I
Nuestro concepto de reencarnación puede aclararse y ponerse más en armonía con el orden natural, si la consideramos como un principio universal y luego pasamos a observar el caso especial de la reencarnación del alma humana. Al estudiarla, este caso especial es generalmente arrancado de su sitio, su espacio natural, y se le considera, con gran detrimento suyo, como un fragmento desarticulado, pues toda la evolución consiste en una vida evolucionadora que pasa de una forma a otra a medida que se desenvuelve, almacenando en sí misma la experiencia adquirida en dichas formas.
La reencarnación del alma humana no es la introducción de un nuevo principio en la evolución, sino la adaptación del principio universal para adquirir las condiciones necesarias para la individualización de la vida que está en constante desenvolvimiento. Mr. Lafcadio Hearn ha presentado bien este punto, al considerar el alcance de la idea de la preexistencia en el pensamiento científico de Occidente.
Con la aceptación de la doctrina de la evolución, las ideas antiguas vinieron a tierra, y nuevas ideas surgieron en todas partes, reemplazando los antiguos dogmas; y ahora tenemos el espectáculo de un movimiento intelectual general en dirección paralela sorprendente con la filosofía oriental1.
La rapidez sin precedente, y lo multiforme del progreso científico durante los últimos años, no podían menos que provocar un aceleramiento intelectual, igualmente sin precedente, entre los no científicos. Que los organismos más elevados y complejos se han desenvuelto de los ínfimos y sencillos; que una sola base física de vida es la sustancia de todo el mundo viviente; que no puede trazarse ninguna línea de separación entre el animal y el vegetal; que la diferencia entre la vida y la no vida es solo una diferencia de grado y no de especie; que la materia no es menos incomprensible que la mente, al paso de que ambas son solo manifestaciones de la misma realidad desconocida, todas estas cuestiones se han convertido ahora en vulgaridades de la nueva filosofía.
Después de que por primera vez fue reconocida la evolución física hasta por la teología, era fácil predecir que el reconocimiento de la evolución psíquica no podía retardarse indefinidamente, pues la barrera erigida por los antiguos dogmas que impedía a los hombres mirar atrás había sido destruida. Ahora, para el estudiante de la psicología científica, la idea de la preexistencia pasa del reino de la teoría al de los hechos, probando la explicación budista del misterio universal de un modo tan plausible como cualquier otro.
Nadie, sino los pensadores ligeros, dijo el difunto profesor Thomas Henry Huxley, la rechazará como absurdo inherente. Al igual que la misma doctrina de la evolución, la de la transmigración tiene sus raíces en el mundo de la realidad y puede aspirar al argumento que la analogía es capaz de proporcionar (Evolution and Ethics, p. 61, edición de 1894)2. Consideremos la mónada de forma atma-buddhi. En esta forma, vida espirada del logos, yacen ocultos todos los poderes Divinos, pero, como es sabido, están latentes, no manifiestos y funcionando. Tienen que ser despertados gradualmente por choques extraños, pues en la misma naturaleza de la vida está el vibrar en contestación a las vibraciones que la tocan. Como en la mónada existen todas las posibilidades de vibración, toda vibración que obre en ella despertará el poder vibratorio correspondiente, y, de este modo, una tras otra, pasarán del estado latente al activo todas las fuerzas3.
En esto consiste el secreto de la evolución; el medio actúa en la formación de la criatura viva, y téngase presente que todas las cosas viven, y, al ser transmitida esta acción a la vida por medio de la forma envolvente, la mónada que está dentro de ella despierta vibraciones que responden y pasan al exterior, es decir, van de la mónada a la forma, poniendo a su vez en vibración sus partículas y volviéndolas a coordinar en una forma correspondiente o adaptada al choque inicial. Esto es la acción y la reacción entre el medio y el organismo, que han sido reconocidas por todos los biólogos y que algunos consideran que dan una explicación suficiente de la evolución.
