ARISTÓTELES

Aristóteles (384-322 a. C.) fue un filósofo que nació en Estagira, al norte de la Antigua Grecia, de ahí que en numerosas ocasiones se le cite como el Estagirita. Hijo de Faestis y Nicómaco, a los dieciocho años viajó a Atenas a estudiar en la Academia de Platón, donde pronto se convirtió en alumno aventajado, al que parece ser llamaba «el lector». Allí permaneció hasta el 348 a. C. Poco después de la muerte de su maestro, abandonó Atenas, y tras varios años se convertiría en el tutor de Alejandro Magno, heredero del reino de Macedonia y considerado uno de los más heroicos conquistadores de la historia, cuando éste tenía trece años. En la última etapa de su vida, Aristóteles fundó su propia escuela en Atenas, el Liceo, que se denominaba así por encontrarse en el recinto dedicado al dios Apolo Licio. Aristóteles escribió cerca de doscientas obras, de las cuales sólo se han conservado treinta y una (ninguna de ellas destinada a la publicación) en el Corpus Aristotelicum, sobre una enorme variedad de temas: lógica, metafísica, filosofía de la ciencia, ética, filosofía política, estética, retórica, física, astronomía y biología. El de Estagira falleció a la edad de sesenta y dos años en Calcis, la tierra de origen de su madre en la isla de Eubea. Es considerado junto a Platón el padre de la filosofía occidental. Sus ideas han ejercido una enorme influencia durante más de dos mil años hasta nuestros días. Entre sus obras merecen destacar: Ética a Nicómaco, Ética a Eudemo o Metafísica.

1. Somos lo que hacemos cada día, de modo que la excelencia no es un acto sino un hábito.

Nuestra vida es el resultado de nuestros hábitos, ya sean buenos (virtudes) o malos (vicios). Las virtudes nos permiten elevarnos, los vicios nos llevan a arrastrarnos. Los hábitos lo son todo, y ser virtuoso nos permite obrar de la mejor manera en cada momento, obteniendo así los beneficios correspondientes de ello. Como apunta el Estagirita: «Las virtudes son disposiciones adquiridas o hábitos, cualidades estables que otorgan al sujeto una facilidad para realizar actos buenos. No se nos elogia o censura por nuestros apetitos, sino por nuestros buenos o malos hábitos». Sin el ejercicio de la virtud (buenos hábitos), el ser humano queda a merced de las apetencias, los caprichos y los impulsos. En esos casos se convierte más en un animal que en una persona, incapaz de gobernar su vida, lo que le conduce inevitablemente al despeñadero. Aristóteles lo explica así: «El hombre está naturalmente dotado de armas para servir a la prudencia y a la virtud, pero puede usarlas para las cosas más opuestas. Por eso, sin virtud, es el más impío y salvaje de los animales».

2. Las virtudes no son algo innato, sino que se adquieren por la repetición de actos.

Para ser virtuoso se hace necesario conquistar aquellas virtudes (hábitos buenos) que le convierten a uno en virtuoso. El ejercicio de la virtud (buenos hábitos) se adquiere por medio de la disciplina; ésta es la que lleva a la repetición de aquellos actos que permiten primero, la adquisición, y después, la consolidación, de aquellas virtudes que se pretenden interiorizar. Por tanto, la disciplina, consistente en hacer lo que tiene que ser hecho —guste o no, apetezca o no—, es el puntal sobre el que descansa la formación de los hábitos buenos (virtudes). Un hábito no es un comportamiento que una persona hace ocasionalmente, sino un comportamiento asumido que se ejecuta con naturalidad como resultado de haberlo practicado muchas veces:

• Quien nunca ha sido justo, el hecho de tomar una decisión justa no le convierte en justo. Está en camino de ser justo, pero todavía no lo es. A fuerza de actuar uno y otro día con justicia, llegará a alcanzar la virtud de la justicia.

• Quien dice la verdad una vez y miente muchas veces, no se convierte en alguien sincero, sino que es el decir la verdad una y otra vez sistemáticamente, lo que nos va convirtiendo en sinceros hasta ser una persona sincera en esencia.

