La Escuela Militar

¿A qué edad ingresó a la Escuela Militar?

Yo llegué a cuarto de humanidades con catorce años recién cumplidos.

O sea, usted postuló siendo todavía un niño que iniciaba su etapa juvenil.

En realidad, era un niño que ni siquiera había empezado a vivir la etapa juvenil.

¿Y qué lo llevó a la Escuela Militar? Usted, no obstante ser hijo de un militar, llevaba una vida, por así decir, “normal”, muy parecida a la de cualquier otro niño de su edad. Además, era un muy buen alumno en su colegio y participaba en sus actividades sociales. En realidad, aparte del hecho de que su padre fuera un militar, nada parecía orientarlo en esa dirección.

Siendo bien franco, no tengo una respuesta concreta. Lo decidí a los trece años, y digo decidí, porque nadie en mi entorno estuvo de acuerdo, y mi papá menos que nadie. Era un militar convencido y que mandaba nada menos que el Regimiento Buin. Tampoco mi mamá, quien no se conformaba con la posibilidad de que el “niño” de la casa se pudiera ir. Mis hermanas, que presumían ser más despiertas que yo –y que lo eran–, no me veían futuro ni posibilidades. A mi colegio se le iba uno de sus mejores alumnos. Polola no tenía, y amigas, pocas, así que no había quien se hiciera ilusiones con un futuro cadete o pensara que esa decisión le agregaba algo a mis atributos. Creo que mi abuela materna –que tenía mucha influencia en mí– fue la más apoyadora de esta idea, porque su sangre inglesa y su respeto por la Royal Navy la llevó a opinar que la marina era mejor destino y más glamoroso.

Y a pesar de toda esa marea en contra y de no tener claro por qué, se obstinó en entrar a la Escuela.

Sé que algo obstinado soy y también a esa fecha lo era. Pero lo cierto es que había algo más allá de “salirme con la mía”. Algo que entonces quizás no veía con claridad, pero que sin duda estaba ahí. Sentía que a mi cómoda vida le faltaba algo de emoción. Tenía una profunda voluntad de servir inculcada por mi colegio y por mi mamá; en mi casa era feliz, pero en el ambiente de tres hermanas echaba de menos contrapartes más acordes a mis juegos; como que el cuerpo me pedía crecer más solo, más independiente, más expuesto. Además, estaba el Regimiento Buin: las visitas que le hice a mi papá a campaña y al cuartel eran motivadoras de lugares desconocidos, con aventuras que la imaginación unía a los libros que leía. Adicionalmente, mi papá se encargó de llevarme a lugares en que el Buin apoyaba a comunidades; quizás creyó que eso me desmotivaría, pero, por el contrario, eso me motivó. Vi una manifestación concreta, fuera de mi familia y de mi colegio, del servicio a los demás. Lo vi reflejado en esos jóvenes soldados que lo hacían con una entrega para mí muy definida y desafiante, mucho más concreta que el asistencialismo sin contenido.

También, debo reconocerlo, estaba la imagen de mi padre. Ahora me doy cuenta de que influyó y mucho, aunque en ese tiempo no me diera cuenta. Siempre lo vi realizado, contento, trabajador incansable en lo suyo, entusiasta con su mando y su gente, valorado por sus jefes y receptor de muchos honores y distinciones. Estudioso en París y de una vida emocionante en Coyhaique, donde se perdía por semanas en reconocimientos de tierras desconocidas a caballo con su poncho.

Es decir, la vida militar me atraía y aunque mi definición no era asumirla y seguirla, sí me llamaba probarla, porque contenía emociones que calzaban con mi necesidad de crecer y tal vez encontrame conmigo mismo.

¿Su papá finalmente lo ayudó a entrar?

Su único aporte fue llevarme en su auto a la puerta de la Escuela Militar. Me dejó ahí después de decirme: “Para que usted retire su prospecto y haga sus cosas solito”. Me perdí en las oficinas de un edificio a medio construir. Estaba en eso y un militar se encontró conmigo. Me preguntó quién era y qué quería, y cuando supo mi nombre lo asoció a mi padre. Me contó entonces en un tono bien sarcástico pero cariñoso, que mi padre había sido teniente en un regimiento que había mandado su propio padre cuando él era niño. Ese, que fue mi primer interlocutor, fue el capitán Humberto Gordon Rubio, según supe después. En ese momento yo seguía siendo muy bajo de estatura y había dejado de ser flaco para convertirme más bien en un gordito algo fofo, como aquellos niños que todavía “no dan el estirón”. Por ello, al conocer mi intención –que no iba más allá de retirar el prospecto–, no pudo dejar de decirme que me encontraba chico, débil y que la milicia exigía más de lo que a simple vista yo podía “aguantar”. En todo caso, fue gentil y me mostró la oficina de los prospectos. Al leerlos, mi desilusión fue mayor, ya que no cumplía casi ningún requisito, salvo los estudios: no tenía la estatura, los mínimos rendimientos en los deportes, ni nadaba lo que se exigía. Y en materia de salud yo tenía un secreto: era daltónico, lo que me descalificaba.

