Después sabríamos lo que quería decir en japonés el nombre del lugar: cuando le quedaba poco y nada de Palacio de Manjares Imperiales; cuando conseguimos entre cuatro dominar a Manú y liberar de la asfixia al minúsculo nipón encargado del Ko San Tei; cuando las aterrorizadas camareras asomaron por la puerta vaivén de las cocinas y las inequívocas señales de que la fiesta había terminado fueron posándose sobre lo que quedaba del Palacio.
Hacía falta, quizá, tener veinte años —y yo era el único de los invitados a la fiesta que no superaba con creces tal edad— para notar que, en esas cinco o seis horas nocturnas del 19 de septiembre, los presentes no sólo habían envejecido cinco o seis horas: lo supieran o no, habían ido adentrándose, minuto a minuto, en esa mediana edad que ya delataban de sobra sus cuerpos; habían alcanzado esa meseta desde la cual veían panorámicamente la juventud a su espalda y la vejez allá adelante, mucho menos lejana de lo que habían querido creer hasta entonces.
La escandalosa categoría con que empezó la noche, un par de meses más temprano, en la cabeza de Leo Ferradás, había ido perdiendo en esas horas gran parte del sello originario que él quiso darle; sin embargo, el desenlace tuvo todas las características de sus golpes de efecto de grand régisseur.
Dos meses antes, una helada mañana de julio, Ferradás recorrió el restaurante en construcción, obviando olímpicamente el frío que a todos los demás nos tenía al borde del Parkinson más espasmódico, habló con los dueños mientras miraba los bocetos que anticipaban el aspecto que tendría el salón principal y los salones adyacentes, y dio por terminada la búsqueda del lugar ideal. El equipo de producción de Data se encargó del resto: reservar entero el Ko San Tei para la noche del 19 de septiembre —tres días antes de su inauguración al público—; elegir un menú estrictamente irrepetible y despachar las invitaciones, con riguroso RSVP, a los egresados de las treinta y cinco promociones del Saint Ethan’s.
Atrás quedaban las negociaciones con las autoridades del colegio para convencerlos de festejar así sus treinta y cinco años de existencia: Data correría con todos los gastos de la fiesta pero exigiría, a cada invitado que quisiera asistir, una donación de mil dólares para la Fundación Saint Ethan’s. Ése sería el filtro natural para dejar afuera a los fracasados y a los demasiado jóvenes —salvo a mí, que era de la familia.
El silenciado propósito de ese gesto dispendioso, insensato y tan típico de Leo Ferradás, era convertir el evento en una bruta nota —o incluso dedicarle un número entero— de Data. Y obviamente se necesitaba el aval del colegio para hacer las cosas como era debido. ¿Por qué? Porque del Saint Ethan’s había salido un porcentaje considerable del gotha social, artístico, deportivo y político de nuestra bienamada patria. Y Data era el ojo de la cerradura por donde los infelices mortales espiaban desde su mundo a la Casta de los Glamorosos y los Malditos: el provocativo pasquín que disecaba, para bien o para mal, a todos aquellos que eran alguien —no al estilo de Hola o Paris Match, sino con esa combinación de agudeza y malicia que en nuestra época se confunde con inteligencia.
Leo Ferradás pertenecía a la primera camada del Saint Ethan’s, cuando el colegio estaba todavía en la calle Alsina y había entre los alumnos más apellidos gallegos, italianos o polacos que criollos y anglosajones. En aquella época sólo se veía alguna sotana en la capilla (una zona más bien simbólica del edificio, que recibía muchas menos visitas que la enfermería o la dirección) y el manejo del colegio y casi toda la enseñanza estaban en manos de rotarios irlandeses borrachos y de temeraria vocación. El arancel de la matrícula era casi como un bono contribución, el único campo de deportes era el patio del colegio y más de la mitad de los alumnos vivía desde la avenida Santa Fe hacia el sur. Pero el alcohol y la enseñanza encarados simultáneamente tienen sus efectos secundarios, y la comunidad educativa laica irlandesa en la Argentina no ha sido nunca lo que se dice muy nutrida.
Así fue como empezaron a introducirse los curas en el Saint Ethan’s: pasando de las suplencias temporarias en las materias complicadas a la inclusión de clases de religión, retiros espirituales y jornadas conjuntas de oración para padres y alumnos. Por cada viejo rotario borrachín que iba sucumbiendo en olimpíadas etílicas de fin de semana, aparecía un nuevo Father Patrick al frente del aula. Más o menos entonces llegó la primera donación de fondos, que fue aceptada de inmediato por el consejo de profesores —con mayoría religiosa, ya—; un descampado enorme sobre la ruta Panamericana que se convirtió en el campo de deportes del colegio y que permitió a los curas mostrar una faceta hasta entonces desconocida para los alumnos: su fanatismo por la salud corporal.
