigación: 1) «El minucioso análisis interno de culturas individuales que normalmente intenta establecer interrelaciones entre diversos grupos de instituciones, cuyo mejor ejemplo son las indagaciones de Malinowski, los denominados estudios funcionales; y 2) la comparación de instituciones o características estructurales entre un grupo de sociedades (tanto si se circunscriben a un lugar como si son universales), mostrando la distribución y covariación de dichas características».11 El callejón sin salida al que la combinación de ambas vías condujo a la etnografía se debió a un dilema presente in nuce en la propuesta formulada por Malinowski y Boas, y a partir de entonces aceptada por la mayoría de los investigadores culturales:

Malinowski insistía sobre todo en que se entendiese cada cultura en sus propios términos; en que se viera cada institución como fruto de la cultura en que se desarrollaba. De esto se sigue que una comparación intercultural de las instituciones es esencialmente una iniciativa errónea, pues estamos comparando cosas incomparables. Pero el modo interno de análisis nunca nos proporcionará una base para la verdadera generalización y no nos ofrece ningún medio de extrapolación más allá del lugar y de la hora local. En realidad, nos deja claramente a merced de los boasianos, para quienes cada cultura es un mero producto de su propia historia. Si queremos evitar que la antropología sea solo historia o nada, debemos encontrar la forma de resolver este dilema.12

En la crisis de la antropología contemporánea intervienen muchos elementos heterogéneos.

 

1. Pese a las convicciones de muchos «etnógrafos médicos» (persistentes, entre otras cosas, porque no están sujetas a autoevaluación), los postulados de Malinowski distan mucho de hacerse realidad. En el mejor de los casos, los etnógrafos se detienen, como dijo Lévi-Strauss, «a medio camino» entre su propia cultura y la otra, y, pese a su aspiración a sumergirse en la cultura que están estudiando, en realidad desempeñan un papel del que equivocadamente se disocian, y que es el único papel que verdaderamente justifica la existencia de la etnografía: el papel de mediador cultural o traductor de lenguas extranjeras. Desempeñan ese papel con independencia de las fantasías sobre su profesión, y, cuando se dan cuenta de ello, lo experimentan como algo transgresor, como algo que deben explicar o justificar. Para librarse de la crisis tienen que alejar de su comportamiento el generalizado e inevitable estigma moral.

2. La realización de los postulados de Malinowski, aunque nunca completa, es lo bastante activa para dar a las descripciones etnográficas de la cultura una forma que hace prácticamente imposible o, cuando menos, mucho más difícil, la traducibilidad de la información sobre las culturas. Por su intención y su génesis, el antievolucionismo de Malinowski estaba imbuido del espíritu de la democracia y del igualitarismo: en la práctica, la realización de sus ideas rompió en añicos dispersos la imagen de la especie humana, y resaltó tanto las diferencias que la noción de un Homo sapiens unificado quedó ensombrecida o incluso fue puesta en tela de juicio. El (justamente) criticado concepto de evolución lineal no fue sustituido por ningún otro principio relativo a una forma unificada de la existencia humana. Esto suscitó comprensibles protestas y fervientes búsquedas de los universales culturales, que, sin embargo, como señaló Stanisław Ossowski, resultaron ser universales «preculturales» —categorías biológico-fisiológicas— o un engañoso inventario de las cuestiones que interesan a los etnógrafos, como en el caso de la famosa lista de Murdock: todos los pueblos organizan de algún modo las relaciones sexuales entre hombres y mujeres, todos los pueblos se forman un juicio sobre ciertos tipos de delitos, todos los pueblos tienen una gastronomía que los distingue, etcétera. En el segundo caso, estamos tratando —según la fantástica alegoría de Bronisław Baczko— con una máquina expendedora estropeada, que nos devuelve tercamente la misma moneda que introducimos en ella. Lo más importante, sin embargo —los intentos de dar cabida a los denominados universales disciplinarios—, es en esencia un simple inventario de diversas medidas de individuación, el cual se evidencia en los esfuerzos prácticos de Murdock para analizar uno de esos universales: el sistema de parentesco.

