II. LA ROMANIDAD COMO MODELO

Se acostumbra a buscar lo que es propio de Europa. Lo que le es propio debe singularizarla en relación con lo que no es ella y, por ello, reunir todo lo que la compone, distinguiéndola de cuanto le es ajeno y no entra en su fórmula original. Lo que es propio de Europa debe, pues, constituir su unidad; y es la aceptación común de eso propio la que ha de permitir fundamentarse a la unidad europea. Ahora bien, esta relación de Europa con lo que le es propio entraña en sí misma una paradoja.

Un doble propio

En efecto, cuando uno se pregunta por lo que es propio de Europa y por lo que se espera que garantice su unidad cultural, se observa que, no sin alguna ironía, la cuestión de la unidad recibe una doble respuesta. Lo que constituye la unidad de Europa no es la presencia en ella de un único elemento, sino de dos. Su cultura remite a dos elementos irreductibles entre sí. Estos dos elementos son, por una parte, la tradición judía y luego cristiana y, por otra, la tradición del paganismo antiguo. Para simbolizar cada una de estas corrientes con un nombre propio, se han podido proponer Atenas y Jerusalén25. Esta oposición se funda en la de lo judío y lo griego, tomada de san Pablo26. Es formulada después por Tertuliano, en el marco de una polémica contra la filosofía griega27. Y es luego hecha laica y sistematizada, en época bastante reciente, bajo nombres variados: «heleno y nazareno» en Heine28, «aticismo y judaísmo» en S. D. Luzzatto29, y después «hebraísmo y helenismo» en Matthew Arnold30. Recibe, en fin, las dimensiones de un conflicto entre dos visiones del mundo en el libro de León Chestov, que la elige como título31.

Se ha pretendido aislar el contenido propio de cada uno de esos dos elementos. Las maneras de hacerlo pueden variar: se puede oponer Atenas a Jerusalén como la religión de la belleza a la de la obediencia, como la estética a la ética, o aun como la razón a la fe, la investigación autónoma a la tradición, etc.32. En todos los casos se ha hecho de la diferencia una polaridad y se ha buscado la esencia de cada uno de los dos elementos en lo que le opone más radicalmente al otro. La tensión llega a ser entonces un doloroso desgarro en la unidad de la cultura europea. Nada es entonces más tentador que intentar reservar el sitio de antepasado legítimo a uno de los dos elementos, mientras se rechaza pura y simplemente al otro como si no fuera más que adventicio. Sin embargo, son los dos elementos los que hacen vivir a Europa, por el propio dinamismo que mantiene su tensión. Esta idea de un conflicto fecundo y hasta constitutivo ha sido, en fecha reciente, noblemente defendida por L. Strauss33.

El tercer término: lo romano

En todas estas tentativas muy a menudo no se tiene en cuenta un tercer término. Ahora bien, ese tercer término es justamente el que me parece que suministra el mejor paradigma para establecer la relación de Europa con lo que tiene de propio. Se trata de la última de las tres lenguas (y las lenguas, como es sabido, son más que lingüística) que han cobrado un valor ejemplar por el hecho de haber nombrado del modo más justo, en el cartel que Pilatos fijó en la cruz, a Quien colgaba de ella: el latín, o, mejor, como dice el evangelista, el «romano» (Jn 19,20).

Propongo, pues, como tesis: Europa no es solo griega ni solo hebraica, ni siquiera greco-hebraica. Es también decididamente romana. «Atenas y Jerusalén», ciertamente; pero también Roma34. No quiero acentuar con esto, lo digo una vez más, la trivial evidencia de la presencia, al lado de otras fuentes de nuestra cultura, de una influencia romana. Esta idea, que ha venido a ser ahora trasnochada, ha hallado su magnífica expresión en algunas frases de Valéry. Citarlas me dispensará de repetir insulsas versiones de ellas. Leemos, pues, en la famosa nota de 1924 a «La crisis del espíritu»:

Ahí donde los nombres de César, de Gayo, de Trajano y de Virgilio, ahí donde los nombres de Moisés y de san Pablo, ahí donde los nombres de Aristóteles, de Platón y de Euclides han tenido una significación y una autoridad simultáneas, ahí está Europa. Toda raza y toda tierra que ha sido sucesivamente romanizada, cristianizada y sometida, en lo que respecta al espíritu, a la disciplina de los griegos, es absolutamente europea35.