Nunca quedó en claro la relación causa-efecto de lo que pasó después: si fue debido al incremento de alumnos que se encaró el traslado del colegio hacia el corazón de Barrio Norte, o si la mudanza —estimulada en gran parte por la flamante asociación de padres— dio cabida a nuevos ethanianos. Lo concreto es que el incremento en el alumnado superó la capacidad del plantel docente. Y la decisión que se tomó entonces marca el principio del fin de aquel Saint Ethan’s laico, caótico y vecinal. Ese Saint Ethan’s que yo no llegué a conocer, porque no había nacido aún, y que Ferradás a veces me describía, cuando los dos nos quedábamos solos en su casona de Palermo Chico, y él se aburría de ganarme al pool y jugueteaba con la idea de que algún día, cuando yo tuviera su edad, terminaría sentándome a escribir su biografía.
El consejo de profesores decidió entonces que, para poder importar más curas de Irlanda, debían aumentarse los aranceles. El encarecimiento de las cuotas aumentó casi mágicamente el prestigio del colegio. Y, si bien es cierto que los nuevos precios generaron una batalla campal con la asociación de padres y el posterior éxodo de buena parte del alumnado original, la nueva combinación que ofrecía el colegio (léase: inglés, más religión, más deporte) y, especialmente, las características de esa combinación (un inglés presuntamente sólido pero al mismo tiempo libre de flema británica y chabacanería yanqui; una formación religiosa intensa pero presuntamente más civilizada que las medievales variantes españolas o italianas; un deporte como el rugby, que ofrecía la intensidad del fútbol pero obviaba todo salvajismo «popular») hizo que las vacantes se cubrieran enseguida y que empezara a rodar el mito acerca del Saint Ethan’s.
Víctor Jesús Leonardo Ferradás era uno de los poquísimos bachilleres de la primera camada que había entrado al colegio en primer grado. Víctor Jesús Leonardo Ferradás era en aquella época tan gordo, ambicioso y brillante como ahora, pero con mucho menos dinero. De hecho, al año siguiente del cisma entre rotarios y curas, cuando su madre enviudó y las hermanas debieron internarla en un geriátrico por la precoz senilidad en que quedó a la muerte del marido, se le ofreció al joven Ferradás una beca —la única que dio el Saint Ethan’s— para que siguiera estudiando allí. Y allí se recibió de bachiller, seis años después, con medalla de oro al mejor promedio en toda la secundaria.
Es probable, sin embargo, que casi ninguno de los invitados a la fiesta de los treinta y cinco años del colegio conservara en la memoria ese episodio (el apartado Ferradás, en la cabeza de casi todos ellos, empezaba generalmente a fines de los años setenta). Es probable que casi ninguno supiera que, siete meses después de salir del colegio, en 1967, Ferradás liquidó los bienes de su madre después de velarla a solas en la morgue municipal, e inició con eso juicio al geriátrico donde estaba internada y al taxista que la atropelló segundos después que ella tomara furtivamente la calle, y después aceptó sin protestas el arreglo extrajudicial que se le propuso y con ese dinero desapareció del país.
En qué momento volvió a Buenos Aires, cómo fue desdibujando a Víctor Jesús y componiendo encima de él a Leo Ferradás, qué delicadísimos hilos pulsaron sus ciento cinco kilos de masiva corpulencia para convertirlo en uno de los más conspicuos ex alumnos del Saint Ethan’s (devenido ahora un antro de casi inaccesible esnobismo), ese sólido empresario periodístico, director y accionista de la revista más vendida del país (para no mencionar su matrimonio con mi hermana mayor, Valentina, una de las mellizas Schiaffino, de la política y los campos y los invisibles millones Schiaffino), eso lo irían sabiendo muy de a poco y unos pocos, poquísimos confidentes, elegidos sin razón aparente por él mismo, a medida que esa criatura en que se había convertido pudo —o quiso— darse el lujo de recordar en voz alta ciertas zonas brumosas del pasado.
La noche del 19 de septiembre empezó con un viento inesperado y bienvenido que se llevó los últimos restos de luz y también la humedad que había aplastado la ciudad durante todo el día. Detrás del viento sólo cabía esperar una tormenta, pero a las nueve y media el aire de la noche era de una tibieza insólita en septiembre y el cielo reventaba de estrellas contra la silueta muerta de los edificios del centro. A esa hora empezaron a llegar los primeros invitados al Ko San Tei.