3. A fin de salvaguardar en estas circunstancias la idea de una especie humana unificada, debemos ir más allá de la antropología sensu stricto, realizando una operación de reducción, buscando una explicación psicológica para las acciones humanas. La inevitable conclusión que se saca de la aplicación de las propuestas metodológicas de Boas y Malinowski es el convencimiento de que la cultura es aquello que establece diferencias: si hay algo unificador, ese algo es la constitución biopsíquica de la especie humana, los mecanismos neurofisiológicos, modificados por la cultura solo en su expresión objetiva externa. Si no pudiéramos poner otras objeciones a esta tesis, seguiría estando ahí aquella que resulta problemática para los antropólogos, esto es, el aculturalismo de los métodos psicológicos de «integración cultural». Saber que los psicólogos son capaces de hacer sus experimentos de tal modo que los resultados de sus investigaciones puedan ser reducidos a categorías universales es un pobre consuelo para los antropólogos. Partiendo de ese hecho, nada, o casi nada, se nos ocurre en respuesta a la pregunta de si, en el estrato considerado analíticamente como cultural, existen —junto a las diferencias— fenómenos compartidos, atributos del ser humano en cuanto creación cultural. ¿Y en qué categorías habría que incluir esos fenómenos?

 

Vivimos en una época de integración práctica del mundo de la cultura. Parece que —en la medida en que la situación que estamos analizando aquí, a la que denominamos crisis de la antropología, no cambia— la etnografía podría encontrarse en la retaguardia de un mundo en el que la «historia mundial» fuese un mero concepto analítico.

CLAUDE LÉVI-STRAUSS O LA NEGACIÓN DE LA NEGACIÓN

Si hemos de creer lo que se dice en Tristes trópicos —que es tanto un tratado sobre las penas y alegrías de la labor del etnógrafo como una autobiografía—, Claude Lévi-Strauss, alumno de Mauss y admirador de Saussure, inició sus estudios culturales confiando en la eficacia y la sabiduría de las ampliamente consensuadas normas del oficio. Lévi-Strauss creía —al igual que otros— que la tarea del etnógrafo consistía en reconocer la otredad como otredad, en su lógica «privada» interna, sin contaminación por parte del molesto pensamiento característico de la retórica de la civilización extranjera. Para comprender la etnografía era imprescindible el contacto directo con «otros»; desde el punto de vista espacial, el etnógrafo, aproximándose a los «otros», también aprendía cosas sobre su propia cultura, en el aspecto no solo físico, sino también intelectual. De manera tácita, se suponía que la relevante cercanía física garantizaba, o al menos posibilitaba, la cercanía mental.

Apoyándose en esa convicción, Lévi-Strauss inició sus peregrinaciones al «origen del ser humano». Los indios, con su primigenia pureza precivilizada, ofrecían una imagen clara de ese origen, a diferencia de sus hermanos civilizados. Por desgracia, aquellos que seguían viviendo cerca de los centros metropolitanos de Brasil no habían conservado bien su legado. Desde el principio se comprendió que el contacto físico destruía el objeto de estudio; como suele suceder en estos casos, resultó que el proceso de investigación influía en ese objeto. No hay investigación en cuanto reflexión pura: cada estudio es una acción, y su objeto, tras ser estudiado, ya no es el mismo que antes. Así pues, Lévi-Strauss emprendió una aventura por zonas cada vez más remotas del interior de Brasil, en busca de una otredad cada vez más salvaje, de una pureza cada vez menos contaminada por la civilización.

Kadiueos, bororos, nambikwaras, cada tribu se alejaba más del centro de la civilización, acercándose al «ser humano puro». Pero había aún demasiadas impurezas; el arcaísmo carecía de originalidad, era forzado, degenerativo, algo así como las sobras del proceso civilizador. Hasta que por fin (¡alabados sean los dioses!) se produjo la situación con la que sueña todo etnógrafo: allí estaban los tupí-kawahibs, una tribu perdida en las profundidades de la selva, una tribu que ningún etnógrafo había visto antes y probablemente no volvería a ver más; unos seres humanos en estado químicamente puro, una piedra neolítica del siglo XX, congelada en el tiempo, esperando la inquisitiva mirada del etnógrafo, para desplegar ante él los secretos de la base fundamental de la civilización. Y entonces, al terminar sus viajes, cuando está a punto de descubrir un gran secreto, tras correr el telón que ocultaba «lo más sagrado» de la religión etnográfica, se produce una epifanía, el reconocimiento de un error y luego la conversión:

