1

Recordaba el día en que lo mataron, a su padre. Recordaba que no sintió nada, poco más que la indiferencia de un desconocido. Fue la sensación de quien es testigo de alguna otra injusticia trivial y ajena: sorpresa, sí, hasta furia y compasión hacia el que la sufre; pero nada que permanezca en la mente más de unos instantes.

Lo hizo un capitán de la guardia real seguramente pagado por los persas, durante la celebración de un triunfo, frente a toda la corte. Lo acuchilló varias veces. La sangre manó espesa y humeante; era un día de otoño.

Su madre sí lloró y eso le produjo una mezcla de extrañeza y de admiración: sabía que sentía exactamente la misma indiferencia que él, lo habían hablado muchas veces, pero eso no le impidió romper el cielo con su grito, igual que si le hubieran arrebatado al amor de su vida.

Alejandro pensó que lo miraba reprendiéndolo furiosa, temiendo quizá que a la hora de suceder en el trono hubiera quien se opusiese alegando que no había amado a su padre y que muy probablemente por ello fuera responsable de su asesinato. De inmediato trató de buscar entre sus recuerdos alguno que tal vez pudiera soltarle la lágrima antes de que alguien notara su frialdad, pero al mirar en la memoria se dio cuenta de que estaba vacía, como si todos sus recuerdos de hijo —que los había—, todos los pesares, los odios, las alegrías —que las había— hubiesen volado en bandada.

De Filipo II de Macedonia jamás supo lo que era el amor de un padre. Cierto era que nunca lo había obligado a nada, ni lo había mandado a curtirse con los nobles del norte, que no eran griegos sino bárbaros; lo había dejado en la capital de Pela con todas las comodidades, bajo la tutela de su madre y del gran maestro Aristóteles, con una compañía exquisita de amigos, le había regalado a su amado caballo Bucéfalo... Pero a él, a su figura, rara vez lo había encontrado a su lado. En verdad no lo había echado en falta, pues cuando sí estaba, sus palabras iban siempre llenas con reproches decepcionados e insultos velados por su debilidad y su sensiblería. De niño lo hería por una hombría que no llegaba; de joven porque la que tenía no le parecía adecuada. Ni cuando triunfaba se lo reconocía. Así sucedió en Queronea: fue su primera gran victoria en el campo de batalla. Acababa de cumplir dieciocho años. Para otro príncipe un día así habría sido una fuente de inspiración para su reinado futuro y de bella nostalgia en la vejez. Para Alejandro no.

Ese día se enfrentó a la dura realidad de que a veces los hijos derraman lágrimas, sangre y coraje, incluso se arriesgan a la muerte inútil para probarse dignos de sus padres, y aun así no consiguen ni siquiera una mirada orgullosa por su parte.

La noche antes de partir durmió con su madre, apoyada la cabeza sobre su cálido regazo para que así le viniera el sueño esquivo. Olimpia le acarició suavemente la mejilla. Ya era casi un hombre —aunque no le hubiera salido la barba, al contrario que a sus amigos, se le había desarrollado el cuerpo atlético, afilado el rostro, acaballado la nariz, rizado y ensombrecido el cabello, ahora color de cobre, alargado las patillas y endurecido la mandíbula—, pero ella aún veía al niño inocente al que quería esconder en el gineceo para que no pudiera alcanzarlo ningún mal. «Vuelve a mí, siempre», susurró en su oído. Pasó toda la noche despierta, vigilando su sueño, rezándoles a Dioniso y a Zeus para que se lo devolvieran sano y salvo.

La batalla se libró un día ardiente de agosto en un llano cercano a la ciudad de Queronea, en el centro de Grecia. El campo, tembloroso por la canícula, parecía estar derritiéndose. Apenas soplaba el viento y ni la cercanía del río calmaba el calor. Un brillo de metal enceguecía el horizonte: Tebas y Atenas habían reunido en alianza con otras ciudades griegas treinta y cinco mil hoplitas, su poderosa infantería pesada, para acabar para siempre con el liderazgo del reino de Macedonia en Grecia.

Su rugido al ver aparecer las falanges macedónicas por la colina encogió el corazón de Alejandro. Los soldados de las ciudades libres berreaban como bárbaros, como animales, por defender lo que consideraban suyo. Nervioso, miró a su alrededor a sus hetairoi, los amigos de su infancia que formaban su Compañía de Caballería real. Iban a su lado buscando una mirada de ánimo. 

A su derecha estaba Hefestión. Era más alto que él, que no lo era mucho, y bastante más corpulento. La suya era la imagen encarnada de los semidioses del pasado: la coraza, que le cubría el pecho, dejaba a la vista los brazos de músculos trenzados; las piernas fuertes se aferraban al caballo; el mentón puntiagudo clavaba el rostro atento en el horizonte de la batalla; el alma indómita y llena de coraje destellaba a través de los ojos por la leve ranura que dejaba el casco.

—Estate tranquilo, Alejandro —le dijo—. Estamos contigo.

Alejandro le devolvió una leve sonrisa. La voz de su amigo era profunda y melódica, llena de una seguridad y una fuerza que inspiraba a quienes la oían.

A su izquierda iba Clito, su hermano de leche. No era costumbre que las reinas criasen a los príncipes; aquella labor recayó sobre la propia hermana de Clito, que cogiéndolos a cada uno en un brazo los alimentó de su pecho y sin saberlo los hermanó de por vida. A Clito lo llamaban «el Negro» por su cabellera azabache y por la barba, que aun desde muy joven le ensombrecía el rostro por más que se la afeitara.

Junto a él estaba Laomedonte, un joven escuálido y de ánimo ceniciento, que apenas hablaba porque siempre estaba inmerso en una conversación consigo mismo. Era de los que allá adonde fuera caminaba cabizbajo inmerso en una lectura que se retaba a memorizar, aunque nunca fue por ello menos diestro con la lanza o el arco.

De cerca lo seguía Nearco, el cretense. Aquel joven de piel tostada y cabello ensortijado de sal había llegado a la corte de Macedonia con nueve años proveniente de la isla de Creta. Hablaba con el acento áspero del mar, sus ojos azules soñaban con el Egeo encendido de la tarde y, en esa corte de caballistas y jinetes, destacó siempre como el nadador más bravo: encontraba en el agua su elemento, como si su sangre fuera la de los seres marinos, y no había día, desde que llegaba la primavera hasta que caía el invierno, que no subiera a las colinas a tomar un baño en los manantiales helados y a bucearlos hasta donde se tornaban oscuros.

Y finalmente estaba Ptolomeo, que tenía la mirada enturbiada por el recelo a los demás. No venía de la gran nobleza: su padre era un humilde funcionario palacial; de su madre algunos se burlaban diciendo que vendía muy barato su amor a los generales. Nada, salvo una clemencia insólita del rey Filipo, podía explicar que aquel joven enjuto, de ojillos afilados y nariz tan prominente que proyectaba sombra sobre los labios torcidos, hubiera acabado educándose junto al príncipe y siendo uno de los hetairoi.

—No perdáis la concentración. Estad siempre alerta —les dijo el general Parmenión, a quien Filipo había encomendado la dirección del ala y la seguridad de Alejandro.

—Ya hemos estado antes en la guerra, general —deslizó el príncipe.

—Sí... Las tribus del norte luchan con tenacidad, pero la guerra de verdad solamente se da entre hombres iguales —le dijo.

Parmenión era un hombre viejo. Tenía algo más de sesenta años, la mayoría de ellos al servicio de Macedonia. Poco menos que había educado a Filipo. Apenas se le arremolinaba el cabello calvo en la parte trasera del cráneo anguloso. Tenía los ojos diminutos e inteligentes, la nariz aguileña, el mentón afilado y muy largo el cuello. A pesar de su edad, era de los mejores jinetes del ejército y un guerrero fiero. Aún tenía la fuerza de la juventud y la combinaba ahora con la destreza de la experiencia manida y la sabiduría de la edad. Era además un político hábil, de los nobles más importantes de Macedonia, el consejero más fiel de Filipo y su strategos, el comandante de sus ejércitos.

—Mira allí, señor —indicó Parmenión. Todos siguieron su dedo—. Distingue al rey por la cresta roja de su casco. Siempre va delante: apréndelo.

—Se arriesga a ser alcanzado por el enemigo.

—Un rey no puede exigirles nada a sus tropas si no va al frente de ellas. Un rey que se esconde en la retaguardia es un rey que se ha perdido.

Hefestión avanzó con su caballo. Tomó la mano de Alejandro, que sostenía las bridas de Bucéfalo, y la apretó con fuerza.

—Pase lo que pase, estaré cerca de ti y guardaré tus espaldas.

Alejandro sonrió. Sintió el espíritu más liviano por un instante.

La voz de Parmenión tronó:

—¡Señor, el rey avanza!

El estruendo de la caballería y las falanges que comandaba Filipo llegó de pronto en el aire ardiente.

Alejandro se inclinó sobre Bucéfalo:

—Ve raudo, amigo. Cabeza de toro, corazón de Pegaso.

Parmenión dio la señal: clavaron los talones en los costados de los caballos, que soltaron un relincho de fuego y se lanzaron contra los griegos.

Alejandro estuvo distraído; tuvo suerte de que los dioses guiaran su espada. Ora miraba a Hefestión para asegurarse de que vivía, como si verlo pelear lo inundara a él de fuerza, ora buscaba a Filipo en el horizonte de caos. El príncipe quería que se fijara en él, que lo viera luchar con fiereza, que lo sintiera digno sucesor de su reino. Pero el rey no prestaba atención a nada donde no fuera a impactar su espada. Su combate era tosco, bruto y salvaje, pero no por ello menos eficaz; lo cierto es que era prodigioso que combatiera con semejante ímpetu teniendo solo un ojo. Era como si no lo afectasen la juventud perdida ni las heridas mal cicatrizadas de guerras anteriores.

La batalla se alargó varias horas. Las fuerzas estaban tan igualadas que en diversas ocasiones ambos bandos meditaron la retirada y dieron por suya la victoria. El calor era insoportable: aplastaba a los soldados bajo el metal incandescente de sus corazas y levantaba nubes de polvo que impedían respirar. Las figuras de sus amigos destacaban sobre aquel mar embravecido de violencia. Alejandro los seguía con la mirada, allá adonde fueran. Y vio que estaban colocados en círculo en torno a él. Hefestión, Ptolomeo, Clito, Nearco, Laomedonte...; ninguno alcanzaba los veinte años, ninguno había conocido la vida, cualquiera de sus pérdidas hubiera sido más dolorosa que la caída de una dinastía entera, y sin embargo estaban ahí, defendiéndolo con arrojo heroico. Pero lo cierto era que no lo defendían solo a él, sino a todos: se defendían entre ellos, movidos por un amor profundo y sincero, por un convencimiento genuino de que si no volvían todos no volvía ninguno.

Cuando llegó el crepúsculo, el llano de Queronea se había convertido en un campo del Hades, sembrado de cadáveres humanos y equinos hechos carniza. Se olía la sangre y se sentía en la boca, densa y metálica. Con un andar zambo con el que disimulaban sus heridas, los supervivientes recogían los cuerpos de sus hermanos a fin de disponerlos en grandes piras. A los heridos se los llevaban en carreta o en camillas agonizando porque sabían lo dolorosa que iba a ser su muerte a manos de un físico que les serraría una pierna o un brazo, si es que llegaban a tiempo.

Alejandro sintió una náusea ácida subiéndole por la garganta. Se apoyó en Hefestión para no caer mientras la arcada le sacudía por dentro.

—Acostúmbrate a la muerte, príncipe —le dijo Parmenión—. Ella es la auténtica hacedora de hombres. Apresúrate, el rey quiere verte.

Los miembros del consejo real bebían vino y lo sudaban. A uno de los senescales le estaban vendando el muslo izquierdo, donde tenía una herida superficial. El olor dentro de la tienda era intenso, insoportable, pensarían los rudos líderes tribales, para aquellos principitos refinados que escuchaban lecciones de filosofía entre los rosales del jardín. También empezaba ya a sentirse en el aire el olor de las hogueras en las que se consumían los héroes.

A pesar de haberlos hecho llamar, el rey y sus hombres apenas repararon en los muchachos, que permanecieron en un silencio incómodo.

—¿Cuántos fueron los muertos? —preguntó finalmente Alejandro.

Filipo no se volvió para contestarle.

—Esperaba que tú me lo dijeras. —Alguien se rio del príncipe entre dientes—. Fueron muchos, pero mereció la pena. La victoria es mía y estos griegos se lo pensarán dos veces antes de alzarse de nuevo contra mí. —Sorbió vino de su copa dorada—. Me contaron que luchasteis bien.

—¿No me viste? —le preguntó extrañado.

—Si te encomendé uno de mis flancos fue para no tener que supervisarte, es una muestra de confianza —le respondió severo.

—No me refería a que tuvieses que vigilar mis movimientos.

—¿Qué querías? —le espetó—. ¿Que me detuviera para admirarte y aplaudirte? —Alejandro balbuceó algo, pero Filipo lo interrumpió furioso—. En la guerra solo debes estar pendiente de tu enemigo, de esquivar sus lances y asestar los tuyos, si eres un mero soldado, y de planear los lances de todas tus tropas y esquivar todos los contrarios si eres un capitán. Me contó Parmenión que tus amigos no se apartaron de tu lado, ¿es cierto? —preguntó mirando a los jóvenes, que asintieron tras dudar si contestar—. Concéntrate en la batalla en vez de esperar la aprobación de otros y no necesitarás que estén pendientes de ti. Aprende estas lecciones de la guerra y prepárate para recibir las de la paz. Los atenienses han sido derrotados y ahora irás y me traerás la paz en los siguientes términos, recuérdalos bien: queremos usar su flota, es la más poderosa de Grecia, consíguela para mí y disuelve la Liga ateniense, su coalición de ciudades, pero haz por no volverlos de nuevo en nuestra contra.

El príncipe se mordió el labio inferior y apretó los puños.

—Como ordenes, mi señor —le respondió con un hilo de voz aún sin mirarlo a la cara, abandonando después la tienda junto a los hetairoi.

2

Esa noche no logró conciliar el sueño. El olor de la ceniza humana lo abrasaba en la nariz y la boca. Se sucedían en su cabeza imágenes y palabras: su padre rechazándolo, dándole la espalda, los gemidos de los moribundos, los cuerpos de los muertos pudriéndose al sol.

Y entonces apareció también en su mente adormilada Nectanebo, el brujo al servicio de su madre, compungido y sangrante en el fondo de aquel agujero. Llevaba ya unos años en los que había conseguido olvidar aquella visión y sin embargo le regresó esa noche en la que tanto extrañaba el amor de padre que Filipo le negaba.

A su pesar, aún recordaba muy bien a ese hombre. Había sido el terror de su infancia. Sus amigos, para asustarlo, le decían que era un antiguo dios egipcio, de esos que eran mitad hombre, mitad bestia.

Nectanebo estuvo desde siempre en la corte de Macedonia, aun antes de su nacimiento, el cual atendió. Todos lo temían y veneraban, incluso los que lo odiaban, pues gozaba del favor real. Era adivino, sacerdote y hechicero venido del país de los faraones. Cuando Filipo marchaba a la guerra, el brujo se escabullía hasta la alcoba de la reina Olimpia, con quien pasaba la noche entera invocando a dioses desconocidos con todo tipo de hechizos para favorecerlo en la batalla. Así había logrado su padre unificar las polis griegas y asentar Macedonia como el primero y mayor de los Estados helenos.

Durante aquellas sesiones rituales, Alejandro, que siempre era libre de entrar a los aposentos de su madre y nunca había tenido que esperar en la puerta, ni aun cuando ella se encontraba en la más completa desnudez, tenía prohibido entrar. Siempre respetó aquel mandato, no sin sentir esa curiosidad peligrosa de la que, una vez satisfecha, todo niño se arrepiente. Pero una noche, tenía doce años, enfadado o entristecido por algún motivo, aporreó la puerta olvidándose de que estaba transcurriendo una sesión y esta cedió. Se precipitó dentro gimoteando y entonces los vio. Los doseles estaban echados, pero se intuían claramente dos figuras en el lecho. Unos ojos tizones y furiosos se clavaron en él. De entre las sombras se levantó el tétrico semental egipcio. Pudo llegar a ver a su madre desnuda sobre las sábanas revueltas antes de que Nectanebo lo agarrara y lo echara a empujones.

—La reina está hablando con el dios, príncipe. —Y cerró la puerta de golpe.

Nunca olvidó el desprecio con el que aquel extraño, que como él compartía la peculiaridad de tener cada ojo de un color, lo apartó de su madre.

A ella no le reprochó nada, la creyó hechizada por el brujo e incapaz de haberse resistido. Cuando quiso hablar con él se encontró con que rehuía toda conversación que tocase el tema. Su mente había reconstruido la imagen para que fuera a otra mujer, no su madre, a la que había sorprendido retorciéndose adúltera entre los muslos del sacerdote egipcio. Sin embargo, ello no impidió que en la lucidez oscura del insomnio se apoderara de su mente la imagen del brujo y el deseo furibundo de darle muerte.

Poco después fue a visitarlo y le pidió que esa noche lo acompañara al monte porque quería que le explicara las estrellas bajo las que había nacido. El sacerdote, para su sorpresa, no mostró objeción. A la hora del ocaso abandonaron el palacio sin ser vistos y echaron a andar hacia las colinas que lo rodeaban. Sobre ellos vino la oscuridad, que pronto se llenó con los cientos de estrellas que adornaban el firmamento.

—Demoré tu alumbramiento para que nacieras precisamente bajo los astros indicados —le explicó mientras caminaban por el sendero pedregoso.

Nadie sabía cuál había sido el horóscopo del glorioso Aquiles ni el del gran Heracles, sus antepasados, pero de seguro no era tan perfecto como el suyo. Y es que Alejandro había nacido bajo un cielo dibujado por los mismos dioses.

Fue en la madrugada del 21 de julio. Como le había dicho, el egipcio no consintió que nadie entrara en los aposentos de la reina aun cuando las contracciones ya la tenían berreando de dolor y suplicando la muerte. Olimpia ansiaba liberarse de aquella criatura feroz que le había devorado el cuerpo y el alma desde dentro, pero el sacerdote no se lo permitió. Y mientras la dejó retorciéndose y luchando contra el hijo que le desgarraba las entrañas, se asomó al balcón y observó atentamente las posiciones de los astros en la bóveda.

Miró al espacio profundo, donde brillaban muy lejanos el planeta de Zeus y el de Cronos con sus anillos de oro. El primero seguía fijo entre los dos Gemelos, vaticinando gloria, y esa noche se había unido a él el planeta rojo de Ares, dios de la guerra. El Cronos encenizado, el padre que pone los límites, brillaba receloso entre las pinzas del Cangrejo. Nectanebo lo observó curioso y concluyó que aquel que iba a nacer también estiraría el brazo en demasía, como el gran titán, también rompería con todo lo establecido; sus pasos lo llevarían más allá de cualquier límite, más allá de cualquier sueño y cualquier ambición. Venía un hijo de la historia a quien no frenarían ni los hombres, ni los reyes, ni los dioses.

De repente un viento plateado y tibio penetró en la alcoba levantando las cortinas y agitando los doseles. A su paso no se apagó ninguna vela.

—Es la diosa Ártemis, señora —anunció; la luna de pronto brillaba con más fuerza—. Está aquí. Ha venido a atender el parto.

Las contracciones aumentaron, pero el sacerdote aún se resistió a que entraran las comadronas. Cuando la luna, que bajaba ya para sumergirse en el oeste, brilló sobre las estrellas ardientes del León, dio la señal: las parteras abrieron las puertas y se abalanzaron sobre Olimpia, que apretó con tanta fuerza que temió se le rompieran los dientes. Mientras, el egipcio se mantuvo fijo en esa luna que se desplomaba por el cielo, mascullando conjuros para demorar las horas, detener el tiempo, y que el príncipe naciera con la diosa pálida aún acariciando las melenas del león.

Se hundió la luna en el horizonte cuando se oyeron los llantos del recién nacido. Nectanebo respiró aliviado.

—Ese mismo día se incendió el Artemisión, el gran templo en Éfeso —le dijo—. La diosa no lo pudo impedir porque estaba sujetándole la mano a tu madre.

Que el brujo mentara a su madre, que su aliento conformase entre los labios su nombre, hizo que el alma herida de Alejandro se revolviera. Apretó los dientes y contuvo la furia, no sabiendo bien cómo dar salida a su deseo mortal. Pero de pronto lo vio: Nectanebo pisó en falso y se resbaló teniendo que cogerse de su mano para no caer; el terreno era agreste, resbaladizo y lleno de quiebros escarpados. Los ojos de Alejandro se iluminaron con la solución; sintió la sangre corriendo rauda y ardiente en las venas.

—¿Qué estrella es esa de allí? —preguntó señalando el horizonte.

El egipcio se sacudió el polvo de la túnica y miró hacia donde apuntaba el dedo del príncipe. Aguzó la vista tratando de verla mejor.

—Creo que es la estrella de Amón, la manifestación de Zeus en Egipto.

Absorto como estaba en el cielo, no reparó en que se había aproximado a una zanja pedregosa. Alejandro siguió con ansia cada uno de sus pasos. Se acercó lentamente por la espalda, de puntillas para que no se percatara de que se movía tras él, sigiloso como una sombra, mientras el brujo continuaba hablando sobre las estrellas en cuestión. Una gota de sudor frío le temblaba en la ceja y el corazón le latía tan fuerte en el pecho que pensó que le estallaría. No pudo esperar más y, de una patada, lo tiró al foso. Nectanebo cayó con un estruendo sordo y se golpeó la cabeza. Alejandro se asomó a verlo. Su sangre era blanca. El sacerdote esbozó una sonrisa extraña, como si todo lo hubiera previsto, y le dijo con un crujido de voz:

—Como Zeus y como Cronos antes que él, era necesario que matases a tu padre para que el mundo fuera tuyo.

