—¿Cómo vamos a jugarnos algo así en un partido de fútbol infantil? —saltó Rata—. Además, ¿qué tiene eso que ver con un parque natural?
—Pues lo llamamos Torneo del Parque Natural y que… que… —dijo Belmonte—. Que cada equipo traiga una mascota, para que se vea que apoyamos a los animales.
La mediadora de la Junta levantó la mirada de la libreta con interés.
—¡Pero los animales del parque están en libertad, Federico, y las mascotas viven en cautiverio! —replicó Ismael Rata.
—¡No digas burradas, los perros y los gatos no están cautivos! —exclamó Federico Belmonte—. ¡Y deja ya de ponerle pegas a todo, hombre! ¿Aceptas el desafío o no?
La discusión entre los vecinos de los tres pueblos también había subido de nivel en el campo de fútbol.
—Bueno, a ver… —titubeó Rata—. No sé.
—¿Que no lo sabes, Ismael? —intervino mi madre—. Será broma, ¿no? El destino de ese terreno es una decisión importantísima para los tres pueblos. ¿De verdad vais a tomarla así?, ¿usando a los niños?
—Los niños son lo más importante —replicó Belmonte—. Son el futuro de nuestros pueblos…, de Cuenca y del mundo entero. Vuestros propios hijos juegan en el Estrella Polar, ¿no? Les encantará el fútbol, ¡a ellos y a todos!
Ismael Rata, sofocado, se aflojó el nudo de la corbata.
—No tienes nada que perder, Ismael —insistió Belmonte, alzando una ceja—. El Estrella Polar y Los Hurones son los mejores equipos de toda la Sierra, ¿no? ¿O es que tienes miedo de Raimunda?
Los Hurones es el equipo del Colegio Versalles de París.
Nuestros eternos rivales.
Ismael Rata miró al público.
Los ciudadanos se habían callado y tenían los ojos clavados en él.
—¿Miedo yo? —dijo Ismael Rata, forzando una sonrisa.
Miró a mi madre, que tenía los brazos en jarras.
—No tengo ningún miedo —dijo por fin el alcalde Rata—. Es que me da un poco de pena y todo. Pero acepto tu propuesta, Federico. ¡Mis equipos son invencibles, te lo advierto!
—Yo te advierto que en Uña el equipo está muy fuerte. Los Mapaches han fichado a un portero nuevo que no veas, je, je, je —replicó Belmonte.
Los dos alcaldes se estrecharon las manos.
Algunos vecinos aplaudieron.
Otros negaron con la cabeza, sin dar crédito.
Ximena y yo nos miramos y sonreímos.
No era la mejor idea del mundo.
Hasta parecía un poco irresponsable.
¡Pero íbamos a jugar un torneo superguay!
Pello se llevó una mano a la cara. ¡PLAS!
—Sabía que esto no iba a acabar bien —suspiró.
—Qué bien ha sonado eso, Pello —le dijo Jiménez admirado—. Menudo facepalm.
—Como eres de goma… —dijo Berta divertida—. ¡Venga, anímate!
Berta y Milton se abrazaron a Pello y empezaron a dar saltitos.

—¡Hum! —exclamó Jon con alegría.
Ruth era la única que seguía quieta, mirando muy seria a Federico Belmonte.
—Tenemos que ganar como sea a ese cazador —dijo Ruth.
—¡Un momento! —intervino Ali, la mediadora, revisando su libreta—. Hablo en nombre de la Junta y, para validar un torneo así, os diría que falta algo. Naturaleza, fauna…, algo que lo vincule al espíritu del parque natural.
—Podemos usar autobuses eléctricos para el transporte, sostenibles —sugirió Ismael Rata—. En la central estamos trabajando con una flota buenísima.
—Y el asunto de las mascotas —añadió Belmonte—. Cada equipo llevará al partido una mascota.
—Espera, espera… —dijo Rata—. ¡La mascota participará en el partido!
—Solo un minuto, para que no se estrese el pobre bicho —añadió Belmonte.
—El último minuto —convino el alcalde Rata.
—¡Eso es! —exclamó Ali Bañares—. Se llamará… ¡EL TORNEO DE LAS MASCOTAS!
—¿¿¿El Torneo de las Mascotas??? —preguntó mi madre.
Los miró a los tres alternativamente.
Primero a Ismael Rata, luego a Belmonte y por último a Ali Bañares.
Y vuelta a empezar.
No daba crédito.