Ante ese panorama, callado y “solito”, como me dijo mi papá, llené los papeles, multipliqué mis idas al Estadio Español con mi hermana Paz para mejorar la natación, me comí los libros de ejercicios de matemáticas (mi ramo más débil), reforcé mis pocas condiciones físicas con algo de resultado y cerré mis oídos a razones que pudieran alterar una decisión que, la verdad, no tenía fundamentos.

Pero al final le fue bien…

Sí, a los catorce años di mis exámenes y salí bien. Algo me ayudó el médico, que me dijo que era amigo de un tío doctor; me preguntó por qué quería ser militar y parece que llegó a la conclusión de que tenía vocación, porque omitió mi daltonismo.

Confieso que no lo hice para ser oficial. Entonces creía que mi vocación era ser médico. Pertenecía al círculo científico de mi colegio, donde operábamos arañas y otras especies. Sin embargo, al poco tiempo no tuve dudas y la vida militar me atrajo. Aunque no fue fácil estar ahí. El cuerpo lo tuve adolorido por meses y más de una lágrima se me cayó de dolor y rabia. El fusil me sobraba y pesaba, los retos y lo que percibía como injusticias o abusos de autoridad me rebelaban.

Pero me resultaba estimulante, por ejemplo, que, siendo uno de los cadetes más chicos (creo que uno de los tres más chicos de toda la Escuela Militar), mi teniente instructor, Hernán Úbeda, me cargara con explosivos, detonadores, tiraflictores y estopines para construir con la sección pasarelas, puentes y otros ingenios. Ese oficial tuvo confianza en mí cuando yo no tenía mucha confianza ni en mi físico ni en mis capacidades; con él comencé a sentir que ya era algo más que un muy buen estudiante. Con esas misiones adquirí seguridad, destreza y responsabilidad, y de allí al entusiasmo hubo un paso para definir mi futuro. Ya al término de lo que hoy es la Educación Media, en ese entonces el sexto año de humanides, sentía el respeto que la población le tiene al Ejército. En la última fila de la Escuela Militar que cruzaba la calle Ejército después de la Parada Militar, sentía emoción al ver tanta gente de todos los sectores vitoreándonos, tocándonos, gritando “¡Viva el Ejército, vivan los cadetes!”. Era un cariño que me estremecía e intuí que ese privilegio no lo daba ninguna otra carrera o profesión y que eso era por algo.

¿Cómo le fue en la Escuela?

Como era estudioso, rápidamente me saqué los primeros puestos y a los tres o cuatro meses estaba a veces de comandante de curso, que era como el jefe del curso, sin ninguna formación para asumir esa tarea.

¿Cómo lo elegían?

Era por lugar. Uno asumía algo así como el mando del curso y en mi curso todos eran más viejos que yo y además había seis o siete repitentes, que se las sabían todas. Así que fue bien conflictivo mi primer mando. Pero seguí siendo buen alumno, hasta egresar de la Escuela Militar con el primer puesto.

¿Y la Escuela Militar era como un colegio?

Era un internado y bien riguroso, solo salíamos a mediodía del sábado para recogernos antes de medianoche del domingo. Pero como éramos niños de humanidades en eso era bien parecido a colegio. A los profesores les teníamos sobrenombres, les gastábamos bromas haciendo desaparecer sus sombreros. El año 1962 fue el mundial de fútbol y la selección alemana se alojó y concentró en la Escuela, donde realizaban partidos con nuestros oficiales y profesores; ahí estábamos nosotros compartiendo y alentando a nuestro equipo. Los mayores abusaban harto de nosotros los menores, nos hacían bromas pesadas, como mandarnos a medir con palos de fósforos largos pasillos… en fin, era una vida bien propia de la edad, pero en el marco de un régimen estricto, de adultos. Claro que había algunos más avezados. La Escuela no tenía ni siquiera reja y la circundaban potreros, además aún estaba en etapa de construcción. Los subterráneos eran el paraíso de los fumadores, quienes tenían allí verdaderas guaridas; algunos osados decían que incluso se escapaban por las áreas sin delimitar, lo que nunca me constó. Nos gustaba participar en el círculo de teatro y en el literario, o en el coro, ya que ahí venían niñas de colegios, lo que nos otorgaba algunas licencias para compartir y generar contactos para los fines de semana en que disfrutábamos de salida dominical.