 

 

Alejandro se levantó ensopado de sudor frío, estaba en su tienda en Queronea y salió al exterior: a lo lejos aún intuía un resplandor amarillo de las piras fúnebres que no se acababan de consumir. Apenas se veían almas de vivos por el campamento.

—Despierta al oficial que ha de acompañarme mañana a Atenas —ordenó a uno de los soldados que tenían la guardia.

A los pocos minutos regresó con el capitán de una de las falanges. Tenía el rostro agarrotado de sueño y vino.

—Mi señor —lo saludó con la voz ronca.

—¿Dónde fue que los atenienses cremaron a los suyos?

El oficial indicó con el dedo el punto del horizonte en el que brillaban las piras como un falso amanecer incapaz de despuntar.

—Quiero llevarme sus cenizas. Que las dispongan en un gran cofre para que sean transportadas a Atenas.

—Pero, señor, corresponde llevarlas a sus generales.

—Sus generales han huido o han muerto. Soy yo, en nombre de Macedonia, quien ha de llevar la paz a los atenienses. Y con la paz llevaré también a sus prisioneros y a sus muertos.

—¿A los prisioneros también? —preguntó incrédulo.

Tuvo suerte; parecía que al príncipe no le molestaba la insolencia de sus contestaciones.

—Sí, a los prisioneros también. Son griegos, como nosotros.

—Pero son botín de guerra, señor. Corresponde al rey decidir qué hacer con ellos.

—Nosotros no llevamos en la sangre la crueldad de los persas, capitán.

—Pero, mi señor...

—Basta —bramó—. El rey me ha encomendado llevar la paz a Atenas y volver con la paz de toda Grecia; no la habrá mientras mantengamos cautivos a los hijos de la ciudad y humillado el recuerdo de sus caídos. Disponlo todo.

Finalmente el oficial inclinó la cabeza en señal de aceptación y cursó las órdenes.

3

El pueblo ateniense se había congregado en el ágora. También estaban los gobernantes de la polis, con sus togas blancas y sus aires sofistas. Esperando recibir al tirano tuerto de Macedonia, todos se sorprendieron de ver al joven príncipe trayendo consigo a los atenienses que habían partido, los vivos y los muertos.

—Ciudadanos de Atenas: soy Alejandro, príncipe de Macedonia. En nombre de mi padre, Filipo rey, y como hermano vuestro, vengo a hacer la paz con vosotros.

El ágora se revolvió inquieta. No pocos pensaban que los del norte no eran griegos y que solo esperaban el momento oportuno para acabar con la independencia de las polis e imponer una tiranía propia de los orientales.

Los togados permanecieron callados.

—Y Atenas recibe tus buenos deseos —dijo un viejo general de mirada templada. Era el único a quien el orgullo no impedía ser un buen hombre de Estado.

—¿Tienes poderes para entregarme la paz que mi padre anhela?

El viejo asintió.

—Que así sea y que los dioses iluminen nuestra negociación.

—Estoy convencido de que lo harán, señor. Es de justicia.

Alejandro se volvió y dio la señal a sus hombres para que depositaran ante los miembros del Gobierno ateniense el gran cofre en el que iban las cenizas de los caídos. Lo presentaron ante ellos con mucha solemnidad.

—Vuestros caídos lucharon con valentía en Queronea. Los traigo de vuelta para que negociemos con la promesa de que tan valerosa sangre no volverá a regar los campos de Grecia.

Alejandro no asistió a los funerales públicos. Quiso dejar a los atenienses en su dolor, que no tuvieran que ver a los asesinos de sus hijos con ellos cuando los despedían. En su lugar, fue a orar al templo sagrado de la diosa Atenea; a orar por ellos, por él.

El sol caía por el cielo y su luz sangrante y dorada bañaba los enormes pórticos de la Acrópolis, los construidos por Pericles sobre las ruinas de los que destruyeron los persas durante el saqueo de Atenas, ciento cincuenta años atrás. Entre las columnas nuevas se conservaban los restos de las antiguas, las que fueron derruidas durante la gran invasión junto al resto del monumento. Servían como vestigio de la barbarie que allí cometieron los ejércitos persas: allí estaba la afrenta oriental, la vergüenza y la humillación de los griegos; el sagrado templo vejado y destruido.

—Pocos se paran a contemplarlos.

Alejandro se volvió: el viejo general ateniense.

—Pensé que estarías con tu pueblo en las ceremonias por los muertos.

—Siempre fui hombre poco dado al culto, señor. Los muertos, una vez muertos, tienden a querer olvidarse de las cosas de los vivos.

El macedonio arqueó una ceja. El strategos de Atenas se unió a su silenciosa contemplación de los antiguos propileos.

—Todos vienen prestos a contemplar las grandes obras de los genios Fidias y Calícrates y se olvidan de esto. Pero nuestro gran gobernante Pericles nunca quiso que se olvidaran: quería que estas ruinas se mantuvieran y que recordaran siempre que los persas habían arrasado este lugar sagrado, que por este sendero habían subido sus carros y sus caballos.

—Parece ser una advertencia a los descendientes de aquellos bárbaros —aventuró el príncipe.

—Oh, no... No. Todo lo contrario. Es un mensaje a todos y cada uno de los griegos: «No olvidéis».

Reemprendieron el camino muy despacio por las escaleras, nunca mirándose directamente, perdiéndose sus pensamientos en la inmensidad artística que los rodeaba. Al cruzar el pórtico a Alejandro se le cortó el aliento. El Partenón se alzaba majestuoso mirando hacia el oeste, la luz espesa de la tarde bañaba su pórtico de columnas dóricas.

Más allá del templo se extendía una vista diáfana del golfo de Atenas, la línea añil de las montañas y el horizonte delgado del mar. Tal era la soledad, tan solemne...

—Sin duda se percibe la presencia de la diosa —murmuró ensimismado.

—¿Sientes que Atenea te inspira, príncipe? —le preguntó, y sin esperar su respuesta le dijo—: Más vale. Si aspiras a llevar la guerra hasta Persia, habrás de luchar mejor que en Queronea. Me dijeron que la batalla estuvo muy igualada.

—Pero al final fue nuestra la victoria —respondió toscamente.

—Nunca fui partidario de hacer la guerra contra tu padre.

—No querer hacer la guerra faculta para la paz.

—Y bien, ¿qué paz es la que nos ofrece el rey de Macedonia?

—El rey pide lo que es de justicia: que disolváis la confederación de polis que sirve a Atenas, que os comprometáis a integrar una nueva liga con Macedonia y que no conspiréis con nuestros enemigos. Demandamos de vosotros lealtad y nobleza.

—No es poco.

—Hemos ganado la guerra. Y os he traído de vuelta a vuestros caídos y a vuestros prisioneros sin que tuvierais que pagar rescate alguno.

—De modo que por eso era...

—Era mi gesto de buena voluntad. El rey no estaba al tanto.

—Sugiero que reconsideres las propuestas, señor, no por excesivas, sino por erradas. La Liga de Atenas ya no existe, hace años que está rota debido a nuestras desavenencias con Tebas.

—Y sin embargo avanzasteis juntos contra nosotros en Queronea. Macedonia no puede permitir que los Estados griegos se confederen contra ella.

—La Liga de Atenas no es contra Macedonia, señor, sino contra Esparta y Persia.

Alejandro se volvió y clavó en él sus ojos de colores, que centellearon con las brasas del ocaso.

—No trates de engañarme, general. Soy joven pero no ignorante. Hace más de cuarenta años que Esparta no amenaza a Atenas. Hace veinte que Tebas rompió vuestros compromisos. Si os habéis unido esta vez fue solo para hacer frente a Macedonia. Hablas de luchar contra Persia, pero desde los tiempos de la gran invasión no habéis hecho la guerra al este, una guerra que los dioses demandan de todos nosotros, los que somos griegos.

—Y dime, ya que la guerra de Asia es lo que más te interesa, ¿crees que Atenas se prestará gustosa a marchar junto a Macedonia si tu padre insiste en privarla de lo que queda de su imperio y someterla?

—Tienes mi palabra de que Macedonia no intervendrá en vuestros asuntos ni vuestras colonias. Solo busca una alianza.

—Si nos privas de la Liga solo tendrás una alianza con los escombros de esta acrópolis.

—La confederación de ciudades no os hace más fuertes, al contrario: son un campo fértil para la corrupción y para la fluidez del oro persa —trató de hacerle ver.

—Nos condenáis a la ruina...

Alejandro guardó silencio.

—¿Os convendría —dijo al cabo de unos instantes— conservar la isla de Samos? Es la isla con mayor población y riqueza, y hace tiempo que expulsasteis de allí a los persas. Os mantiene en el comercio de la costa y a nosotros nos garantiza una cabeza de puente en Asia Menor. —Notó que el strategos se revolvía inquieto y confuso; supo que era el momento de quebrarlo—. Mi padre también quiere devolveros el puerto de Oropo. Ninguno de vuestros aliados os ayudó a recuperarlo cuando Tebas os lo arrebató hace años, ¿verdad? No parece que vuestra Liga os aporte tanto como os aportaría Macedonia...

—Está bien —dijo de pronto el viejo general.

Alejandro se detuvo en seco.

—¿Aceptas? —preguntó atónito.

—No he dicho eso —corrigió. Su voz sonaba serena, como si estuviese impartiéndole una lección de política, de diplomacia, de vida, mientras hablaba—. En nombre de Atenas he escuchado tu propuesta. Deja que ahora medite sobre ella.

El joven recondujo su emoción.

—Antes de que se ponga el sol mañana habré abandonado la ciudad.

—Y lo harás con una respuesta —le aseguró el strategos, y se dio la vuelta para marcharse.

Alejandro oyó sus pasos alejarse. No pudo evitar volverse.

—Nuestra alianza es una protección para vosotros, para Atenas —le dijo haciendo que se detuviera un instante—. Y os concede privilegios, oportunidades que nunca les ofreceremos a otros, no lo olvides.

4

El camino de regreso a Pela se le hizo corto como pocos en su vida, tal vez porque la emoción de la paz lograda aligeraba los cascos de los caballos. Alejandro se marchó entre bellas palabras, máscaras para el odio acérrimo, de los magistrados de Atenas.

En Pela lo esperaban sus compañeros, que en cuanto descendió del caballo lo abrazaron con fuerza. Al pie de la escalinata aguardaba también una joven a la que Alejandro tomó en sus brazos.

—¡Barsine!

Ella sonrió y emocionada lo besó en la mejilla.

—Vuelves con la victoria de Grecia bajo el brazo. Pronto la de todo el mundo.

El joven se rio.

—Puede ser... Pero ahora lo único que me alegra es haber vuelto a casa.

Barsine era la hija de Artabazo, un noble persa exiliado en la corte de Filipo. Como sátrapa había gobernado Frigia en nombre de los tiranos del Oriente hasta que, temiendo por su vida, huyó al oeste con su hija, donde, a cambio de valiosa información sobre el enemigo persa, Filipo le perdonó la vida. Eran, pues, bárbaros. En verdad, a Barsine se le notaba el gesto oriental en el rostro: tenía la nariz ganchuda, los ojos sarracenos y el hoyuelo partido. Había heredado esos rasgos de su padre, que era frigio, pero en su caso eran tan prominentes y se veían tan extraños en el rostro cambiante de la adolescencia que los griegos los achacaban a una deformación física propia de las razas orientales. Sin embargo, lo que más delataba su origen no era el cabello montaraz de áspero azabache, que no tenía qué envidar a los bucles sedosos y otoñales de las griegas, ni la tez aceitunada de la piel, sino el aire de exilio en que siempre iba envuelta aunque llevaba casi toda la vida en Macedonia. A pesar de ello, Alejandro tenía en ella a una valiosa confidente, a una compañera de historias, dichas y pesares, a su mejor amiga.

Esa noche se celebró un gran banquete al que acudieron los grandes nobles de las tierras altas. Corrió el vino en aquella celebración de la victoria en Queronea. Por fin se lograba la dominación total de las polis griegas. Se las había emplazado a todas a reunirse pronto en la ciudad de Corinto a fin de conformar un consejo que confiriese a Filipo el mando supremo —como hegemón, como strategos— de las fuerzas de Grecia. Después comenzaría la gloriosa campaña vengadora de Asia: tras doscientos años padeciendo las ciudades griegas el yugo del Gran Persa, habiendo sido derrotados los ejércitos helenos y arrasados los templos sagrados, llegaba el momento de recuperar el control del lado oriental del Egeo y asegurar que la barbarie quedaba limitada a Asia, lejos de los pueblos libres.

La reina Olimpia no asistió a la celebración. No bebía en público: solamente en soledad se confiaba a los oscuros dioses que moraban en la vid. Sin embargo, insistió en que Alejandro acudiera e hiciera valer la grandiosa paz que había conseguido para su reino.

—Haz que hoy, más que ningún otro día, te vean como un rey —le dijo mientras le ceñía la túnica con uno de sus broches dorados y le recogía los bucles cobrizos con una diadema de cuero—. Sobre todo él.

Algo en ella también lo conminaba a ir para que con su presencia le recordara a Filipo el abandono en el que tenía a su madre. Eran muchos años de rencor surgido después de que el amor que se tuvieron se marchitara a ritmos distintos. Acabaron siendo el perfecto reflejo de lo que sobreviene a los matrimonios que entran en guerra por los hijos, o que más bien enfrentan a través de los hijos la guerra que las circunstancias, la vida, la cobardía les impide librar directamente entre ellos.

Durante la ceremonia Alejandro trató de hablar con su padre, pero no lo logró. El rey no vino a felicitarlo por la paz conseguida; estaba demasiado ocupado bebiendo y riendo con sus nobles. Seguía con la mirada a una dama de la corte, una hermosa joven que se movía a su alrededor con aires danzarines. Con gestos tibios le iba diciendo que se acercara y así la joven fue aproximándose cada vez más al trono hasta que acabaron hablando en susurros.

—¿Quién es? —preguntó Alejandro, fijándose en ella.

—Creo que la sobrina de Átalo —le dijo Laomedonte, que nunca olvidaba una cara y estaba al tanto de quién entraba y salía de la corte.

Átalo era un hombre afilado, parco de palabras y cruel. De él decían que era hacedor de esclavos, ni de prisioneros ni de muertos. Esa noche estaba muy cerca de Filipo y seguía con atención el torpe cortejo que le hacía a su sobrina. Pero también los miraba a ellos y lo hacía con una sonrisa odiosa. Alejandro tuvo de pronto la atroz corazonada, se le removió el alma profunda al darse cuenta de que tramaba algo.

Clito, el Negro, notó su inquietud.

—Tranquilo, señor —le dijo entregándole una copa de vino.

—Detesto verlo tan cerca de mi padre.

—Bebe. Disfruta de tu triunfo.

Tomó la copa y la vació de un trago. Su gesto se agrió pero enseguida pidió que se la volvieran a llenar.

Las horas se sucedieron y el vino aguó sus ojos, pero estos no perdieron de vista los movimientos serpentinos de Átalo.

De pronto un silencio crepitó desde las esquinas del gran salón del trono; se arrastró por el suelo y coronó en los labios de Filipo, que se había levantado torpemente de su trono y tambaleándose por la bebida se disponía a dirigirse a todos.

—Amigos míos, mis hermanos... —comenzó. Hablaba con la dificultad lánguida de la embriaguez.

Alejandro resopló avergonzado.

Átalo los seguía mirando. Ahora Hefestión también lo vio. Temió que el torpe discurso del rey fuera una señal. Todos los miedos de Alejandro entraron en su mente. Miró los rincones, miró a todos los guardias: la pose de estos era relajada; estaban atentos a lo que decía el rey. No parecían alerta. Una tranquilidad sospechosa. Deslizó sutilmente la mano hasta el cincho y agarró con fuerza el puñal.

Filipo mentaba tiempos pasados y futuros llenos de gloria. Habló de Macedonia. Lo hizo como si fuera una persona viva, como si estuviera allí con ellos, como si fuera algo más que un conjunto de árboles, ríos, bestias y fronteras dibujados al azar por la historia.

—Y por Macedonia hemos sometido a todos los demagogos del sur, todos esos traidores que desde las ágoras nos insultaban y confabulaban con nuestros enemigos...

Un murmullo de aprobación se extendió entre los cortesanos.

—¿Qué está diciendo? —masculló Alejandro—. Son nuestros hermanos...

—Macedonia —fue concluyendo— hoy se regocija en el orgullo de haber vencido a sus enemigos. Ella todo lo merece tras la jornada de Queronea y yo solo puedo entregárselo. A todos os comunico que el día de la victoria lo recordaremos celebrando a una nueva reina, pues tomaré la mano de la bella sobrina de mi fiel Átalo para que sea mi esposa.

Alejandro sintió morir los latidos del corazón en su pecho, aunque al instante volvieron a latir desbocados.

Filipo tomó la mano de la mujer que lo había rondado. Los presentes vitorearon y alzaron sus copas.

—Señor, me honras —dijo la joven—. Te juro mi amor eterno y en señal de gratitud hacia tu casa, que me acoge, y hacia ti, tomaré el nombre de Eurídice, que llevaron tu madre y tantas princesas de tu dinastía.

Alejandro no pudo contenerse ante aquello; el vino se lo llevó, la rabia también. Arrojó la copa; el ruido del metal contra el suelo de mármol rebotó por la bóveda del salón.

—¡¿Cómo te atreves?! —aulló.

Cientos de rostros se volvieron hacia él.

Filipo clavó en él su ojo de cíclope.

—¿Cómo has dicho?

El príncipe avanzó hacia el trono.

—Tu heredero te trae la buena voluntad de Atenas, el pueblo más orgulloso de Grecia, pero tú ni te molestas en celebrar la paz; tú se lo agradeces tomando una nueva esposa. ¿Para esto es para lo que murieron dos mil hombres en Queronea? ¿Para que puedas desposarte con una ramera?

—¡Te tragarás tus palabras...! —bramó Átalo.

—¿Quién eres tú, perro, para decirme nada?

Filipo levantó la mano y los acalló. Apuró el vino que le restaba. Sus labios liberaron un suspiro de decepción.

—Has de aprender a contener tus sentimientos heridos, príncipe. Te molestas porque el rey no te admira en la batalla, donde tu desempeño fue mediocre, y te molestas porque el rey no te agradece la paz que traes de Atenas, paz poco ventajosa, he de decir. Dejas que tu orgullo ofendido hable por ti.

—Mejor tener orgullo ofendido que no tenerlo.

Filipo soltó la copa y tronó haciendo estremecerse a muchos.

—¿Acaso te enorgulleces de la paz que trajiste? ¡Cediste la isla de Samos y el puerto de Oropo!

—Me diste licencia para hacerlo —se defendió.

—¡Te di licencia para negociar, no para que entregases a los atenienses todo lo que nos reservábamos en caso de que nos urgiera! Negociando la paz no se entrega todo lo que se está dispuesto a ceder. Has demostrado que sin tus amigos no te sabes defender en la guerra y que sin el consejo de tus mayores no te sabes manejar en la paz. —Alejandro apretó el puño y contuvo la rabia—. Y quieres que el rey te congratule...

Hefestión lo cogió por el hombro.

—Alejandro, vámonos...

—¡Si no vienen a defenderte no eres nadie!

—Alejandro...

Pero él no se movió. La furia con la que miraba a su padre lo tenía encadenado al suelo.

—Un rey no celebra la guerra; hace por evitarla —masculló Alejandro—. Será que tú no eres más que un señor de caballos. —El ojo de Filipo centelleó—. Qué lástima... por Macedonia.

Dejó entonces que Hefestión tirara de él y se lo llevara a través del espeso camino de silencio y asombro que se había formado en el salón.

Átalo aprovechó la ocasión.

—Celebro tu boda, mi señor. ¡Recemos a los dioses y roguémosles que pronto mi sobrina te dé un heredero legítimo para Macedonia!

Alejandro soltó un alarido, desenvainó su puñal y se abalanzó sobre el general, que inmediatamente sacó su espada. De entre la muchedumbre salieron dos de los hombres de Átalo prestos a protegerlo. Los hetairoi echaron mano de sus dagas. Estaban rodeados.

La voz de Parmenión se alzó en medio del caos.

—¡Deteneos!

Rabiando de furia, Alejandro se dirigió a su padre.

—¡Cómo osas humillar así a tu heredero! —gritó con lágrimas, tirando la daga al suelo—. ¡Cómo permites esto! ¡Contéstame! ¿Acaso soy un bastardo? ¿Acaso mi madre y yo, a pesar de pertenecer a la dinastía de Aquiles, no somos dignos de tu reino de bárbaros?

—Descendientes de Aquiles pero extranjeros —dijo Átalo tras la protección cobarde de sus hombres de armas.

—Cállate, Átalo —ordenó Parmenión.

Filipo seguía sin hablar.

—Tu silencio confirma tu vergüenza —le reprochó Alejandro—. Pero no debería sorprenderme... Siempre traicionas a quienes confían en ti.

—Tente, príncipe —pidió Parmenión.

—¿Acaso no hay verdad en cuanto digo? Mi madre solo te ha mostrado lealtad, te ha dado un heredero y ha fortalecido tu casa con un linaje que proviene del mismísimo Zeus. Yo solo te he dado mi devoción como hijo. Tú nos has vuelto la espalda, nos has pagado con desprecio...

Filipo esbozó una sonrisa. Era desagradable. Él lo sabía, se veían sus dientes torcidos y amarillentos asomando como estalactitas en la gran oquedad negra de la boca, y por eso se reservaba la sonrisa para cuando quería incomodar a su rival, provocarlo casi hasta el punto de la pelea.

—Qué débil fuiste siempre... —murmuró.

Alejandro escupió a sus pies. La corte contuvo un grito ahogado.

—Tirano. Tirano peor que los de Persia.