La primera impresión del Ko era bastante estremecedora. El lugar combinaba el refinado ascetismo nipón con una grandilocuencia de hotel internacional cinco estrellas: las clásicas paredes de papel de arroz y laca negra abarcaban no mínimas habitaciones de techo bajo y puertas corredizas sino una superficie bestial, con jardines de piedra regados por cascadas y enmarcados por una vegetación bonsái aquejada de gigantismo. Había murales pintados a la más tenue acuarela, con motivos abstractos e ideogramas orientales, y una música de fondo ad hoc, de leve percusión y melodía inexistente.
La mezcla de gente y el Ko en sí parecieron cohibir inicialmente a los invitados. Al entrar, casi todos buscaban en la multitud las caras reconocibles de aquellos con quienes se seguían viendo frecuentemente, fuera por amistad, trabajo o pura inercia, y hacia ahí iban, casi sin mirar a los costados. Así reaccionaban Los Elegidos. O quizás habría que puntualizar: aquellos Elegidos que llegaron puntuales (léase: temprano), aquellos que no querían perderse nada de la fiesta. Aquellos que, como diría Ferradás, no eran la fiesta sino la comparsa, el cabello de ángel que decora el pavo bien servido.
La incomodidad palpable de la primera media hora se fue atenuando sólo gracias a la circulación intensiva de alcohol de todos los colores, servido por camareras orientales vestidas como geishas. Cuando el lugar estuvo más o menos lleno, los invitados abandonaron de a poco su inmovilidad para recorrer el interminable ambiente circular que rodeaba el salón principal, hasta entonces cerrado. Y tarde o temprano terminaban hablando con alguien a quien casi no conocían ya, o no habían conocido nunca.
Es curioso descubrir en qué se ha convertido una persona que diez años antes era apenas una cara familiarmente anónima para nosotros; imaginemos ese efecto multiplicado por trescientos. En mayor o menor medida, esos cruces fugaces despertaban en cada uno de los itinerantes la misma compulsión: saber qué parecían a los ojos de los demás.
Porque en aquel salón convivían las estrellas del equipo de rugby a quienes mirábamos con devoción cuando teníamos diez años y ellos quince (metamorfoseados en exhaustos ejecutivos de mediano rango, que apenas habían tenido tiempo de ducharse, afeitarse y cambiar de camisa antes de venir, después del sacrificio que les había significado pagar los mil dólares de admisión), con aquellos chupacirios arrasados por el acné juvenil (ahora millonarios de la City, o políticos faranduleros, o cadavéricos reptiles con aspecto de venir de una orgía y estar haciendo tiempo para dirigirse a otra); los diletantes bon vivants de entonces (iguales a sí mismos diez años después, o sencillamente intensificados por algunas canas y arrugas en su aura invulnerable), con los que pasaban más o menos inadvertidos entonces y ahora eran anónimos profesionales bien pagos, bien resignados, que vivían en countries o barrios cerrados y veraneaban en Punta del Este o Pinamar.
La comida japonesa no es lo mismo que la comida china, incluso en Occidente, y la diferencia abismal entre ambas fue una más de las analogías —siempre según Ferradás— que dividieron a unos y otros invitados al festejo: aquellos que tenían conciencia de La Diferencia y aquellos que iban por la vida comiendo siempre bife de lomo, repitiendo los mismos gestos, taras y lugares comunes que arrastraban ya al final del secundario.
Hasta ese momento el Gordo no había aparecido; se supo después que estaba encerrado en las oficinas del primer piso del Ko, rodeado de la parafernalia que le permitiría editar a toda velocidad el documental en video del evento, que quería proyectar después del postre y antes de su discurso. El video consistió en brevísimas entrevistas o preguntas falsamente inocentes a los invitados, sopladas en su mayoría por el propio Ferradás al oído de los camarógrafos que recorrían los salones del Ko, a través de un complejo sistema de micrófonos y auriculares que conectaban al gran jefe con su tropa.
Cuando se abrieron las puertas del salón principal descubrimos que cada uno tenía su lugar asignado en las mesas, y que aquellos que no se habían dejado llevar hasta entonces por el impulso de hablar con semidesconocidos tendrían que hacerlo irremediablemente en el curso de las dos horas siguientes. Pero ya se había impuesto en casi todos cierta atmósfera de irrealidad temporaria (generada vaya a saberse por qué: el alcohol, lo exótico del lugar, una camaradería estudiantil rediviva o la sospecha inconfesada de que todos éramos marionetas de una pantomima gigantesca); y aceptamos la imposibilidad de elegir a nuestros vecinos de mesa a cambio del panorama monumental del acuario lleno de peces raros, los cocineros japoneses que maniobraban con sus cuchillas en el aire a velocidad inaudita y la variedad incesante de exquisiteces que nos servían las geishas.