Usted terminó las humanidades en la Escuela Militar y decidió seguir en ella, esto es, abrazar la carrera militar. Atrás quedaron las intenciones de ser médico o seguir una carrera universitaria. Sin duda fue una de las decisiones más importantes de su vida. ¿Por qué lo hizo?

Es verdad. Es muy diferente decidir ingresar como cadete a resolver abrazar una carrera militar de por vida. De hecho, el año 1962 ingresamos más de doscientos jóvenes y creo que no más de ochenta optamos por la vida militar.

En mi caso, el enamoramiento con la carrera fue gradual: un deseo impreciso se convirtió en una decisión madura, informada, objetiva y cotejada con otras opciones. Tan importante era la decisión que iba a tomar que mi padre me exigió dar el bachillerato, que no era requisito en esa fecha, y postular a la universidad, antes de tomar la decisión definitiva de seguir en la Escuela.

¿Por qué cree que le puso esa condición?

Para que libre y soberanamente eligiera. Yo ya había cambiado de opinión respecto de la Medicina y había decidido entrar a Derecho si es que no era militar. Una vez que aprobé el bachillerato con un puntaje suficiente para entrar a la universidad, mi padre, que entonces era ya el director de la Escuela Militar, me dijo: “Ahora lo autorizo a que usted elija la carrera militar”. Y me dio un último consejo: que no creyera que todo iba a ser como lo veía yo entonces, tan fácil. Me pregunté por mucho tiempo por qué me puso tantos problemas. Llegué a la conclusión de que cuando los hijos hacen lo mismo que uno, se los quiere proteger de una vida que seguramente ha sido dura. Él quería hacerme ver que no todo había sido lo que yo veía entonces: un papá teniente coronel o, más aún, director de la Escuela Militar.

Pero volvamos al punto. Usted me estaba explicando por qué se decidió por la carrera militar…

Además de mis primeros meses de cadete, a los que ya me he referido, influyeron otros factores en el afianzamiento de mi vocación. Como desde el principio fui un buen alumno, me fueron dando mando y ahí, creo, radicó una razón importante de mi vocación: la experiencia de mandar, de ejercer liderazgo, de alcanzar objetivos siendo cabeza de un grupo que se orienta a cumplir una misión.

Conocí, a los pocos meses de estar en la Escuela, esa sensación de asumir responsabilidades, de hacerme respetar no por la fuerza –seguía siendo chico y débil–, sino por una capacidad que había que desarrollar, por aptitudes que había que adquirir, como, por ejemplo, lograr adhesión en aras del cumplimiento de una misión. Fui jefe de mi curso, me gané las estrellas de brigadier y, como tal, era el comandante de treinta alumnos de cursos inferiores; fui subalférez mayor, el alumno que responde por toda su promoción, y alférez mayor, el alumno más antiguo de toda la Escuela Militar, o sea el que supuestamente tiene el mando de todos sus compañeros y puede ordenar, en lo que compete, a todos los alumnos de la Escuela.

El arte del mando, como dice un libro de André Gavet, está lleno de desafíos y el primero es asumirlo sin soberbia, sin voluntad de imponer, sin buscar protagonismo o beneficios para uno, sino que, por el contrario, estar al servicio de sus subordinados. Buscar dar ejemplo sin palabras, con actos, sabiendo también obedecer. Y no ser el primero en los beneficios, sino que en los deberes y responsabilidades, por ejemplo, el primero en levantarse a las 05:30 y el último en acostarse, cuando toda la compañía estuviera durmiendo.

El mando tiene una característica que siempre me sedujo y me desafió: quien lo recibe de un superior conoce la misión, es decir, el objetivo, también una orientación que no es otra cosa que una idea general de cómo hay que abordarla, un plazo para cumplir el objetivo y el detalle de los medios para hacerlo; de ahí para adelante toda es de quien manda. Se ejerce la creatividad para definir el cómo y se actúa para implementarlo hasta llegar a cumplir la misión. Y algo no menor: se responde por lo hecho y por lo no hecho, por los aciertos y por los errores. Un antiguo reglamento exige, hasta la fecha, algo así como: “Un comandante es el responsable por todo lo que hace o deja de hacer su unidad”. Décadas después, viví una de las pruebas máximas de mi vida tratando de ser fiel a ese precepto aprendido y grabado a fuego siendo niño en mis primeras responsabilidades de mando, a los catorce y quince años.

