Tommy
El escalofrío que le sobreviene es tan brutal que está a punto de perder el equilibrio. La causa no son los dieciocho grados bajo cero al otro lado del cristal, sino el rostro desfigurado del chico del vídeo. Ha de tener más o menos su edad. Incluso se parecen: el mismo pelo castaño, los mismos ojos azules..., seguramente, también, el mismo rechazo hacia este lugar inhóspito donde durante seis meses al año uno no halla más que nieve y oscuridad en kilómetros a la redonda.
Tiene que sentarse en la cama deshecha para digerir el resto del vídeo. Los atacantes se sienten tan impunes que, entre los insultos dirigidos contra la bruja que se desangra sobre la nieve, se lanzan bromas y utilizan sus nombres propios —«Eh, Mitch», «Mira, Jake»—. Ellos tampoco serán mucho mayores que Tommy. Chicos corrientes de Iowa, como él, como la bruja a la que han asaltado a la puerta de su casa sin que ningún vecino saliera a socorrerla.
Es horrible. ¿Y lo han subido ellos mismos a internet? ¿Por qué nadie lo borra?
Porque creen que nos lo merecemos, Tom. No salgáis mucho, ¿vale? Quedaos en casa con tus tíos.
Voy a embarcar. Te escribo cuando llegue a Chelsea.
Odia mentirle a Diego, pero tampoco lo quiere preocupar en vano. Ni siquiera es una mentira como tal: le dice que va a intentar no salir mucho, y es cierto. Otra cosa es que ni toda la persuasión sobrenatural de un vampiro sería suficiente para convencer a Cameron Howard de que una fiesta no siempre es la mejor forma de terapia.
Cuando trata de mostrarle el vídeo de la paliza y explicarle que ha ocurrido en Waterloo, a una hora de distancia, Cameron aparta el móvil y empieza a cantar la canción de ABBA del mismo título mientras continúa bailando en mitad de la habitación de Tommy, como lleva haciendo cerca de media hora.
Ha bebido dos cervezas —«baratas», le ha reprochado a Tommy— con la cena, y también se ha tomado uno de los ansiolíticos que le recetó una enfermera de Nueva York después de una videoconferencia de cinco minutos. En descarga de la enfermera aspirante a psiquiatra hay que admitir que Cam inició la sesión así: «Soy bruja, trans y mis daddy issues están desatados desde que mi padre ingresó en prisión; además, la policía nos ha congelado las cuentas y mi familia no deja de recibir amenazas de muerte». Los ansiolíticos están más que justificados.
—Vas a despertar a mis tíos.
—¿Qué dices? Si llevan en la cama desde las siete.
El tío Ron y la tía Barb han acogido a Cameron con toda la generosidad que les permiten sus medios. Incluso en pleno invierno, a una temperatura que no deja crecer ni las malas hierbas, la ruinosa granja da mucho trabajo. Tommy apenas puede echarles una mano, porque aún no se le ha curado del todo el brazo que se fracturó en la pelea con el hemógamo. Y Cam es un invitado que come y bebe de gratis. Lo que viene a ser un invitado. A pesar de que sus tíos no se quejan, Tommy se siente culpable.
Antes de que el maldito vídeo manipulado de su batalla contra el hemógamo se hiciera viral el plan era muy diferente: Navidad con sus tíos, cuatro o cinco días a lo sumo, después Nochevieja en Los Ángeles con Diego y su familia y, por último, vuelta a Nueva York a principios de año. La desagradable realidad es que lleva tres semanas escondido en la granja, no ha visto a Diego ni a los demás desde antes de las fiestas y hace dos semanas recibió una llamada angustiada de Victoria suplicándole —sí, Victoria suplicando— que acogiera a Cameron hasta que se calmaran las aguas.
Victoria intentando proteger a su hermano del mundo, como de costumbre.
El problema es que las aguas no se están calmando: Preston Howard sigue en la cárcel y, día sí y día no, también en la portada de los periódicos. Además, el sentimiento antibrujas no está decayendo, como ocurrió tras el asesinato de Mercedes. Las últimas noticias son que el presidente ha convocado una reunión con su comité ejecutivo para decidir si tomar medidas para garantizar la seguridad de las «personas de bien» —o sea, los normis—. Porque son ellos quienes están recibiendo acoso y palizas, claro.
Entretanto, el Círculo de Veneradas, fiel a su estilo, se está tomando sus buenas semanas para meditar. El aquelarre ni siquiera sabe aún si los van a castigar por su insubordinación o si haber desenmascarado una conspiración fay compensa su desobediencia.
