Nota biográfica sobre Ellis y Acton Bell1

Hay quien ha pensado que todas las obras publicadas bajo los nombres de Currer, Ellis y Acton Bell en realidad están escritas por la misma persona. Se trata de un error que me dispuse a rectificar con unas breves palabras de advertencia que antecedían a la tercera edición de Jane Eyre, pero, al parecer, estas palabras tampoco gozaron de un crédito generalizado, y ahora, con motivo de la reimpresión de Cumbres Borrascosas y Agnes Grey, veo claramente aconsejable exponer la situación tal cual es en la realidad.

Sin lugar a dudas, tengo la sensación de que ha llegado el momento de disipar la oscuridad que acompaña a estos dos nombres: Ellis y Acton. Ese pequeño misterio —que en un principio nos generó un cierto placer inocente— ha perdido su interés, las circunstancias han cambiado. Por tanto, es ahora mi deber ofrecer una breve explicación sobre el origen y la autoría de los libros escritos por Currer, Ellis y Acton Bell.

Hará unos cinco años, tras un periodo relativamente prolongado de separación, mis dos hermanas y yo nos reencontramos y coincidimos en casa. Al residir en una región apartada donde la educación había logrado escasos avances y donde, en consecuencia, no había aliciente ninguno para salir a relacionarnos más allá de nuestro propio círculo doméstico, dependíamos por completo de nosotras mismas, de los libros y el estudio para las diversiones y pasatiempos de la vida. El mayor de los estímulos, y también el placer más alegre que conocíamos ya desde la infancia, consistía en intentar componer textos literarios. Antes solíamos mostrarnos unas a otras nuestros escritos, pero este hábito de comunicación y consulta se había suspendido en los últimos años, de tal manera que las tres ignorábamos los progresos que pudiéramos haber hecho respectivamente.

En un día de otoño de 1845, di por casualidad con un volumen manuscrito de poemas con la letra de mi hermana Emily. No me sorprendió, claro está, puesto que ya sabía que Emily era capaz de escribir poemas y que en efecto los escribía. Le eché un vistazo, y fue algo más que una sorpresa lo que se apoderó de mí: la profunda convicción de que no se trataba de simples efusividades, nada por el estilo de la poesía que suelen escribir las mujeres. Me parecieron versos condensados y lacónicos, enérgicos y genuinos. En mis oídos sonaban también con una musicalidad peculiar: desenfrenada, melancólica y sublimadora.

Mi hermana Emily no era de carácter efusivo, ni tampoco era alguien en los recovecos de cuya mente y en cuyos sentimientos pudieran entrometerse con impunidad ni siquiera los seres más queridos ni los más próximos a ella: tardé horas en lograr que se resignara a mi descubrimiento y días en convencerla de que semejantes poemas se merecían la publicación. No obstante, ya sabía yo que en una mentalidad como la suya no podía faltar la chispa latente de una honrosa ambición, y me negué al desaliento en mis tentativas de avivar esa chispa y hacer prender la llama.

Entretanto, mi hermana pequeña se dedicó a escribir discretamente sus propias composiciones y me insinuó que, ya que las de Emily me habían complacido, tal vez querría yo echar un vistazo a su texto. No pude por menos que ser una jueza parcial, aunque sí pensé que aquellos versos también tenían su dulce y sincero patetismo.

Ya desde pequeñas acariciábamos el sueño de llegar a ser autoras algún día. Este sueño, que jamás menguó ni siquiera en la separación impuesta por la distancia ni en la ocupación a la que nos sometían las tareas más absorbentes, ahora adquiría fuerza y consistencia de manera repentina: adoptó el carácter de una determinación. Acordamos organizar una pequeña selección de nuestros poemas y, de ser posible, conseguir que se publicaran. Reacias a convertirnos en personajes públicos, ocultamos nuestros nombres tras el velo de los de Currer, Ellis y Acton Bell. Era una elección ambigua dictada por una suerte de escrúpulo de conciencia ante el hecho de asumir unos nombres de pila que fuesen claramente masculinos, por mucho que no deseáramos darnos a conocer como mujeres, porque —sin sospechar en aquel momento que nuestro modo de escribir y de pensar no era lo que se conocía como «femenino»— teníamos la vaga idea de que las autoras son susceptibles de una consideración prejuiciosa: ya nos habíamos percatado de que los críticos a veces utilizan el arma de la individualidad para su reprimenda, y la galantería para sus gratificaciones, lo cual no es un verdadero elogio.

