Diego

Los ángeles no pedían nada a cambio de cumplir los deseos de sus protegidos y, con el paso de los siglos, esto terminó convirtiéndose en una tradición sagrada. Tanto que, aquellos ángeles que fallaban en su misión antes de que su protegido pasara al Más Allá, estaban destinados a morir también.
Diario de Richard West, capítulo II
—Está bien —le digo a media tarde, tras concederme una siesta de varias horas—. ¿Qué dice el contrato de las narices?
Estudié latín en el instituto, pero por lo visto no es suficiente para entender la mayoría de las palabras que llevo escritas. La única situación en la que esa dichosa asignatura podía servirme en el mundo real y resulta que el vocabulario es demasiado... recargado. Gio está tumbado en el sofá, leyendo una novela que tiene pinta de ser viejísima, y que no tengo ni idea de dónde ha salido. Cierra el libro de un golpe seco y se incorpora para atenderme. Entonces extiende una mano hacia mí y yo frunzo el ceño.
—¿Qué? —le espeto, con voz ronca y, tal vez, ligeramente a la defensiva.
—Si quieres que lo lea, necesito que me acerques tu brazo.
Me muerdo la lengua al darme cuenta de que tiene razón. Avanzo hacia el sofá, pero me quedo de pie, porque es la única ventaja con la que puedo contar por ahora. A regañadientes, tiendo el brazo hacia él. Gio lo sostiene con ambas manos, y me sorprendo al descubrir que su tacto es más suave y cálido de lo que me esperaba. Me imaginaba que su piel sería fría como la de un cadáver, no que se sentiría como la de un hombre cualquiera. Entonces, sacándome de mis pensamientos, él empieza a traducir.
—«De la parte contratante, el humano Diego Aguilar García. De la parte contratada...» —Gio llega a la parte en la que las palabras en latín se convierten en un amasijo de símbolos extraños y levanta la mirada hacia mí—. Comprenderás que no te diga mi nombre demoníaco. Es algo confidencial. —Se aclara la garganta y continúa leyendo—. «El demonio se compromete a conseguir que el humano monte una banda de rock exitosa en el período de un año, pero no podrá intervenir en el libre albedrío del invocador. A cambio, pasado el tiempo establecido, el humano renacerá como demonio y pasará a ser siervo de su contratado. La segunda parte del pacto se iniciará una vez que transcurra el plazo acordado, cuando el humano alcance su objetivo o cuando este muera, siempre y cuando la muerte no esté provocada por la mano de su contratado.»
Como para entenderlo. Dios, es tan jodido como creía. Peor aún. Reprimo el impulso de ponerme en cuclillas aquí mismo y echarme a llorar. Estoy decidido a no darle esa satisfacción, así que respiro hondo para deshacer el ataque de pánico que empezaba a apretujarse en mi tripa y cuento hasta diez.
—Recuérdame por qué firmé esta basura —murmuro entre dientes.
—En primer lugar —Gio sonríe y suelta mi brazo—, porque estabas borracho. En segundo lugar, porque, de no haberlo hecho, hubieras muerto esa noche y se hubiera iniciado la segunda parte del contrato de todos modos.
—¿Y qué ganas tú con esto?
Según me contó, yo le había entregado ya mi alma el día en que había salvado a mi padre... aunque en aquella ocasión no hubo tatuajes chungos ni nada parecido, así que puede que se refiriera a un contrato verbal o algo así. Gio se encoge de hombros y me dirige una mirada que pretende ser inocente. Yo entrecierro los ojos.
—Acallar mi conciencia —responde él, como si nada.
Me esperaba que su voz sonara como la de un mentiroso empedernido, pero la verdad es que no sé distinguir si dice la verdad o no.
—¿Conciencia? —Me inclino hacia él y estudio su expresión con detenimiento—. ¿Tú? No me creo una mierda.
El demonio parpadea un par de veces seguidas, como si le costara entender que yo pueda sospechar de él. A continuación se sienta mejor en el sofá y coloca el tobillo derecho sobre la rodilla izquierda.
—¿Qué quieres decir?
—Eres un demonio, no puedes tener conciencia.
El orgullo comienza a abrirse paso en la expresión de su cara cuando por fin cae en la cuenta de su propia naturaleza.
—Querido, yo no soy malvado ni bondadoso por el hecho de tener cuernos y alas negras. Solo estoy atrapado en una jaula de hierro... como todos los humanos que he visto hasta ahora si se me permite la observación.
No sé qué ha querido decir con eso ni qué se supone que tengo que añadir ahora, así que me cruzo de brazos y mantengo una mueca de desprecio, esperando que esta hable por mí.
—Además —prosigue—, ¿crees que eres tan importante como para que me merezca la pena el esfuerzo de mentirte? —De nuevo, una risita—. Si no quiero que sepas algo, me limitaré a apartarlo de tu vista.