También, décadas después, viví y sufrí en carne propia el efecto devastador de las consecuencias de responder por aquello por lo que no respondieron superiores que eludieron sus responsabilidades o achacaron a sus subalternos actos de los cuales ellos eran responsables directos; a muchos camaradas ello les ha significado juicios y condenas por las cuales sus superiores deberían haber respondido.

Ahora bien, en esa dimensión el mando lleva a la obediencia y aquello, en esa época y hasta el año 2005, exigía lo que conceptualmente se conocía como la obediencia absoluta; eso es lo que nuestros reglamentos consignaban y eso es lo que se nos exigía y lo que debíamos exigir. El mando ordena y el subalterno obedece sin más, esa es la síntesis del vínculo que existía entre superior y subalterno.

La vida me enseñaría que era un concepto complejo, ya que cierra espacios para que los subalternos cuestionen órdenes impropias o simplemente aquellas que pueden contener misiones que posteriormente pueden ser achacables a quien está obligado a cumplir sin mayores antecedentes. De allí que, como comandante en jefe, en la propuesta de la promulgación de la Ordenanza General del Ejército que hice al ministro Ravinet y que aprobó el presidente Lagos a fines de 2005, incluimos el concepto de obediencia reflexiva, que permite al subalterno excusarse de cumplir una orden impropia. Creo que en la ponderación de las responsabilidades por delitos cometidos durante el gobierno militar, este tema de la obediencia en la que se nos instruía en esos años no ha sido considerado, causando graves efectos en personal subalterno. La destacada jurista Clara Szczaranski, expresidenta del Consejo de Defensa del Estado, en tiempos no tan lejanos, en 2010, fundamentó con mucha claridad y dio valor explicativo a lo que denominó obediencia forzada en temas propios del derecho penal en los casos relacionados con violación de los derechos humanos. Se trata de un concepto de carácter jurídico de mucho realismo y concordancia con la forma como se ejercía, en la época que estamos hablando, la obediencia, con la casi nula capacidad de eludir una orden por parte del subalterno.

Lógicamente, esas reflexiones del mando y la obediencia eran muy ajenas a las capacidades de discernir que yo tenía como alumno de la Escuela Militar y durante mis años como oficial subalterno. Sin embargo, siempre tuve claro que el mando era muy complejo por su directa relación con la obediencia que exigía, y que ello me obligaba a actuar con criterio y responsabilidad.

¿Pensaba entonces que podía llegar a ser general?

Mandar me atrajo, pero no estoy de acuerdo en que en la mochila de un cadete va el bastón de mando de un general. En mi caso nunca lo pensé, nunca lo soñé, nunca me motivó eso. Creo que la austeridad y la sobriedad de mi padre me forjaron en una escuela alejada de la ambición. El ejercicio del mando fue vital, ya que es la esencia de la vida de un oficial. Allí radicó parte importante de lo que quería hacer, de definir mi vocación, de sentir el llamado a caminar haciendo aquello que, sin duda, no dominaba ni tampoco tenía tan claro, pero que sabía era la esencia de lo que se exige a los oficiales de Ejército, cual es ejercer el mando. Y no es cualquier mando: es mandar soldados del Ejército, institución que tiene la exclusividad del uso legítimo de las armas para dar seguridad y defensa a Chile, por cierto, con las demás Fuerzas Armadas.

De modo que el mando fue su única motivación.

O sea mi motivación era en la perspectiva de lo que realmente significa el mando ajeno a ese concepto de imponerse, de estar por sobre el resto. Así entendido no fue lo único. Debo agregar que mis tres años previos, antes de decidir seguir la carrera militar, estuvieron marcados por una vida, diría, en términos actuales, entretenida, lo que incidió en mi motivación. Mis tenientes, en quinto año de humanidades, el teniente Eduardo Iturriaga, y después, por tres años, el teniente Hernán Velásquez, eran de los primeros comandos y uno de ellos paracaidista. Vivíamos en terreno, hacíamos campañas en varios lugares de Chile, marchábamos largas jornadas, de noche practicábamos emboscadas y ataques a posiciones defendidas por otros compañeros, disparábamos fusiles, cañones, tanques y ametralladoras, aprendíamos equitación con los tenientes Guillermo Garín y Richard Quass, transmitíamos por radio y manejábamos explosivos. Se complementaba ello con grandes profesores; la emoción iba acompañada de una teoría exigente, formativa y completa. En ética, el teniente coronel Pedro Ossandón y el profesor y futuro rector de una universidad, Jesús González, eran destacados y ejemplares maestros; en matemáticas, Carlos Mercado, un profesor exigente y ejemplo de docente entregado a su vocación; la estructura del Estado y la importancia de las instituciones las aprendí de Carlos Rubio, y el fundamento de la filosofía, su relación con la necesidad de los ejércitos con un profesor de apellido Fuentealba. Y, por cierto, que la historia general y militar formaba parte del bagaje cultural. En síntesis, no era pura emoción del terreno y sus desafíos: existía también un complemento rico en conocimientos y aplicado a la arquitectura del saber militar, para que nos sirviera en los grados de subteniente, teniente y en los primeros años de capitán.