Su padre alzó la mano para abofetearlo, pero embriagado del vino se enredó en las túnicas y cayó de bruces contra el suelo.

—Inspiras lástima a los tuyos, Filipo. El rey que llevará la guerra a Asia... Aquí lo tenemos: en el suelo. ¿Qué pensarán al otro lado del Egeo?

Dirigió una mirada aviesa a los generales, haciéndolos cómplices de aquella afrenta, y se marchó junto con sus compañeros.

Viéndolo alejarse, a Filipo se lo llevó la rabia.

—¡Bastardo! ¡Tendría que haberte dejado morir en el bosque cuando naciste! ¡Maldito sea ese día! ¡Te mataré! ¡Juro que os mataré a ti y a tu madre, hijo de las serpientes!

Parmenión lo retuvo para que no fuera tras él, no porque temiera por la vida del príncipe, sino porque no quería que volviera a tropezarse frente a la corte entera.

Alejandro aún se volvió para decir:

—Tirano. Tirano peor que los de Persia.

Pero cuando atrás se hubo quedado el eco de sus palabras, sintió que lo aplastaba el peso terrible de su tristeza.

Hefestión lo acompañó hasta su alcoba.

—¿Seguro que estás bien?

—¡Sí! —bramó—. Dejad todos de preocuparos por mí.

—¿Crees acaso que vamos a abandonarte a tus demonios? —replicó—. Eres nuestro hermano, nuestro príncipe. No te olvides de que estamos contigo. Es superior a ti.

Alejandro lo rehuyó.

—Déjame solo.

—Como quieras.

Una náusea helada le recorrió la garganta; devolvió bilis oscura, por el vino y por tantos pensamientos. Apagó las velas, dejó que la sombra lo envolviera y se metió en la cama.

5

—Alejandro... ¡Alejandro, despierta!

Clito lo sacudió con fuerza y lo destapó.

—¿Qué sucede? —preguntó aturdido.

—Tienes que venir, pronto.

En su fuero más íntimo, dolido aún el orgullo tras el fatídico banquete, deseó que lo llamaran porque su padre hubiera muerto.

Se envolvió en su túnica y salió corriendo tras el Negro, que lo condujo hasta uno de los aposentos apartados del palacio. En la antecámara los sirvientes disponían enormes bagajes para lo que parecía iba a ser una larga travesía. Alejandro entró en la alcoba. Barsine recogía las pertenencias de su vida y las iba depositando en los baúles.

—¿Qué estás haciendo?

—Marchamos, mi padre y yo. —Se esforzaba por disimular las lágrimas en la voz—. El rey ha dado la orden.

—Pero ¿cuándo?

—He de partir hoy mismo.

Alejandro le quitó de las manos el manto que doblaba y lo arrojó al suelo.

—Deja eso. ¿Qué estás diciendo?

—Os preparáis para ir a la guerra de Asia; ya habéis obtenido la alianza de los pueblos griegos. —Y, como si le estuviera desvelando un secreto, susurró—: No os conviene acoger a orientales en vuestra propia corte.

—Lo hace por mí. Solo quiere verme desgraciado —masculló.

Barsine sonrió con tristeza.

—No te apures...

—¡Cómo no! Eres mi mejor amiga... y mi padre te aparta de mi lado. Yo...

No supo continuar. ¿Qué podía decirle, además? ¿Que no se preocupara? ¿Que hablaría con su padre para impedir que tuvieran que marcharse? El silencio le dolió, pero cuanto más se afanaba en romperlo más rápido huían de él las palabras.

—No puedes evitarlo y conviene hacerse a la idea.

—Barsine...

—No digas nada —le pidió, la voz a punto de romperse—. Vuelvo al Oriente, a mi casa.

—Tu casa es esta.

—No..., ahora entiendo todos esos años de añoranza —dijo—. Este nunca fue mi mundo. Nunca dejé de ser una extraña a los ojos de todos, también a los tuyos.

El reproche en esas palabras, que no era sino el reproche por un amor que nunca tuvo coraje para existir, ciertamente le dolió.

—Nunca serás una extraña para mí. Es imposible. Tú y yo nos conocimos a una edad en la que no sabíamos distinguir lo que es extraño de lo que no.

—Me gustaría poder pensar así, pero creo que la edad hará extraños de todos nosotros y ni el recuerdo de la infancia compartida podrá impedirlo. —Los sirvientes cerraron el último de los baúles—. Tengo que irme.

Se hundió en los ojos coloridos de Alejandro, haciéndose a la idea de que era la última vez que los veía. Tantas noches en vela... El príncipe había llegado a colonizar su mente, a volverla una esclava de su ideal. Se puso de puntillas y le dio un beso en la frente. Alejandro sintió un escalofrío recorriéndole el cuerpo. A ese beso se le adivinaba el deseo ardiente de unos labios; por no encontrarlos, se había sentido gélido.

—Ojalá... —Pensó en lo que quería decirle, lo pensó bien—. Ojalá pueda ser tu mundo algún día.

Barsine sonrió.

—Cuando lo conquistes todo y todo sea griego. Puede que entonces ya no haya distinciones, nos habrás hecho súbditos de un solo rey, hijos todos de Zeus bajo el cielo.

—Te prometo que así será.

—Entonces nos volveremos a ver en el confín del mundo. Cuando todo sea griego.

Barsine dio la orden a los esclavos, que cargaron con los baúles. Se alejó llevando consigo su vida a cuestas.

Alejandro nunca antes había tenido esa sensación, la de ver marchar a alguien sabiendo que jamás va a regresar. Era como presenciar una muerte en vida. Esa noche volvieron a él todos los recuerdos de los momentos compartidos con Barsine, dándose cuenta de que la memoria hace muertos de todos los hombres.

 

 

—Muchacha, ¿qué haces ahí? —preguntó de pronto Aristóteles.

Los jóvenes desviaron la atención de la clase y miraron hacia donde señalaba el dedo puntiagudo del filósofo.

La intrusa salió de su escondite entre los arbustos. Los imberbes hetairoi murmuraron entre ellos y contuvieron su risa traviesa.

—Silencio —ordenó.

Era la tercera vez que descubría a Barsine espiando sus lecciones. La hizo avanzar pudorosa hasta el centro del círculo que formaban sus alumnos.

—En verdad me gustaría unirme, maestro Aristóteles —confesó con un hilo de voz.

El filósofo la miró de arriba abajo; por un momento pareció que tendría un gesto amable para con esa joven que leía tanto o más que sus propios alumnos.

—Ya sabes que no puedes. Y lárgate, que nos molestas. —Ella obedeció y se fue—. Bárbaros... Incorregibles —masculló.

Los adolescentes se rieron viéndola marchar. Alejandro, sin embargo, sintió enorme lástima por ella.

Esa tarde se zafó de la caza con sus amigos y fue en su búsqueda. La encontró a la sombra de un sauce en el jardín, sola, empachada de sus pensamientos y sus lágrimas. Se sentó a su lado y le contó todo lo que había explicado el maestro tras la interrupción. Ella al principio pensó que aquel interés repentino era el preludio de una burla, pero para su sorpresa encontró que el príncipe la buscaba cada tarde para ponerla al día de lo tratado en esa clase que tenía vedada. Poco a poco fue surgiendo entre ellos la extraña pero bella cercanía de quienes jamás habían pensado que acabarían haciéndose amigos. Empezaron a compartir horas de tiempo, a disfrutar de la presencia del otro. Se revelaban secretos y miedos ocultos y se contaban sueños e historias que a nadie jamás habían confesado. Fue así como Barsine lo introdujo al Oriente que había en su cabeza, que él tomó como el único Oriente posible: uno en el que los eunucos preparaban hechizos y pociones para sus señores, donde por doquier olía a almizcle, jazmín y mirra, los esclavos iban cargados de oro y los grandes reyes, perdidos en sus palacios laberínticos, hablaban diariamente con los dioses. Todas sus historias, sin importar lo estrambóticas que fueran, acababan con un «yo lo recuerdo de cuando vivía en Frigia», como lo haría una anciana que se pasea por la distante juventud. «Y si eso es en Frigia, imagínate lo que puede haber más allá, en las ciudades imperiales del Gran Persa, que mi padre visitó.» La princesa no callaba, pero a él le encantaba escucharla hablar.

En el fondo esas historias servían y cumplían un único propósito: con ellas distraían los miedos de esa adolescencia que sentían acercarse, y conseguían, aunque solo fuera por una tarde más, retener a ese niño interior que se les escapaba.

Nutrido de su imaginación, y receloso del maltrato que le daban a su amiga, Alejandro incluso llegó a enfrentarse a Aristóteles diciéndole osadamente que griegos y bárbaros eran iguales, que lo único que los diferenciaba era que los bárbaros vivían bajo la tiranía pero que en realidad ansiaban ser libres.

—He leído a Jenofonte, maestro —dijo, demudando al resto—. Sus escritos sobre Ciro, el primer Gran Rey de Persia. No ha habido en la historia de Grecia un comandante como él, ni un rey más hábil, ni tampoco un legislador más justo.

El filósofo zanjó de inmediato la discusión.

—Era un tirano, un cruel tirano como todos los bárbaros. Y que sepas que Jenofonte solo escribió esa historia para justificar su vil acción: él y sus hombres se vendieron como mercenarios a un príncipe persa para servir en sus ejércitos. Ayudaron a los bárbaros a seguir sembrando el caos y el desorden por doquier. Leed a Heródoto y veréis que la enemistad entre Grecia y el Oriente no es capricho de unos pocos: son los dioses los que mandan vengar el agravio que se les hizo hace doscientos años, cuando el Gran Persa esclavizó a los griegos de la costa jónica, arrasó la Acrópolis sagrada de Atenas y los templos de Atenea. Pero entiende, príncipe, entended todos, que va más allá de esos agravios. Los templos, al final, son piedra. Es la libertad lo que nos distingue. Los persas nos quieren esclavos de sus reyes, reyes humanos a los que ellos tratan como dioses. Es una aberración. El único destino de Asia es ser sometida por Grecia una vez destruido el imperio de terror de los bárbaros.

—¿Y por qué entonces, si Grecia es libre y tiene el apoyo de los dioses, aún no triunfa sobre Persia, maestro? —desafió.

—Porque los griegos estamos divididos —le espetó, parecía incluso que acusándolo de contribuir a la división con esa actitud arrogante—. Mientras, los persas tienen un solo caudillo. La falta de un mando único priva a los griegos de las ventajas de ser un pueblo libre porque, aunque libre, caerá incluso ante los que son inferiores si está dividido. Los griegos estamos agraciados con la razón y la templanza; nos las concedieron los dioses para con ellas gobernar el mundo, pero la división de nuestro pueblo lo impide. Macedonios, tesálicos, atenienses, tebanos, espartanos... Si estuvieran unidos bajo un solo rey, un solo hegemón, Grecia podría vencer la fuerza bruta de Persia y poner fin a la empresa que se inició en Troya hace siglos.

Filipo, que los había estado observando en silencio, aplaudió esas palabras, congratulándose de nuevo por haber acertado con la elección del tutor.

Aun así, nada de lo que dijeran el maestro o su padre o sus compañeros, que a veces lo acusaban de querer parecerse a los bárbaros, le impidió volver a Barsine. Su relación se estrechó: poco a poco la discusión elevada y profunda desplazó a las fábulas fantásticas, y conforme se fueron aproximando a los quince, dieciséis, diecisiete años, hablaron de temas que escapaban a la comprensión de los filósofos más eruditos e incidían más hondo en el alma que cualquier plegaria en el templo. Nadie entendía sus conversaciones, pero fue Alejandro quien nunca entendió, ni aun ese día en que se despidieron, que los ojos de la bárbara adquirieran un brillo distinto cuando lo miraban a él. Para Alejandro siempre fue su amiga, la narradora de tantas historias con las que llenaba el tedio de horas tan largas. Y ahora que surcaba la memoria en busca de nuevos rencores contra su padre no podía olvidarse de ella.

«Era mi mejor amiga», se repitió.

Estaba a punto de amanecer en una Pela que ya se sentía vacía respecto del día anterior.

6

Alejandro quiso reprocharle a Filipo la expulsión de Barsine pero no tuvo ocasión. El rey abandonó Pela casi a la vez que la joven bárbara y al poco llegó la orden de que la corte entera —salvo el príncipe, su madre y sus amigos— había de trasladarse a la antigua capital de Egas. Les imponía, en esencia, el destierro. En apenas una semana el bullicioso palacio se convirtió en una ruina. Un lugar por lo general tan ajetreado cambiaba cuando se quedaba vacío no solamente en lo superficial, sino en lo más profundo: un aire de abandono, de nostalgia, que parecía haber estado años contenido entre los muros, había ocupado los regios salones, se había adueñado de las galerías oscuras en las que los criados ya no se molestaban en prender las antorchas, y asentado en las alcobas donde las camas estaban desnudas y los muebles cubiertos con sus sábanas fantasmales para proteger sus superficies del polvo y del sol sus colores. Recorriéndolo, respirando ese vacío, Alejandro pasó más de un año sin ver a su padre.

Supo al poco que se había casado con la joven Eurídice. Supo después que la había preñado. Parió mellizos en el otoño, una hembra y un varón. Sanos y fuertes, dijo quien fue a Pela a darles la noticia. Había más: al parecer Átalo había salido de la alcoba con el niño en brazos y había dicho...

—Siento que ofendo al repetirlo —dijo el mensajero.

—Di —le ordenó Olimpia.

—Al parecer el general Átalo presentó al niño ante la corte con las palabras: «Aquí tenéis al rey de Macedonia».

—¿Y mi padre? ¿Qué dijo mi padre? —preguntó Alejandro. No desviaba la mirada del fuego.

—El rey estaba a su lado. No dijo nada.

Olimpia suspiró abatida. La primera batalla de la guerra; la habían perdido.

—Bastardo... —masculló—. Dioniso, atiende mi ruego y castiga su insolencia.

—No me creo una palabra.

Su madre se volvió violentamente.

—¿Qué dices, hijo?

—Que no me lo creo. Son malas lenguas, rumores maliciosos que seguramente habrá propagado Átalo para hacer crecer la discordia entre nosotros. Mi padre jamás permitiría que se dijera eso en su presencia. —La voz le temblaba; estaba asustado. Tal vez por eso hubiera decidido confiar de pronto en el padre al que llevaba meses sin ver.

Olimpia mandó salir al emisario.

—Mira a tu alrededor —dijo cuando se hubieron quedado a solas—. ¿Ves acaso a Filipo junto a ti?

—Eso no tiene nada que ver.

—Tiene todo que ver, Alejandro.

—Mi padre no será tan insensato como para llevar al reino a una guerra civil desheredándome.

—Guerra civil solo habría si tuvieras partidarios con tropas, dispuestos a arriesgarlas por tu sucesión. Y no los tienes. Están todos junto a Filipo, en Egas. Ninguno se va a acordar de ti.

—¿Qué quieres que haga? ¿Que reclute un ejército en secreto? ¿O tal vez que me alíe con las polis griegas descontentas? ¿Con Persia, quizá?

—Eso nunca.

—Dime, entonces. Y dime, también, qué clase de rey sería si llevo animoso a mi reino a una guerra civil.

—Lo que pareces no entender es que no serás rey a menos que lo hagas.

—Basta, madre.

—Habrás de oírlo aunque te duela. Es cuestión de tiempo que Filipo nombre sucesor al hijo de esa furcia. Los clanes de la nobleza lo apoyarán. Átalo se encargará de ello y vendrá a por ti después. Tenemos que actuar y hacerlo pronto.

—No voy a entrar en guerra con mi padre. —Masticó con rabia cada una de las sílabas—. Y sobre todo no lo haré para satisfacer tu rencor.

—¿Rencor? ¿Crees que es eso?

—Sé que es eso. Y no te culpo...

—Juré a Zeus que te haría rey, le juré que mi hijo le daría la venganza sobre Persia.

—No debiste arriesgarte a la condenación eterna por algo que no sabías si podrías cumplir.

La mano digna de su madre sacudió su rostro. Era la primera vez.

—Serás tú quien se arriesgue al Tártaro si rehúsas tu destino. Tenlo presente.

Alejandro se consumió de furia, su mano tembló tratando de contener el golpe que le pedía su rabia. Olimpia sostuvo la mirada, temiendo por un momento que la golpeara para devolverla a la posición que había osado abandonar. Pero él no se movió. Tenía miedo de responder con la fuerza, y más aún incluso de hacerlo con palabras.

Antes de que pudiera hacer nada, su madre lo abrazó y él, confundido por lo que se habían dicho, dolidos el rostro, el orgullo y el alma, se dejó envolver por las manos que lo acababan de abofetear.

—Los dioses te han encomendado una misión, Alejandro. Y a ellos no puedes volverles la espalda.

Él apretó los labios y la mandíbula para retener las lágrimas.

—¿Qué puedo hacer...? —musitó—. Que no sea la guerra.

La reina lo miró pensativa.

—No. Tienes razón. La guerra no la haremos.

—¿Entonces?

—Iremos a Egas.

—Pero se nos ha prohibido abandonar Pela.

Irás —zanjó—. Irás a reconciliarte con tu padre.

—No, madre. Eso no. No me hagas enfrentarme a eso.

—Tienes que hacerlo. He escrito a tu hermana Cleopatra. Ya ha partido desde el Epiro y se reunirá con nosotros allí.

—¡Me desprecia! ¡Me humilla! Cómo puede un padre envidiar a su propio hijo...

—Porque sabe que no lo es —le respondió, y entre las nubes resonó enfadado un trueno—. Es el momento de que lo sepas: tu padre no es Filipo, sino el mismo Zeus, que como primera prueba de todas a las que te someterá te ha puesto a Filipo en el camino para que aprendas a resistir cada una de las tentaciones con las que los bárbaros tratarán de que abandones tu linaje, tu misión.

Alejandro pensó que deliraba, como tantas veces cuando practicaba los ritos báquicos en los que el vino corría puro y despertaba a los monstruos de su interior. Pero en aquella ocasión, en los ojos de su madre no se veía la bruma con la que los solía nublar el alcohol, ni estaban los labios manchados por un cerco morado, como de sangre, tras haber compartido copa y besos con el dios umbrío.

—La diosa Ártemis no dejó que su templo ardiera para atender el parto de un príncipe cualquiera —añadió Olimpia como si hubiera visto que dudaba—. Zeus la hizo venir para asegurar tu alumbramiento.

—Lo sé...

Nectanebo se lo había dicho.

Su madre le acarició el rostro.

—No te imaginas lo que te viene, Alejandro. El dios me lo ha dicho: vas a dejar en una minucia la obra de Aquiles y la de Heracles; estás llamado a algo mucho mayor. Pero para ello debes sobreponerte a lo que los hombres menores como Filipo te hagan para desviarte de tu camino.

Se abrazó con fuerza a ella, la necesitaba para no ahogarse.

—Confía en mí. Todo lo que hago lo hago porque te quiero —le dijo al oído—. Por el inmenso amor que te tengo. Eso lo sabes, ¿verdad? Solo velo por ti.

Sí, lo sabía, pero no quiso confirmarlo. Hacerlo tenía un viso de encadenamiento, como si una vez dicho, una vez conferida la sanción del amor, ya nunca pudiera cuestionarse lo que su madre hiciera, fuera lo que fuese.

7

En Egas, Filipo los recibió a él y a sus hetairoi, que fingían un ánimo arrepentido. No ablandó la mirada ni tuvo palabras para él; simplemente recibió el parco y frío abrazo de su hijo, que tampoco dijo nada.

El ojo ciclópeo cayó de repente sobre Olimpia.

—Trajiste la peste contigo, por lo que veo.

Alejandro contuvo su nervio.

—Traje a tu familia. A toda tu familia —le contestó.

Señaló a un joven que había venido con ellos desde Pela. Era grande, caminaba con dificultad, perdidos sus ojos en la nada. Era su hermano mayor Arrideo, medio hermano en verdad, pues era hijo de Filipo y su primera esposa. Nadie sabía qué extraño mal lo afligía: tenía veinticuatro años, pero su mente nunca fue más que la de un infante de tres.

—¿Pretendes recordarme mis faltas? —le espetó Filipo—. ¿Aún no te has hartado de deshonrarme?

—No vengo a deshonrarte, señor. Todo lo contrario. Vengo a unir a tu familia, a tu casa. Hemos estado separados demasiado para satisfacción de nuestros enemigos, pero eso se acabó. —Se esforzó entonces por esbozar una sonrisa—. ¿Y bien? ¿Dónde están mi madrastra y mis hermanos?

En la cámara real, Eurídice acunaba a los gemelos con una canción suave. La luz espesa de la mañana entraba polvorienta y tibia a través de los doseles de seda, que volvía transparentes.

Alejandro la estuvo observando antes de decidirse a entrar. Era menor que él; tenía dieciocho años. A pesar del atuendo exagerado con el que la habían vestido para que pareciera tan solemne y severa como la consorte anterior, aún se intuían en ella los rasgos de la inocencia adolescente recientemente arrancada.

Con gran timidez llamó a la puerta abierta.

—¿Consientes?

Ella contuvo un suspiro de sorpresa al verlo, pero asintió.

Eran un niño y una niña verdaderamente hermosos. Sobre todo él: era grande y fuerte y lo miraba todo lleno de curiosidad por el mundo. Con su sonrisa risueña, le arrancó una a él. Alejandro le acarició las mejillas prietas y sonrosadas y, llevado por un instinto profundo y tan luminoso que disipó todas las sombras de su alma, lo cogió en brazos. Por un momento temió que se le fuera a caer y notó la angustia de su madre al verlo, pero de alguna forma sus brazos respondieron, como si en ellos estuviera el saber hacerlo. Sintió su calor, el corazón que le latía acelerado y diminuto, el aliento tibio que se escapaba por sus labios.

—Tu hermana Cleopatra no se despega de ellos —dijo Eurídice.