A pesar de que hay algo que no me cuadra del todo, no tengo manera de demostrar que esté mintiendo. Hago ademán de retirarme a la cocina, pero su voz me alcanza antes de que dé más de dos pasos en esa dirección.
—¿Puedo hacerte ahora yo una pregunta?
Arqueo una ceja. Voy a arrepentirme de responder que sí, estoy seguro. Aun así, me puede la curiosidad, por lo que pongo los ojos en blanco y le hago un gesto con la mano para que desembuche.
—A ver.
—¿A qué te referías con hacer «rock de verdad»?
Suspiro. De entre todas las que me podía plantear, no me esperaba esta cuestión justo ahora. Me siento en el suelo, porque a veces es el único sitio donde me encuentro a gusto, y cruzo las piernas.
—Yo intento hacer canciones que hablen desde aquí —me llevo la mano derecha a la tripa y la cierro en un puño—, desde la rabia. Quiero reivindicar lo que me parece injusto y gritar hasta quedarme afónico. Quiero que mi música sea un disparo, como la de AC/DC o los Rolling. Pero parece que eso no interesa mucho últimamente.
Por un instante, espero a que con eso sea suficiente, pero, al ver que Gio me sigue mirando con esa expresión de confusión, continúo.
—A la gente le vuelve loca los colores chillones, las chicas en minifalda y la música alterada con sintetizador. —Hago un gesto con las manos, fingiendo que toco un teclado imaginario, y me encojo de hombros—. Y está muy bien, ¿eh? Para quien lo disfrute. El problema es que la gente que, como yo, busca otras opciones lo tiene más difícil. Y los muy caguetas de mis amigos quieren seguir la moda pop porque, según ellos, «ya es bastante complicado vivir de la música».
—Entonces —alza una mano para frenar mi verborrea. Le funciona, pero yo me cruzo de brazos, todavía a la defensiva—, ¿en el pop ese no hay reivindicación?
—A ver, sí... —Vacilo y deshago el nudo que son mis brazos. Fijo la mirada en el fondo de la habitación, buscando en mi mente la respuesta que necesito. Una vez que la encuentro, noto que me voy alterando por momentos—. Pero no creo que tenga sentido protestar con purpurina. ¡La verdad se tiene que decir tal y como es, sin florituras! Y tampoco me vale tocar para cuatro mataos, como parece que quieren que haga; yo quiero vibrar en un escenario enorme, ¿lo entiendes?
Sin darme cuenta, me he ido moviendo a medida que hablaba, cada vez más rápido y con más vehemencia. Lejos de asustarse, el demonio que tengo delante de mí se carcajea.
—Lo que entiendo es que estabas jodido antes de que yo llegara.
Le hago un gesto que viene a significar «métete tus bromitas por donde te quepan», me levanto del suelo y me dirijo a la cocina por fin, porque tengo hambre y pienso mejor con el estómago lleno. No es que haya mucho en la despensa, pero puedo apañar algo sencillo. Unos filetes con patatas bastarán.
—¿Qué hay de cenar? —pregunta él desde el sofá.
—Pensaba que no necesitabas comer —digo, asomando la cabeza en el salón—. O sea, no te ofendas, pero ¿estás vivo?
—No, no exactamente, y no, no lo necesito —coincide. Me dedica una sonrisa deslumbrante y tengo que esforzarme por recordarme que es un capullo—. Pero me aburro y, de donde yo vengo, la gula no se castiga demasiado.
Resoplo indignado y vuelvo a la cocina. O sea, no solo me ata a un contrato horripilante, también se va a quedar de mantenido en mi piso y me va a vaciar la nevera. Maravilloso.

Llevo pegado al teléfono desde ayer, intentando convencer a Pacheco para que venga a la prueba de sonido de esta tarde. Ha estudiado violín en el conservatorio durante años, pero sé que lo que realmente le mola de verdad es la guitarra eléctrica. Solo necesito que entienda que sus padres no pueden decidir por él.
A Canito, en cambio, ya lo tengo en el bote. Cuando lo llamé ayer desde la cabina telefónica no parecía demasiado predispuesto, pero quiero creer que anoche conseguí que se relajara un poco. Soy consciente de que, si las últimas veces no funcionó, fue por mi culpa. Canito quiere hacer algo más comercial. Dice que, ya que va a tener que pelearse con sus padres para desligarse del negocio familiar, por lo menos pretende que salga rentable. No es un mal argumento, y puedo llegar a entenderlo, pero no. Me niego. Si quiere hacer las canciones como le salga de los huevos, que por lo menos sea valiente como para movilizar a la peña. Mi banda, mis normas.
—Venga, tronco —le insisto un poco más a Pacheco, porque sé que está a punto de caer—. A mí no me está yendo tan mal por mi cuenta.
—¿Y quién está pagando tu pisito si se puede saber? —El capullo sabe qué tuercas tiene que apretar.