La filmación no abarcó la comida en sí, de manera que sólo incluyo lo que pasó en nuestra mesa, aunque puede suponerse que fue una variación bastante representativa de lo que tenía lugar en las demás. No hace falta dar nombres; baste saber que en nuestra mesa había: un banquero, un diputado nacional, dos empresarios, un jugador de polo, un periodista de televisión, un juez, un director de cine, una precoz eminencia universitaria recién llegada de Cambridge, el dueño de una agencia publicitaria y Manú, claro, Manú Pujol (además de dos o tres caras como la mía, de esas imposibles de retener).
Después de un rudimentario intento de confraternizar democráticamente con nosotros, Empresario Uno cruzó un par de dardos con Diputado sobre un tecnicismo de la escandalosa licitación de esa semana; Banquero contó una nueva perlita del Presidente en el último almuerzo con la Asociación de Bancos; Eminencia empezó a pintar un panorama apocalíptico de la realidad argentina vista desde Cambridge; Empresario Dos y Juez coincidieron en que no era para tanto (uno por considerar el comentario izquierdista y demodé, el otro porque había sido de izquierda y no quería ser demodé); Director de Cine y Polista descubrieron que habían compartido la misma millonaria panameña; Periodista tanteó con su característica sutileza televisiva a Empresario Dos para ver si seguía en buenos términos con el gobierno y Diputado interrumpió su conversación para escuchar con una mueca de sorna la respuesta intrascendente de rigor; Director de Cine preguntó a Empresario Uno si seguía persiguiendo a la actriz de su última película; Empresario Uno lo mandó a la mierda; Eminencia felicitó a Director de Cine por esa película y Director de Cine lo mandó a la mierda; Banquero quiso saber cómo iba la vida de casado de Manú con Myriam Haeff; Publicitario aprovechó para preguntar si era verdad que Myriam había despedido a sus administradores para hacerse cargo ella misma del imperio Haeff; Director de Cine y Polista obviaron a Publicitario y quisieron saber cómo estaba ella —porque alguien como Myriam Haeff no podía internarse en una cura de desintoxicación sin que se supiera—; y Empresario Uno —que había estafado al viejo Haeff unos años antes—, también se mostró interesadísimo en saber.
Desde el principio, Manú había seguido la conversación sin particular interés por el rumbo que adoptara, dejándose llevar y limitándose cada tanto a hacer un comentario gracioso y levemente obtuso, o a murmurar palabras inaudibles para todos nosotros a la geisha que le renovaba una y otra vez su taza de sake. Cuando Banquero, Polista y Director de Cine mencionaron el nombre de Myriam Haeff, nos miró con su sonrisa de buda anoréxico y dijo:
—Nadie como Myriam para conocer a fondo las delicias del contrato matrimonial.
Eso fue todo. O, al menos, fue suficiente para que todos volvieran a perderse en opiniones cada vez más bizarras sobre la realidad nacional. En algún momento Manú me pidió en voz baja que le señalara en qué mesa estaba Ferradás. «Es una tara de familia», agregó enseguida: «saber dónde está el anfitrión».
Ferradás, claro, seguía arriba, y seguramente hubiera sufrido un golpe considerable en su narcisismo de haber oído la frase de Manú. El resto de la mesa, en cambio, la interpretó a su manera, y vorazmente. Fue inútil que Manú intentara explicar que sí sabía quién era Leo Ferradás, que no tenía del todo registrada su cara solamente. Hay gente que suscita ese efecto: ser tema irresistible de conversación para los demás. Aunque se digan las mismas cosas una y otra vez; aunque la distorsión de aquello que uno oyó meses o semanas antes haya alcanzado un grado ridículo de inverosimilitud; aunque las fulgurantes mentiras terminen por envolver una verdad endeble y escasamente atractiva. El efecto es el mismo, el tema conserva el mismo magnético atractivo. Y Leo Ferradás adoró siempre producir ese efecto.
Lo que se dijo de él a partir de aquel momento no fue, seguramente, muy distinto de lo que se habrá dicho en las otras mesas, y conformaba el catálogo de obviedades ni muy ciertas ni muy falsas referidas a su persona:
– su olfato y sus ocasionales chantajes periodísticos;
– sus pantagruélicos excesos y sus arranques de avaricia con el dinero propio y el de la revista;
– sus perversiones extramatrimoniales (y las de Valentina, que había posado desnuda y pintada de dorado para la tapa del primer aniversario de Data, mucho antes de casarse con Ferradás);
– la oscura inyección de capital que regeneró la revista a principios de los ochenta y le hizo ganar su notoriedad y éxito de ventas posterior;
– el supuesto caos financiero que estaba ahora encorsetándola, a pesar de su éxito, y que el Gordo negaba alegremente con gestos públicos como esta fiesta;
– la nunca aclarada explosión de una bomba en la redacción original de Data en plena dictadura militar, que obligó a cerrar la revista, en la cual Ferradás perdió una mano (Dios, cuántas veces tendríamos que oír hablar de la mano de plástico de Ferradás) y en donde murieron, según las diferentes versiones, entre dos y seis personas.