Yo había querido llegar hasta el extremo límite del salvajismo; ¿no me bastaban esos graciosos indígenas que nadie antes que yo había visto, que nadie quizá vería después? Al término de un excitante recorrido, tenía a mis salvajes. ¡Y qué salvajes! [...] Ellos estaban allí, dispuestos a enseñarme sus costumbres y sus creencias, y yo no sabía su lengua. Tan próximos a mí como una imagen en el espejo, podía tocarlos, pero no comprenderlos. Recibía al mismo tiempo mi recompensa y mi castigo: ¿no era culpa mía y de mi profesión suponer que hay hombres que no son hombres?, ¿que algunos merecen más interés y atención porque el color de su piel y sus costumbres nos asombran? Con solo que logre adivinarlos, perderán su condición de extraños; y tanto me habría valido permanecer en mi aldea. O bien, como en este caso, conservar esa cualidad; y entonces de nada me sirve, puesto que no soy capaz de aprehender qué los hace tales.13

Sometida a la sublimación intelectual, la experiencia del fracaso resurgió como una crítica de la manera en que se programaba a los jóvenes en el entorno etnográfico. La tensión creada por el fracaso desapareció con el descubrimiento de la antinomia de Frank Cushing. Ese descubrimiento es la llave maestra que utilizó a partir de entonces Claude Lévi--Strauss, el gran revolucionario del autoconocimiento cultural.

Las ideas generales de un nuevo programa revolucionario aparecen en los pasajes finales de Tristes trópicos:

Pues si es cierto que la comparación de un pequeño número de sociedades las hace aparecer muy distintas entre sí, esas diferencias se atenúan cuando el campo de investigación se amplía. [...]

Se buscará entonces la base inconmovible de la sociedad humana.

La comparación etnográfica contribuye de dos maneras a esta búsqueda. Muestra que esta base no puede encontrarse en nuestra civilización: de todas las sociedades observadas, sin duda es la más alejada de ella. Por otra parte, despejando los caracteres comunes a la mayoría de las sociedades humanas, ayuda a constituir un tipo que ninguna reproduce fielmente, pero que precisa la dirección en que la investigación debe orientarse.14

Este carácter se encuentra en el nivel de la cultura neolítica. En este nivel —aquí Lévi-Strauss se basa en Rousseau— surge una naturaleza humana completa, aún no degenerada en sus manifestaciones, la cual, según Rousseau —frente a las afirmaciones de Diderot—, no es algo presocial, sino algo que no puede darse fuera de la sociedad; la posibilidad de socialización es inherente a la naturaleza humana. «La actualización de las características potenciales de la humanidad tiene lugar por medio de su objetivación en la sociedad, en la forma correspondiente a la esfera apropiada de las relaciones interpersonales: lengua, ley y orden, etcétera. [...] En líneas generales, “solo nos volvemos verdaderamente humanos cuando llegamos a ser ciudadanos”».15 Para conocer la naturaleza de la humanidad basta con conocer la forma primordial de la socialización humana, durante la fase en que el mecanismo cíclico social —«frío» y mecánico— aún no se ha transformado en la máquina de vapor —«caliente», unidireccional y creadora de entropía—.16 Ahí, precisamente, reside la naturaleza humana, que solo —o principalmente— se manifiesta en las instituciones humanas: mitos, ceremonias, sistemas de parentesco..., en esas organizaciones simbólicas que agitamos y recomponemos de nuevo como un caleidoscopio, siempre con los mismos fragmentos del alma humana.