Son necesarios así tres ingredientes para hacer Europa: Roma, Grecia y el Cristianismo, al que Valéry no olvida añadir su basamento en el Antiguo Testamento. No quiero aquí destacar el elemento romano, ni tampoco sugerir que constituye como la síntesis de los otros dos. Pretendo más radicalmente, que nosotros no somos ni podemos ser «griegos» y «judíos» más que porque primero somos «romanos».

Al proponer aquí reflexionar acerca de lo que Europa tiene de romano, soy consciente de entrar en un terreno en el que reinan muchos afectos, positivos y negativos. Antes de proponer un concepto determinado de lo que es romano y de en qué es romana Europa, importa tomar conciencia de esos afectos, que podrían si no enturbiar ese nuevo concepto y reducirlo a representaciones tristemente habituales. Esos afectos están cargados positiva o negativamente y sus interferencias producen una confusa ambivalencia.

¿Quién teme a la loba feroz?

Vista en negativo, la imagen de los romanos repugna a una cierta sensibilidad moderna. Cabe identificar un vasto desagrado de aristas imprecisas, del que la oposición religiosa a la Iglesia Católica, que se denomina entonces catolicismo romano, o la oposición política (anglicana o galicana) al centralismo papal no son más que casos particulares. Los romanos de la historia pasan por gente de pelo e ideas cortos: un pueblo rural, por no decir rudo; un pueblo de militares, por no decir de militarotes. Si se llega a concederles un cierto genio político, se les reprochará, por otra parte, el imperialismo centralizador que ha sido fruto de él. De ahí toda una serie de intentos por exorcizar a este molesto antepasado. En Francia, en particular, se ha asistido al espectáculo cómico de la devaluación de los romanos frente a los galos, ofrecido por un pueblo que habla una lengua directamente heredada del latín. Son conocidos los diferentes registros en que se interpreta esta partitura, desde el siglo XVI hasta Ernest Lavisse y los tebeos de Astérix. Es conocido también el contexto cultural en el que se formó esta representación: había que dar a la «nación francesa», que se acababa de inventar, antepasados comunes y una común ideología. Para los partidarios del origen griego de los celtas, en el siglo XVI se trataba de ir en contra de las pretensiones del imperio de los Habsburgo, que se llamaba «romano»36. Para los fundadores de la III República, había que remontarse aguas arriba de la conversión de Clodoveo y del pueblo franco, que, con todo, habían de dar a Francia su nombre. Se divorciaba así el nacimiento de la nación de su bautizo. El escoger a Vercingetorix, héroe de una supuesta lucha nacional contra los romanos, permitía, por otra parte, dañar el nido del catolicismo, frente al cual la República pretendía afirmarse37.

Esta actitud negativa es contrarrestada por una visión valorizadora de los romanos, en nombre de los valores que se suponía que estos representaban. La retórica de la Revolución francesa está repleta de cultura romana, y las artes de la misma época llegan hasta el mimetismo simiesco de la arquitectura y el mobiliario romanos. Se desea así inspirarse en la virtud cívica de un Bruto o en el patriotismo de un Régulo. El Consulado, y luego el Imperio (¡ambos nombres reveladores!) practican una inyección masiva de símbolos romanos en el ejército («legión», «águila», etc.) y de derecho romano en el Código de Napoleón. Lo que se exalta con esto es ante todo el orden, la familia patriarcal, la patria. El fascismo italiano, un siglo después, emprendió a golpe de mentón la exaltación de una «romanidad» viril y conquistadora. Puede que la imagen de los romanos haya sido dañada aún más, quizá, por lo que pretendían tales esfuerzos. André Suarès tuvo razón al forjar para ese mito un nombre de enfermedad, limitándose a cambiar su última sílaba: la «romanitis»38.

¿No han inventado nada?