—Oye, que yo también tengo algunos ahorros. —Ridículos, y la mayoría proceden de vender vinilos pasados de moda, pero eso no se lo digo—. Da igual, eso no importa. A la que empecemos a ganar dinero, eso no será un problema.
—¿Ganar dinero? —ironiza—. ¿Haciendo música?
—Estás hablando como mis padres. ¡Y como los tuyos! Si sigues frenándote a ti mismo de esa manera, no vas a llegar ni a la vuelta de la esquina. Además, será divertido.
Al otro lado de la línea se hace un silencio más prolongado que los anteriores, y entonces sé que he obtenido una pequeña victoria.
—Está bien —suspira—, iré esta tarde. Para conocer al resto del grupo y decidirme, pero nada más. No te hagas ilusiones, ¿vale?
—Por supuesto.
Intento sonar profesional, pero en el fondo sé que mi voz debe de parecer la de una quinceañera emocionada.
—Me has dicho que ya tenías batería y bajista, ¿no?
—Ajá. Canito, el tío del que te he hablado, traerá a su primo.
—Bien, nos vemos en un rato.
—Hasta luego, tron.
Al colgar el teléfono levanto la mirada y recuerdo entonces que tengo a un demonio repantigado en mi sofá, leyendo el periódico. Frunzo el ceño, porque sospecho que no se irá cuando empiece a llegar la gente, y la verdad es que no sé qué contarles.
—Ya puedes ir escondiendo los cuernos —le gruño—. Van a llegar algunos humanos, así que procura parecer normal.
Para mi sorpresa, lo hace. Y, de hecho, parece incluso de buen humor cuando guarda el periódico y se sienta en el sofá como si fuera un invitado más. Cuando aparecen Canito y su primo lo presento como un amigo de la familia que está quedándose conmigo durante unos días porque no tiene otro sitio al que ir.
—Sí, ya. —El muy mentecato de Canito se ríe—. Un amigo de la familia. Ahora los llaman así.
No sé por qué, pero me molesta que el demonio tenga esa información sobre mí. Si, por alguna retorcida casualidad, no lo había pillado con la insinuación de mi madre, ahora tiene que haberle quedado meridiano. Y no es que crea que vaya a arrastrarme inmediatamente al Infierno por marica, lo que ocurre es que no me gusta cómo sus ojos se clavan en los míos cuando Canito expone lo que se supone que debería ser una especie de tabú.
Hace cinco años y medio que Canito y yo somos amigos. En concreto desde que el FAGC1convocó la primera manifestación por la defensa de los derechos homosexuales y tuve que esconderme en el bar de sus padres para evitar una paliza. Al pobre le gustan las mujeres más que a un tonto un lápiz, pero eso no impidió que se acercara a mí y me ayudara al sentarme en la barra, como si llevase horas allí.
«Esos bestias van a tener que pasar por encima de mí si quieren sacudirte. En esta casa ya hemos tenido suficiente represión para una vida», soltó, y su padre asintió desde el otro lado del mostrador.
Por lo que sé, su familia siempre ha sido un grano en el culo para las autoridades. A su abuelo lo mataron al poco de terminar la guerra, pero, por lo visto, fueron aprendiendo a molestar sin llamar la atención más de lo justo y necesario. Unos años después de aquello, en realidad a principios del año pasado, Tejero entró en el Congreso de los Diputados pegando tiros y el padre de Canito le negó la entrada al bar a cualquiera que quisiera celebrarlo.
Volviendo al día de la manifestación, él y su padre me sirvieron un vaso de agua para calmar los nervios. Y luego una cerveza. Y luego otra. Y yo me prometí que se lo compensaría con una amistad de esas que son para toda la vida. Es cierto que en momentos como este llego a plantearme si fue una decisión acertada, pero un juramento así es de lo más sagrado que hay en esta vida, así que tampoco es que pueda echarme atrás ni nada por el estilo. Además, le he cogido cierto cariño al chaval, por mucho que sea un bocazas.
El sonido del timbre me saca de mis cavilaciones, y voy de un salto a abrirle la puerta a Pacheco. Mi modo de saludarlo es completamente normal. No hay ninguna diferencia entre la manera en la que he chocado los puños con él y cómo lo he hecho con Canito, pero, cuando me separo de él, tanto mi amigo como el demonio me están mirando demasiado concentrados, como si pudieran oler lo que hubo entre Pacheco y yo.
—Y este es otro amigo de la familia, ¿no, Diego?
—Vete a la mierda —ladro yo en respuesta.
Pero él estalla en carcajadas. Durante un segundo me detengo a evaluar la mirada de Alejo, el primo de mi amigo, pero sé que si está aquí es porque es de fiar, así que me obligo a relajarme de una vez y doy una palmada. Posiblemente sea el gesto más tenso e incómodo que podría haber hecho.
—Bueno, ¿qué? ¿Empezamos?