—¡Vale, sí! Está abierto —exclama Cameron, consultando su móvil—. Ponte guapo, Tommy, que vamos a arrasar.
Él tarda un segundo en recordar a qué se refiere. El vídeo del ataque contra esa pobre bruja ha opacado lo demás.
Pero para Cam no, claro. Este sigue empeñado en que se escapen por la ventana como dos chavales de instituto para ir al bar del pueblo más cercano, a unos diez kilómetros de la granja.
Tommy no consigue negarse. Salir de fiesta no es la forma de terapia más ortodoxa, pero así lidia su amigo con los problemas; desde el rechazo de un camarero capullo hasta una conspiración sobrenatural que amenaza la vida tal como la conocen. Tommy le prometió a Victoria que cuidaría de Cam, y eso es lo que va a hacer.
—No te rayes por lo de los antibrujas —le dice Cameron en el coche. Siempre se le ha dado bien adivinar lo que Tommy está pensando—. Son perros ladradores. Y si a alguno le da por morder, yo puedo regenerar las vísceras de alguien empalado por la magia negra de un hemógamo, y tú eres la bruja más poderosa que he conocido. Nos las arreglaremos.
Salvo que Tommy en realidad es una bruja mediocre y Cameron no resucitó a Diego, como cree. Fue Victoria, con magia de sangre. Aunque en ese tema es mejor ni pensar...
—También me preocupan la homofobia, la transfobia... Tú te has criado en Manhattan; no te imaginas lo retrógrada que puede llegar a ser la gente por aquí.
—Un tres por uno en delitos de odio, ¿eh? —Cameron se ríe. La seguridad que le han infundido o bien los ansiolíticos o bien el alcohol roza lo kamikaze—. En serio, tío, tú tranquilo. Si con esta ropa térmica parecemos dos heterazos.
—Hasta que empieces a perrear con el primer granjero medianamente atractivo que veas.
—Uf, tío, el rollo granjero me pone muchísimo. Bueno, en realidad, cualquier oficio así como rudo que trabaje con las manos.
Aunque solo haga medio año que se conocen, Cameron es el mejor amigo de Tommy, y este ya ha aprendido cómo funciona su cabeza. Sabe que suele acallar sus problemas a golpe de musicote en la pista de baile, y también que se rebela contra sus padres enrollándose con chicos de orígenes humildes, vida desordenada y cabeza tirando a vacía.
El bar resulta ser todo lo que Tommy temía. Hay un toro mecánico, mesas estilo taberna que no han visto un paño húmedo en décadas y un montón de hombres —y alguna mujer— de fachada áspera bebiendo en la barra frente a una pantalla enorme que retransmite un partido de baloncesto.
Nadie les presta atención, ni siquiera cuando Cameron revienta su tapadera de «heterazos» al preguntar por media docena de cócteles afrutados para pijos hasta que da con uno que el camarero sabe preparar.
Se sientan a la mesa más alejada de la entrada para resguardarse de la corriente de aire gélido que penetra como un puñal en la herida cada vez que se abre la puerta.
—Este sitio es el infierno. No me puedo creer que tus tíos lleven setenta y tantos años viviendo aquí.
—En verano es un poco más tolerable.
Tommy repiquetea con las uñas en su vaso de zarzaparrilla. A él también le gustaría tomarse un cóctel muy afrutado y con mucho vodka que le hiciera olvidar la imagen de esa bruja desangrándose en la nieve. Sin embargo, otra de las maravillas de vivir en mitad de la nada en Iowa es que no encontrarán un Lyft que los lleve de vuelta a la granja si ambos acaban demasiado borrachos para conducir.
Ni siquiera se le da bien conducir, incluso sobrio. Solo lo hace cuando viene de visita y el tío Ron le presta el coche. O cuando se lo roba para salir de fiesta con su amigo puesto de ansiolíticos...
—No deberías beber si estás tomando medicación.
—Eso es un mito. ¿De qué sirve la medicación si te vas a tener que pasar los días sobrio dándole vueltas a que tu vida es una mierda?
—La medicación tendría que ayudarte con eso por sí misma. —A modo de respuesta, Cameron brinda con él y se bebe media copa de un trago—. ¿Te apetece hablar de ello?
—¿De por qué mi vida es una mierda? —Cam sonríe. Es esa sonrisa triste de niño rico atormentado que le asoma a veces y lo dota de un atractivo trágico, decimonónico—. No me parece el momento más adecuado, tío. Nos cargaríamos la noche.