Una vez superados incluso los afectos que hemos dicho, vuelve a darse con la misma devaluación en el plano más sereno de la especulación: los que ponen en paralelo, sea para oponerlos o para exaltarlos conjuntamente, lo griego y lo judío tienen una clara tendencia a descuidar lo romano. Los romanos no han inventado nada. Es lo que dice magníficamente un texto de un gran historiador del judaísmo.

¿Qué origen tiene, pues, la altura de miras moral de que se enorgullecen los pueblos civilizados del mundo actual? No son ellos mismos los que la han producido; son los felices herederos que han especulado con la herencia de la Antigüedad y la han hecho fructificar. Son dos pueblos creadores los que han sido autores de la noble moralidad, los que han elevado al hombre y le han hecho salir del estado primitivo de barbarie y de salvajismo: el pueblo helénico y el pueblo israelita. No hay tercero alguno. El pueblo latino no ha creado ni transmitido más que el orden estricto de una sociedad vigilada y un arte de la guerra desarrollado; y solo en su edad decrépita ha hecho, además, el servicio que hacen los insectos: transportar un polen preexistente hasta el suelo fértil que estaba dispuesto para recibirlo; pero creadores, fundadores de una civilización superior, no lo han sido más que los griegos y los hebreos, y solo ellos39.

Se puede sonreír ante la retórica. Se puede tener un suspiro nostálgico ante la noble ingenuidad con la que Graetz echa una mirada complaciente a las realizaciones de la civilización occidental. Se puede estar en desacuerdo con la visión conjunta de la historia como de luces que luchan contra el reino de las tinieblas. Pero queda el hecho de una relativa modestia de la aportación romana. No es, pues, nada sorprendente que lo romano no haya sido sino raramente hipostasiado y dotado de los honores de la mayúscula para convertirse en lo Romano. Los filósofos han reflexionado poco sobre la experiencia romana. Y, cuando lo han hecho, ha sido de manera muy negativa. Tal es el caso de Heidegger40. Y también el de Simone Weil, que, de un modo por otra parte muy interesante para nuestro asunto, pone en paralelo, para englobarlos en la misma reprobación, a Roma e Israel, considerando que encarnan el mismo «gran animal». Apenas puede citarse, como excepción muy brillante, más que el caso de Hannah Arendt41. En la práctica, no es raro que el movimiento de redescubrimiento de la Antigüedad clásica desde Winckelmann se afirme como un deseo de saltar sobre lo que es romano para alcanzar de nuevo directamente la fuente griega. Y se comprende, si verdaderamente los romanos son tan poco interesantes como se dice…

Podríamos lanzarnos, para defender a los romanos, a una larga enumeración de sus aportaciones a la cultura europea. Ello sería fastidioso y poco original. Más aún: no llegaríamos así más que a captar el contenido de la cultura romana, al que se atribuirá una especificidad, sin llegar a captar la forma de ella. Hay un solo terreno de la cultura que, en opinión de todos, los romanos han inventado y legado a la posteridad, y es el derecho42. Es un hecho demostrado, es de gran importancia, y no puedo aquí más que levantar acta de él. Pero, una vez admitida la evidencia, se repite la paradoja: el derecho es justamente lo que regula las transacciones. Permitiendo la circulación de las riquezas, libera el tiempo que se habría requerido para producirlas cada uno por su lado y permite dedicarlo a la creación de bienes nuevos. Veremos más adelante cómo este único «contenido» de la romanidad tiene como análogo un determinado modelo de relación con la cultura como transmisión de lo que se ha recibido.

Sea como fuere, los determinados conceptos jurídicos cuya paternidad se reservará a los romanos pronto parecerán muy pobres y primitivos en relación, aguas arriba, con la riqueza de lo griego y, aguas abajo, con la forma desarrollada que esos elementos han cobrado en la secuencia de la historia europea. Así, cuando se intenta captar el contenido de la experiencia romana, apenas se llega más que a una transposición abastardada de lo que es griego, o a un esbozo aún rudimentario de lo que es medieval o moderno. Lo romano, desde este punto de vista, no puede aparecer más que como habiendo conseguido la paradoja de ser a la vez decadente y primitivo.