—No me extraña. Yo tampoco querría apartarme de ellos nunca. Mi pequeño hermano..., ¿qué nombre le pusiste?

—Cárano.

—Cárano... Como el primer rey de Macedonia. Vas a ser un príncipe fuerte y hermoso; ya lo eres. Te felicito, Eurídice. Eres muy afortunada.

La joven reina no pudo evitar sonreír. No había esperado que su hijastro los visitara y desde luego nunca habría imaginado que esa sería su reacción.

—¿Ya los has conocido? —Se volvieron hacia la puerta—. Has tardado.

—No porque quisiera, hermana.

Cleopatra se rio entre dientes y corrió a abrazarlo.

—Te he echado de menos.

—Y yo a ti. Qué bella estás, viva imagen de nuestra madre —observó.

—De parecerse alguno de nosotros a nuestra madre, ese sin duda eres tú, Alejandro.

Él esbozó una sonrisa torcida y le acarició el rostro marmóreo.

—Te sienta bien el matrimonio.

—Nuestro tío es un esposo gentil y atento.

—No mereces menos... El Epiro nunca soñó con una reina como tú...

Cleopatra cogió a la niña en brazos; le habló con esa voz redonda y suave con la que los adultos les hablan a los niños en un intento desesperado por imitar su inocencia.

Alejandro sintió entonces que una llama tibia se encendía en su interior. Un calor agradable fue llenando su cuerpo, derritiendo el hielo en los páramos más recónditos de su alma, como derrite el sol primaveral la helada de la noche anterior.

—Miradnos —dijo—. No nos olvidemos nunca de que somos una familia.

Esa noche cenaron todos juntos.

Alejandro se sentó entre su madrastra y su hermana. Durante el banquete y aún durante horas después, los tres estuvieron riendo, bebiendo juntos, permitiéndose volver a ser los hermanos que nunca habían sido.

Captaron la atención de toda la corte. Se respiraba una gran alegría: la familia real unida de nuevo, tras más de un año partida; la imagen misma de una Macedonia fuerte y preparada para lanzarse a la conquista de Asia y cumplir la voluntad de los inmortales.

Regresó a su alcoba de madrugada, tambaleándose por el vino y por la felicidad, que lo tenían embriagado. Pero, de pronto, un quejido gutural y profundo, como de bestia enjaulada, se abrió paso en la oscuridad. Le heló la sangre. Pasaron varios segundos antes de que se volviera a oír, los suficientes como para que Alejandro pensara que se lo había imaginado. Pero no. Volvió a sonar, más estridente, más dolorido, más prolongado. Y otra vez. Movido por el terror y la curiosidad, lo siguió, abriendo cada uno de los cuartos cerrados, asomándose a todos los corredores y escaleras por los que repicaba el eco espeluznante. Persiguió al fantasma hasta la escalinata del ala norte, la que llevaba a las torres. Los ruidos provenían de una puerta entreabierta por donde se escapaba también una rendija de luz. Tenía el corazón en la garganta cuando se asomó.

Era Arrideo quien gritaba. Estaba desnudo, hecho un ovillo contra la pared, envuelto en sus babas y sus lágrimas.

—¿Vas a dejar de berrear y hablar como una persona?

La nodriza que lo llevaba cuidando toda la vida, una mujer que se había vuelto corpulenta a base de cargarlo a cuestas y lidiar con él, lo miraba amenazante. El pobre Arrideo contestó con su característico gruñido. Todos sabían que no podía hablar, que nunca había logrado articular más que quejidos de bestia, pero esa noche la nodriza, poseída por una frustración colérica, estaba empeñada en que lo hiciera.

—¡Deja de hacer ruidos, animal! —vociferó.

Se acercó a la mesa, cogió el candelabro prendido y lo sacudió sobre el joven. Las gotas de cera caliente cayeron en la piel velluda del monstruo arrancándole otro grito.

—¿Acaso necesitas más fuego? No quiero oírte respirar.

Alejandro abrió la puerta y se abalanzó sobre la sirvienta.

—¡Apártate de él!

Algo entonces se apoderó de él, una furia incontenible y vesánica decidida a hacer justicia por lo que acababa de presenciar. Empezó a patearla sin piedad. Notó sacudirse sus huesos con cada puntapié. La nodriza gritaba y lloraba, pero extrañamente no le pedía que parara, no suplicaba ni trataba de razonar con él, como si de tanto tiempo cuidando de Arrideo (padeciendo también sus accesos) hubiera olvidado que el resto de la gente no era como él, que en los demás había una capacidad para la comprensión, para la piedad. (Aunque tal vez hubiera comprendido que todos los hombres eran iguales, violentos, crueles, a pesar de que algunos supieran hablar y comportarse y otros se estercolaran encima y se comunicaran como los animales.)

Alejandro ya creía que la mataría a patadas cuando de repente Arrideo se abalanzó sobre él, propinándole un fuerte empujón. Cayó al suelo y desde ahí, incrédulo, vio como su hermano ayudaba a la nodriza a incorporarse, a apoyarse contra la pared, su rostro amoratado, el labio, la ceja y la nariz sangrantes, y después Arrideo se acurrucaba en su regazo dolorido mientras gimoteaba tristemente.

Ella lo acarició hasta el arrullo con una ternura inaudita, acaso como si no lo hubiera estado torturando hacía unos instantes. A él le dirigió una sonrisa llena de malicia con la que le advertía de que nunca comprendería lo que allí acababa de suceder y que por ello nunca podría ponerle fin.

Volvió a sus aposentos compungido por lo que había visto, la mente perdiéndose en tantos pensamientos sin ser capaz de purgarse de la visión de su hermano. Al abrir la puerta, sintió el alma abandonando su cuerpo. Un grito se ahogó en su garganta.

—¡Madre! ¿Qué haces aquí? Me has asustado.

Olimpia estaba sentada frente a la chimenea, un resplandor tétrico se proyectaba sobre su figura sombría.

—¿Dónde estabas?

Alejandro no quiso desvelar lo que había visto.

—Salí a tomar el aire.

Su madre supo que le ocultaba algo, pero lo dejó pasar.

—Esta noche ha venido a verme el general Parmenión.

—¿Tan ebrio está ya mi padre que el comandante y strategos de los ejércitos tiene que despachar contigo los asuntos del reino? —se burló.

—No —replicó—. Pero sí que me ha dicho que tu hermana Cleopatra y tú estuvisteis riéndoos con esa mujer durante el banquete.

—Dijiste que me reconciliara con Filipo.

—Con Filipo, no con ella. Sus hijos y ella son el enemigo.

—Acercándome a ella, me acerco a él. Deja que haga las cosas a mi manera.

—Está bien. Solamente te digo que no te olvides en esta hora de todos los agravios. No te traiciones a ti mismo. No me traiciones a mí.

Alejandro rehuyó aquella conversación; no podía pensar con claridad.

—¿Por qué te visitó Parmenión esta noche?

Su madre plantó un cínico beso en su mejilla.

—Nada de lo que tengas que preocuparte.

Pocos días después lo supo.

8

La familia real entera asistió a la procesión de un triunfo por la última victoria del rey en la Tracia. Esa vez sí acudió Olimpia. Tomó su sitio en las gradas reales aunque no junto al trono; ahora ahí se sentaba la nueva consorte.

Los cuerpos de infantería y la caballería desfilaron frente a los reyes por la plaza del gran templo de Zeus. Sus armaduras pulidas brillaban aunque no hiciera sol; reflejaban, sin embargo, la oscuridad del cielo. Estaba cargado con nubes de bochorno otoñal; el aguacero era inminente.

Tras los soldados apareció Filipo en la plaza ya vacía. Iba vestido con una túnica blanca, era inconfundible ante la multitud, y tocada su cabeza con una diadema dorada. Le entregaron una corona de flores, y con paso solemne avanzó hacia la estatua del dios que presidía el ágora, a cuyos pies la depositó.

—Zeus, padre: ¡Macedonia te implora! ¡Llévanos pronto a la victoria de Asia!

Átalo se levantó en su asiento.

—¡Por el rey! ¡Por el rey que nos dará esa victoria! ¡Filipo!

La plaza estalló en vítores y comenzó a corear su nombre. El estruendo resonó entre los blancos edificios de mármol camuflando el rugir de los truenos que se avecinaban.

Alejandro se avergonzó de él con furia. El rey que llevaría la guerra a Asia... Celebraba una victoria que aún no había conseguido, aceptaba ufano un aplauso que no merecía.

Fue entonces cuando sucedió. Tan rápido que nadie pudo reaccionar.

La figura encapuchada surgió de entre la muchedumbre y se abalanzó sobre Filipo. Antes de que los guardias pudieran llegar a él ya lo había acuchillado varias veces.

Y fue también entonces cuando su madre, la esposa desterrada y repudiada, quebró el cielo con un grito cínico de profundo dolor y él no pudo.

En pocos segundos todo sucumbió al caos vertiginoso. La corte huyó en desbandada, los soldados cercaron la entrada del ágora mientras otros corrieron tras el asesino, que escapó por un callejón. Olimpia y Cleopatra se precipitaron a gritos sobre el cadáver. Eurídice se desmayó.

Alejandro hizo por imitarlas y se forzó también a acercarse al cuerpo de su padre. Qué desagradable imagen, qué poca finura, pensó. Tenía la boca anegada en sangre que chorreaba espesa por los labios entreabiertos. El ojo pasmado mantenía la mirada atónita. La sangre empapaba la túnica blanca, transparentando el pecho y la panza velludos. Le había desaparecido el gesto, el carácter casi, del rostro, como si al perderse la vida se perdieran también de forma inmediata los rasgos humanos del semblante, a pesar de que aún no se hubieran enfriado los recuerdos en la memoria.

Sintió un brazo que lo envolvía y lo apartaba de la macabra escena.

—Señor. ¡Señor! —Era Parmenión; lo oía muy lejos, como demudado—. ¡Tenemos que regresar a palacio...! ¡Señor!

Se dejó llevar sin oponer resistencia: no era dueño de su cuerpo hueco, no podía elegir quedarse. Lo sacaron de en medio del tumulto y lo escoltaron de regreso. No supo dónde quedaron su madre, ni su hermana, ni Eurídice... No supo dónde estaban sus amigos, dónde estaba Hefestión: no lograba distinguir rostros conocidos en el torrencial tumulto que bajaba por las calles hacia el ágora o desde ella.

Los hombres de Parmenión lo retuvieron horas en sus aposentos. Durante ese tiempo dos cosas llenaron su mente: preguntarse por qué no había llorado, y los recuerdos de tantos agravios con los que intentó darse respuesta.

Al caer el sol su madre fue a verlo. La acompañaban Parmenión y el general Antípatro. Este era un hombre cabizbajo, de grandes silencios, algo más joven que Parmenión, mucho más inteligente y afilado. Aun así, no había logrado que Filipo le entregara la dirección de los ejércitos del reino. En vez de dolerse, había usado su posición en la corte para tejer una red de influencia, de espías, sobornos y favores debidos, que le prestara buen servicio cuando lo necesitara. Olimpia y el viejo strategos no habían tenido más remedio que recurrir a él en aquellos momentos, pues no podían dejar que cayera del lado de Átalo y los suyos. Por muy detestable que les fuera el general, lo necesitaban y habían tenido que comprar caros sus servicios.

—Madre...

Ella le cogió la mano y se la besó.

—Zeus salve al rey de Macedonia y lo lleve a la victoria sobre toda Persia.

—¿El asesino? —preguntó.

—Él mismo se cortó el cuello antes de que mis guardias lo apresaran —respondió Antípatro.

—Eso no debe importarte —dijo su madre.

—Es cierto. Ahora debes llevarte la corte a Pela y asentarte allí como nuevo rey —dijo Parmenión—. Antípatro irá contigo.

—¿Y tú, general?

—Yo... Yo me uniré a vosotros dentro de unos días. Me aseguraré de que la princesa Cleopatra regresa sana y salva al Epiro y me encargaré de encontrar al resto de los conspiradores.

—¿Sospecháis que hay más?

—A un rey nunca lo mata un hombre solo —dijo el otro general.

—Lo importante es que abandones Egas cuanto antes, por si acaso el traidor no actuó solo y es parte de una conjura cuyo alcance desconocemos.

—Está bien... —musitó—, pero ¿y Eurídice y sus hijos?

Ninguno de los generales contestó. Se miraron sin decir palabra.

—Vendrá con nosotros también —intervino Olimpia—. Pero como consorte le corresponde acompañar el cuerpo de Filipo de regreso. ¿No es así, Parmenión?

—Así es, señora. Yo mismo escoltaré a la reina Eurídice y a sus hijos hasta Pela. No te preocupes por ellos, señor. Estarán bien.

—Partiremos al alba —zanjó Olimpia—. Disponedlo todo.

—Mis hombres vigilarán esta noche tus aposentos, no tienes nada de lo que temer.

—Gracias, Parmenión.

Los generales los dejaron. Su madre mantenía una sonrisa sutil en los labios. Le acarició la mejilla y lo besó.

—Eres el rey de Macedonia, el heredero de Zeus. Tu destino va a cumplirse. Sé que no vas a defraudarme.

Alejandro no podía hablar. Buscaba evitar esos ojos níveos de su madre que quemaban como el hielo y lograban ver lo más profundo del alma.

Quiso preguntárselo, sabía que tenía que hacerlo: «Madre, ¿tuviste algo que ver, mataste tú a mi padre?», pero, cohibido por el miedo a la respuesta, no llegó a decírselo. Había una promesa que cumplir, un pacto de confianza firmado con su madre que le impedía dudar de ella y formular esa pregunta a viva voz.

Toda la noche se oyó el ir y venir de los soldados por el pasillo. Mientras su madre fingía dormir, él montó guardia frente a la puerta. Pasó horas espada en mano sin parpadear, más preocupado por los pensamientos que pudieran asaltar los muros de su conciencia que por los asesinos que fueran a venir a por ellos.

Al alba, el cielo soltó la lluvia que llevaba conteniendo desde el día anterior. El agua cayó con su sonido funesto sobre las plazas vacías de aquella ciudad sitiada por el miedo y la incertidumbre. Limpió la sangre real que todavía manchaba los pies del Zeus de mármol en el ágora.

Su madre lo despertó.

—Tenemos que irnos.

Había acabado por sucumbir a un sueño breve, apenas unos minutos en los que sin embargo soñó con horas que pasaban como si fueran días enteros.

Se frotó la cara y se incorporó, dolorido por la mala postura.

—¿Dormiste algo, madre?

—No. Velé tu sueño —dijo mientras empezaba a recoger los enseres que llevarían con ellos—. Vamos. Date prisa.

—Espera.

—¿A qué? ¿Qué pasa?

No había guardias vigilando la puerta de Eurídice, algo que le extrañó.

La encontró rodeando la cuna de sus hijos con el brazo, sosteniendo una daga en una mano temblorosa. Tenía el rostro hinchado por el llanto y por las horas sin dormir. Pero, en cuanto vio que era él, rompió en sollozos y se tiró a besarle los pies, como contaban que hacían los bárbaros del Oriente con sus soberanos, a los que creían divinos.

—¡Oh, señor, mi señor! Mi rey...

Alejandro la hizo levantarse.

—Tranquila. Ya ha pasado todo. ¿Cómo están? —preguntó asomándose a la cuna.

Cárano y su hermana Europa dormían plácidamente, arrullados por el rumor calmo y constante de la lluvia.

—Benditos, no se enteran de nada. Cómo los envidio... —La voz de la joven se rompía al hablar.

Alejandro le tomó la mano y la apretó con fuerza.

—Tranquila —repitió—. Nada va a pasaros. Mírame: tienes mi palabra. Mi palabra de rey.

Eurídice sorbió las lágrimas; el llanto incontenible había cambiado las facciones de su rostro: de pronto había vuelto a ser niña, una niña atemorizada porque no entendía el mundo a su alrededor.

—¿Qué va a ser de mí?

—Tienes que acompañar el cadáver de mi padre hasta Pela. Yo parto ahora; dentro de unos días nos veremos allí. Irá contigo el general Parmenión, es de mi máxima confianza.

—Siempre te quiso, señor. Lo sabes, ¿verdad? A mí me lo decía.

Alejandro la abrazó y sintió cómo temblaba de miedo.

Antes de marcharse, ella volvió a besarle los pies.

—Mi rey. Mi señor. A ti nos debemos todos: al rey único de Macedonia.

No dejó de repetirlo. Él siguió oyendo su voz mientras se alejaba por la galería y aún la oyó en su cabeza durante todo el viaje de regreso por la campiña griega anegada por la lluvia.

9

El agua caía en tromba. Hervían los charcos, cada gota un borbotón. La tormenta envolvía el horizonte, como si todo se lo estuvieran tragando las aguas. Un nuevo diluvio, igual que el que mandó Zeus en el tiempo antiguo para castigar a los hombres, para hacer justicia por el regicidio.

Eurídice corrió la cortina. No, la presencia de Zeus no se sentía como para que aquella lluvia fuese algo más que un simple aguacero de los que cada otoño el viento dejaba atrapado a ese lado de las montañas.

Llamaron a la puerta. Se acercó empuñando la daga en la mano temblorosa.

—¿Quién va? —preguntó inocente.

«Si son mis asesinos —pensó— no me van a responder.»

—Cleopatra —sonó al otro lado—. Vengo a despedirme.

La joven soltó el aire que había contenido casi hasta el desmayo y abrió la puerta.

La princesa se fijó en la daga que empuñaba.

—¿Qué haces?

—Nada... —contestó, y disimuló el cuchillo a su espalda.

Cleopatra cerró la puerta tras ella y la tomó por los hombros.

—Escúchame bien. No tienes nada que temer ni nadie de quien cuidarte. Eres nuestra familia. Sois nuestra familia. Estamos aquí, con vosotros.

Eurídice dejó caer la daga de las manos y se abrazó a la princesa. Por sus mejillas se derramaron silenciosas lágrimas cargadas de angustia: eran días, días ya, sin bajar la guardia por si venían a por ella y sus hijos.

—Mi hermano no se va a olvidar de ti, ni de tus hijos, que son nuestros hermanos también. La familia saldrá fortalecida de esta desgracia y juntos ayudaremos a Alejandro a cumplir con lo que le exigen los cielos.

—No ansío otra cosa en la vida. Tu hermano... El rey —corrigió—. El rey sabe que mis hijos y yo somos ahora sus siervos más leales, que a nadie nos debemos sino a él, sea lo que sea lo que otros quieran dar a entender... Él lo sabe, ¿verdad? Dime que lo sabe.

—Lo sabe —confirmó Cleopatra con una sonrisa—. No tiene duda alguna.

—¡No dejes que se le olvide! No dejes que otros lo convenzan de lo contrario. Por los dioses, prométemelo.

—Tranquila, Eurídice. Tranquila.

—Quédate conmigo... —suplicó—. No nos dejes solos.

Cleopatra bajó la mirada.

—No puedo... Regreso al Epiro.

—Pensé que vendrías a Pela.

—Primero he de regresar a mi reino. Soy reina en el Epiro, no en Macedonia. Aquí eres reina tú.

—Por favor...

—Ojalá pudiera. Pero no temas. Pronto nos encontraremos en Pela. —La besó en la frente—. Confío en ti para que se le dé digna sepultura a mi padre. Que su alma encuentre el camino hasta los Campos Elíseos.

—Tienes mi palabra —juró sorbiendo las lágrimas para tratar de aclarar la voz.

La princesa se asomó una última vez a la cuna donde dormía su hermano.

—Es igual que mi padre. Pero tiene tus ojos.

—Sí —dijo esbozando por primera vez en días una sonrisa, triste pero sonrisa.

Cleopatra la volvió a abrazar.

—Somos familia, Eurídice. No lo olvides.

—No lo olvido —aseguró—. Rezo a los dioses por vosotros. Y por el rey.

Se resistió a dejarla ir. Sentía que si se rompía ese abrazo, ese vínculo que la unía a un ser vivo, su alcoba, su alma se volverían a llenar con el frío de la muerte.

Cuando la princesa la dejó, su mente se llenó de pensamientos. Debía marcharse. Supo que no tenía otra opción. Por el balcón, escapar por el balcón, atando las sábanas, pensó. Pero no podría bajar con ellos. Qué hacer. ¿En mitad de la noche? Sí. En mitad de la noche. Pero ¿cómo cargar a los dos ella sola? No podía. Tenía que pedir a una sirvienta que fuera con ella, alguien leal que no la delatara, también alguien que se dejara comprar por un par de joyas de oro. ¿Y adónde ir? Salir del reino. Conseguir llegar al puerto más cercano. Allí embarcarse, aunque fuera de polizón, al sur, asentarse en alguna de las ciudades que aún estaban libres de la Liga y del influjo de Macedonia. Tendría que llevarse sus joyas..., tener algo con lo que empezar... ¿Y si iban tras ella...? Las lágrimas volvieron a asomar. Adónde iba a ir. A quién quería engañar, no podría. Tendría que haberse marchado con Alejandro. Haber insistido. O haber ido con Cleopatra. Ojalá regresara, ojalá se quedara con ella.

De nuevo llamaron a la puerta.

Su llanto se cortó y su alma se iluminó con esperanza.

«¡Cleopatra!»