Un intento de recrear esa naturaleza humana es El pensamiento salvaje, un libro sobre el pensamiento de los salvajes, que, al igual que el pensamiento (la planta), crecía silvestre antes de ser cultivado por la civilización. Antes de eso estaba Antropología estructural: un volumen de estudios, un intento de utilizar una nueva metodología, de aplicar una nueva teoría. En lugar del postulado de la proximidad física, la cual —como quedó claro en Tristes trópicos— interfiere en los intentos de alcanzar la cercanía intelectual (epistemológicamente, el contacto físico destruye el objeto buscado para el contacto intelectual; psicológicamente, la reacción de Lévi-Strauss ante el encuentro con los tupíes fue una nueva versión de la Cinna de Corneille), se halla el postulado de la cercanía intelectual que mantiene la distancia física. Gracias al lenguaje, a las ideas abstractas y al pensamiento, las personas pueden crear mentalmente la estructura del mundo, sin destruir el objeto que esta debe reproducir. Es necesario expulsar de la etnografía tradicional la idea de empatía: ¿por qué iba a renunciar el investigador a los mejores y más precisos métodos de modelación de las estructuras, producidos por su propia civilización, para penetrar en las profundidades de un pensamiento primordial que no se ha sometido a una autorreflexión similar? Lo que había sido un vergonzoso pecado para los etnógrafos, el cual era merecedor de crítica cuando se trataba de un alejamiento involuntario de las ideas aceptadas conscientemente, debería ser un postulado programático. La verdadera estructura del modo de ser primordial, ese contenido crucial, invisible para la esfera de los fenómenos a los que se puede acceder por medio de la experiencia, no está al alcance de la conciencia de aquellas personas que no utilizan métodos modernos de análisis estructural. Al tomar conciencia de esos métodos, el investigador torna consciente lo inconsciente, comprensible lo sensorial. En Tristes trópicos, Lévi-Strauss descubre las contradicciones de la estructura social en la geometría asimétrica de los tatuajes or-namentales de los kadiueos. En Antropología estructural, Lévi-Strauss encuentra una explicación para las oposiciones tan obsesivamente acentuadas en el sistema de parentesco. En El pensamiento salvaje, extrapola lo que antes había sido una hipótesis basada en débiles excusas, una teoría del totemismo: una explicación de por qué un clan es el clan del oso, y otro, el del águila; y la explicación no hay que buscarla en las asociaciones míticas entre los clanes, y, por consiguiente, entre el clan del oso y el del águila, sino en el isomorfismo de las dos oposiciones —«clan A: clan B  oso: águila»—. Más allá de la esfera fenoménica se encuentran no tanto las necesidades individuales o colectivas como las estructuras. La estructura es la esencia de la cultura. Comprender la cultura equivale a comprender la estructura común que se oculta tras las esferas tecnológicas especializadas de la actividad humana. Pero ¿la estructura de qué, exactamente?

La estructura del pensamiento humano; el espíritu del hombre, como nos explica Lévi-Strauss en Lo crudo y lo cocido, y como repetirá en De la miel a las cenizas. Si la etnología es una descripción de las costumbres y las instituciones, la antropología no es el estudio de las instituciones y las costumbres, sino de la estructura del pensamiento humano que se manifiesta en ellas. El modelo de sociedad en todos sus aspectos es la expresión directa de la estructura del pensamiento, y más allá del pensamiento, tal vez, de la mente —El totemismo en la actualidad—. Esa estructura es básicamente la misma para toda la especie humana. Lo que difiere es solo su expresión objetivada. Sin embargo, toda expresión —y esto puede comprobarse— es fruto de la transformación, llevada a cabo en un nivel elemental. La tarea del antropólogo consiste en hacer visibles esas transformaciones.

Pero, al fin y al cabo, Lévi-Strauss buscaba la base común de la civilización humana, y la encontró en el pensamiento neolítico. En ese nivel, podemos hablar ciertamente de una misma estructura de pensamiento en todas las culturas y, puesto que el pensamiento neolítico sigue siendo la base de nuestra vida cotidiana, las estructuras comunes son evidentes incluso en las sociedades modernas. En este ámbito, el pensamiento concreto es dominante, alcanzando la comprensión sin sacrificar la particularidad, que está situada au niveau de perception, conectando las estructuras isomorfas con signos accesibles desde la perspectiva intelectual, sugeridos por la experiencia, reconocibles en esa experiencia: las estructuras totémicas son un magnífico ejemplo de ese proceso. El pensamiento fundamental agrupa esas estructuras conforme a las leyes de la gramática intelectual, de la que no es consciente, de igual modo que las personas incultas no son conscientes de las normas gramaticales del lenguaje, si bien las usan correctamente al hablar. Aquello que se elija para desempeñar el papel de signo cultural depende de las condiciones históricas y ecológicas, o de las contingencias; pero las estructuras en las que se ubican esos signos existen —en la teoría y en la práctica— en cantidades finitas: hay exactamente tantas como las que se pueden crear por medio de combinaciones de un pequeño número de sencillas oposiciones binarias, accesibles durante la fase neolítica de la organización del entorno humano. La cultura —en cuyas variedades y existencia independiente los etnógrafos, por influjo de Malinowski, tanto insistieron— es precisamente la elección de una parte de ese conjunto de estructuras posibles. Por tanto, hablando propiamente —esto se debe en concreto a la metodología utilizada en los volúmenes de Mitológicas, donde los mitos de «diversas culturas» son considerados como una consecuencia de las transformaciones recíprocas—, hay que decir que la generalidad de la especie humana se basa en la finitud del conjunto de signos significativos que los diversos sistemas culturales pueden seleccionar, utilizando siempre, sin embargo, principios de construcción similares, lo que permite examinar cada estructura como si se tratara de la transformación de otra estructura, aunque esta proceda de una sociedad con la que no ha podido tener contacto físico, ni ahora ni en el pasado.

