Is this the real life?
Is this just fantasy?

Gio

El convenio determina que el pago por defecto correspondiente al cumplimiento del deseo será el alma del humano invocador, a no ser que se estime otra compensación.

Procesos demoníacos, capítulo I

El humano entrecierra los ojos y se apoya contra la puerta de una de las cabinas individuales.

—¿Te acuerdas de mí? —repito.

—Claro, tronco.

Por cómo arrastra las palabras, sé que es bastante improbable que consiga recordar siquiera su propio nombre. «Bien —pienso—, la borrachera le servirá de anestesia.»

—No, la verdad es que no —admite entonces—. Pero ojalá me acordase.

Arqueo las cejas al oír ese último comentario, y no puedo evitar que una sonrisa traviesa me trepe por los labios.

—Te lo pondré fácil, en ese caso. Cuando tenías seis años tu padre tuvo un accidente de coche e invocaste a tu guarda. ¿Lo recuerdas?

Algo en la mente del humano parece activarse, porque sus ojos azules se abren como platos y hace un esfuerzo por enderezarse de repente. Por lo menos, ya no aparenta estar sonámbulo. Con voz pausada, añado:

—Pero no hay ángeles, Diego. Así que me llamaste a mí.

—¿Eres médico? —balbucea.

Esto va a ser más difícil de lo que esperaba. Tengo que reprimirme para no soltar una exhalación de hastío, pero lo consigo. Ante todo, soy un profesional.

—Soy un demonio.

—Qué dices, tronco. Tú alucinas pepinillos. ¿Cómo sabes lo de mi padre?

—Te prometí que volvería a por ti en quince años, y ese tiempo ha pasado. ¿Has disfrutado de tu mortalidad?

A pesar de que soy directo, parece que el humano no quiere o no puede entender ni una palabra de lo que le digo. Se tambalea hasta lograr sostenerse por sí solo, avanza poco a poco hacia mí y extiende el brazo y la mano como si quisiera rozarme la mejilla. Si el gesto no me hubiera pillado por sorpresa, creo que lo habría apartado de un manotazo.

—Mira, si tu rollo es disfrazarte, a mí me parece bien.

Claramente, no está captando la gravedad del asunto. Me he presentado con los cuernos y las alas por delante, para tener que evitarme todo ese rollo, y aun así nada. Tratar con humanos casi siempre acababa siendo peor que el propio Infierno. Dirijo una mirada al techo y me armo de paciencia, porque sin duda voy a tener que modificar mi apariencia si no quiero secuestrar el baño toda la noche.

Cuando bajo la vista de nuevo hacia el humano, sé muy bien qué debe de estar viendo él: mis ojos son rojos ahora, como un reflejo del fuego del Averno, y mi piel, terriblemente pálida, como la de un cadáver en descomposición. Eso parece surtir efecto por fin, porque él se queda bloqueado de puro pavor antes de caerse al suelo de culo.

—¿Me crees ahora cuando afirmo que soy un demonio?

Asiente enérgicamente y, con ese movimiento, dos tirabuzones de color azabache caen sobre sus cejas. Supongo que es incapaz de hablar.

—He venido a buscar tu alma.

Traga saliva y, después de barbotar un par de intentos, consigue preguntar:

—¿Voy a morir...?

—Es una manera de verlo.

—Pero no puedo morir —gime.

«Eso es lo que diría, literalmente, cualquier humano.» Estoy a punto de mencionarlo, pero parece dispuesto a echarse a llorar. Por el fuego maldito de Inferia, esto es el colmo.

—No todavía —insiste—. Tengo planes, tengo... Hay cosas que necesito hacer. ¿Acaso tú no tienes sueños?

Claro que los tengo, estoy aquí precisamente para llegar hasta ellos. Pero no me da tiempo a responder, porque él continúa suplicando.

—¿No te gustaría que te dieran la oportunidad de realizarlos? De rozarlos con la yema de los dedos, por lo menos.

—Te di quince años —objeto, apretando los labios con fuerza.

—Tiempo suficiente para imaginarme cumpliendo esos sueños, pero no para poder hacer nada realmente con ellos. ¡Eso es aún más cruel!