• Quien vive sin excesos un día no se convierte en templado, sino que es la acumulación de vivencias (actos) donde uno es capaz de controlarse sin excederse, lo que nos permite adquirir el hábito de la templanza.

• Quien respeta la palabra dada en un pacto, pero traiciona muchas veces, no puede ser considerada una persona leal. Sólo el mantenimiento de la palabra dada en cada transacción es la que hace que nuestra reputación crezca y podamos ser considerados como leales.

Lo mismo podríamos aplicar a todas y cada una de las demás virtudes: obtenemos lo que repetimos.

3. Las virtudes son una elección, pues no se adquieren sin el ejercicio de la libertad.

Lo que nos indica que está en nuestras manos llegar a ser lo que deseamos ser, según el esfuerzo e intensidad (empeño) que pongamos en ello. Nos asustamos sin deliberación previa, pero comportarnos como asustadizos es una elección producto de nuestra libertad. El miedo es una reacción; la valentía es una decisión. A fuerza de actuar día tras día con valentía ante situaciones temerosas, el miedo va perdiendo fuerza y la confianza va adquiriendo peso, tornándonos más confiados ante los retos. La elección de actuar con valentía de manera sistemática nos vuelve valientes. Y conviene hacer una puntualización en este aspecto. Los hábitos no son eternos, y de la misma forma que se adquieren, también se pierden si uno se relaja y no se practican: «No es suficiente haber recibido la educación y control adecuados en la formación —nos dice el filósofo griego—, sino que es preciso que en la madurez se practique lo que se aprendió, y acostumbrarse a ello». Los hábitos se adquieren y mantienen con disciplina, y se pierden igualmente por dejadez y pereza. Por tanto, la disciplina es la clave para llegar a ser una persona virtuosa, es decir, aquella que practica buenos hábitos, e igual de necesaria para continuar siendo así de virtuosa.

4. La virtud es el término medio entre dos extremos.

Las virtudes, que son aquellos hábitos que nos conducen al mejor obrar en cada situación, representan la perfección: hacer lo que se debe, como se debe y cuando se debe. Claro está que la perfección no es sencilla, es un punto en el plano (el centro de la diana) y el resto son imperfecciones de mayor o menor calado; es decir, habitualmente pecamos por exceso o por defecto. El filósofo griego nos lo explica así: «En todas las acciones se da un exceso, un defecto y un término medio. Tanto el exceso como el defecto pertenecen al vicio y sólo el término medio a la virtud. Así, en el temor, la apetencia, la ira, la compasión y, en general, el placer y dolor caben el más y el menos, y ninguno de los dos está bien; pero si es cuando es debido, y por aquellas cosas y respecto a aquellas personas y en vista de aquello y de la manera que se debe, entonces hay término medio y excelente, y en esto consiste la virtud». De ahí que continúe diciendo: «Los hombres sólo son buenos de una manera; malos, de muchas. No dar en el blanco es sencillo; atinar, difícil».

5. Unos pecan por exceso o por defecto; otros mantienen una actitud intermedia, que es la adecuada.

Toda virtud es, para el griego, moderación entre placeres y sufrimientos. Por poner algunos ejemplos:

• La valentía es una virtud (término medio); si te excedes de valiente eres un temerario y se te quedas corto eres un cobarde.

• La generosidad es una virtud (término medio); si te excedes caes en la prodigalidad y se te quedas corto, en la avaricia.

• La amabilidad es una virtud (término medio); si te excedes entras en el terreno de la adulación y si te vas al otro extremo caes en la hostilidad.

Aristóteles nos lo ilustra con un ejemplo concreto: «El valiente es intrépido. Temerá, pero del modo debido y según lo razonable, puesta la vista en lo que es noble, ya que ahí se encuentra el objetivo de la virtud. Y además es posible temer en distinto grado e igualmente asustarse ante lo que no es terrible como si lo fuese. En ocasiones se yerra al temer lo que no se debe, o en el modo, el tiempo, o por otras circunstancias. Quien soporta y teme lo que debe y por la causa justa, como y cuando debe, y confía de forma semejante, es valiente, porque el audaz sufre y actúa según lo debido, y siguiendo las indicaciones de la razón. Quien tiene demasiada confianza ante realidades terribles es un temerario; quien siente demasiado miedo es un cobarde. Se asusta ante lo que no debe y como no debe. Unos pecan por exceso o por defecto; otros mantienen una actitud intermedia, que es la adecuada».