Tommy lanza una mirada elocuente a los parroquianos embobados con el partido de baloncesto.
—Tampoco es que nos lo estemos pasando en grande.
—Igual se vienen arriba después del partido.
—Cómo se nota que eres un pijo del Upper East Side. Por aquí, cuando la gente se viene arriba suele ser para pegarse.
Lo normal es que sus conversaciones a corazón abierto ocurran en la sala de juegos de la casa de Chelsea, con la videoconsola como distracción. Sin una pantalla a la que poder desviar la vista, Cameron tarda un poco más en abrirse. Sucede cuando ya ha mediado su segundo cóctel.
—Mira, a lo mejor después de dos semanas en la granja de tus tíos te parece que estoy siendo un pijo privilegiado de mierda, pero ya sabes que lo soy.
—Los ricos también lloran. Venga. —Tommy le propina una suave palmada en el dorso de la mano para animarlo a continuar.
—Me está superando un poco esta situación. Lo de mi padre ya es bastante chungo por sí solo, porque me remueve cosas del pasado y tal, pero es que encima... Mi hermana está acostumbrada a recibir amenazas de muerte, porque lleva años dedicándose a las redes sociales, pero yo no.
—No creo que uno se acostumbre nunca a eso.
—Ya, a lo mejor tienes razón... He tenido que cerrarme todas las cuentas porque decenas de desconocidos me escribían cosas superfeas y tránsfobas a diario. Al principio me daba lo mismo, pero al cuarto día ya empezó a afectarme. Me llevó a un sitio muy oscuro en el que no estaba desde hace mucho tiempo, antes de salir del armario, y... me dio un poco de miedo.
Tommy asiente. No, estos no son los típicos problemas del primer mundo que sufre a veces su amigo. Esto es serio. Él tiene la suerte de que a nadie le importe la bruja huérfana del aquelarre de Manhattan; solo le han llegado algunos mensajes de odio aislados. Cameron y Victoria Howard, por el contrario, son esclavos de su apellido. Entre el vídeo de la batalla contra el hemógamo y lo de su padre, no debe de quedar una persona en todo el país que no los conozca.
—Ahora estoy mejor, ¿eh? —continúa Cameron—. Me ha venido bien encerrarme unos días aquí, en el culo del mundo. Muchas gracias, por cierto. Antes de que me invitaras a venir a verte estaba a punto de hacer una locura.
—Lo... lo siento muchísimo.
Cameron lo mira de hito en hito y de repente suelta una carcajada inesperada.
—No, tío, eso no, gracias a Dios. Vaya cara se te ha quedado. —Apura el resto de su cóctel y, en cuanto lo ha terminado, se pone en pie con determinación—. Iba a coger a Teagan y un bidón de gasolina y plantarme en la oficina de esa puta hada reconvertida en agente del fbi.
—Ah, mucho mejor. O sea, una idea pésima, pero mejor que lo otro.
—Claro. Por eso no te preocupes, Tommy: soy más destructivo que autodestructivo, lo cual en este caso es una ventaja.
Tommy apura su bebida, creyendo que se marchan, cuando ve que Cameron se encamina hacia la gramola prehistórica que recibe a los clientes a la entrada del bar.
Al partido de baloncesto todavía le quedan diez minutos. Si lo interrumpen con música del tipo que le gusta a su amigo —muy gay, muy de bailar—, están muertos.
—¡Cam! Ven aquí. Espera.
Es demasiado tarde para detener al huracán Cam. Lleva demasiadas copas encima. Cuando regresa, lo hace con una sonrisa traviesa rondándole los labios.
—Quería poner Olivia Rodrigo, pero no tienen nada de después de los 90, así que he optado por la gran, la leyenda, la inimitable...
Cuando suenan los primeros acordes de Believe, de Cher, Tommy empieza a notar un sudor frío bajo la sudadera térmica. Para el cuarto after love, after love, el sonido que emana de los altavoces es tan fuerte que ya no deja espacio para nada más. El partido de baloncesto se convierte en un murmullo e, inevitablemente, sus espectadores se giran en busca de una explicación.
—Venga, esta noche tu compañero de baile soy yo —dice Cam, llevándolo de la mano al centro del local, donde la mayor distancia entre las mesas sirve como una improvisada pista de baile—. Ya verás como no echas de menos al aburrido de Diego.