Manú suspiró cándidamente cuando el tema pareció agotarse y hasta se dignó a probar el único bocado sólido de la noche: uno de los minúsculos lichis rellenos que nos sirvió nuestra geisha con la misma invisible delicadeza con que posó y retiró el sinfín de platos anteriores. Más o menos entonces se apagaron las luces y una voz en off anunció que lo que veríamos a continuación era un retrato grupal de la concurrencia, «un poco tosco quizá, pero elocuente a su manera de la idiosincrasia ethaniana que supimos conseguir». La voz se extinguió con una risita y las primeras imágenes de los invitados, entrando en el Ko y enfrentando las cámaras del Gordo, se materializaron en la pantalla gigante.
Para el momento en que apareció la figura de Ferradás en la pantalla (sentado en su sillón del primer piso del restaurante, frente a la consola donde había editado el video, listo a empezar su monólogo), casi un tercio de los invitados se había ido. De los que quedaban, unos pocos se sentían tan ridiculizados como los ya idos (o más; ya que ni siquiera habían atinado a reaccionar) y el resto se relamía, esperando que lo que viniera a continuación estuviese a la altura de lo que ellos mismos (o sus mejores amigos, o sus peores enemigos) habían contestado más o menos así a las cámaras:
—Porque hace años que no veo a la mayoría, y me pareció una idea excelente esto de reunirnos. Para nada, no quería perderme ni un minuto de esta fiesta. (Por qué decidió venir. ¿Sintió que había llegado demasiado temprano?)
—Diez. O doce. ¿Por qué?, ¿se me notan? (Cuántos kilos engordó en los últimos diez años.)
—Eso es de dominio público. Hace cuatro meses entré en convocatoria de acreedores. Pero te puedo mencionar algunos de los que me colgaron. (¿Debe dinero o estafó alguna vez a alguno de los demás invitados?)
—¿Porque soy la oveja negra de la familia, tal vez? (Por qué cree que no invitaron a sus otros hermanos, si también son ex alumnos.)
—Eh… refrescándome un poco. No, no; es que me agarraron por sorpresa. (¿Qué estaba haciendo? ¿Le molesta que lo filmemos en el baño? ¿Por qué se escondió al vernos, entonces?)
—Misionero, médico rural, esas cosas. Sí, bastante satisfecho. Acabo de donar un tomógrafo al Hospital Muñiz. Tendrías que preguntarle a mi mujer. (Qué soñaba ser cuando era chico. ¿Está satisfecho consigo mismo? ¿Cuánto le paga a su mucama?)
—Eso es una verdadera bajeza. Incluso viniendo de Leo Ferradás. (¿Es cierto que, para su última película, lo obligaron a hacerse un análisis de HIV?)
—Comentando por teléfono con alguna amiga las compras que hizo hoy, seguramente. Porque con su amante se ve a la tarde, ja, ja, ja. (¿Sabe qué está haciendo su mujer en este preciso instante?)
—No; nunca. Espero que no sea muy rebuscada. (¿Alguna vez probó comida japonesa?)
—Gin-tonic. El tercero… Y está más aguado que los otros dos. ¿Falta mucho para sentarse a comer? (Qué bebe. ¿Es el primero?)
—A veces. (¿Cree en Dios?)
—Una señora al volante de un viejo Mercedes Benz bastante estropeado interrumpe el tránsito. Cuando finalmente cede el paso al que viene atrás, una cupé Mazda, el que maneja le grita de todo. La señora contesta sin inmutarse: «¿Sabe lo que pasa? Que usted es primera generación con auto y yo soy primera generación sin chofer». (Cuente un chiste.)
—Jamás. No tengo la menor idea. Mi familia, seguro. No sabría decirle, realmente. (¿Fue secuestrado alguna vez? ¿Cuánto cree que pedirían de rescate? ¿Lo pagarían, su familia o su empresa? ¿Le parece ético pagar a los secuestradores?)
—Por supuesto. Soy rugbier, macho, no activista. (¿Cree en la igualdad universal entre los hombres? ¿No le da un poco de vergüenza haber ido a jugar a la Sudáfrica de Botha, entonces?)