Pero al abrir la puerta un puño metálico la golpeó en la cara y en el estómago. Cayó al suelo. Sintió los huesos del rostro rotos como cristal; no podía respirar. Oyó solamente el llanto estridente de sus hijos perforando el silencio. Tres hombres entraron en la alcoba. Uno se puso frente a ella. Los otros se acercaron a las cunas. Vio la daga en el suelo, su única forma de defenderse. Se arrastró débilmente, un latigazo de dolor le recorrió el cuerpo, pero le dio igual: estiró el brazo, sabiendo que si la alcanzaba encontraría la fuerza para levantarse y hacerles frente, logró rozar la empuñadura con la punta de los dedos. El hombre que estaba a su lado entonces le pisó la mano. Ella gritó pero no supo si su garganta había emitido sonido alguno. Los niños lloraban. Se oyó entonces un ruido fugaz, aéreo, como de papel rasgándose, y ya no se los oyó llorar más. En sus ojos se ahogó el alarido de dolor que a la voz se le resistía. Trató de volver a alcanzar la daga, pero otra patada feroz en el estómago la dejó sin respiración. Luego le pasaron por la garganta un cuchillo que ya sintió cubierto de sangre. Aún estuvo ahogándose unos instantes, sin acabar de morir. Se sostuvo la herida con la mano como si eso fuera a contener la sangre que manaba a borbotones de la yugular cercenada. Fue un último gesto de irracional apego a la vida que sin embargo se desvaneció cuando giró la cabeza y vio los faldones bordados de las cunas empapados de un rojo espeso que goteaba silencioso en el suelo.

10

Unos días después, Alejandro y su séquito arribaron a Pela, adonde llegaron las noticias de que la ciudad de Tebas se había sublevado. El pacto firmado tras Queronea quedaba roto y los tebanos de nuevo pugnaban por reconstruir su alianza de ciudades y lanzarla contra Macedonia.

—¿La seguirá Atenas?

—Es una posibilidad, señor —contestó Antípatro—. Es importante convocar a los miembros de la Liga Helénica para que renueven su juramento y se comprometan a marchar contra Tebas.

—A apoyarte en la conquista de Asia, más bien —inquirió Olimpia desde la esquina del despacho; no había dejado de mirar por la ventana, como si esperara la llegada de alguien—. De Tebas nos encargaremos nosotros mismos.

—La Liga debe sancionar la guerra contra uno de sus miembros si lo considera desleal, señora. No podemos saltarnos el tratado.

Olimpia soltó una risa entre dientes.

—¿Ahora te preocupa la ley, Antípatro?

Alejandro hizo por frenar la disputa.

—Reuniremos a la Liga y lidiaremos con Tebas una vez que tengamos la sanción de las otras ciudades. ¿De Átalo sabemos algo?

—Parmenión se habrá encargado de él. Te traerá de Egas la lealtad de todos los clanes o las cabezas de sus nobles.

—Espero que sea lo primero: no quiero decapitar a toda la nobleza macedónica. La necesitamos para la guerra de Asia.

—¿Por qué querrías que los nobles que se han opuesto a tu sucesión te acompañen a Asia? —preguntó ladina su madre.

—Porque es la guerra —zanjó él—. No solo necesitamos su apoyo y sus hombres. Es la guerra de nuestros dioses, la guerra de todos los griegos; también la suya.

—El rey tiene razón, señora. Tampoco sería sensato segar a los padres de la nobleza y dar a sus hijos un motivo para rebelarse en el futuro, cuando el rey ya esté lejos en Persia. Por eso lo primero es asegurar el control de Grecia.

Olimpia fulminó al general con la mirada: no le gustaba que ese advenedizo con quien el azar la había dispuesto a defender el trono de su hijo le hablara en ese tono con el que buscaba recordarle que no era más que la consorte repudiada de un rey muerto y la madre de uno que iba a partir muy pronto, seguramente para nunca volver.

—Está bien. Haz como consideres, para eso eres el rey.

Alejandro la miró preocupado por lo que pudieran ocultar sus palabras.

—¿Tan errado me ves?

Olimpia se volvió.

—Los reyes no yerran. Pero recuerda: los hombres menores no entienden que obedeces a la llamada de los cielos. Convoca la Liga, mas no te olvides del motivo por el que los dioses te pusieron en el trono. Filipo no fue capaz de trasladar la guerra a Asia; tal vez por eso se lo llevaron, para dejar paso a un rey que sí. —Después puso un beso helado en su mejilla rasposa—. Di luego a los sirvientes que te afeiten.

El pudor encendió el rostro de Alejandro.

Antípatro los miró con una sonrisa torcida.

—El celo de las madres... —dijo cuando se quedaron a solas—. Nos lo enseña la naturaleza, lo vemos en los dioses, tan arbitrario, tan poderoso..., y aún nosotros hacemos por combatirlo.

—Contén tu lengua, general. Encárgate de convocar a las ciudades. Seguiremos con el resto de los asuntos cuando regrese Parmenión.

Era tarde y se retiró a su alcoba. Todavía no utilizaba los aposentos del rey. Los criados los habían ventilado y hasta cambiado la disposición de los muebles para ahuyentar los recuerdos, pero él aún sentía el olor de su padre entre aquellas paredes. Ordenó que los cerraran, dispuesto a partir hacia Asia sin jamás haberlos ocupado.

Los sirvientes lo estaban esperando con la bañera llena. El cuarto entero se sentía pesado por el vaho perfumado del agua. El ojo lívido de las velas temblaba en la humedad, descorriendo sombras de cosas visibles e invisibles sobre el fresco de la pared.

—Esta noche no os necesito. Podéis retiraros.

No quería ver a nadie.

Se pasó la mano por el rostro y notó en los dedos la aspereza que había acusado su madre. Chasqueó la lengua hastiado, se arrancó la túnica y se arrodilló frente a la bañera. El agua enturbiada por las esencias le devolvió su reflejo tembloroso. Se mojó el rostro varias veces, agarró la cuchilla de concha y él mismo se afeitó al tacto, sangrándose de pura vergüenza. Dejó la cuchilla sobre la mesita y se mojó la herida.

—Así te cercenarás la garganta. No harán falta asesinos.

Se volvió sobresaltado. Eurídice lo miraba sonriente.

—¿Qué haces aquí? ¿Cuándo llegaste?

—Acabo de llegar.

—No te anunciaron.

—Lo prefiero. —La joven se arrodilló a su lado y se remangó la túnica—. Dámela —dijo señalando la navaja.

Alejandro le tendió la mano; un escalofrío le recorrió el cuerpo.

—Así, mira. A tu padre le gustaba que lo hiciera yo. —Hablaba con un extraño susurro en la voz, como si esta la hubiera apagado la tristeza de su duelo.

Mojó la navaja sangrienta en el agua; él, un poco reticente al principio, estiró el cuello hacia atrás y dejó que el pulso firme y helado de su madrastra deslizara la cuchilla de nácar por el contorno de su mandíbula.

—Ya.

Alejandro se miró en el reflejo, donde solo estaba él, se echó agua en el rostro y estiró el brazo hasta la toalla de lino.

—Vine con Parmenión. Y con tu hermana.

—¿Mi hermana? —preguntó mientras se secaba—. Si partió de vuelta al Epiro.

—Eso pensaba yo.

—¿Está aquí?

—Llega al alba. Me adelanté.

—¿Cómo?

Se quitó la toalla de la cara: se encontró solo. Se habían apagado las velas y se había de pronto enfriado el agua. La navaja de nácar seguía sobre la mesa.

Parmenión llegó al día siguiente. Cleopatra iba con él. Llevaban consigo el osario dorado en el que iban las cenizas de Filipo.

Alejandro llegó el último al recibimiento. De lejos vio cómo su madre se abrazaba a su hermana, cómo estrechaba la mano del viejo strategos y le susurraba algo cómplice al oído.

—¡Hermano! —gritó Cleopatra al verlo.

Él se acercó incómodo.

Lo abrazaron pero no se inmutó.

—Te hacía en el Epiro. Tus súbditos te echarán de menos, y tu marido también.

—Tienen toda la vida para hartarse de mí. En estos días debía estar contigo.

Miró a los rostros pétreos de los demás.

—¿Dónde están Eurídice y mis hermanos? —Nadie respondió—. Vamos, decidme. ¿Dónde están la reina viuda de Macedonia y mis hermanos? ¿No ibais acaso a escoltarlos de regreso a Pela?

De nuevo, el silencio.

—Decídmelo... Tened el valor de decirme que no van a venir... Tened el valor de decirme que los habéis matado...

Olimpia intervino.

—Alejandro...

Pero él estalló.

—¡Decídmelo! A la cara, ¡decídmelo! —Se acercó a Parmenión, que inclinó la cabeza ligeramente para no ver sus ojos inyectados en sangre—. ¡Tú! El más leal de mis seguidores, el más fiel a mi padre. ¡Fuiste tú!

—Mi señor... —comenzó, sin saber bien qué decirle.

—¿Quién si no? —Se abalanzó sobre su hermana, que asustada dejó ir un grito ahogado—. ¿Fuiste tú? ¿Quién te lo ordenó? ¿Fue madre?

Su hermana no se atrevió a decir nada.

—¡Contéstame! —aulló fuera de sí.

Fue a abalanzarse sobre ella, pero dos soldados que acompañaban a Parmenión lo sujetaron por los brazos. Él pataleó de furia, tratando de zafarse.

—¡Me vais a matar ahora a mí también!

Olimpia lo abrazó intentando calmarlo.

—Fue Apolo, hijo mío. Apolo. El dios es cruel pero justo, castigó sus infamias y el plan que tenían para destronarte.

Él se revolvió furibundo.

—¡Apártate de mí! ¡¡Apartaos todos!! Os mandaría matar a cada uno, si no fuera porque sois vosotros quienes asesináis en mi nombre. Los dioses no van a tener piedad de vosotros, y no deberían.

La cólera lo cegaba. Echó a correr, deseando huir de allí, queriéndose morir él también.

—Dejadlo ir —ordenó Olimpia. Se volvió hacia Parmenión y le preguntó—: ¿Átalo?

—También.

Respiró aliviada.

—Ahora debemos pensar en la Liga. En que le presten juramento.

—Tampoco podemos olvidarnos de Asia, señora.

Antípatro captó la conversación y no tardó en acercarse.

—¿Qué sucede con Asia?

—Mis hombres mandan noticias. Es imprescindible enviar refuerzos; la expedición que mandó Filipo hace algunos meses estaba mal pertrechada; la noticia de su muerte ha desalentado a los que la lideraban. Será imposible que mantengan las posiciones en Abido y cerca de Troya si los persas se movilizan. Pero de momento no se mueven.

—¿Qué estará demorándolos? —preguntó Olimpia.

—No lo sabemos con certeza, pero parece que no somos el único reino con problemas. Los bárbaros también se matan entre ellos. Aun así convendría estar prevenidos y reforzar nuestras posiciones en Asia Menor.

—No podemos prescindir de tropas antes de marchar a Grecia. Atenas puede sumarse a la rebelión de Tebas —recordó Antípatro.

—Si los persas acaban con nuestra avanzada y se hacen fuertes en la costa todo estará perdido.

—No —zanjó Olimpia—. Mi hijo ha de ser el primero en cruzar a Asia; no habrá expedición antes que la suya. Reuniremos a la Liga. Que las ciudades leales presten su obediencia y que se delaten las que en realidad son aliadas de Persia.

Parmenión la retuvo un instante más.

—Espera, señora. El rey... Después de lo que ha sucedido... ¿podemos contar con él?

La reina frunció el ceño, ofendida.

—No dudes de mi hijo, ni de su inteligencia. Sabe perfectamente que amenazaban su trono, pero también es humano. Gracias a los dioses no será un bárbaro cruel como tantos que hemos padecido, como podía haberlo sido Átalo.

—¿No se ha opuesto entonces a que continuemos actuando?

—El rey está conforme con todo lo que hacemos, sabiendo que solo nos guía su bien y el del reino.

Cogió a Cleopatra del brazo y le secó una lágrima que corría por su mejilla.

—Gracias, hija mía. Has hecho lo correcto.

—No sé si lo correcto, madre... Lo necesario.

—No tengas ninguna duda: cuando se trata de gobernar un reino, son la misma cosa.

11

Era tal el dolor que sentía Alejandro que no salió en días de su alcoba. Por ello no acudió al entierro de las cenizas de Filipo. Fue Arrideo quien las escoltó hasta una tumba que debería haber sido la suya. Nadie creyó que fuera a sobrevivir a su padre, quien se la había tenido preparada desde el día de su nacimiento.

Asomado a la ventana al alba vio partir el cortejo presidido por su torpe hermano, que iba apoyándose en un criado para no caer. Una oscura venganza de Olimpia, hacer que fuera el pobre tonto quien se encargara de sellar la tumba. Aun así no dejó de parecerle oportuno, digno incluso, que a un padre lo sepultase su hijo primogénito; el hijo, además, que, a pesar de no entender ni quién era su padre ni qué era la muerte, nunca le había mostrado desprecio. Eso era más que suficiente para un entierro, fuera el de un rey o el de un esclavo.

«Siempre te quiso, señor. A mí me lo decía», la voz de Eurídice resonaba en su cabeza, ahora como un susurro lejano. La memoria cruel lo devolvió al momento en que tuvo a Cárano en sus brazos. Hizo como que sostenía el aire contra su pecho y sintió su peso, el roce suave de su piel sonrosada por la luz matinal, el mirar curioso de sus ojos grandes y redondos, las manitas rollizas con las que se agarraba a su cuello, como si tuviera en brazos a su fantasma.

Olimpia no fue a visitarlo. Dejó que se consumiera en su propio silencio hasta que amainara la rabia y se convenciese de lo que en el fondo sabía: que había sido necesario. Creyó que no tardaría demasiado, pero contra su predicción, Alejandro no se doblegó.

Al cabo de unas semanas llegó la misiva de las ciudades griegas: citaban a los macedonios a encontrarse con las dieciséis delegaciones en Corinto, en el plazo de un mes. El rey no podía faltar; urgía que regresara del mundo de los muertos al de los vivos.

Sus amigos se agolparon a la puerta de su alcoba. Estaban todos ataviados con sus nuevas túnicas de colores, recién ascendidos al generalato, cubriendo las vacantes dejadas por los leales a Átalo. Los cinco se miraban temerosos de que aquellos acontecimientos hubieran arrojado a su amigo, a su hermano, a un pozo de locura. Hefestión tocó a la puerta. Nadie contestó. Entonces fueron a por su madre.

—Te estamos esperando, señor —dijo Olimpia tras llamar a la puerta.

No hubo respuesta.

—Decid al general Parmenión que nos conceda unos instantes más —les dijo a los jóvenes hetairoi. Luego volvió a tocar con los nudillos—. Señor..., los generales esperan a su rey... Sé que estás ahí. Puedo oírte.

A Alejandro se le cortó el aliento: sobre él se habían venido todos los días que llevaba privado de la voz de su madre y no había podido resistirse a escucharla más de cerca.

—Abre.

—Márchate. No voy a ir a Corinto. No voy a ir a Persia.

Se hizo el silencio al otro lado.

—Abre —ordenó severa.

—No...

—Abre. Ahora.

Trató de contenerse, de sujetar la mano, pero no pudo resistirse. Conforme abría la puerta y su madre entraba con su aire solemne, ya se arrepentía con el dolor resignado de quien se sabe esclavo perenne de sus debilidades.

—Te he dicho que estamos esperándote.

Alejandro le dio la espalda, se sirvió una copa de vino; fingía estar sereno pero en realidad lo hacía para calmar el terror que le causaba la mirada iracunda de su madre.

—No iré. —Tragó vino y saliva—. No quiero siquiera respirar el mismo aire que vosotros, bárbaros. Asesinos.

Olimpia se acercó furiosa, le arrancó el cáliz de la mano y lo tiró con rabia al suelo.

—No te das cuenta de nada. No ves nada a tu alrededor —bufó.

Alejandro, una vez más, contuvo el ansia de cerrar el puño y golpearla.

—¡Veo a la perfección lo que sucede! —bramó—. Veo a un grupo de sicarios, seguramente pagados con oro persa, que me ha puesto en el trono para saquear el reino primero y matarme después para quedárselo ellos.

Eso es exactamente lo que sucede.

No se esperaba aquella respuesta. Al principio pensó que su madre se burlaba, pero su gesto petrificado no daba lugar a dudas.

—Las cosas son tal y como las has descrito. Parmenión y Antípatro no te apoyaron por lealtad sino por conveniencia, porque a lo que se enfrentaban era a que su mayor enemigo, Átalo, sentara al bastardo de su sobrina en el trono y se proclamara él regente. Su enemistad es el único motivo por el que eres rey.

—Yo soy el único heredero... —masculló.

—Aunque te asistan los dioses y sus leyes, a los reyes los hacen los hombres, y estos no obedecen a nada más que a la fuerza.

Él se rio entre dientes.

—Entonces ¿ya no le debemos nuestro trono a Zeus todopoderoso?

—Cállate y escucha.

La sonrisa burlona se le cayó de los labios. La voz helada de su madre era la de Medusa, cargada de odio, de odio contra los hombres.

—Parmenión y Antípatro te dieron el trono; también te lo pueden arrebatar. Esperan que su rey les agradezca su lealtad y los premie con una conquista sobre sus enemigos. Pero si te muestras débil, tal y como estás haciendo ahora, si condenas lo que por ti hacen tus siervos y los tratas como a asesinos...

—Es lo que son.

—¡Da igual! —siseó—. Estás en deuda con ellos y, si no la pagas, buscarán otro rey que les convenga más y que cumpla lo que de él esperan.

Alejandro fue a contestar pero de su boca no salieron las palabras. Sus ojos se tiñeron de terror, como si hubieran comprendido y de pronto vieran el enorme peligro que se avecinaba.

—Has puesto nuestro destino en manos de asesinos... y ahora me pides que me congracie con ellos.

Su voz derrotada ablandó a Olimpia.

—No tienes elección. —Le acarició el rostro para enmendar con el tacto la violencia de sus palabras—. Vas a ser tanto más que nosotros, Alejandro... Pero el mundo no es tuyo hoy; aún está en manos de los bárbaros, los de acá y los de allá, y aún lo rigen con el terror y el asesinato. Todo eso habrá de cambiar cuando sea tuyo, para eso te puso Zeus en mi vientre, pero antes has de arrebatárselo. Y para ello no debe temblarte la mano ni atormentarte la conciencia. Tendrás que derramar mucha sangre para que nunca más vuelva a derramarse la de un inocente.

—Eran unos niños, madre... Unos niños... Y Eurídice... —Se le ahogó la voz al mentarla—. Eurídice jamás me habría traicionado.

—Lo siento por esa joven, pero no basta...

—¡No seas cínica!

—¡No lo soy! Yo también soy madre y sé lo que es.

—¿Cómo puedes justificar algo así entonces?

Olimpia bajó la voz, arrepintiéndose por lo que iba a decir.

—Porque si no hubiera sido ella, habrías sido tú... No podía permitirlo. No puedes pedirme que no haga todo lo que esté en mi mano para protegerte, Alejandro. Si algo te pasara, yo... No lo podría resistir.

—Pero, madre...

Olimpia no le dejó proseguir y lo acalló poniendo un dedo sobre sus labios.

—No comprendes, porque no puedes hacerlo, el inmenso amor que siento por ti... Desde el momento en que Filipo se casó con Eurídice, después de Queronea, corrías peligro. En el fondo eso lo sabes. Daba igual que te jurara lealtad. Su hijo tenía sangre real y ella es nacida en esta tierra, mientras que yo nací en el Epiro; para los macedonios siempre fui una extranjera. Átalo habría venido a por ti. Y el resto de los clanes nobles lo habría apoyado. Imagina lo que suponía para ellos: un niño de dos años, rey. Macedonia en sus manos.

—Pero les di mi palabra de que los protegería... Mi palabra de rey... Confiaban en mí.

Olimpia lo abrazó.

—Lo sé, hijo mío. Lo sé. No hay mayor tortura que ser rey cuando se tiene un corazón tan grande como el tuyo. Perdóname... —La voz de Olimpia se rompió—. Perdóname por haberte parido príncipe, por haberte dado esta vida. Pero así lo quisieron los dioses y nada pude hacer yo. Solo quiero protegerte. Por eso te suplico: óyeme, haz lo que te digo. No dejes que Parmenión y Antípatro duden de ti. Ya llegará el día en que paguen. Pero ahora no les des motivos para que se arrepientan de lo que han hecho.

 

 

Al cabo de una hora, Alejandro entró en el gran salón. Todos se pusieron en pie. A la mesa que antes ocuparon los consejeros de su padre ahora estaban sentados sus hetairoi, como nuevos generales y senescales de sus ejércitos, envueltos en sus ricas túnicas rojas, preparados para la guerra. El trono de roble de su padre, vacío, lo esperaba.

Avanzó dirigiendo a sus amigos una mirada agradecida, como si les suplicara que estuvieran con él en todos los trances que a partir de entonces iban a sobrevenir; ellos le sonreían cómplices, orgullosos de él, y se lo prometían.

Parmenión, como strategos, ocupaba el asiento de su derecha. Le sonrió también y Alejandro, aunque le quisiera devolver toda la frialdad de sus ojos, hizo lo mismo.

—Sentaos.

Todos lo hicieron tras él.

—¿Quieres decir algo, señor, o empezamos a tratar los asuntos? —dijo Parmenión en voz baja.

Alejandro guardó silencio, pero justo cuando el general se disponía a comenzar el despacho, se inclinó sobre la mesa y se dirigió a todos.

—Ahora sois parte de mi consejo. Pero recordad que no veláis por un rey ni por un amigo, ni tan siquiera por un hermano... Veláis por un reino. La victoria de Macedonia no es la victoria de su rey. Así es como lo veía Filipo, pero yo no. La victoria de Macedonia, su gloria, por la que todos lucháis y me servís, es la de Zeus mismo, y la de todos los pueblos a los que creó libres.

Buscó a Hefestión; solo cuando vio su sonrisa, respiró aliviado.

—Ahora sí, strategos. ¿Cuál es la situación a la que nos enfrentamos?

La rebelde Tebas amenazaba con unir a otras polis descontentas a su causa, les contó. No podían darle la oportunidad de hacerlo ni parecer débiles tras la pérdida de Filipo.

