PRÓLOGO

HENA OCULTA

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Zagórzyce, Polonia, 1944

Las fuertes pisadas retumbaban por el camino aquella noche lluviosa de mayo. Los hombres avanzaban en amenazante formación frente a kilómetros y kilómetros de campos recién arados.

Los 18 meses que había pasado ocultándose agudizaron el oído de Hena Rożeńka, siempre alerta al peligro de los alemanes o de cualquiera que pudiera traicionarla a ella y a su familia. Ahí, posada en la cima de una colina en Polonia central resultaba más sencillo percatarse de cuándo se acercaba algún intruso. El escondite en la granja se encontraba a solo unos cuantos kilómetros, y a todo un mundo de distancia, de la casa y la tienda donde ella había pasado su vida rodeada de múltiples familiares. Pero ¿quiénes eran estos hombres con rifles al hombro? ¿Y por qué se dirigían directamente a la granja como si fuera su objetivo?

El temor de Hena aumentaba con cada paso que los hombres armados daban hacia la casa. Sus padres, sus hermanas y su hermano estaban adentro. A esas alturas de la guerra, con la liberación a la vuelta de la esquina, se habían aventurado a buscar refugio y consuelo de aquel aguacero primaveral.

Las figuras oscuras traspasaron la propiedad. Por su parte, Hena sintió cómo el miedo y la impotencia le revolvían el estómago. No podía advertir a su familia sin revelar su ubicación; lo único que podía hacer era echar vistazos de vez en cuando desde su escondite. Aquella noche pudo haber tenido miles de razones para no estar junto a su familia. Después de todo, a sus 16 años, había estado con ellos a cada momento desde septiembre de 1942, y añoraba pasar algo de tiempo a solas. La última vez que había visto a sus compañeros de clase tenía 11 años.

Sus padres le recordaban constantemente lo afortunados que eran. El Pan [señor] Radziszewski, un hombre amable y cliente leal de su ferretería los había rescatado antes de la redada. De otro modo, los hubieran forzado a subir a las carretas y los trenes con el resto de los judíos de Kazimierza Wielka.

Ahí en la granja, alejados de todo, tal brutalidad era imposible de creer, pero su valiente protector les había contado todo lo ocurrido: los alemanes habían enviado a casi doscientos judíos a Bełżec, el campo de concentración más cercano, y nadie volvió a saber de ellos. Tiempo después hubo una segunda redada. Durante todo el otoño y el invierno de 1942, Pan Radziszewski les llevaba noticias sobre cómo los grupos nazis se dedicaban a «peinar» toda la región, a asesinar a cualquier judío que encontraran, así como a amenazar a los pobladores con fuertes represalias para cualquiera que se atreviera a albergar judíos. Los Rożeńek recibían estos informes en su escondite y hacían todo lo posible por permanecer invisibles.

Desde su llegada, habían soportado dos inviernos. Y en el transcurso de esos meses, la hija adolescente del granjero se había marchado; una más entre todos esos polacos que habían sido involuntariamente deportados para hacer trabajos forzados en Alemania.1 Sin embargo, recientemente, los padres y hermanos de Hena se encontraban entusiasmados por las últimas noticias que Pan Radziszewski había traído del pueblo: las tropas del Ejército Rojo se aproximaban. Su sufrimiento se terminaría pronto.

La esperanza, sin duda, relajó mucho a sus padres. En algunas noches sin luna salían con sigilo de los abarrotados anexos para respirar aire fresco, lo cual significaba un gran alivio después de la interminable quietud de estar agachados en la tierra. Incluso se habían atrevido a soñar con recuperar su vida de antes, a cargo de la tienda, y con que Hena viera nuevamente a sus compañeros de escuela.

Hena observó con cautela. Los hombres armados no portaban nada que los identificara como tropas rusas ni alemanas. ¿Y por qué se habían posicionado alrededor de esa granja?

Las figuras oscuras se apostaron frente a la puerta y se escucharon unas voces amortiguadas en medio del aire frío y húmedo.

Luego llegaron aquellos sonidos que recordaría por un largo tiempo. Metal sobre metal, las armas dispuestas para entrar en acción. Los golpes atronadores en la puerta principal rebotaron en las casas cercanas.

Los hombres gritaban en polaco:

—¡Entreguen a los judíos! ¡Sabemos que están escondiendo judíos! ¡Entréguenlos!

Hena no podía creer lo que estaba sucediendo. ¿Cuántas veces había imaginado un ataque con soldados de asalto, grandes autos negros estacionados frente a la casa, hombres dispersándose por el corral antes de que alguien tuviera oportunidad de huir? Ahora, esas escalofriantes fantasías se habían convertido en realidad.

Pan Radziszewski apareció en la puerta con aspecto amodorrado. La luz del interior iluminaba ligeramente su silueta; llevaba un niño pequeño en brazos. Los hombres armados irrumpieron en la casa gritando y golpearon al granjero con la culata de sus rifles. Pan Radziszewski abrazó al bebé con fuerza, para protegerlo a él en lugar de a sí mismo.

—Sabemos que ocultas judíos. Entrégalos. ¿Dónde están?

—¿De qué hablan? —protestó Radziszewski. El niño gritó—. ¿Qué están haciendo aquí? —preguntó—. ¿Quiénes son?