—Psicólogo. Bueno, eso fue hace tiempo. Después, aunque suene inverosímil. Con una compañera de la facultad. (Profesión actual. ¿Por qué dejó los hábitos? ¿Perdió la virginidad antes o después del seminario? ¿Con un hombre o con una mujer?)
—Cuál de ellas. BMW. Qué pícaro, este pendejo. (¿Cuántos ambientes hay en su casa? ¿Qué auto tiene? ¿Sigue en buenos términos con el embajador colombiano?)
—Dos. El varón sí. Hasta que pueda pensar por sí mismo, no veo por qué no. (¿Tiene hijos? ¿Van al Saint Ethan’s? ¿Planea obligarlos a seguir cada uno de sus pasos?)
—Mentiría, supongo. Ehh… No, por el momento. (¿Cómo se describiría físicamente ante una mujer ciega? ¿Piensa retornar a la función pública?)
—Prefiero los jugos. No es problema suyo. ¡No es problema suyo, dije, carajo! (¿Por qué no toma alcohol? ¿Cuánto tiempo hace que dejó de tomar? ¿Tuvo alguna recaída?)
—Absolutamente. No, ninguna; tengo campo. Y seis hijos. No me queda más remedio que creer, ¿no te parece? (¿Cree en el futuro de este país? ¿Tiene alguna cuenta bancaria en el exterior?)
—No es un cuadro; es un ideograma. No tengo apuro; acabo de llegar. (¿Le gustaría comprar ese cuadro? ¿Por qué no fue todavía a sentarse con todos los demás?)
Esta última respuesta era de Manú. Sobre el fundido de su cara —que ya había desviado los ojos de la cámara y salía de cuadro como flotando—, resonó un carraspeo y una risita en la negrura de la pantalla y después, muy de a poco, fue dibujándose frente a nosotros la figura de Leo Ferradás en su sillón del primer piso del Ko.
—Espero que no estén decepcionados con la fiestita. Coincidirán conmigo en que la ocasión exigía apartarse un poco de lo convencional. Mérito considerable el del Saint Ethan’s, ¿verdad? Digno de esta celebración. Una de las especialidades de la cocina japonesa, esta cocina que hoy podemos disfrutar en grado tan superlativo, es un pescado exquisito llamado fugu. Tan exquisito como peligroso, hay que aclarar. Parece que en las glándulas sexuales del fugu hay un líquido altamente venenoso cuando se mezcla con su carne. Si no se extirpan limpiamente estas vesículas laterales al prepararlo, el inofensivo fugu se vuelve mortal. El problema es que no hay manera de saber si se han extirpado correctamente… hasta que lo comemos. Lo que me pregunto es qué sería del país si en este preciso instante todos nosotros… Ya saben: cosas así pasan todo el tiempo. ¿Y qué sería del país sin nosotros? Por eso dije: mérito considerable el del Saint Ethan’s. En cuanto al país, no nos engañemos: a lo sumo, habría quince minutos de revuelo entre las pirañas que se disputaran los lugares vacantes. El mundo es cruel y nosotros, en el fondo, somos unos sentimentales sin remedio. Nos gusta creer que nos necesitan porque necesitamos que nos quieran. ¿No es así? Ah, el fugu. Sólo se consigue en Japón, lamentablemente; no se preocupen. Como me dijo una vez cierto viejo millonario eslavo que conocí en Nueva York, hace mucho tiempo: «Cuanto más alto llega uno, menos distancia hay hacia arriba y más hacia abajo. Nunca se asome a los balcones y no lo tentará la caída». Amigos, amigos. Vivimos en un país de edificios bajos y demasiados balcones; ésa es mi humilde opinión. Sin verdadero vértigo por las alturas y sin demasiado riesgo en las caídas. ¿O no es así? A veces tengo la ingenua esperanza de llegar a ver alguna vez a alguien de este país arañar las nubes o dejar un pozo profundo con su cuerpo cuando caiga. Con desmesura; con grandeza —aunque sea estúpida. Y ya que estamos confesionales, déjenme contarles otra cosa: Data existe para eso. Ni más ni menos. Para registrarlo cuando ocurra y garantizar que no pase inadvertido a nadie en este país. ¿Será alguno de ustedes el que lo consiga? ¿O alguno de sus hijos? Bonita idea, ¿no es cierto? Brindemos, entonces, por treinta y cinco años más de Saint Ethan’s. Y por treinta y cinco años más de vida para todos nosotros. Brindemos por todo lo que queramos brindar, hasta que no quede una gota de champagne. Y, por favor, siéntanse como en su casa. En diez minutos estoy con ustedes.