—Habrá que someterla a la fuerza —concluyó—. Ya están organizándose los ejércitos para la campaña. El resto de las ciudades nos apoyan y en Corinto renovarán su juramento de lealtad. Habrás de dirigirte allí y convencer a todos los embajadores para que contribuyan a la guerra de Asia.

—¿Qué hay de Persia, pues? ¿Qué noticias tenemos del otro lado del Egeo?

Parmenión suspiró preocupado:

—Antes solo eran rumores, pero ahora parece que se confirma. El viejo Gran Rey fue asesinado hace unos meses...

—Por lo visto, los persas no son distintos de nosotros... —deslizó Antípatro antes de que toda la furia de los ojos de Parmenión cayera sobre él.

—Un nuevo príncipe ocupa ahora el trono —prosiguió el strategos.

—Pero ¿tiene apoyos?

—No lo sabemos con certeza, señor. Aunque conviene darnos prisa en acabar la lucha con las polis porque, si el nuevo Gran Rey tiene que probar su valía ante sus sátrapas, lo hará...

Alejandro completó la frase:

—... invadiendo Grecia de nuevo.

—Exacto...

La aciaga sombra de aquella posibilidad descendió sobre los presentes.

—¿Quién es ese príncipe?

—Sabemos poco de él. No es hijo del rey anterior; en la dinastía aqueménida gustan de asesinarse entre parientes y arrebatarse el trono. Es algo mayor que tú. Fuerte, dicen que severo e impasible; inteligente también. Y ha tomado el nombre del antecesor que arrasó Grecia hace doscientos años: Darío... Darío III.

12

Parmenión lideró la campaña contra Tebas; Alejandro en todo obedeció su consejo, en nada osó cuestionarlo. Le costó contenerse: su orgullo rabiaba en su interior, lo incitaba a contravenirlo, a no plegarse a sus maneras despóticas y frías. Ejercitaba el silencio con dolor. Sin embargo pronto se percató de que ese silencio al que debía atenerse por pragmatismo le daba la oportunidad de observarlo e incluso de aprender de él.

Le explicó cómo lidiar con las tribus nobles de Tracia, que no eran como el resto de la nobleza, a qué clanes aliarse, a cuáles dejar espacio, a cuáles aplastar. Durante la marcha al sur lo aleccionó, con una disertación propia de una clase con Aristóteles pero con el temple y solidez de la experiencia, sobre cómo tratar a los embajadores de las ciudades. Los conocía a todos. Sabía qué prometerle a cada uno, le enseñó también cómo actuar él: qué decir de sí mismo, cuándo presumir de aliados y fuerzas, cuándo mostrarse humilde y necesitado de apoyos. Ojalá, pensó Alejandro, Filipo le hubiera dicho todo aquello antes de mandarlo a hacer la paz con los atenienses después de Queronea. En él comenzó a surgir un reconocimiento por el general Parmenión que conforme fueron pasando los meses de campaña griega adquirió incluso un vergonzante viso de admiración.

El strategos era un político hábil, pero también un guerrero brutal. Tebas fue doblegada a sangre... y a fuego. No se negoció con la élite de la ciudad, no se tomaron prisioneros ni se pidió rescate por los cautivos del asedio. La ciudad se rindió y aun así fue saqueada sin piedad, sus mujeres violadas, sus ciudadanos orgullosos vendidos como esclavos.

Nada quedó de la legendaria urbe, el primer poder de Grecia durante siglos, pues fue reducida a cenizas.

Alejandro se opuso, pero Parmenión insistió en que era debido escarmiento a quienes se había avenido a firmar un pacto y luego lo habían roto.

—Ya los hemos vencido. Es el momento de ser magnánimo en la paz, evitar que quieran venganza en el futuro.

Pero mientras decía esas palabras miró a su alrededor, más allá del campamento macedonio situado en una colina, y vio el campo sembrado de cadáveres y los soldados que escoltaban una larga hilera de hombres, mujeres y niños hacia los puertos del sur, donde embarcarían ya como mercancías.

—No tienen fuerza para ello —dijo Parmenión.

Más bien, pensó Alejandro, no quedaba nadie que pudiera querer una venganza; el pueblo de Tebas había dejado de existir como tal.

La destrucción de la ciudad, le explicó el general, era una advertencia al resto de los Estados griegos: «Porque la guerra es dura, señor, pero si no lo es lo suficiente habrá quienes no la teman y te la hagan a ti».

El esqueleto de piedras y columnas renegridas tebanas, testimonio de lo que sobrevenía a los hombres orgullosos que se enfrentaban al hijo de Zeus, fue desmantelado en los años siguientes por quienes buscaban materiales para construir ciudades igualmente malditas.

 

 

Llegaron a Corinto con el humo de la desolación a sus espaldas. En esos días, Alejandro apenas pudo dormir. La noche antes del gran cónclave, Hefestión lo sorprendió insomne en la madrugada.

—¿Tú confías en nuestro strategos, Hefestión? —le preguntó—. ¿Después de lo que ha hecho?

Él lo cogió por los hombros.

—No pienses en eso y descansa. Dentro de unas horas te reunirás con los embajadores.

—Contéstame —le pidió.

Su amigo meditó en silencio unos instantes.

—Sí —le dijo finalmente—. Con él estás a salvo.

—Yo no estoy tan seguro... Parmenión, Antípatro, mi madre... No sé en quién puedo confiar. Dicen que buscan mi bien pero todos intrigan, todos esperan que les obedezca y me ponga en sus manos... Hay que partir. Hay que partir a Asia cuanto antes; es lo único que sé.

Hefestión notó que respiraba ansioso, jadeante.

—Vamos fuera —le dijo.

—¿Fuera?, ¿adónde?

—Fuera —le insistió.

Se cubrieron con una capucha y se escabulleron del palacio dormido, dando a los guardias orden de que no los siguieran. Anduvieron por las calles silenciosas, se perdieron por los callejones, reencontrándose después con las amplias avenidas, alcanzando por fin el ágora desierta donde aún quedaba el eco de los discursos políticos del día anterior, voces desleídas que parecían muy lejanas.

De pronto, Hefestión se fijó en algo al otro lado de la plaza.

—Alejandro —susurró.

—¿Qué sucede?

—Alguien nos observa, junto al templo.

Él se volvió y miró discretamente. Apartado contra una esquina había un barril enorme frente al que estaba sentado el hombre soñoliento de aspecto horrible que los observaba. No pudo evitarlo, llevado por una atracción hacia aquel hombre se acercó. Hefestión trató de retenerlo pero no pudo.

El mendigo era muy delgado, porque seguro que solo se alimentaba de las limosnas. Estaba sucio y desangelado, con la barba y los cabellos raídos y grasientos; a primera vista apenas se distinguía del perro sarnoso que lo acompañaba. Entre las manos sujetaba lo que parecían ser huesos, huesos humanos. Se los pasaba de una mano a otra y los acariciaba como si quisiera con el tacto de los dedos leer la vida de la persona a la que habían pertenecido.

Cuando se acercaron, el perro se puso en guardia y enseñó los dientes. El viejo levantó la vista y mandó callar al perro, que inmediatamente volvió a tumbarse a su sitio.

—¿Quién eres? —preguntó Alejandro algo incómodo.

El viejo le respondió con voz ferrosa.

—Diógenes, el perro. ¿Y tú? ¿Quién eres tú?

—A-Alejandro —respondió con un tartamudeo nervioso—. ¿De quién son esos huesos?

—Son los huesos de muchos —contestó Diógenes despreocupado, y señaló también un montón de ellos dentro del barril.

—¿Qué haces con ellos?

—Son huesos de esclavos, en su mayoría, aunque también hay de plebeyos y soldados, nobles y reyes —prosiguió ignorando la pregunta—. También están los de tu padre: los estoy buscando entre el resto, pero no consigo distinguirlos de los huesos de los esclavos.

—Puede que porque mi padre era un esclavo de sí mismo —dijo finalmente.

—Como lo sois todos.

—¿Tú no?

—No, yo no.

Hefestión tiró de él.

—Vámonos —masculló.

—A tu amigo le incomodo... O me tiene miedo.

El perro gruñó otra vez.

—Vámonos, Alejandro...

—¡Espera! —bramó este en voz baja, como pretendiendo que el viejo no los oyera. Luego se volvió hacia él—. Diógenes, ¿dejarías que un esclavo te hiciera un regalo?

El viejo meditó un instante.

—Cualquier cosa que ese esclavo pueda darme que se la quede para ver si le ayuda a ser libre. Incluso si es un pedazo de carne... Y ahora aparta. Me quitas el sol.

El rey se hizo a un lado y el sol de la mañana, que ya se había levantado casi entero mientras conversaban, dio de lleno en el rostro del anciano, que plácidamente se reclinó sobre su barril para continuar con su lectura ósea de las vidas pasadas, a ver si una era la de Filipo de Macedonia.

Ahora Alejandro se dejó arrastrar por Hefestión. Las calles se llenaban. Era hora de volver al palacio, donde los estarían esperando los embajadores de las ciudades griegas.

—Qué extraño... —murmuró.

—Sí, qué hombre tan extraño —confirmó su amigo.

—No, no. No me refiero a que él sea extraño.

—¿Entonces?

—Yo sé cuál es la misión que los dioses me dieron, Hefestión, y sé que no la puedo rehuir. Sé quién soy y sé que no puedo ser más que Alejandro. —Entonces echó la vista atrás y vio al perro Diógenes reclinado sobre su barril. Ahora movía los brazos para espantar a unas palomas que lo incordiaban—. Lo extraño es que, si hubiera nacido en otro tiempo sin serlo, habría querido ser Diógenes.

—¿Y por qué?

—No lo sé... —confesó—. Supongo que porque es libre.

13

En la celebración del cónclave de la Liga, los embajadores lo recibieron con vítores. Alejandro los tomó incómodo: ¿qué aplaudían? ¿Al rey que en vez de hacer la guerra a los bárbaros se la hacía a los helenos?

—Sonríe —le dijo por lo bajo Laomedonte—. Recuerda que están a tus pies.

—¿Así lo crees?

—Se lee en su mirada, señor. Necesitan a un rey como tú, lo venían esperando.

Durante los días siguientes, tras un sinfín de reuniones y torrenciales discursos de los diplomáticos frente al gran consejo, los miembros de la Liga confirmaron que cederían tesoro, hombres y barcos para la empresa de Asia. Parmenión, tomando la palabra en nombre del rey, lo agradeció a todos y aseguró que la recompensa estaría a la altura.

—¿Y cuándo se partirá? —preguntó un delegado.

—Todo ha de estar listo antes de la primavera.

Aun sumido en la niebla de sus pensamientos, a Alejandro le llegó el sentido de aquellas palabras: era la primera vez que se ponía fecha concreta al momento de partir. Solo restaban unos meses hasta la primavera, no más: unas cuantas lunas fugaces. Persia, la idea de la expedición, estaba de pronto en la mente de todos sin que hubiera dado tiempo a asentarse en la suya. Siempre había pensado que al ser rey tendría el control no solo de la vida de los demás, sino también de la suya propia, pero de pronto se supo equivocado. Había pasado un año de la muerte de su padre; al cabo de apenas unos meses cumpliría veintiún años. El tiempo y la vida se habían desbocado. Pronto y sin saber cómo, estaría en la cubierta de un trirreme viendo la costa macedónica a sus espaldas y el gran enemigo, el persa indomable, Darío, cabalgando hacia él a la cabeza del ejército más grande de la Tierra...

—Señor, te toca hablar a ti.

La voz de Ptolomeo lo devolvió a la realidad. Todas las miradas estaban clavadas en él: las de los dieciséis embajadores sentados a la mesa redonda, las de sus consejeros, de pie tras ellos, las de sus amigos, que lo miraban esperanzados, las de Parmenión y Antípatro, que lo hacían con desdén porque no entendían ese extraño silencio en el que llevaba sumido más de lo que él creía...

Se levantó torpemente y recordó las palabras del discurso que llevaba días practicando.

—Embajadores. Como sabéis, Asia nos amenaza a todos; nunca ha dejado de hacerlo, desde los tiempos de mi antepasado Aquiles. Solo unos pocos en nuestra historia común han tenido el coraje y la entereza para proteger Grecia de las fuerzas de la barbarie. Mi padre nunca estuvo entre ellos. Yo pretendo estarlo, con vuestra ayuda. Vosotros, embajadores, y los pueblos que representáis sois libres, nacisteis libres y sin la amenaza de que esa libertad os fuera arrebatada. Al otro lado del Egeo hermanos nuestros, tan helenos como vosotros o como yo, viven bajo la tiranía de Persia. Los dioses nos reclaman su liberación y ellos la merecen. Somos mejores que ellos, somos superiores a ellos porque representamos la luz de la civilización y ellos la noche oscura de la barbarie.

Los embajadores asintieron. Se fijó en sus amigos —en Hefestión, en Clito, en Nearco, en Laomedonte, en Ptolomeo...—, que desde un lado de la sala lo miraban con palabras de ánimo, fuerza y esperanza. Sonrió.

—Pero tan bien como yo sabéis que separados, como llevamos estando siglos, no podemos afrontar esa misión. Somos diferentes, sí, celosos de lo que nos diferencia, orgullosos de ello, también; pero no podemos seguir siendo ignorantes de la verdad: solo con la unión común de los griegos podremos acometer la empresa que soñaron nuestros padres, la empresa que su recuerdo y su honor nos demandan. —Poco a poco iba prendiéndose con más fuego su voz, conforme expresaba las ideas en las que creía, las ideas en las que le había formado el maestro de maestros—. No marché al sur para haceros imperio, lo sabéis. No vine con ánimo de conquista ni de tiranía, sino de alianza, para pediros que vengáis conmigo al este y que juntos devolvamos la libertad a quienes sufren tiranía, para liberar a nuestros hermanos del yugo persa. Para liberarlos a ellos y liberarnos también a nosotros, ¡al mundo entero!, de la barbarie.

Se hizo el silencio tras su discurso. Solo oía el latir acelerado y atronador de su corazón en el pecho. Entonces se levantó el delegado de Atenas y muy sobriamente comenzó a aplaudir. Tras él, aplaudieron el de Tesalia y el propio de Corinto. Y el Tasos. Y el de Samotracia. Y el de Megara... Todos se pusieron en pie y lo aclamaron, vitoreando la gloria de Grecia, de los dioses y de los héroes pasados. Fue una explosión de euforia patria que derribó los muros que durante siglos habían construido las polis entre ellas: parecieron olvidarse las rencillas y las dudas y las incertidumbres, y a todos los inundó un espíritu indomable que les hubiera bastado para cabalgar en una sola jornada hasta el fin del mundo y regresar.

Alejandro ardió en emoción al verlos a todos en pie, poniendo en él sus esperanzas y sus corazones. Aquella era la lealtad, la devoción, que ni su padre ni ningún griego desde Aquiles había conseguido experimentar. Clito se inclinó y amainó el ruido de su aplauso para susurrarle al oído: «Te seguimos solo a ti. Hoy, hermano, te has convertido en rey».

 

 

Esa noche se desplomó un aguacero torrencial. Las gotas sonando en el tejado y el olor mojado de la tierra lo transportó a esos días de Egas. El agua siempre le recordaba momentos tristes.

Alguien llamó a la puerta.

—¿Hefestión? —preguntó esperanzado.

Abrieron y a Alejandro le fue difícil disimular la desilusión.

—Buenas noches, mi señor.

—¿Qué sucede, Parmenión?

—Simplemente vine a felicitarte por tu discurso. Estuviste soberbio. Los delegados sienten el mismo ánimo por echarse al mar que los aqueos hace mil años para ir a Troya.

—Felicítate a ti mismo. Tú lo escribiste.

El strategos notó el resentimiento con el que hablaba.

—Las palabras no tienen ningún valor si no se lo confiere la voz humana. No todos los reyes saben arengar con la voz a sus hombres. Los persas, por ejemplo, solo saben hacerlo con el miedo, amenazando con el látigo. Tu padre tampoco sabía. Pero tú... Hay algo en ti, señor. Inspiras a quienes te oyen.

Alejandro dejó ir una sonrisa tímida.

—Mejor estaría entonces en el ágora que en el campo de batalla o en el trono.

—De ninguna manera. Un soldado que lucha inspirado por su rey es muy superior a uno que solo lo hace para evitar el castigo de los oficiales. Pronto lo verás en Persia. Tenlo por seguro.

—Sí. Pronto... Primavera, ¿verdad?

—Partiremos cargados de provisiones. El tiempo será propicio para cruzar el mar y asentar las líneas de suministro.

—Apenas unos meses. Aún no me hago a la idea... —suspiró.

—Precisamente, señor... —La mirada del viejo general de pronto se enturbió. Indicó al joven que se sentara con él junto al fuego—. Cuando hablé de partir en primavera no me estaba refiriendo a ti. En primavera debe partir una avanzada, pero es conveniente que tú esperes un poco más.

—¿Esperar? ¿Esperar a qué? Eso hizo mi padre, esperar siempre al momento propicio, y al final no partió nunca.

—No, señor. No me refiero a eso.

—¿Entonces? —inquirió impaciente.

—Esperar hasta tener un heredero.

La sonrisa de Alejandro de pronto se deshizo.

—Antes de partir necesitas casarte, tener una reina que te dé un hijo, otro Alejandro, que pueda liderarnos a todos bajo su égida si a su padre le sucediera algo en el este, Zeus no lo quiera.

«Otro Alejandro.» Esas palabras resonaron en su cabeza y después descendieron muy profundo, hasta los abismos de su alma, invocando la posibilidad de morir, el fantasma de una vida que, aunque se sintiera inmortal por estar recién empezada, ya oteaba su final.

—¿Pretendes que me case y tenga descendencia antes de partir a Asia? —replicó con la voz débil—, ¿quieres que demore la empresa como lo hizo Filipo?

—Tu padre aseguró los reinos que tenía antes de lanzarse a la conquista de reinos nuevos. Grecia y Macedonia no pueden vivir en la esperanza de que el rey regrese un día por el horizonte, por muy loable e histórica que fuera la misión que lo llevó a cruzarlo.

—Parmenión, tenemos que partir ahora. Si me caso, pasarán años antes de que podamos volver a hacerlo, ¿es eso lo que quieres? ¿Dar tiempo a Darío para organizar una nueva invasión como la de antaño? Esta buena disposición de los griegos, ¿cuánto crees que durará si demoramos la empresa? Creerán con razón que la Liga no es una alianza contra los bárbaros, sino un proyecto de Macedonia. Se rebelarán contra mí como se rebelaron contra Filipo.

—Sé que parece mucho tiempo en la vida de un hombre, pero apenas es un parpadeo en la historia, uno necesario además, que evita que se sequen y se cieguen las grandes líneas de sangre, las originales con las que los dioses regaron la Tierra al principio, las de los héroes. ¿No es la tuya una de ellas? ¿Tu misión no obedece acaso a un deber con esa sangre?

—Sí... —respondió cabizbajo, deseando en esos momentos no haber estado durante años convenciéndose del abolengo olímpico de su linaje; ahora era su esclavo.

—Tienes entonces el deber de perpetuarla.

—Pero si no voy ahora...

—El deber —insistió severo, con un tono de padre en la voz que le heló la sangre— de perder un año de vida mortal para lograr la inmortalidad de tu casa. Alejandro, el deber más importante de un rey es asegurar el reinado del siguiente. Mucho más que lo hagas tú con el tuyo, lo importante de verdad es que permitas que haya reyes de tu sangre que te mejoren. Es más, esa no es solo labor de rey, sino labor de hombre. ¡Es el único motivo por el que Zeus nos dio vida!

Se hizo el silencio entre ellos; Parmenión había acabado hablando alto, como él. Alejandro ahora lo miraba clavando en él sus ojos de colores, que centelleaban. Había miedo en ellos, pero también furia y rencor hacia quien, hablándole de la paternidad, lo obligaba a enfrentar recuerdos dolorosos.

—Dime, general, tus hijos... Filotas sobre todo, ya que es tu primogénito, estuviste con ellos siempre, ¿no es así? Educándolos, velando por ellos, por su futuro, para que crecieran a tu imagen, pero como dices enseñándoles también tus errores para que tuvieran capacidad de mejorarte, ¿verdad?

—Sí... —le dijo Parmenión, incómodo sin saber por dónde conduciría el rey la conversación.

—Claro. Como haría, como debe hacer, un buen padre. Yo no he tenido padre. Un caballo, eso es todo lo que me dejó como legado. No pienses que se lo reprocho —mintió—, no lo hago. He aprendido a entenderlo como era, a saber lo que era. Fue un hombre que estuvo ausente, que no confiaba en mí. Regalos sí, todos los que se quieran me hizo: mi caballo, mis amigos, mi maestro; pero ¿él? ¿Dónde estaba él? Su afecto y su presencia no me dejaba más opción que invocarlos a través de objetos que de nada servían. En mi padre he tenido un enemigo, además.

—¿Cómo puedes decir eso?

—Me ha tenido apartado, siempre receloso de mí. He pasado la vida temiendo que cualquier cosa que le dijera, cualquier muestra de cariño que le pidiera, lo fuera a tomar como debilidad, como prueba de que no merecía ser su heredero. Eso cuando no contaba mis secretos en público, para avergonzarme y enseñarme así a no compartir mis vergüenzas. Tú sabes que mi padre no me quiso, que solo le serví como alivio después de que esa primera mujer que tuvo le diera al pobre Arrideo, tan estúpido...

—Puede parecértelo porque estuvo lejos, pero era el rey. Tú también estarás lejos cuando vayas a Asia.

—Yo no soy como él. Yo no habré de fallar a mis hijos y mucho menos concebirlos sabiendo que hoy por hoy, y los dioses saben lo que me pesa, no tendría otra opción que abandonarlos. Tú sabes que la amenaza al otro lado del mar no espera.

—Respiras por una herida, señor, como todo mortal, pero no puedes olvidar que eres rey antes que hombre, como lo fue tu padre.

Alejandro suspiró, hastiado de que aún no lo comprendieran.