Lévi-Strauss siempre hizo hincapié en que esa forma de pensar en la cultura estaba muy influida —al menos en su caso— por el éxito de la lingüística estructural. Fue la lingüística la que elaboró ese «modernísimo método analítico», del que nuestra sociedad debería servirse para examinar el pensamiento fundacional. Con menos frecuencia tenemos en cuenta otro hecho: Lévi-Strauss, cuando concibió la idea de la antropología y sus funciones, seguía estando muy influido por aquellos aspectos de la lingüística estructural que atribuían muy poca importancia a las cuestiones semánticas, dando por sentado que el análisis completo de un sistema lingüístico podía llevarse a cabo sin mencionar el campo de la significación. Cuando examinamos el desarrollo de las teorías de Lévi-Strauss —desde Tristes trópicos hasta Mitológicas— tenemos la sensación de que esos aspectos son cada vez más evidentes. Hace diez años, Lévi-Strauss dijo que la función de las oposiciones estructurales, y no las oposiciones en sí mismas, es lo que debe comprender el antropólogo, no el lingüista. En Mitológicas se habla muy poco de las funciones, pues toda la atención se centra en las estructuras y sus transformaciones. El autor evita sin disimulo esta pregunta: si la estructura del mito tiene significado, ¿qué significa en realidad? Da una respuesta superficial a esa pregunta: las estructuras se atribuyen significado entre sí; Lévi-Strauss no da demasiada importancia a esa cuestión. Desde su punto de vista, por tanto, llegamos, en el caso de la construcción estructural de la cultura humana, a uno de esos «hechos elementales» sobre los que podemos preguntar «cómo» pero no «por qué». Así es, sencillamente, la estructura del pensamiento humano, que quizá está basada en la estructura del cerebro, pero eso ya no es asunto de los antropólogos. No hay por qué seguir indagando en ella. Entonces, ¿qué fue de la función de las operaciones de estructuración que el antropólogo estaba identificando?

Y LUEGO, ¿QUÉ?

Cada vez es más difícil responder a la pregunta que plantea Lévi-Strauss en sus obras posteriores. Con respecto a los hechos elementales, es imposible investigar sus funciones. Aún es más: es imposible preguntar acerca de su justificación en relación con cualesquiera otros hechos: su razón de ser es el hecho mismo de su existencia. Así pues, no es posible hacer preguntas acerca de su función o de su significado.

Si la vieja controversia sobre la interpretación materialista o idealista de lo humano sigue teniendo sentido en las humanidades contemporáneas, aquí es donde podemos encontrarlo. No hay motivos para acusar a Lévi-Strauss de idealismo epistemológico. Basta con echar un vistazo y comprobar con cuánto cuidado analiza las abejas sudafricanas, del género Melipona, y su extraña miel, producida a partir de cualquier cosa que no sea el néctar de las flores, para comprender la posición que ocupa su miel en la estructura del pensamiento y las categorías que representa en esa estructura; o la diligencia con la que estudia —a fin de comprender su papel simbólico— los rasgos característicos de las especies animales que se utilizan en los sistemas totémicos; o las acusaciones de falta de principios dirigidas a los expertos en literatura (en una en-trevista concedida a Les Lettres Françaises) que pretenden utilizar un método estructural «puro» para analizar textos literarios: a fin de comprender el análisis estructural del mito, hay que tener considerables conocimientos de etnografía, biología, botánica, etcétera, mas para analizar una obra literaria creada por una sociedad de una naturaleza completamente distinta hay que conocer la historia, los hechos económicos y muchas más cosas «tradicionales»: las esperanzas que los especialistas en literatura pusieron en que el estructuralismo los liberaría de las exigencias de la erudición tradicional fueron vanas. Basta con leer algunas de sus afirmaciones sobre su pensamiento teórico para comprender la materialidad de su epistemología en el sentido más moderno del término. El problema parece otro cuando se considera desde la perspectiva de la ontología sociológica: ¿qué es un hecho elemental en el mundo de los asuntos humanos?