Todo lo que los jueces más severos conceden a la romanidad es haber difundido las riquezas del helenismo y haberlas hecho llegar hasta nosotros. Pero precisamente todo cambia si se renuncia a ver el contenido de la experiencia romana en algo distinto de esa transmisión misma. Ese poco que se concede como propio a Roma es quizá toda Roma. La estructura de transmisión de un contenido que no es suyo propio: he aquí, justamente, el verdadero contenido. Los romanos no han hecho sino transmitir, pero esto no es poca cosa. No han aportado nada nuevo en relación con los dos pueblos creadores, el griego y el hebreo. Pero esta novedad la han aportado ellos43. Han aportado la novedad misma. Han aportado como nuevo lo que para ellos era viejo.

El pueblo del principio

Ahora bien, yo sostengo que semejante manera de aportar no es puramente accidental y contingente, ni debida a los azares de la historia. Es, a mi modo de ver, el centro de la experiencia romana. La difusión de la herencia griega y hebraica ha encontrado, pues, en Roma un terreno particularmente favorable. Cabe intentar describir esta experiencia. Lo haré sin pretensión de objetividad, sino, por el contrario, aislando algunos rasgos en función de mi tema.

La experiencia romana es, en primer lugar, una experiencia del espacio. En ella se ve el mundo desde el punto de vista del sujeto que, tendido hacia delante, olvida lo que está detrás de él. Este modo de ver se refleja en la distribución de la realidad supuesta por la lengua. Así, la misma palabra (altus) significa tanto «alto» como «profundo»: lo que la lengua ha recogido es la distancia respecto del hablante, no la situación en un espacio objetivamente orientado. Lo que nosotros llamamos un carrefour (cuatro caminos) el latín lo ve como un trivium (tres caminos); mientras nosotros dominamos desde arriba el espacio y vemos cuatro direcciones, el romano no ve de dónde viene. Se ha podido sostener que esta misma manera de ver se manifiesta en el arte: mientras el templo griego está hecho para rodearlo, el templo romano es una abertura adosada a un detrás impenetrable. Mientras que la estatua griega está hecha para que se la mire desde todos los ángulos, porque se halla instalada en el reposo, la estatua romana está en marcha44.

En el registro del tiempo, la experiencia romana traduce la misma avanzada, el mismo arranque en relación con un origen. Hegel lo ha visto bien, incluso si advierte en ello un rasgo devaluador: «Desde el principio Roma fue algo artificial, violento, nada original (etwas Gemachtes, Gewaltsames, nichts Ursprüngliches)»45. Ahora bien, esta situación es muy explícitamente aceptada. A diferencia de los griegos, que tenían a gala el no deber nada a nadie, el no haber tenido maestros, los romanos confesaban de buen grado lo que debían a los demás46. A diferencia de los griegos, que reivindicaban con orgullo una presunta autoctonía, evidentemente legendaria47, por otra parte, los romanos vinculaban su origen a una no autoctonía, a una fundación, a una trasplantación a un suelo nuevo.

La relación romana con el origen, y lo que la opone a la relación griega con este, se muestra de modo muy elocuente en la comparación de las dos palabras claves en las que se expresa. Esas palabras son, sin duda, intraducibles, pero tienen el interés de dejar que diverja su sentido con tanta más claridad cuanto que provienen de una misma imagen, que es la del crecimiento de los vegetales: allá donde el griego dice physis (de phyein), el latín dice auctoritas (de augere). La physis griega («naturaleza») mienta lo que perdura, expresa la venida al ser como movimiento continuo48 de despliegue a partir de un origen y como instalación en una permanencia (la raíz phy- es la del latín fui, la del inglés to be). A la inversa, la auctoritas romana («autoridad») alude al hecho de ser el autor, la iniciativa que traspone el hiato que la innovación crea respecto de lo antiguo y que garantiza o ratifica la acción de otro distinto de uno mismo49.