La publicación de nuestro librito supuso un gran esfuerzo. Tal y como era de esperar, no había el menor interés en nosotras ni en nuestros poemas, pero ya nos habíamos preparado para ello de antemano: aunque carecíamos de experiencia, sí habíamos leído las experiencias de otros. El gran misterio residía en la dificultad de obtener respuesta de alguna clase por parte de los editores a los que nos dirigíamos, y fue tal el grado de hastío que me generó este obstáculo que me aventuré a escribir a los señores de Chambers, de Edimburgo, para pedirles algún consejo. Es posible que ellos hayan olvidado tal circunstancia, no así yo, puesto que recibí de su parte una respuesta breve y formal, si bien cortés y sensata, que pusimos en práctica y por fin logramos algún avance.

El libro se publicó: es apenas conocido, y lo único que merece la pena conocer en todo el texto son los poemas de Ellis Bell. La firme convicción que yo albergaba, y que mantengo, acerca de la valía de estos poemas no ha recibido ni mucho menos la confirmación de una crítica favorable, pero aun así no la abandono.

El fracaso no consiguió acabar con nosotras: el simple esfuerzo por lograrlo había imbuido la existencia de una maravillosa pasión; debíamos perseverar. Nos pusimos cada una a trabajar en un relato en prosa: Ellis Bell escribió Cumbres Borrascosas, Acton Bell hizo Agnes Grey y Currer Bell escribió otro texto de narrativa en un solo volumen. Durante un año y medio, perseveramos en el envío de estos manuscritos a diversos editores quisieran ellos o no, y el rechazo abrupto y humillante fue su sino en general.

Finalmente, Cumbres Borrascosas y Agnes Grey fueron aceptadas con unas condiciones empobrecedoras para sus dos autores. El libro de Currer Bell no encontró aceptación en ningún lugar, ni tampoco reconocimiento de mérito alguno, hasta el punto de que el autor comenzara a sentir algo parecido a un escalofrío de desaliento que le invadía el corazón. En una tentativa a la desesperada, el señor Bell decidió probar con otro editor más: Smith & Elder. No a mucho tardar llegó una carta, en un espacio de tiempo muy inferior al que la experiencia lo había acostumbrado a calcular, y la abrió con la sombría expectativa de hallar dos duras líneas que no dejaran resquicio a la esperanza y dieran a entender que Smith & Elder «no están en disposición de publicar el manuscrito»; en cambio, Currer extrajo del sobre una carta de dos páginas y la leyó tembloroso. En efecto, la misiva declinaba la oferta para publicar el manuscrito por razones comerciales, pero analizaba sus méritos y deméritos con tal cortesía, con tal consideración y con un ánimo tan racional, con un discernimiento tan lúcido, que aquel mero rechazo alentó al autor de mejor modo de lo que hubiera conseguido una aceptación expresada en términos vulgares. Añadía, además, que una obra en tres volúmenes recibiría la atención más detallada.

Por entonces me encontraba justo finalizando Jane Eyre, en la cual estuve trabajando mientras el volumen de aquel otro relato se aburría de ir y venir en su batallar por Londres: la envié en cuestión de tres semanas, y la acogieron unas manos diestras y cordiales. Esto sucedió a primeros de septiembre de 1847. Se publicó antes del final del siguiente mes de octubre, mientras las obras de mis hermanas, Cumbres Borrascosas y Agnes Grey, se demoraban aún en manos de otros gestores a pesar de que llevaban meses ya en imprenta.

Por fin aparecieron, y los críticos no lograron hacerles justicia. Las aptitudes inmaduras aunque muy reales que se manifestaban en Cumbres Borrascosas pasaron prácticamente desapercibidas, su trascendencia y naturaleza se malinterpretaron, la identidad de su autor quedó tergiversada; se dijo que se trataba de un intento previo y más burdo de la misma pluma que había escrito Jane Eyre: ¡injusto y grave error! Nos hizo reír al principio, pero ahora lo lamento en el alma. Así fue, me temo, como surgió un prejuicio en contra del libro. Aquel escritor capaz del intento de endosar un texto prematuro e inferior al amparo de una obra exitosa sin duda había de estar sumido en una desaforada impaciencia en pos del segundo y escabroso producto de su autoría, y además mostraba una lamentable indiferencia por su valía bien real y honorable. Si los críticos y el público en verdad creían esto, no me extraña que viesen aquella treta con malos ojos.