Ismael Rata y Federico Belmonte intercambiaron una mirada de incomprensión.
—Cada equipo deberá llevar consigo a los partidos una mascota, la mascota del equipo —explicó Ali, ajustándose las gafas—. Deberá cuidarla y mimarla durante todo el encuentro, demostrando responsabilidad y amor por la naturaleza y los animalitos. Y, además, eso, ¡las mascotas jugarán el último minuto de partido con su equipo!
En casa no tenemos ningún animal.
Mi padre es alérgico al pelo de un montón de mascotas.
Gatos, perros, ratones y hámsteres, ardillas, conejos…
Y mi madre pasa mucho tiempo trabajando.
—¿Alguno tiene mascota? —pregunté a mis amigos.
—Nosotros tenemos una gata —dijo Nando—, pero no la podemos sacar de casa. Michibel es muy sensible, enseguida se agobia y pierde todo el pelo.
—Yo tengo un pez, no sé si valdrá —dijo Huang.
—Mi hámster, Pipa, puede servir —propuso Milton—. La llevamos en su bola y listo.
—Yo… tengo un perro —dijo Ruth.
—¡Nunca lo hemos visto! —dijo Jalila—. Me encantan los perros.
—Es que es un perro un poco raro —replicó Ruth—. Es un perro de agua, o sea, un…
—Sin duda, un perro sería lo mejor —intervino Berta.
—Pipa es una máquina, ¿eh? —aseguró Milton.
—A ver, todos los animales tienen sus pros y sus contras —musitó Jiménez, que odiaba tener que tomar decisiones.
—Un perro es más grande y autónomo —dijo Ximena—. ¿Cómo se llama, Ruth?
—Se llama Rory, pero…
—¿Obedece? —preguntó Pello.
—Regulín regulán —respondió Ruth—. Es que no es…
—¿Habéis pensado ya en una mascota? —intervino Febbe Talina.
—¿El perro de Ruth? —preguntó Berta, alzando la mano.
—El perro de Ruth —convino Huang, levantando la mano.
—Rory —dijo Ximena.
—Hum —se sumó Jon.
—Vale, vale —dijo Milton, alzando la mano.
Yo también la alcé.
—Decidido —anunció Berta—. Nuestra mascota será Rory.
—Vale, pero… —vaciló Ruth—. Ya os digo que es un poco raro, o sea, la especie se llama así, perro de agua, pero es una…
—Va a ser la mascota más guay —la interrumpió Huang—. ¡Seguro!
Febbe sonrió, satisfecha.
—¡Qué rapidez todo! —dijo Febbe—. Parece que el primer partido será mañana temprano. Empezamos nosotros contra Los Hurones. Los Hurones contra Los Mapaches el sábado por la tarde. Y el domingo Los Mapaches contra nosotros.
—Menudo lío de animales entre Los Mapaches, Los Hurones y las mascotas… —dijo Jiménez.
—Bah, a mí me da igual, vamos a barrerlos a los dos —dijo Nando.

—No hay que subestimar nunca al rival —dijo Febbe—. Los Mapaches son rápidos y feroces. Además, es cierto lo que ha dicho Federico Belmonte: tienen un portero nuevo. No le han metido ni un gol en todo el año.
—¿QUÉ? —dijo Ruth.
—¿Ni uno? —preguntó Pello—. ¿Ni de despiste?
—Ni de despiste ni nada —aseguró Febbe.
—Eso es imposible —dijo Jalila.
Mi padre apareció entre la gente.
Se acercó a nosotros.
Llevaba en brazos a Rober, mi hermano pequeño.
Un terremoto de cinco años.