Es esta relación con el origen como fundación la que expresa el mito de Rómulo, que, justamente, funda lo que todavía no existía. Y es también esto lo que ha captado y expresado el genio de Virgilio al explotar la leyenda troyana y crear en la Eneida el mito romano por excelencia. Eneas abandona Troya, saqueada por los griegos, llevando consigo a su padre y sus dioses domésticos, y los traslada a tierra latina. Ser romano es tener la experiencia de lo viejo como nuevo y como aquello que se renueva por su trasplantación a un suelo nuevo, trasplantación que hace de lo que era viejo el principio de nuevos desarrollos. Es romana la experiencia del comienzo como (re)comienzo.

Esta experiencia no se limita a la Roma de la historia. Nada prohíbe, en efecto, ligar a ella la prolongación medieval y renacentista de la leyenda romana de la reivindicación de un origen troyano de los europeos —y no solo de los franceses—50. O incluso la versión renacentista del tema, por otra parte no exclusivamente europeo, de la translatio studiorum: las ciencias que pasan de Grecia a Roma, y luego, según se elija, a Florencia o París51. O, en fin, la experiencia americana, que es «romana» por cuanto se funda en una trasplantación y en el deseo de instaurar un novus ordo seclorum, deseo que testimonia la profunda legitimidad europea de los Estados Unidos.

La actitud romana

Mi intento no es aquí el hacer historia. Lo es aún menos, por tanto, defender la realidad histórica del imperialismo romano —que, digámoslo de paso, no ha sido ciertamente el más tonto ni el más cruel que la historia haya conocido—. Me tomaré la libertad de abstraer de los datos de la historia una «actitud romana», que caracterizaré de manera general como la actitud de aquello que se sabe llamado a renovar lo antiguo. Así, dejaré de lado, por ejemplo, la invocación ritual de los oradores a las costumbres de los antepasados (mos maiorum). Pero me apoyaré en cambio en un núcleo factual, a saber, la helenización de la cultura romana. Esta sobrevino progresivamente, casi desde el momento en que Roma estuvo en contacto con las ciudades griegas de la Italia del sur (la «Magna Grecia» y Sicilia), y se continuó a ritmo acelerado a partir de las guerras púnicas. Este préstamo cultural tuvo como causa —y, por lo demás, como consecuencia— un cierto sentimiento de inferioridad de los romanos frente a los griegos.

Este complejo de inferioridad —incluso si se intenta enmascararlo con diversos subterfugios— se manifestará primero en el plano del soporte universal de la cultura, en el plano del lenguaje. La lengua latina no ha sido nunca particularmente valorada. Desde la Antigüedad, los romanos han tenido siempre más o menos conciencia de hablar una lengua pobre, en comparación con la exuberancia del griego52. En la Edad Media, el latín desempeñó ciertamente el papel de un instrumento de comunicación universal para la gente culta. Como tal, tenía un prestigio social. Pero seguía marcado por una triple secundariedad: a) no era la lengua materna de nadie, sino, en todos los casos, una lengua aprendida, ante la cual cada uno se encontraba en igualdad53; b) no era una lengua específicamente cristiana, ni siquiera específicamente religiosa, sino política, no cristiana, sino anterior al Cristianismo e incluso durante mucho tiempo enemiga de él: el Imperio romano; c) no era la lengua original de la Escritura, sino la de una traducción (la Vulgata), hecha a partir de un original hebraico o griego. En la época moderna, el latín conservó mucho tiempo la primacía en la comunicación científica, pero fue por razones puramente prácticas54. Nunca el latín fue considerado como poseedor de privilegios excepcionales, de orden metafísico —por ejemplo, como si fuera la lengua absoluta—55. La lengua del primer Adán pasó siempre por haber sido el hebreo, no el latín.

Y más adelante se encuentra el mismo sentimiento de un desnivel, incluso si han cambiado los términos entre los que se da. Así, las lenguas vernáculas, acantonadas primero en los géneros literarios menores, no pudieron desarrollar una gran literatura más que haciendo valer su título de legitimidad en relación con el latín56. Y entre las lenguas de la Europa moderna será aún necesario, varios siglos después, reivindicar la dignidad del alemán respecto del francés, luego la de las lenguas eslavas respecto del alemán, etc. Mas, si llegaron a hacerlo, fue porque las lenguas respecto de las cuales había que afirmarse, y la primera el latín, no tenían de por sí el prestigio de ser la lengua de cultura por excelencia: no lo eran más que como sustitutas del griego, cuya dignidad pretérita no había sido olvidada. También en esto debe Europa la diversidad lingüística que ha permitido su expansión a la presencia en su fuente de una pluralidad original. Allá donde, por el contrario —como ocurrió en el mundo bizantino—, el griego permanecía solo en liza, las lenguas vernáculas —incluso el griego popular— no pudieron acceder sino muy tardíamente a la dignidad de lenguas literarias57. Paradójicamente, el griego popular no conoció forma escrita sino en fecha más reciente que las diversas lenguas eslavas, cuyos hablantes habían entrado, sin embargo, en el espacio de la cristiandad mucho después que los griegos.