Aun así, no ha de entenderse que yo pretenda convertir estas cuestiones en motivo de reproche o de queja: no me atrevería a hacerlo; me lo prohíbe el respeto por mi hermana, que habría considerado indigna tal manifestación quejosa, como una debilidad insultante.

Es mi deber, además de un placer, dar reconocimiento a la excepción que confirma la regla de la crítica generalizada. Un autor, dotado de una aguda visión y una admirable tendencia a la genialidad, ha percibido la verdadera esencia de Cumbres Borrascosas y, con igual precisión, ha señalado sus bondades y mencionado sus faltas. Qué frecuente es que los críticos nos recuerden a la turba de astrólogos, magos y adivinos congregados ante el muro e incapaces de leer los caracteres u ofrecer una interpretación de cuanto ha escrito la mano en la pared. Tenemos el derecho de regocijarnos cuando aparece por fin un verdadero clarividente, un hombre en quien mora un excelente espíritu, que ha recibido el don de la lucidez, la sabiduría y el buen entendimiento, que sí es capaz de leer correctamente ese «Mené, mené, tekel, upharsin» producto de una mente original (por muy verde que estuviera, por muy deficiente que fuese su formación y parcial fuera la expansión de dicha mente), y que es capaz también de decir con confianza: «y la interpretación es esta».

Aun así, incluso este escritor al que aludo coincide en el error acerca de la autoría y comete conmigo la injusticia de suponer que había alguna clase de ambigüedad en mi primer rechazo de tal honor (porque un honor lo considero yo). Me permito asegurarle que despreciaría dedicarme a las ambigüedades en este y en cualquier otro caso. Creo que hemos recibido el don del lenguaje para expresar con claridad lo que deseamos decir, y no para envolverlo en la sombra de una deshonesta duda, ¿no es así?

La inquilina de Wildfell Hall, de Acton Bell, tuvo una recepción igualmente desfavorable, y no me puedo sorprender ante esto. La temática elegida fue un completo error. No podría haberse concebido nada menos congruente con la naturaleza de la autora. Los motivos que dictaron esta elección eran puros, pienso yo, si bien ligeramente morbosos. En el transcurso de su vida, Anne había tenido la oportunidad de contemplar de cerca y durante un largo tiempo los terribles efectos de un talento desperdiciado y de unas facultades maltratadas; era la suya una forma de ser naturalmente sensible, reservada y con tendencia al desánimo. Su mente asimiló muy hondo cuanto vieron sus ojos, y aquello le causó un daño. Caviló y caviló sobre ello hasta que se convenció del deber de reproducir cada detalle (por supuesto con personajes, situaciones e incidentes ficticios) a modo de advertencia para los demás. Odiaba su obra, pero no cejó en la tarea, y cuando razonabas con ella sobre el tema, mi hermana consideraba que tales razonamientos eran una tentación de caer en la autocomplacencia. Tenía el deber de ser honesta y no edulcorar, suavizar ni ocultar nada. Con esta determinación tan bienintencionada se granjeó las malas interpretaciones además de ciertas injurias que sobrellevó tal y como era costumbre en ella sobrellevar las amarguras: con una paciencia firme y afable. Era una cristiana muy sincera y pragmática, aunque el tinte de la melancolía religiosa tiñera de un aire triste su breve e intachable vida.

Ni Ellis ni Acton se permitieron por un solo instante hundirse bajo el peso de la falta de aliento y apoyo: la una se aceraba a base de energías y la otra se sostenía por pura resistencia. Ambas estaban preparadas para volver a intentarlo, y yo no podía sino pensar que las dos estaban llenas de esperanza y de fuerzas. Se aproximaba, sin embargo, un gran cambio: llegó la aflicción en esa forma que tanto pavor produce cuando uno ya se la espera, y tanto dolor al echar la vista atrás sobre ella. En los sudores y las cargas de la jornada, las jornaleras faltaron a su labor.