—Y como rey he de educar a mi hijo con tiempo, para que sea digno de sucederme algún día.

—Alejandro. —Ahora su voz tenía un tono tan incisivo que por un momento temió que sonara impertinente—. Vas a ir a Asia, pero atrás quedarán Grecia y Macedonia; necesitarás un regente que gobierne en tu nombre. Y qué mejor que tener un príncipe, por infante que sea, para recordar a todos que hay un rey, una dinastía que ocupa el trono, y atar al regente que nombres a su cuidado. Piensa en ello, recapacita, sobre todo porque es mucho más que Asia lo que está en juego. Y no esperes que esto te lo diga alguien más.

—¿Y eso por qué?

—Porque cualquier regente que dejes querrá estar solo en el poder, sin un príncipe heredero que con su mera presencia le recuerde que solamente es un cuidador temporal del trono. A todos esos en los que ahora piensas... les estarás dando la oportunidad de usurpar tu corona si los dejas al cargo del reino sin más recuerdo de tu autoridad como rey que tu firma. Antípatro, que siempre receló de que tu padre no lo nombrase strategos...

—Sabría controlarlo. Me aseguraría de que ese regente, o cualquiera, sigue mis deseos.

Parmenión alzó una ceja.

—Qué ingenuo. ¿Cuánto crees acaso que tardaría en nombrar rey a tu hermano Arrideo?

—¡A ese retrasado! —se rio.

—Precisamente a ese. —Parmenión bajó el tono para forzarle a él a hacerlo también—. No encontrarán uno mejor: el primogénito de tu padre, sangre real, incapaz de valerse por sí mismo, permanentemente necesitado de un tutor... Mucho más afable a los designios de un hombre ambicioso que un rey vehemente que esté vigilando su regencia.

—Eso jamás...

Lo que había empezado sonando como una chanza, Arrideo rey, de pronto le pareció una posibilidad aciaga. Ese joven obtuso, extraño y quebradizo en manos de todos aquellos con los que Filipo no había compartido el poder... Terriblemente posible.

—Y tu tío, el rey del Epiro... —prosiguió sombríamente el general—. Es un hombre tan ambicioso como cualquiera. ¿Qué crees, que casado con tu hermana y viendo el reino sin rey al alcance de su mano no lo tomará? Sería un necio si no lo hiciera. Tu propia madre, la reina...

—¡Basta! —bramó—. Suficiente, Parmenión. No me envenenes más.

—No te enveneno, solo velo por ti.

—Eso decís todos. A veces desearía que no me tuvierais tan presente.

—No hay otra opción; al menos no para mí. Pero no te confundas, no es por ti por quien velamos, sino por Macedonia, tal y como nos pediste.

—«Por Macedonia...» —se burló—. A los últimos cuatro reyes de mi casa los mataron sus senescales. Supongo que lo hicieron «por Macedonia». ¿De quién te fiarías tú? Dime con sinceridad, después de todo lo que ha pasado, ¿de verdad pretendes que deje a un hijo sabiendo que su vida es lo único que separa del trono a quienes quieren arrebatármelo?

Parmenión lo observó en silencio.

—En verdad yo no soy de la realeza. Pero he visto cómo han caído muchos de los tuyos.

«Si es que no los derrocaste tú», pensó Alejandro.

—Por eso te conmino a que sigas el consejo de quien sabe más que tú porque ha visto más que tú. Piensa en lo que hemos hablado. Y, por Zeus, confía en mí.

Cuando cerró la puerta tras de sí, Alejandro sintió que se ahogaba: tenía un nudo de pensamientos en la garganta que le apretaba como una soga al cuello. Las palabras de Parmenión resonaban a su alrededor, no sabía si entre los muros de la alcoba o los de su mente. «Un hijo, un heredero.» En ese momento, se percató de que se encontraba a la cabeza de una dinastía milenaria pero con el abismo de una genealogía vacía abriéndose a sus pies y amenazando con engullirlo a él y al recuerdo de todos sus antepasados. De pronto sintió, como nunca había sentido, el peso terrible de la corona, que no era sino el peso de una madurez tan súbita como la muerte de Filipo.

14

Hefestión lo encontró sentado en el borde de la cama, mirando pensativo al fuego, como si buscara respuestas en las llamas. Podrían haberse apagado y él haber seguido viéndolas crepitar en el fondo tembloroso de su mirada.

—¿Qué te sucede? —le preguntó.

—Parmenión... —musitó Alejandro apurando la copa de vino que tenía en la mano. El vino encharcaba la mente y lo hacía todo más soportable, o eso creía él.

—¿Qué te ha dicho?

—Teme que, si abandono Macedonia, haya quien trate de quitarme la corona.

—¿Quién?

—Todos, aparentemente —replicó agotado—. Antípatro, mi tío, mi hermana supongo que también. Parmenión cree que pueden derrocarme y hacer rey a Arrideo. Pero por poco, hasta que luego lo maten y se quede con el trono alguno de ellos...

Según iba repitiendo las advertencias del viejo general, un vergonzante pensamiento lo asaltó: ¿y qué? ¿Qué pasaba si se hacían con Macedonia? Él ya estaría en Asia. Derrocado de su trono griego no tendría nada a lo que regresar, para qué querría; se liberaría de las cadenas. Qué extraño alivio... Tantos años temiendo que su padre lo desheredase y ahora no veía el día de abandonar para siempre ese reino asfixiante cuyas fronteras se cerraban sobre él como los muros de una tumba sobre el recuerdo de su muerto. Qué extraño alivio... perder la corona estando en Asia, no tener que regresar, que no hubiera más opción que seguir adelante. Sería algo así como la obliteración del pasado, la liberación de esa vida que otros le forjaron durante la infancia y luego le impusieron. Sería volver a nacer, solo que esta vez sin una historia a sus espaldas, libre de verdad.

No tuvo valor para compartir aquel pensamiento con Hefestión, apenas tenía valor para pensarlo mucho rato. Sabía que aquello no era de buen hombre ni de buen rey. Temía pronunciarlo, insuflarle vida dándole palabras, y perder los dos atributos, hombre y rey, con los que se había propuesto forjar su carácter durante la adolescencia y sin los que ahora no conocería su identidad ni sabría a qué aspirar en el futuro.

—No le falta razón —dijo su amigo.

—Por eso creo que nombraré una regencia, a cargo de mi madre y de Antípatro. Ella regentará Macedonia y él quedará encargado de la Liga Helénica y el ejército. Se controlarán el uno al otro. Parmenión querría que lo nombrara a él. Pero no. Él y su hijo Filotas vendrán con nosotros al este.

—¿A eso vino? ¿A proponerse como regente?

—No... No exactamente...

Hefestión se acercó, le quitó la copa de la mano y se sentó con él.

—¿Qué fue lo que pidió?

Alejandro se revolvió dolorido, como si les hubiera tomado el relevo a los titanes y en esos instantes sobre la espalda soportara todo el peso del cosmos.

—Que tenga un hijo... —dijo con un aire tan hondo y severo que pareció el suspiro final de su vida—. Que me case con una princesa y deje un heredero antes de partir.

Hefestión sintió que el corazón se le encogía, como se le debe de encoger al reo que oye venir al verdugo.

—¿Y qué le has dicho...? —preguntó tragando saliva.

—Que no voy a dejar un hijo para que mi madre y él me lo maten...

Hefestión no supo qué contestar y finalmente se limitó a repetir la consiga del deber real:

—Es cierto que un rey ha de tener hijos para asentar su dinastía...

Aquello Alejandro no quería oírlo; lo sabía de sobra y no lo ayudaba. No solo lo asustaba la responsabilidad de verse al frente de una dinastía que podía morirse con él en Asia. Era algo más profundo.

—No me hables de mis hijos, Hefestión —le pidió—. En el alma los llevo atravesados.

—¿Por qué?

—Por ti —le confesó esbozando una leve sonrisa—. Porque no puedo concebir darle mi amor a nadie más, salvo a ti.

Su mano temblorosa acarició la mejilla áspera de su amigo. Giró tímidamente la cabeza y acercó los labios húmedos a los de él. Los ojos se les cerraron, sus miradas se hundieron en la oscuridad; el tacto fue todo en lo que confiaron para amarse. Dejaron de sentir todo lo que no fuera el otro, el aliento del alma común que compartían.

Al cabo de las horas, el alba gris de Corinto se deslizó sobre sus cuerpos desnudos. Alejandro dormía bajo el brazo de Hefestión, que descansaba simplemente viéndolo a él, el rostro plácido con el que soñaba. Imaginaba que estaría lejos de allí, de todo lo que en ese mundo le turbaba, y se preguntó si, allá en sus pensamientos, estaría con él, como él lo estaba en los suyos. Le acarició el pecho estrellado de lunares, la mejilla angulosa y el cuello, y le besó los labios dormidos.

—Despierta —susurró—. Está amaneciendo.

El último suspiro de sus sueños lo abandonó. Al abrir los ojos y encontrarlo a su lado, Alejandro sonrió.

—Estate siempre conmigo, Hefestión —le dijo.

Él de nuevo lo besó.

—Siempre.

15

Regresaron a Pela envueltos en el aire de su triunfo y dispuestos a partir a Asia en los días siguientes. La misma noche de la llegada, Ptolomeo no se unió al banquete. Se ajustó la capucha del atuendo campesino y se escabulló del palacio por un pasadizo del ala norte. Anduvo por las avenidas solitarias de Pela bajo la luz fría del plenilunio hasta que alcanzó un callejón angosto que se retorcía entre dos ricas mansiones. Allí, construida como si fuera un cobertizo, había una casa modesta, aplastada por las columnas y los pórticos de los palacetes que la rodeaban, en la que aún había luz.

Un esclavo le abrió la puerta cuando llamó.

—¿Cómo está? —preguntó secamente.

El esclavo hundió la cabeza, con ello diciéndolo todo.

Ptolomeo se precipitó hacia el fondo de la casa, subió las escaleras y se dispuso a abrir la puerta de uno de los cuartos, pero de pronto una mano áspera, endurecida por los años de trabajo en el campo, lo retuvo.

—Espera. No la molestes.

Al volverse Ptolomeo vio a su padre. Tenía mal aspecto: ¿hacía cuánto que no iba a verlos? Le notaba más arrugas en la calva, el peso de la nostalgia y las tristezas quizá.

—Quería despedirme de ella.

—Déjala descansar.

—¿Tan mal está?

—No lo sé. Desde que murió el rey ya no vienen a verla los físicos de la corte. Tampoco viene dinero con el que pagar a otro.

—¿Alejandro ha privado a mi madre de sus médicos? —exclamó.

—Shhh. Baja la voz. —Le puso el brazo sobre el hombro y lo apartó de la puerta—. En Alejandro solo manda Olimpia, y entre sus prioridades no está cuidar de la furcia de su marido.

Los ojos de Ptolomeo relampaguearon cuando su padre se refirió de esa manera a su madre. Él vio la rabia en ellos y le retó a que le replicara.

—¿Te ofendes? ¿Tú lo harías? Yo desde luego no.

—Pero...

—Pero ¿qué? Crece. Entiende este tipo de cosas.

No pudo verla antes de irse. Su madre moriría algunos meses después. Le llegó la carta estando ya en el interior de Asia. Despedirse de su padre tampoco pudo. Apenas fue un adiós seco. Le costaba entenderlo. Lagos era un hombre difícil, rudo, desposado con la que, era sabido, había sido concubina real antes del matrimonio de Filipo con Olimpia. No debía de ser fácil vivir a la sombra de esa vergüenza, sabiendo que la educación y el futuro del hijo se habían ganado con favores en el lecho. A Ptolomeo lo avergonzaba el pasado de su madre, aunque sabía que se lo debía todo. También lo avergonzaba no parecerse como se parecían todos los hijos varones a sus padres: no tenía ni uno solo de sus atributos, físicos o de carácter. En todo era como su madre. Como la «furcia real». Las palabras de Lagos resonaban en su cabeza. El otro único varón que había salido a su madre igual que él era Alejandro, que de Filipo no tenía un rasgo en el rostro.

Regresó a palacio tan distraído pensando en sus padres que olvidó tomar de nuevo el pasadizo norte y entró por la puerta principal. Cruzó las galerías pétreas hasta la escalinata central. Entonces se dio cuenta de su torpeza, ese error imperdonable: se encontró sentados en los peldaños a Nearco y Laomedonte, que compartían el insomnio. Inmediatamente se ciñó la capucha, trató de pasar desapercibido, pero ello tan solo hizo más ácida la burla de los otros, que lo habían reconocido.

—Te delatan la nariz y los andares, Ptolomeo —dijo Laomedonte.

Él se detuvo, se quitó la capucha y conjuró toda la hipocresía que encontró en su alma para sonreírles.

—¿De dónde vienes que te escondes? —preguntó Nearco malicioso.

—Igual que vosotros no podía dormir. Salí a despedirme de mi ciudad aprovechando que está en calma.

Laomedonte levantó una ceja.

—¿Tu ciudad? —dijo echando otro trago del vino—. ¡Si tú saliste de la campiña!

Nearco apretó los labios para contener la risa.

—El viejo Lagos trabajaba tierras que eran de Antípatro, ¿no es así?

—Ya os dije que fui solo a tomar el aire. —Quiso evitar mascullarlo pero no pudo: sus palabras rechinaron entre los dientes afilados con un sonido de metal.

—Claro, Nearco. Aún después de tantos años, a Ptolomeo lo abruma la vida en los palacios.

Ptolomeo se forzó a reírse con ellos; hacerlo le dolió en el estómago y en el pecho.

—No sabes cuánto. Pero al menos uno es nacido en Macedonia. Qué lejos quedan Creta y Lesbos, ¿no? Os dejo ya. De pronto me volvió el sueño.

Una noche más, el resentimiento le carcomió el espíritu. Toda la vida padeciendo las burlas de los que se decían sus amigos. Sí, en el campo de batalla eran uno; aconsejando a Alejandro y velando por el bien del reino, también. Pero nunca serían iguales, eso él lo sabía porque ellos se encargaban de recordárselo hasta con el más nimio de los gestos. Ese mundo de nobles y príncipes no era el suyo pero aun así, por un extraño azar del destino, se veía obligado a servir en él. Aquella contradicción llenaba su alma de un odio que le era imposible expresar y que ni siquiera él entendía del todo.

16

La última noche en Pela, Alejandro no logró conciliar el sueño y distrajo los pensamientos deambulando por el palacio. Anduvo por las galerías vacías igual que andaba por la vida, sin más rumbo que su albedrío y en la oscuridad de las antorchas ya consumidas.

De repente la brisa abrió con un crujido la puerta de una estancia de la que salía una luz tenue. Llevado por la curiosidad más vergonzante, la empujó. Dentro encontró a Clito dormido en la cama, recostado en el regazo de su hermana. Ella, delicada como una brizna de hierba, envolvía con su fino brazo a su hermano, que, a pesar de la musculatura prieta, de la barba negra y dura y el grueso vello rizado que le subía por el pecho al cuello, tenía un inocente gesto de niño en los ojos cerrados. Eran sus últimas horas juntos. No estaban simplemente despidiéndose: estaban impregnándose la memoria del roce y el tacto del otro, para recordarlos en la ancha distancia de Asia, en las angostas noches de Macedonia, pero sobre todo para tener algo similar a la mano de un ser querido a lo que agarrarse con fuerza cuando llegara el momento de morir en soledad.

Sintió entonces un pinchazo en el pecho. Le dolía el alma: por mucho que anhelase partir, no podía evitar que el miedo lo agarrotara. Buscó refugio en un lugar peculiar: los aposentos de su padre.

No supo por qué en esos momentos de angustia sus pasos lo condujeron hasta allí, donde aún se sentía su presencia. Le parecía oírlo respirar, ese aliento ronco y ácido que exhalaba, percibir su olor en el ambiente, la mirada penetrante de su ojo singular. Presencias, sensaciones, escalofríos... A veces pensaba que estaba perdiendo el juicio. «Como mi hermano.» Pobre Arrideo. Olimpia le había asegurado que esa desgracia se debía a la mala sangre de la madre, una bailarina tesalia. Pero ¿y si la locura venía por la rama que compartían, la del padre? «Alejandro, el loco —musitó—. El rey que llevó a sus huestes a la muerte en Asia.» ¿Quién no le aseguraba que la historia lo iba a recordar así? Esbozó una sonrisa porque le parecía totalmente plausible.

Se asomó al balcón; el aire del equinoccio de primavera entraba por las arcadas de columnas; la enorme luna llena azulaba el horizonte nocturno. No parecía que dentro de poco fuese a comenzar la que sería la mayor guerra desde los tiempos de Troya. Todo estaba en silencio. Recordó lo que había hablado con Aristóteles, tan solo unos días atrás.

—Este silencio que oyes, este ruido que hay en el aire, príncipe, es el ruido del mundo —le había dicho.

—Es ensordecedor.

—Acostúmbrate. Cuando estés solo en la inmensidad del Oriente será todo lo que oirás.

La puerta se abrió de pronto a sus espaldas. Solo había una persona que podía entrar sin llamar.

—Jamás pensé que te fuera a encontrar aquí. ¿Tienes miedo?

—¿Por qué dices eso, madre?

Ella se encogió de hombros; él negó bruscamente con la cabeza.

—No tendría sentido. Es mi destino ir a Asia. Estoy llamado a ello desde antes de mi nacimiento. ¿No es lo que has dicho siempre?

—Sabes que no me refiero a eso.

Alejandro sabía lo que pretendía: quería que se sincerara, que confesara sus miedos más profundos, pues así se entregaba a ella, reforzaba su poder, su vínculo. Se resistió aun sintiendo que al hacerlo su alma se hundía en el pozo de su propia oscuridad.

—No hay hombre que no tema a la soledad. Pero eres un rey, Alejandro. Y los reyes están solos, siempre: ante los hombres, y ante los dioses también.

—Pero todos los reyes del pasado tuvieron a los suyos con ellos.

—Alejandro, mírame. —Olimpia tomó sus mejillas y lo obligó a observarla—. Todos esos héroes en los que te miras no eran reyes; eran, como Filipo, bárbaros. Grandiosos, míticos; sí. Pero bárbaros. A ti Zeus te ha llamado a una misión diferente, una misión que solo tú puedes llevar a cabo porque solo tú tienes su sangre, la sangre de los dioses. No hay mortal que pueda afrontar lo que tú vas a afrontar. Te espera la gloria, la gloria divina. Pero hay un precio que debes pagar.

—¿Y si no quiero pagarlo?

Por un momento pareció que la piel de Olimpia se volvía más pálida, marmórea, como la de la estatua de un templo, y su voz más grave y profunda:

—No podemos negarles a los dioses su deseo, por mucho que nos pese. ¿Lo entiendes?

Alejandro movió los labios, buscando las palabras.

—¿Cómo puedes saber todo esto? Siempre hablas de la voluntad de los dioses, como si la conocieras, como si Zeus mismo te hubiera hablado en sueños...

«A veces me pregunto si no será que te lo inventas todo», pensó.

Los ojos de su madre brillaron como si le hubieran leído la mente.

—Cuando el dios te habla a través de sus siervos, lo sabes. Lo verás cuando estés en Asia: en la inmensidad del desierto, en la soledad de sus cumbres... Ahí los oirás.

—Dudo que ahí se oiga nada, madre.

—Será todo lo que se oiga, pero solo podrás escucharlo tú. —De pronto su rostro y su voz recuperaron calidez—. Ahora vamos. Tenemos que descansar. Partís al alba. —Pero él no se movió. Algo detuvo sus pies, los ancló al suelo—. ¿Alejandro? ¿No vienes a dormir conmigo?

Dejó ir un suspiro.

—No te apures: la guardia custodiará mi puerta. Esta noche prefiero dormir solo. Aquí. —Olimpia retrocedió unos pasos—. No te enojas, ¿verdad?

—No, claro que no —respondió tratando de que no se notara la voz ahogada—. Pero era nuestra última noche juntos...

—Necesito estar solo, madre.

—Pero ¿ha de ser aquí?

—¡Sí! —gritó sin querer—. Sí... —Ahora, avergonzado, bajó la voz—. Son las estancias de mi padre, las del rey de Macedonia.

Olimpia levantó los ojos vidriosos.

—No te mires en él. No le debes nada...

—Por favor...

Derrotada, se esforzó por esbozar una sonrisa.

—Está bien. Mis puertas están abiertas: pasaré toda la noche despierta, esperándote por si cambias de opinión y decides darle a tu madre el privilegio de tu última noche.

—No tienes que hacer eso: descansa.

—Oh, no lo hago por ti. Desde que está cerca el momento de tu partida el sueño me esquiva. Es una clemencia de los dioses: impiden que pierda un solo minuto consciente a tu lado. —Le apartó los bucles cobrizos de la frente y le plantó un beso sobre las cejas—. Ya dormiré cuando no estés. Ya dormiré cuando me muera.

—Madre...

Ella lo interrumpió con otro beso.

—Buenas noches, Alejandro...

Y, tras volver a dirigirle la mirada para castigarlo, lo dejó.

La puerta se cerró. Alejandro sintió que se venía sobre sus hombros el peso de una culpa inexplicable, la culpa de haber nacido, la culpa de ser hijo, varón, y de estar por ello unido a su madre por algo más que amor.

Pegó la oreja a la puerta y escuchó, hasta los contó, los pasos de su madre alejándose. Conforme se iba debilitando el eco que dejaban, sentía que se le iba calmando el corazón, que en el momento de rechazarla había latido desesperado, incandescente, bombeando sangre a una herida recién abierta. Cuando se hizo el silencio, respiró. Se sirvió una copa de vino y la vació de un trago. Inmediatamente sintió aligerarse la conciencia, pero ni siquiera un instante se aliviaron los pesares del alma.