Poco importa aquí recordar que la inferioridad sentida por los romanos del siglo II acaso no ha sido justificada, no valiendo los griegos de la época apenas más que sus contemporáneos romanos58. No se trata aquí de hechos objetivos, por otra parte, muy difíciles de medir; se trata más bien de una impresión de orden afectivo. Lo importante es que se haya sentido y expresado un desnivel. Tal es el caso, por ejemplo, en el manido verso en el que Horacio dice que «la Grecia cautiva cautivó a su orgulloso vencedor e introdujo las artes en el agreste Lacio»59. Esto se ve todavía más claramente en la célebre declaración que Virgilio pone en boca de Anquises dirigida a Eneas, su hijo venido a visitarle en los Infiernos. Este traza una especie de programa para Roma. En una profecía evidentemente retrospectiva justifica con antelación el imperialismo romano en dos versos célebres. Pero antes empieza por poner en su debido lugar el arte de gobernar:

Excudent alii spirantia mollius aera

(Credo equidem), vivos ducent de marmore vultus,

Orabunt causas melius, caelique meatus

Describent radio et surgentia sidera dicent60.

Como no es cuestión de pretender traducir poesía, me contentaré con parafrasearlo: otros que los romanos —en este caso los griegos— serán mejores escultores, mejores oradores, mejores astrónomos; Roma deberá contentarse con el oficio de las armas y de la política, con poner orden en una escena en la que no será protagonista.

El acueducto

Roma no se ha contentado con administrar el mundo conquistado y con aportarle su propia civilización. Igualmente, y sobre todo, ha aportado una cultura que no venía de ella, la cultura griega. Esto es lo que ha sabido expresar de manera magnífica Péguy:

Él (el soldado romano) no ha hecho solamente las lenguas romances y la tierra medida en leguas romanas; no ha hecho solamente los pueblos románicos […]; no ha hecho solamente la rumanía y la romanidad y el mundo romano y el mundo latino. Dentro llevaban el mundo griego. Es decir, la primera mitad del mundo antiguo. Y el pensamiento antiguo no se habría insertado en el mundo y no habría dominado el pensamiento de todo el mundo si el soldado romano no hubiera procedido a esta inserción temporal, si el soldado romano no hubiera medido la tierra, si el soldado romano no hubiera procedido a esta especie de injerto único en el mundo […]61

Tal comportamiento no era consabido. Las élites romanas habrían podido muy bien rechazar helenizarse. El modelo romano, la «vía romana», no es el único posible. Se puede fácilmente describir un contramodelo, definir la tentación a la que Roma ha resistido. Habría sido fácil elegir preservar intacta su «autenticidad», considerada como un signo de la inocencia primitiva, y adoptarla contra el refinamiento, en el que cabe ver un síntoma de decadencia. Se pueden hallar en la historia ejemplos de semejante actitud. Tal es el movimiento eslavófilo de la Rusia del siglo XIX. Los romanos han tenido al menos el valor de inclinarse ante la cultura griega, de confesarse como personas mal desbastadas, pero capaces de aprender.

Es «romano», en este sentido, todo aquel que se sabe y se siente cogido entre algo como un «helenismo» y algo como una «barbarie». Ser «romano» es tener, aguas arriba de sí, un clasicismo que imitar y, aguas abajo de sí, una barbarie que someter. No como si se fuera un intermedio neutro, un simple trujamán en sí mismo extraño a lo que hace comunicar, sino sabiendo que uno mismo es el escenario en el que todo se desarrolla, sabiéndose a sí mismo tendido entre un clasicismo que asimilar y una barbarie interior.