6. Cualquiera puede enfadarse, eso es algo muy sencillo. Pero enfadarse con la persona adecuada, en el grado exacto, en el momento oportuno, con el propósito justo y del modo correcto, eso, ciertamente ya no resulta tan sencillo.

Nunca una frase ha resumido de forma tan magistral lo que es la inteligencia emocional, esto es, una oportuna gestión de nuestras emociones en cada momento, que no es otra cosa que la práctica de la virtud (el término medio) desde el punto de vista emocional. La negligencia emocional —ya sea por exceso o por defecto— es la causa fundamental de la mayor parte de los problemas en las relaciones, tanto con nosotros mismos como con los demás. Tanto en un caso como en otro, la falta de autoconsciencia y autocontrol nos conduce habitualmente a consecuencias dañinas que no son siempre fáciles de reconducir. Anticiparse, con una buena educación emocional en la juventud, o más tarde, con el asesoramiento o acompañamiento de un coach u otro tipo de profesional, es clave para una adecuada práctica de la inteligencia emocional, que es una de las habilidades (virtudes) más importantes para la vida. Con gran tino el Estagirita nos hace ver la importancia de una buena educación emocional, más aún en edades tempranas, ya que siempre es más fácil formar a un joven que enderezar a un adulto: «Si no se es adecuadamente formado, es difícil encontrar la dirección recta para el ejercicio de la virtud, pues el vulgo, y más los jóvenes, rechazan la vida templada y firme». Y añade: «Es imposible, o cuando menos no sencillo, modificar con la razón los hábitos asumidos desde antiguo con el carácter. Hemos de darnos por satisfechos si, reunidas todas las condiciones necesarias para llegar a ser buenos, logramos alguna participación en la virtud».

7. La mayor parte de las personas viven a merced de sus pasiones.

Igual que hay hábitos buenos (virtudes), también los hay malos (vicios). Los primeros nos hacen mejores personas y profesionales; los segundos nos convierten en peores personas y profesionales. Las virtudes nos construyen; los vicios nos destruyen. Por eso, hay que ser especialmente cuidadosos respecto a estos últimos, no sólo porque nos llevan a un modo de vida perjudicial, sino porque acostumbrarse a lo malo (vicio) siempre es más fácil que acostumbrarse a lo bueno (virtud). Lo primero no demanda mucho, sólo dejarse llevar, mientras que lo segundo requiere esfuerzo, renuncias y paciencia. El empeño, sin embargo, tiene su recompensa: lo fácil es cómodo, pero insatisfactorio; lo difícil es costoso, pero enormemente gratificante. Las siguientes palabras del filósofo griego lo expresan bien: «La mayor parte de las personas viven a merced de sus pasiones y persiguen los placeres que les son propios y los medios que a ellos conducen y escapan de los dolores opuestos. No tienen así noción de lo hermoso y agradable, pues nunca lo han probado». A primera vista (a corto plazo), pudiera parecer que el vicio nos produce un gran placer, pero con el tiempo (a medio y largo plazo) sus efectos son los contrarios. Aristóteles proponía insistentemente la práctica de la moderación, porque sin la moderación nos convertimos en hojas movidas por el viento que oscilan del exceso al defecto, sin encontrar la paz interior que ofrece el punto medio.

8. El bien es ciertamente deseable cuando interesa a un solo individuo. Pero reviste un carácter más bello y divino cuando interesa a un pueblo y a un Estado entero.

