Introducción1
[Hay autores que] poseen una personalidad tan abrumadora que —tal y como decimos en la vida real— hacen sentir su presencia desde el instante en que aparecen por la puerta. Hay en ellos una indomable ferocidad que está en perpetua lucha con el orden establecido de las cosas y que despierta en ellos el deseo de crear de manera instantánea en lugar de observar con paciencia. Este mismo ardor rechaza las medias tintas y otros impedimentos menores, hace caso omiso de la conducta cotidiana de la gente común y pasa de largo ante ella para volar raudo en busca de sus pasiones más inconfesadas y aliarse con ellas. Los convierte en poetas o, si deciden escribir en prosa, en alguien incapaz de tolerar sus restricciones: de ahí que tanto Emily como Charlotte Brontë estén siempre invocando a la naturaleza en busca de ayuda. Ambas sienten la necesidad de algo que simbolice las extensas y adormecidas pasiones de la esencia humana con mayor fuerza de lo que son capaces de transmitir las palabras o los hechos. Charlotte finaliza su mejor novela, Villette, con la descripción de una tormenta: «Cargados y oscuros los cielos, un denso cúmulo surge veloz por el oeste como una pesadilla, nubes que adoptan extrañas formas». Así recurre ella a la naturaleza para describir un ánimo que no se podría expresar de otro modo, pero lo cierto es que ninguna de las hermanas observaba la naturaleza con tanta precisión como Dorothy Wordsworth, ni la pintaba con un detalle tan minucioso como Tennyson. Aprovechaban aquellos aspectos de la tierra que se asemejaban más a lo que ellas sentían o atribuían a sus personajes, de modo que sus tormentas, sus páramos, sus idílicos espacios estivales no son ornamentos a los que se recurre para decorar una página anodina ni para hacer gala de la capacidad de observación de la autora: expresan la emoción y arrojan luz sobre el sentido del libro.
El sentido de un libro —que en tantas ocasiones se encuentra al margen de cuanto sucede y cuanto se dice y más bien consiste en la conexión que para el autor han tenido ciertas cosas que son en sí distintas— es necesariamente difícil de captar, en especial cuando —como sucede con las Brontë— el autor es poético y el sentido es inseparable del vocabulario que utiliza, cuando es algo que se respira en el ambiente más que tratarse de una observación concreta. Cumbres Borrascosas es un libro más difícil de entender que Jane Eyre, porque Emily era mejor poetisa que Charlotte. Cuando Charlotte escribía, se expresaba con elocuencia, ardor y pasión al decirnos «(yo) amo», «(yo) odio», «(yo) sufro», y su experiencia, si bien más intensa, se halla al mismo nivel que la nuestra. En Cumbres Borrascosas, sin embargo, no existe ese «yo». No hay institutrices. No hay patronos. Hay amor, pero no es un amor de hombres y mujeres. Emily se inspiró en una noción un tanto más general. El impulso que la instó a crear no fue su propio sufrimiento ni sus propios males, sino que se asomó al gigantesco desorden de un mundo agrietado y resquebrajado y sintió en ella la capacidad para unirlo en un libro. Esa colosal ambición se percibe a lo largo de toda la novela: una sufrida lucha —medio frustrada pero de una convicción superlativa— por decir algo por boca de sus personajes, y ese algo no es un simple «(yo) amo», «(yo) odio», «(yo) sufro», sino un «nosotros, la raza humana entera» y un «tú, el poder eterno...», y la frase queda en el aire. No es extraño que esto haya de ser así; más bien, resulta asombroso que pueda hacernos sentir todo cuanto ella tenía la capacidad de decir, siquiera. Esto irrumpe en las palabras a medio articular de Catherine Earnshaw: «Si todo lo demás pereciese y él continuara en pie, yo aún seguiría existiendo, y si todo lo demás continuara en pie y él desapareciera por completo, el universo se convertiría en un imponente desconocido, y no me sentiría parte de él». Vuelve a surgir en presencia de los muertos. «Veo un reposo que ni la tierra ni el infierno podrán interrumpir y siento la seguridad de un más allá de luz e infinito —la eternidad a la que ellos han accedido— donde la vida no conoce límites en su duración y tampoco el amor en su empatía ni el gozo en su plenitud». Esta insinuación de un poder que subyace a las apariciones de carácter humano y las eleva hasta alcanzar la presencia de la grandeza es lo que le da al libro su inmensa talla entre otras novelas, pero a Emily Brontë no le bastaba con escribir unos versos, con proferir un grito, con expresar un credo. En sus poemas lo hizo de manera contundente, y quizá estos poemas lleguen a ser más duraderos que su novela. Pero Emily era una novelista además de poetisa; debía asumir una tarea más laboriosa y más ingrata. Debía hacer frente al hecho de otras existencias, lidiar con el mecanismo de lo externo, construir con una forma reconocible las haciendas y las casas además de trasladarnos las intervenciones de unos hombres y unas mujeres que existían al margen de ella. Y así alcanzamos estos picos de emoción, no por medio de vituperios ni de éxtasis, sino al oír a una niña que canta viejas canciones para sí mientras se mece en las ramas de un árbol, al observar cómo pastan las ovejas del páramo, al escuchar el suave resuello del viento entre la hierba. La vida en la hacienda se nos abre de par en par con todos sus absurdos y sus inverosimilitudes, y disponemos de la oportunidad de comparar Cumbres Borrascosas con una verdadera granja y a Heathcliff con un hombre auténtico. ¿Cómo —se nos da la oportunidad de preguntar— puede haber algo de verdad, de lucidez, de esa fina gama de emociones en unos hombres y unas mujeres que tan poco se parecen a lo que hemos visto en nosotros? Aun así, no hemos terminado de formular la pregunta y ya vemos en Heathcliff a ese hermano que una genial hermana podría haber visto; es imposible, decimos, y sin embargo no hay un chico en la literatura que haya tenido una existencia más vívida que la suya. Lo mismo sucede con las dos Catherines; una mujer jamás podría sentirse como ellas ni actuar como lo hacen ellas, decimos. Así y todo, son las mujeres más adorables de la literatura inglesa de ficción. Es como si pudiéramos hacer trizas todo aquello por lo que conocemos al ser humano y rellenar estas transparencias irreconocibles con una ráfaga de vida tal que trasciendan la realidad. El suyo es, entonces, el más excepcional de todos los poderes. Era capaz de liberar la vida de su dependencia de los hechos reales; definir el alma que hay detrás de un rostro con unas simples pinceladas y darlas de tal modo que a ese rostro no le haga falta un cuerpo; hablar del páramo y hacer que sople el viento y que ruja el trueno.
VIRGINIA WOOLF
1916