¿Su papá influyó también?

Mi padre, director de la Escuela Militar en mis tres últimos años de alumno, fue un gran ejemplo. Despertábamos y nos dormíamos con él, que veía todo detalle. Exigente, disciplinado y con un ejercicio del liderazgo que lo trasuntaba en cada decisión, en cada conferencia, en cada momento. De lenguaje directo, intransable en los principios, transparente y controlando en forma y fondo cada parte del proceso, fue modelo de consecuencia y entrega a la profesión.

Ni en la más privada conversación entre padre e hijo, jamás me dio una pista de las metas de la carrera. La ambición y la lucha por los honores y los cargos eran ajenos a su forma de vida. Su consejo siempre fue este: “Lo que haga trate de hacerlo bien, entréguese por completo, luche por ser el mejor, cumpla con los códigos de honor”. Cuando vuelvo a leer la historia de los convulsos años en que él, como general, tuvo que actuar, puedo constatar que fue consecuente con ser un oficial digno y sacrificó todo para defender la institucionalidad y servir a Chile sin protagonismos.

En nuestra graduación del 1 de diciembre de 1966 –adelantada por la necesidad de oficiales en las unidades por problemas con Argentina– ante el presidente de la república, Eduardo Frei Montalva, mi padre expresó en su discurso algo así como que los hijos de esa generación serían los que encabezarían el Ejército al inicio del siglo XXI e hizo una síntesis de los cambios que vendrían y los desafíos que enfrentaríamos. Nunca se me pasó por la mente que uno de esos integrantes de la promoción, yo, que egresaba con la primera antigüedad, sería el comandante en jefe del Ejército recién iniciado el nuevo siglo.

¿Y ahora, qué diría de la Escuela Militar? Visto retrospectivamente, ¿le entregó todo lo que esperaba de ella?

Creo que sí. Me dio una muy buena formación científico-humanista. Me dio disciplina. Me forjó el temperamento y el carácter sin vulnerar ni alterar mi forma de ser. O sea, no me violentó ni me impuso un temperamento ni carácter, pero me los templó. Me enseñó responsabilidad. Me hizo conocer el Ejército con su misión y tareas, me dio las herramientas básicas para desempeñarme en los primeros grados de mi carrera. En la carrera militar ocurre lo mismo que dicen los doctores: “Aprendí cuando hice la primera operación solo”. Pero salí bien instruido para hacer lo que tenía que hacer. Para mandar una sección en Valdivia, no más que eso: en el Ejército la formación es gradual y progresiva, no se recibe todo al principio. O sea, nunca sentí que me faltaran condiciones de mando, saber cómo se hacía instrucción, cómo se enseñaba lo que los soldados tienen que hacer, cómo se lideraba a un grupo de hombres, cómo se les formaba en el amor a la patria y en las responsabilidades como ciudadanos.

También, y aunque parezca menos importante, la Escuela Militar desde niño me enseñó a hacer personalmente todo sin complejos ni elusión o traspaso de responsabilidades. Por ejemplo, a responder por mi ropa planchada y ordenada, con parches y botones pegados por mí si se caían; a responder por mi clóset, el orden de mis libros, el aseo de la cuadra que compartíamos, el baño que usábamos, los vidrios, el brillo de los pisos, por levantarse al alba, estudiar con método, cumplir las normas, superarse en lo físico pese al agotamiento, saber obedecer y renunciar al “yo” por un “nosotros”. En fin, me enseñó que quien manda es un servidor, no un hombre ausente, lejano, un autócrata que impone, sino aquel que convoca a un proyecto colectivo siendo la cabeza de un cuerpo, por pequeño que sea, y que ese cuerpo es un todo afiatado tras un objetivo que debe ser noble.