Para Lévi-Strauss es la construcción del pensamiento humano, la forma de establecer estructuras intelectuales, recreando o proyectando modos alternativos de existencia humana. Para Marx, ese hecho elemental es el auténtico ser humano: un ser activo y eficiente, que produce y consume bienes, y organiza activamente su mundo humano. Cuando tomamos ese tipo de decisiones filosóficas, las preguntas relativas a la función de las estructuras vuelven a cobrar sentido. No podemos hacer esas preguntas partiendo de la filosofía de Lévi-Strauss. Para la filosofía marxista, se trata de una pregunta básica subyacente.

¿Cómo puede la obra de Lévi-Strauss proporcionar una respuesta más valiosa a esta pregunta? Sobre todo por medio del método estructural consistente en dar sentido a los fenómenos culturales, tomados de la lingüística estructural y desarrollados para su uso en trabajos antropológicos como si se tratara de un proceso de división de los fenómenos culturales en oposiciones, el cual revela, en su interior, una estructura isomorfa. Solo hay que desentrañar la estructura, y tomar una decisión respecto al plano de la existencia humana en que debemos ubicarla. Dicho de otro modo, a fin de evitar que el investigador entre en el callejón sin salida al que lo conduce la filosofía de Lévi-Strauss, aunque sin perder ninguno de sus descubrimientos metodológicos, hay que determinar qué realidad, en relación con esa cultura —ese aspecto específicamente humano de la vida activa—, desempeña la función de signo.

Desde la perspectiva de una filosofía marxista que es también activista y materialista, la función de la cultura consiste en reducir las incertidumbres del mundo. La cultura (según Pierre Boulez, al igual que toda la creación) se basa en la transformación de lo imprevisible en necesario. Las opciones culturales hacen realidad una posibilidad improbable, pues, junto con el arte, registran una opción: consiguen que esa posibilidad, en el momento en que se elige, resulte probable. La cultura es, por tanto, la creación de información, un proceso consistente en extraer información del entorno interior y exterior de una persona. Por un lado, se expresa mediante la eliminación activa de la posibilidad de ciertos sucesos, y por tanto mediante el aumento de la previsibilidad de un entorno; por otro, depende de la señalización de la estructura de dicho entorno, permitiendo, por tanto, la elección de conductas adecuadas para esa estructura, haciendo así posible el desentrañamiento de la información que contiene ese entorno (convirtiendo sus signos en un código reconocible). Así pues, la cultura desempeña funciones tanto de información como de control. La diferenciación de una dimensión mental de las ideas, al mediar en la relación entre un organismo y su entorno, crea la posibilidad de una separación y, por tanto, de una disociación recíproca entre esos aspectos. Posiblemente, una parte considerable de la información contenida en la estructura ambiental no ha sido señalizada ni extraída, mientras que, por otra parte, dentro de cada sistema de signos es posible encontrar muchas oposiciones que van «más allá de lo necesario»: signos que aún no saben qué función desempeñan. Pero aquella cultura que ejemplifica el «buen funcionamiento» es una sistematización en la que la disociación no se produce.