Cameron solo tiene dos modos: chico más bien antisocial pegado al televisor de la sala de juegos y demonio sexual de las pistas de baile. A la altura del primer but after all is said and done, you’re gonna be the lonely one, el demonio se libera por completo. Agarra las manos de Tommy y las coloca en sus caderas, y un segundo después están haciendo lo que parecía impensable: restregarse al ritmo de Cher.
—Nos están mirando —masculla Tommy, con la voz ahogada por el pánico.
—Esa es la idea.
Ya ha visto a Cameron bailar suficientes veces como para no darle demasiada importancia a la cercanía de sus cuerpos. Más que un baile al uso, es como si sus movimientos fueran un rito de apareamiento. Uno que hasta la fecha no le ha fallado nunca: el camarero de la noche que Tommy se unió al aquelarre, los musculitos de Pemberley, Jordan en la fiesta de Halloween...
Siempre ha pensado que su atractivo magnético cuando baila solo es comparable al de un hada escrita por William Shakespeare: joven y anciana al mismo tiempo, pura inocencia y una invitación traviesa, magia multicolor... Ahora que los fay han arruinado su imagen de las hadas, la comparación ya no funciona tan bien.
La canción termina y la gente de la barra aplaude y los vitorea. Tras recuperar la libertad, Tommy se percata de que media docena de personas se han sumado a ellos en la improvisada pista de baile.
Suena otro de los grandes éxitos de Cher, y esta vez Cameron escoge como compañera de baile a una mujer de mediana edad. Se ha deshecho de varias capas de ropa hasta quedarse en camiseta de manga corta y tiene el rostro enrojecido y el cabello rubio empapado de sudor, pero todo eso solo lo hace más atractivo. La desconocida se lo pasa en grande restregándose contra él.
Para la cuarta canción, ya ha invitado a una ronda a todo el bar y los ha convencido para brindar por que su padre se pudra en la cárcel.
Algunas canciones y dos zarzaparrillas después, Tommy se siente colocado de azúcar y vuelve a la mesa para tomarse un descanso. No tendría que haber dudado de su amigo. Quizá su don innato de curación también se extiende al alma, porque Tommy ya no recuerda por qué estaba asustado hace unas horas. Lo más seguro es que nadie en esa pista de baile recuerde sus problemas.
Tiene muchas notificaciones. La mayoría son fotos de fiesta de sus amigos en Instagram. También un mensaje de Aubrey —seguro que borracha, por las horas que son en Nueva York— en el que le dice que lo quiere y que organizará una protesta en su universidad si el presidente intenta aprobar una ley antibrujas. Por último, dos llamadas perdidas de Diego, de hace un minuto.
Se echa encima la ropa de abrigo y sale fuera para llamarlo. La cobertura es una mierda, qué sorpresa. Al dar vueltas alrededor del bar intentando encontrar una zona donde su teléfono funcione mejor, casi se tropieza en la oscuridad con un gato blanco y negro.
—¡Ups, perdón!
Al mirarlo más de cerca, reconoce los ojitos y la posición de las manchas blancas en su pelaje: una en forma de triángulo en el pecho, dos pequeñas en las patas delanteras a modo de guantes, y dos más largas cubriendo por completo las patas de atrás. Está convencido de que se trata de la gatita juguetona que vive en el granero de sus tíos. Excepto porque es imposible que los haya seguido a pie hasta el pueblo.
—¿Cómo has llegado tú aquí, chiquitina? —En ese momento le suena el móvil. La gata se asusta y sale corriendo entre los matorrales—. Eh, cariño, perdona, la cobertura es una mierda. ¿Ya has llegado? Sí que le ha metido caña el piloto.
—Estoy en Chicago. He perdido el vuelo de conexión.
—Ay, no. ¿Hay otro esta noche o tienes que esperar?
—Creo que mañana por la mañana; eso ahora da igual. ¿Has visto el email? —Está a punto de hacer un comentario sarcástico sobre qué clase de persona consulta su email un viernes por la noche, pero lo que dice Diego a continuación lo deja sin ganas de bromear—: El Círculo de Veneradas nos ha convocado a un concilio. A todas.
—¿A todo el aquelarre? ¿Cuándo? Porque creo que Teagan sigue en Seattle, y a Cam le gustaría quedarse unos días más por aquí. Malditas Veneradas, les encanta hacernos ghosting durante semanas y luego aparecer metiendo prisa. Pues mira, esta vez se van a tener que adaptar ellas a nosotr...
—Tommy, lee el email. —El tono de Diego es cortante, más bien desagradable. Justo lo que un chico espera cuando su novio, al que lleva semanas sin ver, lo llama de madrugada—. Han convocado a todas las brujas.