El último golpe de efecto de Ferradás después que desapareció de la pantalla fue el modo en que volvió la luz al salón: no se encendieron las lámparas del techo sino unos spots desde todos los rincones, a la altura del piso. En esa impúdica penumbra lunar volvimos a vernos las caras y se sirvió el champagne. La aparición de las camareras y el retorno de la música aliviaron un poco el ambiente, y los lugares vacíos que quedaron en casi todas las mesas sirvieron de excusa o estímulo para que los más inquietos empezaran a circular.
Fue como si la fiesta adoptara entonces la forma proteica, previsible, que hasta ese momento le había negado Ferradás: gente intercambiando martingalas financieras o panaceas deportivas; borrachos incapaces ya de moverse de su silla o en movimiento perpetuo combustionado por el alcohol; un par de patéticos donjuanes detrás de las geishas que servían el champagne; carcajadas coronando anécdotas prehistóricas y archirrepetidas; sopor anodino de muchos por debajo del estruendo de unos pocos.
Eso fue lo que debió haber visto Ferradás cuando bajó. Pero a esa altura de la noche ya tendría material de sobra para el número especial de la revista, porque avanzó por el salón saludando de mesa en mesa con su sonrisa papal y su despiadado criterio selectivo. Cuando depositó sus ciento cinco kilos en una de las sillas vacías de nuestra mesa, cerró los ojos hasta que recuperó el aliento, ignoró la copa de champagne que le sirvieron en cuanto se sentó y dijo, mirando a Manú:
—Y vos sos Pujol, el príncipe consorte de Myriam Haeff.
El dedo de Manú recorrió circularmente el borde de su taza de sake y su cabeza asintió una vez por cada giro del dedo.
—Gran video —dijo después.
Ferradás estiró el cuello en dirección a la nada a su espalda, gritó: «¡Sake!» y se dedicó a mirar las demás mesas hasta que nos sirvieron: habrán sido cuarenta segundos.
—Sí; gran video. Y mucho trabajo. Ezequiel, acá presente, es testigo. Hubo que lidiar con la Asociación de Ex Alumnos, convencer a los curas, leer todos los anuarios del colegio, qué sé yo cuántas cosas. ¿Y sabés qué? En medio de toda esa basura encontramos dos joyas genuinas. A ver si me acuerdo bien: un elogio del yogur en frasco de vidrio y una especie de decálogo insensato sobre los beneficios de la castidad involuntaria. ¿De qué año eran, Ezequiel? —pero no esperó a que yo asintiera—. No importa. Lo que importa…
—77 y 78 —dijo Manú.
—Lo que importa es que quiero que escribas en Data, Pujol. Quiero una nota tuya todos los números.
Antes de Myriam, Manú había estado casi seis meses en Ascochinga, en una cura de desintoxicación. Y antes de eso había rodado casi diez años por el oblicuo mundo, sin urgencia ni destino fijo, los últimos tres años en brazos de la heroína. Eso, y su inesperado casamiento en Montevideo con Myriam Haeff, sin ceremonia ni invitados, era todo lo que el mundo —o yo, al menos— sabía de él esa noche.
Manú se quedó pensando, o tratando de adivinar el recorrido del sake por su cuerpo durante un minuto entero, hasta que al fin dijo:
—Por qué.
—Porque como príncipe consorte te vas a echar a perder.
Y, ante lo que amenazaba ser otro silencio místico o alcohólico de Manú, Ferradás agregó:
—¿No alcanza? ¿Querés que te dore un poco el ego? Pedile a Ezequiel, que es más joven y fue el que te descubrió. Yo no sabría cómo, para serte franco.
—¿Y sobre qué tendría que escribir?
—Ése es mi problema. El tuyo es darme el mundo según Pujol, en entregas mensuales de trescientas líneas.
Manú vació su taza de sake. Se la volvieron a llenar al instante, pero esta vez él no miró a la geisha. Me pidió una lapicera, escribió una cifra en su servilleta de hilo y me la pasó.
—¿Es poco? —dijo.
Ferradás se apropió de la servilleta con dos dedos, la desplegó sobre la mesa, sacó su propia lapicera y firmó debajo de la cifra escrita por Manú. Cuando se levantó para depositarle la servilleta en el bolsillo volcó su sake, así que levantó el mío para brindar. No chocaron los vasos; simplemente los alzaron sin decir palabra y con la misma expresión más bien perpleja. En cuanto Ferradás depositó el vaso sobre la mesa, soltó un resoplido de buey por la nariz y se puso de pie.
—El lunes en la redacción, Pujol.