Las afirmaciones sobre la funcionalidad de un fenómeno determinado son elípticas, hasta que añadimos a qué ordenación hace referencia. Podemos examinar funciones de la cultura en relación con colectividades (sociedades) enteras que definieron los límites de la indeterminación de su mundo de esa manera concreta en lugar de otra. Nos ocuparemos en líneas generales de las herramientas sociales utilizadas en los procesos de adaptación-asimilación: la correlación entre la estructura de la sociedad y la estructura de las posibilidades contenidas en el entorno «natural», los recursos de la tecnología socialmente accesible (o los diversos tipos de comportamiento con respecto a la naturaleza) y también los recursos sociales del conocimiento (o las oposiciones significativas que son distinguibles) sobre el mundo real y sobre un mundo posible (este tipo de perspectiva abarca también, junto a otras disciplinas, el arte y la ideología). Nos ocuparemos asimismo de los modos de organización, de la asimilación de esa parte del mundo natural que esta civilización ha elegido como entorno (transformando el paisaje, haciendo que nuestro mundo sea termostático al conseguir que las condiciones climáticas interiores sean independientes de las fluctuaciones aleatorias del tiempo, etcétera). Cuando preguntamos por el funcionamiento de la cultura con relación al individuo, en seguida nos responden que, desde una perspectiva social, lo que era un acomodaticio aspecto «interno» de la cultura se convierte, desde la perspectiva del individuo, en el objeto de los procesos de asimilación y, por tanto, en una cosa externa. El entorno del individuo está compuesto, ante todo, por otras personas: esas otras personas se interponen entre el individuo y los bienes necesarios para satisfacer sus necesidades, desempeñando la función de obstáculos, o de transmisores que dan acceso a esos bienes. El problema de la adaptación del individuo consiste ante todo en alcanzar un isomorfismo entre la estructura de los comportamientos individuales y la estructura de la colectividad humana que constituye el entorno de ese individuo. El mecanismo que sirve para resolver ese problema es el proceso de familiarización con la cultura (en el marco de la transmisión y la educación) y su interiorización.

Si ahora combinamos esas dos perspectivas —la individual y la social—, resulta que esa cultura es al mismo tiempo un proceso de organización y estructuración del entorno del individuo y una manera de correlacionar y ordenar el comportamiento de este con el modelo del medio circundante. En relación con el individuo, la cultura es una extensión o un desarrollo de la capacidad de adaptación común a todos los organismos vivos: la asociación de conductas específicas con estímulos determinados. La cualidad más importante de este mecanismo específico de los seres humanos es que, en su caso, esos estímulos (señales) están casi siempre determinados por la acción humana, siendo en sí mismos fruto de la cultura. En el caso del individuo, la «estructura» del entorno y la «estructura» del comportamiento individual no son sistemas autónomos con determinantes independientes, y en cualquier caso no tienen por qué serlo, y en el peor de los casos solo lo son en parte; podrían hacerse realidad, que es lo habitual, con ayuda de los mismos grupos de mecanismos. La estructura simbólica del sistema cultural es en cierto sentido una proyección (aunque siempre incompleta e inexacta) tanto de la estructura de la personalidad como de la estructura social.

Siempre y cuando, en el caso del entorno natural, el objetivo principal sea el «descubrimiento de signos como tales», los elementos del entorno que hayan sido creados por la actividad humana, los cuales son predominantes en la estructura general del entorno, solo pueden existir si «marcan» la realidad. La distinciones esenciales con relación al acceso a los bienes son mucho más abundantes en la sociedad humana, y —lo que es más importante— no están correlacionadas con las diferencias inherentes al ser humano. Para que su función directiva sea eficaz hay que introducir, en la realidad social, una gran cantidad de artificiales oposiciones de signos. Del mismo modo que una lanza alarga el corto brazo del hombre, así también la diversidad en cuanto a la vestimenta y los accesorios, la manera de moverse, los modales, la vivienda y la forma de comer complementa la natural pobreza semiótica del cuerpo humano. En el caso de algunas de estas oposiciones, la función semiótico-directiva es la única razón válida para su existencia. Según otros, la satisfacción de las necesidades (individuales o colectivas) interfiere en la función semiótica, dificultando el análisis inequívoco, como sucede con las funciones duales que desempeñan el alimento, la ropa y la vivienda. La tarea del antropólogo consiste en hacer un inventario de esas múltiples funciones, en descubrir los mecanismos (psicológicos, económicos, sociales) que dificultan el logro de la correlación plena.

He expuesto —de manera muy sucinta— las premisas básicas de una concepción semiótica de la cultura y de sus funciones sociales. A mi entender, esas mismas premisas delimitan las categorías que deberían utilizarse para superar las dificultades que entraña la «crisis de la antropología cultural». El desarrollo de esas premisas es el objeto de los otros esbozos incluidos en este volumen.