Mi hermana Emily fue la primera en decaer. Tengo los detalles de su enfermedad grabados a fuego en la memoria, pero no me corresponde a mí detenerme en ellos, ni en mis reflexiones ni por escrito. En toda su vida, jamás se demoró en ninguna tarea que tuviera ante sí, y tampoco se demoró en esto. Se hundió rápidamente. Se apresuró en dejarnos, y, aun así, mientras su físico se deterioraba, mentalmente se fortalecía más aún de lo que nunca habíamos conocido en ella. Día tras día, al ver con qué fachada hacía frente al sufrimiento, yo me llenaba de una angustia de asombro y de amor al mirarla. Jamás he visto nada igual, pero, ciertamente, jamás he visto nada a su altura en ningún aspecto. Más fuerte que un hombre, más sencilla que una niña, tenía una forma única de ser. Lo más terrible era que mientras rebosaba compasión hacia los demás, consigo misma era inmisericorde; el espíritu era implacable con la carne: a la mano temblorosa, las exánimes extremidades, los ojos apagados, les exigía el mismo servicio que le habían prestado en la salud. Estar allí y presenciar aquello sin atreverse a proferir queja ninguna producía un dolor que no se puede expresar con palabras.

Dos crueles meses de esperanza y de temor transcurrieron dolorosos, y llegó al fin el día en que este nuestro tesoro habría de padecer los terrores y suplicios de la muerte; ella, que se hacía más y más querida en nuestros corazones conforme se iba consumiendo ante nuestros ojos. Hacia el ocaso de aquel día, nada nos quedaba ya de Emily salvo sus restos mortales tal cual los abandonó la tisis. Falleció el 19 de diciembre de 1848.

Pensábamos que ya no podía ser peor, pero ay, craso y engreído error el nuestro. No la habíamos sepultado aún cuando Anne cayó enferma, y la hermana mayor no llevaba ni quince días en la tumba cuando nos percatamos claramente de la obligación de mentalizarnos de que veríamos a la pequeña marcharse tras ella. Como correspondía, siguió aquella misma senda con unos pasos más detenidos y con una paciencia a la altura de la fortaleza de la primera. Ya he mencionado que era religiosa, y fue en aquellas doctrinas cristianas en las que tan firmemente creía donde encontró apoyo durante el recorrido de su travesía más dolorosa. Fui testigo de la eficacia de aquella fe en su última hora y en su mayor cruz, y he de dar testimonio del sosiego triunfal con el que dicha fe la guio. Murió el 28 de mayo de 1849.

¿Qué más diría de ellas? No puedo ni tampoco me hace falta decir mucho más. De cara al exterior, eran dos mujeres discretas; una vida de absoluta reclusión generó en ellas el retraimiento en las formas y las costumbres. Cualquiera diría que los extremos del vigor y la sencillez se tocaban en la forma de ser de Emily. Bajo una cultura sin sofisticaciones, unos gustos sin artificios y una fachada sin pretensiones descansaban una fuerza y un ardor secretos que bien podrían haber alimentado el cerebro y corrido por las venas de un héroe; pero carecía de mundo: sus capacidades no estaban adaptadas al negociado práctico de la vida. No lograba defender sus derechos más manifiestos ni tener en cuenta su más legítima ventaja. Tenía que haber habido siempre un intérprete entre el mundo y ella. No era de una voluntad muy flexible, por lo general opuesta a sus propios intereses. Tenía un carácter magnánimo, si bien cálido y con arrebatos; el espíritu absolutamente inquebrantable.

Anne tenía un carácter más afable y contenido. Deseaba el ardor, la fuerza y la originalidad de su hermana, aunque ella había sido de sobra agraciada con sus propias y calladas virtudes: sufrida, abnegada, reflexiva e inteligente, un recato y un retraimiento constitutivos la mantenían en la sombra y encubrían su forma de pensar —y en especial sus sentimientos— con una especie de velo monjil que rara vez apartaba. Ni Emily ni Anne eran mujeres de erudición, no pensaban en beber de las fuentes de otras opiniones. Siempre escribían desde el impulso de la naturaleza, al dictado de la intuición y con la provisión de observaciones que su limitada experiencia les había permitido acumular. Podría resumirlo todo diciendo que no serían nada para un desconocido y aún menos para un observador somero, pero para quienes las conocían de toda la vida en la intimidad de una relación cercana, ambas eran genuinamente buenas y verdaderamente grandes.

Si he redactado esta nota es porque considero mi sagrado deber retirar el polvo que cubre sus lápidas y dejar limpios de tierra sus amados nombres.

CURRER BELL [CHARLOTTE BRONTË]
19 de septiembre de 1850