Los hombres armados registraron toda la casa, rompiendo platos y otras cosas a su paso. Su escandaloso ataque y sus acusaciones resonaban por los campos y llegaban hasta las granjas vecinas. Hena no escuchaba nada de alemán ni ruso, solo polaco.

El majestuoso cerezo afuera de la casa, ahora cubierto de retoños mojados, acababa de sacudirse el estancamiento invernal; los brotes nudosos habían emergido, y se abrían con racimos de pétalos pálidos que alegraban el paisaje de la guerra. Hena podría haberse acurrucado debajo de él. Tal vez los atacantes no encontrarían a su familia, se dijo para tratar de consolarse. Probablemente no buscarían en el espacio entre la estufa y el ático, donde algunos de los Rożeńek se habían ocultado durante otras irrupciones, como cuando la hija de un vecino fue a jugar.

Los sonidos de muebles siendo derribados y más ataques al granjero emanaban de la casa. Y, después de unos instantes de silencio, llegaron los gritos exultantes. Su corazón se hundió en su pecho. Seguramente, los hombres armados habían encontrado a su presa: su amada familia.

—¡Los tenemos! —bramó alguien con tono triunfante. Los gritos amortiguados provenientes del interior de la casa se volvieron agudos y claros. Y Hena vio por qué. Las ventanas del segundo piso habían sido abiertas de golpe, y los hombres armados en el interior les gritaban a los que estaban reunidos abajo.

Después vio la forma de su hermana Frania. Su maestra y protectora. Frania tenía 5 años más que Hena. Apareció en la ventana abierta; las facciones de su rostro estaban deformadas por el terror. Su cuerpo saltó a la vista. Los atacantes reían mientras la empujaban por la ventana. Su forma ligera flotó por un momento, y las balas salieron disparadas hacia arriba. Luego aterrizó con un golpe horrible.

El humo acre de las armas llegó hasta el escondite de Hena. Los despiadados soldados reían y gritaban, incitándose unos a otros para hacer lo mismo con la siguiente: su hermana Frymet. ¿Cómo podía presenciar aquello otra vez? Los sonidos y las imágenes se repitieron. Horrorizada y con un nudo en el estómago, vio el rostro demacrado de su madre aparecer en la ventana. Es probable que estuviera mirando hacia abajo, al lugar en que sus hijas yacían desplomadas. Ita tenía cincuenta y tantos años, y se había encargado de calmarlas durante innumerables días y noches en los que tenían que sentarse en la tierra húmeda. Ella se movió torpemente. Los sádicos soldados la empujaron y picaron. Luego vino un empujón violento. Sus gritos resonaron en medio de la lluvia de disparos.

Hena alcanzaba a distinguir los extremos de los cañones de las armas apuntando hacia arriba, mientras asesinaban a su familia, miembro por miembro. Le costaba trabajo creer que su madre y sus hermanas, quienes momentos antes se encontraban apiñadas con temor, ya estaban muertas.

Su hermano y padre observaban con impotencia, inmovilizados por otros de los agresores. Volvieron a escucharse los sonidos horribles. Y luego vio cómo empujaban a su padre y a su hermano hacia la lluvia de disparos; sus cuerpos cayeron sobre los otros.

Los pistoleros vitorearon con aire triunfante, orgullosos de su crueldad asesina y felicitándose mutuamente por haber matado a los «Yids», término peyorativo para referirse a los judíos.

A los agresores no les importó ser vistos. Organizaron las ejecuciones descaradamente; sus gritos y disparos resonaron por toda la aldea. Nadie en el pueblo respondió. Ni los alemanes ni la policía polaca.

Hena seguía inmóvil aun horas después de la masacre. Aparentemente los hombres armados se habían marchado, pero los había escuchado advertirle al granjero que no tocara ninguna de las pertenencias de los judíos, ya que volverían.

Pero ¿cuándo?

Mucho después de que el ruido de las botas desapareció, ella permaneció congelada en su lugar. Estaba sola en el mundo.

¿Dónde podía permanecer a salvo? No podía pedirle apoyo a Pan Radziszewski. Los atacantes podrían enterarse de que ella seguía con vida y torturarlo.

El cerezo se convirtió en el cementerio de su familia. Pero la ubicación de los restos de la familia Rożeńek no sería un secreto. El propio árbol se negaba a ocultar el crimen.

Cada primavera florecía como de costumbre. Las flores daban paso a los prometedores frutos color verde lima, como una nueva esperanza que brotaba, pero nunca adoptarían el tono rojizo anaranjado de las famosas cerezas de Polonia. Retuvieron su promesa como el orgullo de Polonia y nunca maduraron. En cambio, se volvieron negros y luego se pudrieron, como si impidieran que los aldeanos olvidaran lo que se encontraba debajo.

Con el paso del tiempo el árbol llamó la atención de los habitantes de la aldea, así como de poblaciones vecinas. En los alrededores la gente había escuchado hablar del cerezo, y de los judíos asesinados, los Rożeńek, enterrados debajo del árbol. ¿Acaso estaba maldito?

Asimismo, surgieron rumores de que un solo miembro de la familia había escapado a ese terrible destino: Hena, la hija menor. Solo ella se había salvado.