La observación paciente y cuidadosa de esta acción y reacción no da, sin embargo, explicación alguna de por qué el organismo responde así al estímulo; y es necesario que la antigua sabiduría venga a descubrir el secreto de la evolución, señalando al yo en el corazón de todas las formas, como la fuente principal y oculta de todos los movimientos de la naturaleza.
Una vez comprendida la idea fundamental de una vida que encierra la posibilidad de contestar a todas las vibraciones que lleguen a ella del universo externo, cuyas respuestas son gradualmente despertadas por la acción de fuerzas externas, la segunda idea fundamental en la que hay que adentrarse es la de la continuidad de la vida y de las formas. Las formas transmiten sus particularidades a otras formas que proceden de ellas, las cuales son parte de su propia sustancia, que se ha separado para llevar una existencia independiente. Por división, por brotes, por lanzamiento de gérmenes, por el desarrollo del fruto dentro de la matriz, se conserva una continuidad física, derivándose cada nueva forma de una precedente y reproduciendo sus características. La ciencia agrupa estos hechos bajo el nombre de ley de la herencia, y sus observaciones sobre la transmisión de la forma son dignas de atención e iluminan el modo de obrar de la naturaleza en el mundo fenomenal. Pero debe tenerse presente que esto solo se aplica a la construcción del cuerpo físico, en el cual entran los materiales provistos por los padres. Sus modos de obrar más ocultos, esas operaciones de la vida sin las cuales la forma no existiría, no han sido aún observados, por no ser susceptibles de observación física; y este vacío solo pueden llenarlo las enseñanzas de la antigua sabiduría dadas por aquellos que emplean poderes de observación suprafísicos, y que todo discípulo que pacientemente estudia en sus escuelas puede comprobar por sí mismo.
Hay una continuidad de vida, así como una de forma, y la vida continúa, cuyas energías latentes son cada vez en mayor número, se transforman en activas por el estímulo que recibe en las formas sucesivas, que es la que resume en sí misma las experiencias obtenidas en estas formas que se han revestido. Cuando la forma perece, la vida conserva las memorias de esas experiencias en las mayores energías que han despertado, y se halla pronta a ser el alma de otras formas derivadas de la antigua, llevando consigo esta especie de reserva que se ha acumulado. Mientras estuvo en la forma anterior, funcionó por su conducto, adaptándola para la expresión de cada nueva energía despertada; la forma traspasa estas adaptaciones, grabadas en su substancia, a la parte separada de ella, a la que conocemos como su fruto, el cual, siendo de su sustancia, tiene necesariamente que tener las particularidades que a esta caracterizan. La vida se vierte dentro de este fruto con todos los poderes que ha despertado, y lo moldea aún más; y así una y otra vez.
La ciencia moderna prueba cada día más, y de manera más clara, que la herencia ejecuta una parte siempre decreciente en la evolución de las criaturas superiores, que las cualidades mentales y morales no se transmiten de padres a hijos, y que, mientras más elevadas sean los caracteres, tanto más patente es este hecho. El hijo de un genio es muchas veces un imbécil, y, en otras ocasiones, padres vulgares dan nacimiento a un genio. Debe existir un sustrato continuo inherente a las cualidades mentales y morales, a fin de que puedan aumentarse, pues, de otro modo, la naturaleza sería, en este importantísimo ramo de su obra, una criatura de producciones errantes y sin causa, en lugar de mostrar una continuidad ordenada. En este punto, la ciencia está muda; pero la antigua sabiduría enseña que este sustrato continuo es la mónada, receptáculo de todos los resultados, depósito en el que se almacenan todas las experiencias como poderes activos en crecimiento.
Una vez bien comprendidos estos dos principios de la mónada con potencialidades que se convierten en poderes, y de la continuidad de la vida y de la forma, podemos pasar a estudiar detalladamente su manera de obrar. Veremos que resuelven muchos de los dificultosos problemas de la ciencia moderna, así como aquellos otros que atañen más al corazón y de los que se ocupan el filántropo y el filósofo.