Ser «romano» es percibirse como griego en relación con lo que es bárbaro, pero también, al mismo tiempo, como bárbaro en relación con lo que es griego. Es saber que lo que uno transmite no lo tiene por sí mismo, y que no lo posee más que apenas, de manera frágil y provisional.

La cultura romana es así esencialmente tránsito: una vía, o acaso un acueducto62 —otro signo tangible de la presencia romana—. Esta última imagen tiene, por otra parte, la ventaja respecto del camino de expresar directamente la necesidad de un desnivel. Mientras un camino debe ser lo más llano posible, un acueducto es impensable sin un declive. Así mismo, la cultura romana se tiende entre un arriba y un abajo.

Entre «helenismo» y «barbarie»

Así, pues, lo que yo llamo la actitud romana no es lo propio de los romanos tal como la historia nos los presenta. Es también, y en primer lugar, cosa de los griegos mismos. Estos, y en todo caso los más grandes de entre ellos, se consideraban como antiguos bárbaros. La diferencia entre griego y bárbaro no es de naturaleza, sino puramente cronológica: «El mundo griego antiguo vivía de manera análoga al mundo bárbaro actual»63. Los griegos son como herederos que han heredado su bien de otros, y hasta sus dioses64. Es quizá incluso el sentimiento de una cierta falta de originalidad, en todos los sentidos de este término, por relación con las «viejas» civilizaciones fluviales como Egipto o Mesopotamia, lo que les empujaba a precipitarse sobre todo lo que era nuevo65. La vida griega recibió de él el ritmo desenfrenado que le es propio: «Increíblemente rápida fue la carrera de la vida en Grecia»66. Y sin embargo los griegos se distinguen de lo que llamo aquí la romanidad en un punto capital, que es la ausencia de un sentimiento de inferioridad en relación con las fuentes. Lo que, en efecto, se ha recibido tienen la impresión de haberlo también transformado, y para mejor: «todo lo que los griegos reciben de los bárbaros han acabado siempre por perfeccionarlo»67. En todo caso, la misma dinámica anima la historia europea. Cabe caracterizarla a partir de la actitud «romana». Esta es la conciencia de tener, por encima de sí, un «helenismo» que domina y, por debajo de sí, una barbarie que someter. Me parece que es esta diferencia de potencial entre la corriente, arriba, clásica y la corriente, abajo, bárbara lo que hace avanzar a Europa.

La aventura colonial de Europa, desde los grandes descubrimientos, en África, por ejemplo, ha sido a menudo sentida como una repetición de la colonización romana. Toda una historiografía francesa establece un paralelo entre la colonización del Magreb por la Roma antigua y esta, moderna, por Francia, justificando esta por la más antigua. Los colonizadores se identifican, así, con los conquistadores: «Reemprendemos, mejorándola, la obra de los romanos»68. Se ha podido, de manera acaso más penetrante, llevar el paralelismo más lejos y comparar la colonización europea de África con la conquista romana de Europa69.

Cabe preguntarse si el vínculo no es aún más profundo y si la voluntad confesada de identificación con el imperialismo antiguo no se explicaría ella misma por un deseo más oculto de tomarse la revancha respecto de este. La colonización y el Humanismo europeos desde el Renacimiento italiano —dos acontecimientos que, a escala de la historia de las civilizaciones, son contemporáneos—, ¿no estarían vinculados por relaciones de compensación? Cabría atreverse a decir que el ardor conquistador de Europa ha tenido mucho tiempo, entre sus más secretos resortes, el deseo de compensar, por la dominación de pueblos considerados inferiores, el sentimiento de inferioridad respecto a la Antigüedad clásica que el Humanismo venía siempre a reavivar. Cabe sospechar algo semejante a un equilibrio entre la preponderancia de los estudios clásicos y la colonización: colegiales atiborrados de latín y de griego suministraban excelentes dirigentes al Imperio70. Y, a la inversa, el fin del papel dominante reservado a los estudios clásicos, en la posguerra, es contemporáneo de la descolonización.