Sus palabras me ofenden más de lo que estoy dispuesto a admitir. No me llevé su alma ese día porque me pareció demasiado monstruoso aprovecharme de un niño de seis años que no se enteraba de nada (aunque el Diego adulto tampoco parece mucho más aventajado, debo añadir). ¿Y ahora el infeliz tiene el valor de insinuar que ha sido peor el remedio que la enfermedad? Valiente desagradecido. En todo caso, el humano sigue suplicando.

—Por favor. Ayúdame a cumplir mi sueño, y después seré tu esclavo. ¿No es así como funciona? ¿No puedo venderte mi alma a cambio? Haré lo que tú me pidas. Te lameré el culo si hace falta.

—No, no es así como funciona. —A una parte de mi mente le da por pensar que tampoco sería una catástrofe que cumpliera esa última promesa, porque la verdad es que el condenado es guapo. Desecho ese pensamiento y trato de explicárselo, aunque, con lo borracho que está, dudo que sirva de nada—. Ya me vendiste tu alma hace quince años. ¿Qué más iba a poder querer de ti?

—Algo habrá que pueda darte. Dame un año. Solo quiero montar una banda de rock como Dios manda para poder morirme tranquilo. Rock de verdad, no la mierda esa de luces de colores y canciones sosas. He nacido para esto, no puedes robármelo.

—Un año. Y luego serías mío —advierto.

—Y luego seré tuyo —asiente él.

Lo cierto es que, visto así, hay un par de puntos interesantes para tener en cuenta. Me apoyo en la pared y cruzo los brazos para permitirme pensar. Un año más no es mucho tiempo, y jugar con una banda de rock puede venirme hasta bien. Mi jefe se volvería loco si lo supiera. Le encanta llenarse la boca sobre cómo el mundo de la noche es la puerta trasera de la tentación, y se supone que ese es mi trabajo mientras permanezca en la superficie. También soy consciente de que, si quiero proteger a Vittoria, más me vale tener contento a César. Cuantas más vueltas le doy a la súplica desesperada del chico, más sentido tiene.

Todavía necesito atar algunos cabos, pero después de haber visto las condiciones de los antros por los que suele salir y tras escuchar su deseo, mi mente ya se ha puesto a trabajar en un plan. Un año entero recolectando almas. Si esto sale bien, puede ser la solución por la que llevo años luchando. Y el humano es mono.

—Está bien —accedo unos minutos después—. Un año más. Y esta es la última oportunidad que te doy.

Me enderezo y tomo a Diego del brazo para sellar el pacto nuevo. Esta vez no va a tener manera de escaparse o de apelar a mi compasión. Extraigo el puñal que llevo atado al cinto y lo clavo en una de las yemas de sus dedos, para la copia del contrato que deberé dejar en el despacho de César. Empiezo a pronunciar los detalles del pacto en latín para que todo quede perfectamente definido y, de inmediato, una versión de este comienza a tatuarse a fuego candente en nuestros antebrazos. Un instante después, el pergamino que vincula nuestro pacto y lo hace legal empieza a materializarse en la mano que tengo libre.

Un grito parte en dos la garganta del humano y me taladra los oídos. Estoy tentado de pedirle que deje de armar tanto escándalo, pero está tan traumatizado por el dolor y el miedo que comprendo que no conseguiría nada, así que lo dejo estar. Como si se hubiera propuesto confirmar ese último pensamiento, tan pronto como he terminado con todo el papeleo se desploma en el suelo del baño. Yo me lo quedo mirando unos segundos y le doy unos golpecitos en la cadera con la punta de los zapatos, pero es inútil.

Se ha desmayado.

Ahora no es más que un fardo inerte, por lo que me va a tocar cargar con él a cuestas. Mientras repaso mentalmente mi lista personal de improperios favoritos, en todos los idiomas existentes, me pregunto quién me mandará a mí complicarme las cosas de esta manera. Se supone que estoy haciendo esto para mejorar mi calidad de vida, pero, al inclinarme sobre el humano y subirlo a mi hombro, no puedo evitar que me surjan un par de dudas al respecto.