—Sí, amo —contestó Manú, con las dos manos juntas contra el pecho. Ferradás le sonrió, me palmeó la cara y nos dejó solos en la mesa. Mientras miraba a su flamante jefe recorrer el salón, Manú dijo: —Ezequiel, o como te llames, ¿cuánto es trescientas líneas?
Y yo vi, detrás del sake que le enturbiaba los ojos, una confusión más tóxica y más negra que una borrachera. O quizá no fue en ese momento, sino una hora más tarde: cuando sus ojos delataron el callejón sin salida que era el futuro para él hasta esa noche.
En esa hora blanca de mi cerebro pasaron algunas cosas que seguramente harían más fluido este relato. Inútil rastrearlas: serán para siempre apenas un pestañeo, un impecable efecto de montaje que dejó el salón casi vacío, salvo la mesa en donde Manú pontificaba, los últimos seis o siete invitados que quedaban en el Ko San Tei lo dejaban despacharse a gusto y yo ya miraba todo con el prisma del alcohol, esa especie de sabio ecualizador del brillo, el sonido y el color de aquella escena.
—A ver si se entiende —decía Manú—; es muy importante que esto quede claro, porque puede servirles de algo, llegado el momento. No importa leer la letra chica del contrato. Créanme; nunca importa. Veamos un ejemplo: yo descubro un día que ya no puedo ser Manú Pujol de Haeff. No importa cómo. Digamos que me lo hacen saber. ¿Entonces? Myriam se queda con sus millones, y eso está bien. Alguien tiene que quedárselos. Entre otras cosas, porque los millones nunca son tan reales como la sensación de tenerlos. Y lleva demasiado tiempo aprender a sentir algo así y, más importante aún, a transmitírselo a los demás. Pero no es eso de lo que estaba hablando. La letra chica del contrato. No importa leerla. ¿Quieren saber por qué? Porque dice una cosa al redactarla y otra cuando la leemos después.
Las últimas dos frases las había dicho de pie, jugando con una servilleta entre las manos. De pronto anudó uno de sus extremos y empezó a regarlo con una botella de champagne, sin dejar de hablar. No hubo la menor alteración en su sonrisa mientras revoleaba con más y más velocidad la servilleta, hasta que destrozó el farol de papel que decoraba el centro de nuestra mesa. El efecto no pareció conformarlo, porque se subió a la mesa más cercana y esta vez pulverizó el farolito respectivo de una patada. No escuchaba las risas; simplemente iba de mesa en mesa, pateando cuanto objeto se levantaba en su camino —copas, botellas vacías, tazas de porcelana nipona, faroles de papel—, recitando a cada patada una sola palabra dividida en dos sílabas, la primera antes y la otra después de cada impacto: «¡Banzai!».
Cuando se le acabaron las mesas, por unos segundos no supo qué hacer. Hasta que registró la presencia del maître, un minúsculo oriental de smoking que había sido testigo mudo de toda la escena. Manú enfiló hacia él preguntándole a gritos qué carajo quería decir en japonés Ko San Tei. Para el momento en que conseguimos entre cuatro dominarlo y liberar de la asfixia al gnomo, éste no sólo había traducido las tres palabritas sino que también confesó en su pésimo castellano que toda la decoración del local venía en realidad de Hong Kong y no era irreemplazable ni mucho menos.
Manú se sentó, aparentemente calmado, vació la taza de sake que había dejado sin terminar en nuestra mesa y me guiñó un ojo. Pero antes de darnos tiempo a convertir su salvajada en algo inofensivamente cómico, se levantó de un salto y avanzó trotando hacia el acuario a la entrada del salón, con una silla en alto. Cuando ya todos esperábamos la catástrofe se frenó, pareció pensarlo mejor y tiró la silla a un costado, pero en el mismo movimiento alzó con las dos manos una maciza banqueta de laca y la incrustó contra la mole de vidrio que tenía delante.
Una cascada de agua, cristales rotos y peces de colores se derramó sobre la alfombra del salón. Ya nadie se reía. Nadie hacía nada, salvo mirar cómo terminaba de vaciarse el acuario. El ruido del agua que corría y el aleteo desesperado de los peces sobre la alfombra empapada, cubierta de vidrios rotos, eran el único sonido de fondo de la escena, hasta que Manú giró hacia nosotros.
—La comida no estaba mal, pero ningún restaurante japonés se llama Palacio de Manjares Imperiales. Ésas son mariconadas chinas —fue lo único que dijo.
Cuando enfilaba chapoteando hacia la salida se resbaló, pero con dos pasos torpemente coreográficos recuperó el equilibrio y así desapareció del Ko San Tei, sin simular siquiera el menor gesto de despedida.