Dicho de otra manera: la práctica de la virtud siempre es recomendable y beneficiosa, pero lo es aún más cuando su ejercicio tiene implicaciones en más personas. Es el caso, por ejemplo, de los directivos, en la empresa privada, o de los políticos, en la empresa pública, que en su actividad diaria toman y ejecutan decisiones que pueden repercutir considerablemente a terceras partes. Es ahí donde hay una responsabilidad mayor por actuar conforme a la virtud (el mejor obrar). No es casual que Aristóteles, en tiempos donde la Política tenía otra consideración, dijese lo siguiente: «El político verdadero se ocupa principalmente de la virtud, pues aspira a mejorar a sus conciudadanos». Los vicios (malos hábitos) son siempre contraproducentes, pero no es lo mismo castigarse y flagelarse a uno mismo, que sean otras terceras partes las que sufren como resultado de nuestra mala praxis. El perjuicio, sin duda, es mayor. Por eso, a aquellas personas que ocupan puestos de responsabilidad siempre hay que exigirles un plus de prudencia y pulcritud a la hora de actuar. El estoico Séneca, al que tendremos más adelante, señalaba: «Lo que verdaderamente se exige del hombre es que beneficie a los hombres: si puede, a muchos, si puede menos, a pocos, si puede menos aún, a los próximos; si menos todavía, a sí mismo».

9. La felicidad es, según nuestra manera de pensar, la actividad del alma dirigida por la virtud.

Cualquier actividad humana ha de moverse por un fin. Y este fin necesariamente es un bien. Y el bien supremo es la felicidad. Y la felicidad se alcanza por la práctica de la virtud, el mejor obrar en cada momento. Por tanto, debemos poner nuestro empeño en ser virtuosos en cada momento si aspiramos a una vida mejor, la cual se puede resumir en hacer el bien de manera buena. Y decimos hacer el bien (resultado) de manera buena (correcta), porque podríamos hacer el bien (ayudar a pobres) de manera mala (robando a terceros). Por esta razón, el de Estagira nos señala: «El hombre virtuoso sabe siempre juzgar las cosas como es debido y conoce la verdad respecto de cada una de ellas […]. Quizá la superioridad del hombre virtuoso consiste en que ve la verdad en todas las cosas […]. Son las acciones conformes a la virtud las que son agradables a las personas virtuosas, y sólo ellas lo son por sí mismas».

10. En defensa de la verdad hay que estar dispuesto a sacrificar incluso realidades que nos son muy queridas. Aunque verdad y amistad son dos realidades profundamente apreciadas, siempre hay que optar por la primera.

Si la sabiduría es el ejercicio de la virtud —el mejor obrar— en cada situación, la sabiduría es especialmente relevante en aquellas circunstancias donde entran en conflicto valores muy apreciados pero contrapuestos en un momento determinado. Por ejemplo, qué es más importante, ¿la libertad de expresión o el derecho a la intimidad? ¿La seguridad o la propiedad privada? ¿La verdad o la amistad? Son situaciones que hay que abordar casuísticamente —caso por caso— para enjuiciarlas oportunamente y tomar la decisión más conveniente. ¿Confesarías el delito de un amigo a la policía? ¿Dependería del tipo de delito? Los valores son realidades muy apreciadas, pero no todos los valores tienen la misma jerarquía. Ahí es donde la sabiduría permite discernir lo más conveniente en cada momento. En eso se basa la ética, la ciencia que estudia la bondad o maldad de los comportamientos humanos, que es el mejor camino para alcanzar la felicidad. Sus límites casi nunca están claramente delimitados, lo cual no quiere decir que no existan. La prudencia, el ejercicio de la reflexión para mejor acertar, es un buen punto de partida para saber qué conviene hacer (qué es lo bueno) y cómo hacerlo (cuáles son los medios más precisos). Que uno se vea delante de decisiones comprometidas —sin una respuesta correcta a priori—, no significa que se tomen decisiones al azar. Ahí es donde la sabiduría —el conocimiento de vida para mejor obrar— tiene todo su esplendor para indicarnos el camino correcto, y a ella debemos recurrir en caso de dudas. Dejarse asesorar, acompañar, pedir ayuda, preguntar y escuchar, pueden sernos de gran ayuda en ello. Nunca está de más, en ciertas situaciones, recurrir a personas con más experiencia de vida para encontrar respuestas a nuestras propias encrucijadas. Como apuntaba Hesíodo, otro filósofo y poeta griego: «El mejor de los hombres es quien por sí mismo comprende todas las cosas; es bueno, también, quien hace caso al que bien le aconseja; pero quien ni comprende por sí mismo, ni presta atención a lo que escucha de otro, es un inútil».