Tengo dos hermanos: Rober y Rosalía.
Rosalía es la mayor, tiene quince años y quiere ser cantante profesional.
Se convirtió en una especie de estrella local después de ganar un concurso en stream.
Mi padre es diseñador gráfico y se llama Ramón, como yo.
En mi familia, todos los nombres empiezan por R.
Es una tradición o algo así.
—¡TITO! —gritó Rober al verme—. ¡TITOOOO!
—Uy, ay —dijo mi padre.
Rober se escapó de sus brazos y saltó sobre mí.
—¡Tito, ya tenéis mascota! —exclamó mi hermano entusiasmado—. ¡Tú! ¡RANA!
Nando soltó una carcajada.
—Rober tiene razón, no habíamos pensado eso —se burló Nando.
Rober me llama Tito casi desde siempre.
—¡O el Orejas! —gritó mi hermano—. ¡Rana y el Orejas!
El Orejas es Pello, que tiene las orejas un poco de soplillo.
Es el jugador favorito de mi hermano.
—¡Oye! —se quejó Pello entre risas.
Berta le dio un codazo flojito a Nando para que dejara de reírse.
—¡EL OREJAS, TITO! —insistió Rober, colorado de tanto gritar, dando botes.
—¡Vale, vale, Rober! —dije.
Todos nos reímos.
Si hace solo un año me hubieran dicho que iba a tener unos amigos así, no lo habría creído.
Estaba acostumbrado a cambiar de colegio cada poco tiempo.
Por el trabajo de mi madre.
Nunca había tenido amigos de verdad.
A los que Rober les hiciera gracia.
Enseguida, llegaron también mi madre y Rosalía.
—¿Qué tal, chicos? —dijo mi madre—. Perdonadnos por haber montado todo esto aquí. Ismael se ha empeñado…

—No pasa nada, dicen que no entrenar trae suerte —respondió Jiménez.
—¿Quién dice eso? —preguntó Febbe entre risas.
—¡EL OREJAS! —chilló Rober.
—¡No es verdad! —Pello no podía dejar de reírse.
—Estás pesadísimo, enano —le dijo Rosalía a Rober, quitándomelo de encima.
—Vamos a irnos ya a casa —dijo mi padre—. ¿Vienes, Ramón?
—Pues… —Miré a mis amigos.
—Si el Tito no va a casa, yo tampoco —sentenció Rober.
—Voy, voy —dije.
—Nosotros también nos vamos ya —dijo Ximena.
—Sí, se hace tarde, je, je —afirmó Huang.
—Mejor estar en casa a una hora decente —dijo Jalila muy seria.
Febbe levantó una ceja.
—Qué ganas tenéis todos de iros a casa, ¿no? —dijo.
Era verdad que todos teníamos ganas de ir a casa.
¿Por qué?
Pues porque esa noche iba a pasar algo muy importante.
Íbamos a salir por primera vez a patrullar Nakatomi.
Habíamos tomado una decisión muy importante.
Teníamos superpoderes.
Queríamos usarlos para hacer el bien.
Como superhéroes de verdad.
Más o menos.
«Por algo se empieza», como había dicho Ximena.
Llevábamos muchos días planeándolo.
La primera vez, lo habíamos cancelado porque Jiménez no se decidía entre escaparse de casa por la ventana o por la puerta.
La segunda vez, Milton se había quedado dormido.
La tercera, Rober me había pillado.
Me había obligado a quedarme con él en su cama hasta que se quedara dormido.
Cosa que no había pasado.
Esa ocasión iba a ser la definitiva.
Habíamos quedado a las doce de la noche en la Charca de la Muerte.
Debíamos ir con nuestros antifaces azules.
De día, jugar al fútbol.
De noche, ayudar a nuestros vecinos.
O, al menos, ese era nuestro plan.
¡El plan de Los Once!