Al alba se despidieron. Todo estaba listo en el patio principal del palacio. Olimpia tardó en bajar y Alejandro temió por un instante que fuera a negarle el adiós. Apareció vestida de negro; descendió la escalinata como un fantasma luctuoso, con el gesto severo y los ojos llenos de un amor vesánico.

Le entregó un último presente antes de partir: un escudo, ancho y redondo, arañado por los años. Alejandro lo cogió con ambas manos, por el gesto de su madre había esperado que pesara y fuese difícil de manejar, pero al sostenerlo lo sintió ligero. En el centro estaba pintada la escena de un guerrero que había dejado caer su lanza, su espada y escudo, y entre sus brazos sostenía el cadáver de una joven ataviada con armadura y coraza.

—Aquiles y la amazona Pentesilea —aventuró a decir.

—Así es.

El héroe la había matado en un arrebato y, justo cuando la amazona fallecía en sus brazos, los dioses habían hecho que se enamorara de ella, de su belleza muerta.

—Soberbio presente —dijo Hefestión pasando con delicadeza los dedos por la rodela legendaria—. El auténtico escudo de Aquiles.

—Es una escena triste, el asesinato de Pentesilea —señaló Alejandro.

—¿Sabes por qué Aquiles la quiso en su escudo? —preguntó Olimpia.

—No...

—Para recordar el dolor del amor, hijo mío; no quería que dejara de dolerle nunca.

Hablaba con la voz cortante, sin un ápice de ese amor al que se refería, envenenada aún por el rencor de lo sucedido la noche antes.

Alejandro agachó la cabeza y en voz baja le suplicó:

—No hagas que esta sea la forma en que nos despidamos, madre.

—¿No es acaso lo que deseas?

—Sabes que no.

Los ojos blancos de Olimpia penetraron en los suyos y exploraron cada rincón de su alma para ver si lo que decía era verdad.

—Una madre nunca deja ir —le dijo—. Cuenta con que has de volver a mí.

Sonrió y lo abrazó con fuerza. Fue entonces cuando aprovechó para susurrarle al oído:

—Júrame por el amor que me tienes que volverás a mi lado.

No aflojó un ápice su abrazo constrictor hasta que él, luchando contra su instinto, acabó por musitar de forma casi inentendible:

—Lo juro.

Olimpia le besó la frente.

—Recuérdalo.

Alejandro se encaramó a la grupa de Bucéfalo y dio la orden. Las huestes abandonaron la ciudad camino del puerto del Helesponto, donde se embarcarían. Mirando hacia atrás, vio los muros blancos de Pela y los altos balcones del palacio real tras ellos. Imaginó a su madre allí asomada, viéndolo a él volverse cada vez más lejano. Sus ojos lo engañaron y le hicieron creer que distinguía su figura oscura en una almena. Sacudió la cabeza y se centró en el camino que se abría ante él: aunque toda la distancia del mundo siempre le había parecido inútil para huir de aquello que llevaba en el corazón, de pronto sintió que lo envolvía un aire de libertad; solo quiso dejarse llevar, espolear a Bucéfalo y cabalgar hasta doblegar la frontera del horizonte.

17

Una línea perfectamente definida partía en dos el mar del Helesponto, diferenciando la masa de agua que pertenecía a Grecia de la que pertenecía a Asia. La primera era azul brillante; la segunda, de un verde esmeralda y metálico. El trirreme real iba a la cabeza de una flota de más de cien navíos que hendía las olas. El aire marítimo se llevaba los bramidos de los remeros, que sudaban bajo la cubierta, y los osados pensamientos de los almirantes indecisos, perdidos en sus planes de guerra. Pronto avistarían al otro lado de la bruma la costa del continente más vasto de la Tierra.

Alejandro vio a dos marineros que llevaban un gran cofre bajo la cubierta. Una ansiedad imposible se apoderó de él.

—¡Que tengan cuidado con eso!

—No te preocupes —lo tranquilizó Hefestión.

—Es muy valioso.

—¿No te bastan los tesoros que encontraremos en Asia, que tuviste que traer los de Macedonia?

—No es oro —explicó él—. Me lo dio Aristóteles. Es su Ilíada. Espera que así me acuerde de él, que escuche su voz en las anotaciones que escribió en los márgenes.

—Estoy seguro de que lo tratarán con cuidado.

Echó la vista al cielo. El día estaba despejado, la mañana era aérea. Un par de nubes rizadas cruzaban a la carrera el aire griego, llevando sobre sus monturas a los dioses caprichosos. El viento de poniente sacudía con fuerza el velamen blanco, «el que debieron de llevar Aquiles y Patroclo», se dijo.

—Señor, fíjate —señaló Nearco.

Alejandro levantó la vista. La cordillera azul de Asia apareció en la neblina. Allí estaba, tal y como la debía de haber visto Aquiles novecientos años atrás.

—¿Ciudad?

—Abido.

—¿Y Troya? —deslizó.

—Troya queda más al sur.

—Bien. Prepara a la tripulación —ordenó.

Luego se dirigió a la popa, apartó a los marinos y él mismo agarró con firmeza el timón. Viró mientras gritaba: «¡A estribor!». Los tripulantes apenas si tuvieron tiempo de agarrarse antes de que la nave diera un tumbo, se escorase y abandonara la línea que seguía el resto de la Armada.

—¡¿Qué haces?! —gritó Hefestión.

—Nosotros nos desviamos. Parmenión tiene órdenes de organizar el desembarco. Nos reuniremos con él a la mayor brevedad.

—Pero ¿adónde vamos, Alejandro?

—A ver el sitio donde descansan. A verlos a ellos, Hefestión —le dijo emocionado—. A Troya.

Al principio Hefestión temió que se fuera a producir una desbandada general, que algunos barcos optasen por seguir su rumbo mientras que otros siguieran la nueva estela marcada por el trirreme real, pero para su sorpresa la formación de las naves se mantuvo, y solo su trirreme se apartó, como si se hubiesen dado órdenes para que así sucediera. Viendo a Alejandro clavado en el horizonte, viendo cómo se aferraba al timón, supo que algo se había adueñado de su espíritu, algo maravilloso. Era como si las dudas que venía teniendo, los miedos que se habían hecho evidentes en las semanas anteriores, hubieran desaparecido de la mano de ese golpe de timón y hubiesen caído por la borda. A pesar de haberse desviado del rumbo trazado, tenía la sensación de que su curso nunca había estado tan claro y tan definido como entonces.

Dejaron atrás los dos colmillos de tierra de entrada al Helesponto, cruzando la puerta hacia otro reino. Alejandro ordenó entonces que subieran un buey a la cubierta, le cortaron el cuello y lo sangraron por la borda como sacrificio a Poseidón, dios de los mares. Luego tomó un cáliz dorado de su propio ajuar, lo llenó de vino puro y lo vertió por la borda, que aún apestaba y estaba pringosa de la sangre derramada del animal, invocando a la diosa marina Tetis, madre de Aquiles. El viento arreció y levantó crestas de espuma en las olas. Como conjurada por la libación, apareció ante ellos la desembocadura rugiente del río Escamandro, en cuya ribera se había asentado el campamento aqueo durante el asedio de Troya.

La nave empezó a virar hacia la orilla arenosa.

—Vestidnos —ordenó el rey, refiriéndose a sí mismo y a Hefestión.

Les ciñeron las armaduras y a él le tendieron el escudo mítico de Aquiles.

Firmes como estatuas, aguardaron en la proa viendo acercarse la costa. Mantuvo hábilmente el equilibrio cuando el trirreme se aproximó y cuando lo encallaron en la orilla.

—Que nadie se mueva —dijo, y saltó a la arena.

Era el primer macedonio de la expedición que ponía los pies en Asia.

Hefestión lo siguió y tras él ya empezaron a bajar los demás.

La playa solitaria se perdía en la distancia.

—Mirad —dijeron algunos marinos emocionados—, las dunas.

Todos dirigieron la vista al punto al que señalaban. En la delgada línea entre la playa y la maleza seca de la costa, se levantaban centenares de dunas que un aire de arena había ido construyendo grano a grano durante milenios. Allí era donde según el poema habían recalado las mil naves aqueas. Allí era donde había empezado la más larga contienda por la supervivencia de la civilización. Aún podían oírse en el aire sus voces arrastrando los trirremes hasta la arena y montando el campamento.

Alejandro levantó la lanza en el aire, soltó un rugido y la clavó con fuerza en la arena del Imperio persa. Se volvió hacia sus hombres y, embriagado por el espíritu de su pasado, proclamó con un chorro de voz que no era la suya:

—¡Yo, Alejandro, rey de Macedonia, hegemón de Grecia, tomo posesión de esta tierra usurpada, poniéndola bajo mi protección y devolviéndola a los dioses a los que pertenece! —Los helenos vitorearon a su señor—. ¡Ha llegado la hora! Darío, el Gran Persa, no tendrá dónde esconderse. ¡Caminamos sobre las pisadas de los héroes del pasado hacia la victoria sobre el mal que asola la Tierra!

Si bien de la mítica ciudad de la Ilíada apenas quedaba rastro —tal vez a muchas brazas bajo la tierra pudieran encontrarse los huesos de los héroes aqueos y el esqueleto del caballo de madera con el que penetraron en la ciudad—, Alejandro sentía que Troya seguía viva, aunque quizá la confundiera con la de su imaginación. Invocando esos versos que conocía de memoria, pasando la mano por los fustes caídos y por esos muros derruidos en los que resistían las huellas de frescos desleídos, su mirada recompuso los colosales templos, los palacios que brillaban bajo la luna dárdana, y resucitó a los héroes enzarzados en el fiero combate. Todo tenía para él un recuerdo de la gran batalla —la primera entre Grecia y el este—, pues caminaba sobre las ruinas del triunfo de Aquiles. Lo hacía mil años después, dispuesto a cumplir el destino, a resarcir al héroe de pies ligeros, a vengarlo, a poner fin a la línea de tiranos que sometían el mundo y devolver la libertad a todas las tierras.

18

En Abido, el ejército recibió a Alejandro con vítores, pero Parmenión no disimuló su enfado: el rey había decidido por su cuenta y riesgo separar el trirreme real del resto de la flota y virar hacia Troya sin previo aviso. Aquello podría haber ocasionado una desbandada de las demás naves o haber llevado a los hombres al desconcierto y al desánimo nada más empezar la campaña; ¿acaso era el único que se daba cuenta? Tomó a Hefestión por el brazo, se lo llevó a un lugar apartado y le advirtió: «Te hago responsable de él. Si nos conduce a todos a la muerte, será como si nos hubieras conducido tú. Y los dioses se cobrarán su venganza. Tenlo presente».

El strategos aún no perdonaba que Alejandro hubiera dejado Macedonia y la Liga en manos de Antípatro y Olimpia y a él lo hubiera arrastrado a morir a Asia. Lo había apartado de la cúspide del poder regente, negándole el culmen de su vida de servicio al reino, y lo peor, los había condenado, a él y a su hijo Filotas, al heredero de su casa, a morir en tierra extraña, lejos del hogar: los privaba de compartir suelo con sus ancestros y de tener un olivo sobre sus tumbas que se nutriera de ellas.

Esa noche decidieron la ruta: se adentrarían en Frigia, primera de las provincias persas, rumbo a Sardes, la más importante ciudad imperial del oeste. Allí comenzaba el Gran Camino Real, una inmensa carretera construida por los persas que conectaba todos los puntos del vasto imperio.

—Tomada Sardes, asentaremos el control sobre Asia Menor —señaló Parmenión— y tendremos el camino libre hacia el que ha de ser nuestro siguiente objetivo: la ciudad portuaria de Halicarnaso, con la que controlaremos el acceso al mar Egeo.

Alejandro escuchó con atención a su general; lo que decía era sensato y él estaba de acuerdo, pero en su fuero más íntimo se retorcía su orgullo preguntándose quién se creía aquel anciano para cursar las órdenes de su campaña, de su guerra, de su Ilíada.

Levantaron el campamento y se pusieron en camino, pero en el paso del río Gránico, que alcanzaron tras apenas unos días de marcha, los esperaban las huestes de Persia. Advertidos por sus espías y traidores, los sátrapas de Frigia y Jonia habían conocido que Alejandro cruzaría el Helesponto en primavera. En apenas unos meses habían reunido un gran ejército; treinta mil, estimaron los generales.

—¿Quién los comanda? ¿Darío?

—No, señor —respondió Parmenión—. Un griego. Memnón de Rodas.

Alejandro aguzó la vista. Una facción del ejército llevaba un atuendo distinto del que vestían los demás. Su strategos resolvió el misterio.

—Son griegos. Mercenarios de las ciudades jonias.

—Tendrían que luchar con nosotros por la liberación de sus polis —masculló.

—El oro persa, señor, domina el mundo.

Un cuerno resonó en el abismo gris. El enemigo avanzaba.

—Tendríamos que haber cruzado el río por el norte y caer sobre ellos por sorpresa —dijo Parmenión.

—No. No utilizaremos estratagemas. Esta es nuestra primera batalla: los enfrentaremos cara a cara. Da la orden. Que nuestros ejércitos avancen.

Parmenión dudó un instante, pero finalmente obedeció.

—Que Zeus te guarde, señor.

—Y a ti, strategos.

El viejo general hincó los talones en su caballo, dio la orden a sus oficiales y salió al golpe con toda su caballería ligera detrás. Rompió el trueno de los caballos el agua pétrea del río, brillaron las espadas bajo el sol plomizo de mayo, tembló la ribera con el choque de fuerzas.

Alejandro desenfundó su espada y miró a Hefestión y a Clito, que se encontraban a su lado.

—Estad conmigo —murmuró.

—Siempre —le contestaron.

Acarició la crin de Bucéfalo y se agachó en la montura para susurrarle a su fiel bestia en la oreja:

—Estalo tú también, amigo. No te separes de mí.

Levantó la espada en el aire y gritó:

—¡Adelante!

Tras él rugió la compañía de sus jinetes, más de tres mil. Hincaron los talones en los caballos, que relincharon encabritados y se lanzaron sin dudarlo al abismo del río, hacia el flanco izquierdo del enemigo, que la carga de Parmenión había arrasado.

Las huestes de Memnón los vieron aproximarse y entendieron el error: habían concentrado su infantería contra la caballería ligera dejando desprotegido el otro flanco, por donde la caballería pesada de Alejandro iba a aplastarlos. Inmediatamente pisaron el pecho de los caídos, extrajeron de sus corazones sus espadas, las ondearon en el aire y dieron la orden de moverse para encontrarse con los helenos. Pero el terror se los llevó a todos cuando vieron que el resto del ejército, con Nearco, Ptolomeo y Laomedonte a la cabeza de la infantería, comenzaba también a moverse hacia ellos. Las dos olas de fuerza griega los iban a engullir.

Entre el mar de cabezas desorientadas y aterradas sobresalió la de uno de los sátrapas. Se subió a un caballo sin jinete y lanzó un grito de guerra. Espoleó al animal y se abalanzó directamente contra el grueso de las tropas. Había identificado a Alejandro: el de la coraza de hierro azul, el de la crin rojiza en el casco ornamentado. Cargó contra él; cercenada la cabeza de la serpiente, moriría el cuerpo entero.

Alejandro blandía la espada con una destreza que los hetairoi no recordaban haberle visto en Grecia. Se movía con agilidad, con los talones ligeros, como si estuvieran alados. Pero no vigilaba su retaguardia.

Entonces oyó un alarido a su espalda y al volverse vio al sátrapa viniéndose sobre él. Era enorme, musculado como un gran semental salvaje, y cubierto con su coraza de hierro deslumbraba bajo el sol como si estuviera envuelto en llamas. Alejandro vio la espada sobre él, oyó el suspiro que lanzó su alma, y supo que no tenía tiempo para reaccionar. En ese momento la memoria lo devolvió, sin poder evitarlo, a su madre.

Pero el golpe no llegó. La espada persa languideció en el aire, como si la fuerza que la movía hubiera dejado de manar. El musculoso brazo del sátrapa cayó al suelo, sujetando aún el arma. Alejandro abrió los ojos y lo vio retorciéndose, sosteniéndose con la mano derecha el brazo izquierdo, cercenado a la altura del codo. Se veía el hueso. Manaba la sangre espesa. Clito lo remató en el suelo, hundiendo la espada en su cuello.

—Tengo tus espaldas, hermano —le dijo.

Alejandro solo le pudo sonreír: le temblaba el cuerpo, aún veía la espada enemiga sobre él. Había faltado tan poco... Si el Negro no lo hubiera visto, si hubiera tardado solo un instante más, la espada persa habría caído sobre él, le habría cercenado la cabeza. Un instante más. Uno solo. Una casualidad fortuita de la que los dioses no lo habrían salvado. Lo abrumaba que una casualidad lo mantuviera vivo, que el azar hubiera podido hacer pedazos todas las genealogías del destino, todas las profecías que desde el tiempo de Aquiles venían vaticinando su gloria. Estaba allí por casualidad, por casualidad allí seguía: todo era posible e imposible a la vez, y un cuerdo arbitrio ajeno a los dioses decidía aprisa y en el último momento qué acababa sucediendo y qué permanecía aguardando una nueva ocasión para suceder. Un universo fuera de control, en el que todo volaba sin orden ni mandamiento, y él en el centro.

Al cabo de las horas, el ruido de la batalla comenzó a amainar. Se oían aún las cargas de la caballería barriendo a los enemigos lejos del lecho del río, pero ya no tronaba el combate con el ímpetu de antes. El horizonte pronto se serenó, dejando ver todo el destrozo de la batalla, los cuerpos cubriendo el paisaje primaveral. La muerte olía distinto; era más liviana que en Queronea, sintió Alejandro, donde había flotado a ras del suelo con su hedor acebollado y denso. Allí el aire de los muertos era más fresco y se deslizaba, llevando sus susurros agonizantes, entre las hojas de los árboles corpulentos.

Memnón de Rodas, el griego que dirigía los ejércitos persas, había escapado; había pasado cerca de Alejandro pero no lo había logrado identificar en medio del fragor. Los mercenarios griegos eran los únicos que permanecían en pie, resignados tras haber sido vencidos pero dispuestos a ponerse al servicio del vencedor. Eran alrededor de dos mil hombres los que se congregaron en la pradera alta del Gránico, en círculo, rodeados por infantes macedonios.

Parmenión los inspeccionó a caballo. Sabía ver a través de la fatiga, el barro y la sangre: estaban en buena forma y eran luchadores bravos.

—¿Cuántos hemos perdido? —preguntó el rey.

—Poco más de cien —respondió Parmenión.

—¿El enemigo?

—Cerca de cinco mil.

—Es una gran victoria, señor —comentó Ptolomeo secándose el sudor de la frente—. El Gran Persa Darío recibirá muy pronto las noticias de su derrota.

Alejandro paseó la vista por la campiña salpicada de cadáveres.

—Encontrad los cuerpos de los sátrapas; dadles una sepultura digna. Pelearon por defender un imperio que apenas les prestó ayuda.

Se volvió entonces hacia los mercenarios. Aunque estaban desarmados, permanecían totalmente firmes, como si esperaran sus órdenes. Su capitán, sabiendo que el rey los miraba, dio un paso al frente.

—¡Alejandro, rey! Venciste: te ofrecemos nuestras espadas para que te sirvan en tus empresas.

—Han probado que saben cómo luchar —dijo Parmenión, complacido de que los jonios y rodiotas fueran ahora a prestarles sus servicios.

Pero él los miró con desprecio: espadachines a sueldo a los que no importaba la tiranía a la que los persas sometían a los griegos, que no tenían ningún respeto ni temor por los dioses propios; traidores. No merecían su respeto ni su clemencia.

—¿Cuántos sois? —preguntó al capitán.

—Dos mil y a ti nos vendemos.

—Dos mil... Dos mil hombres de las ciudades sometidas; en vez de pelear por vuestros hogares os vendisteis al oro de los bárbaros. —El mercenario enmudeció—. ¿Cuánto os ofrecieron los enemigos de nuestros dioses por renegar de ellos? ¿Crees que mi devoción, la devoción de mi ejército, tiene un precio como lo tenéis vosotros? Esta es la sagrada guerra de mis ancestros, la guerra de Grecia contra Asia: no permitiré que los traidores mancillen las filas de los que combatimos por el honor y la supervivencia de nuestra tierra. ¡Soldados! —Los macedonios respondieron con un bramido unísono que sobresaltó a los mercenarios—. Acabad con ellos...

Siguiendo el hechizo de su voz, los macedonios movieron en el aire sus lanzas y sus espadas, y cercaron a los mercenarios, estrechando el círculo hasta que cayeron sobre ellos. La carnicería duró tiempo y fue terrible: muchos murieron aplastados por sus propios compañeros tras haber caído al suelo, asfixiados bajo la carne humana que se amontonaba intentando evitar el hierro macedonio. Luego los puñales rasgaron muchas gargantas; el suelo se embarró con la sangre. El rey y sus generales contemplaron la matanza sin mover un músculo y no fue hasta que el último mercenario dejó de sacudirse con los espasmos de la muerte cuando Parmenión se atrevió a hablar, la voz encogida por el espanto del ajusticiamiento.

—Eran soldados válidos, mi señor...

—Eran traidores que se unieron a los enemigos de su pueblo en lugar de enfrentarse a ellos —zanjó Alejandro. No iba a admitir discusión.

—¡Eran dos mil guerreros que habrían reforzado nuestras filas!

—Eran dos mil traidores que habrían envilecido el espíritu de nuestra empresa. Esta no es una guerra para conquistar territorio, Parmenión, ni para obtener botín. Venimos a liberar Asia. Poco nos podrán ayudar a ello quienes contribuyeron con su cobardía a que se la esclavizara. Ahora vamos: quiero visitar a los heridos.

Antes de seguirlo, Parmenión miró con furia a Hefestión, haciendo de nuevo patente la amenaza.

Pero el joven sonrió ante la furia del viejo general. Sabía que lo que más turbaba al anciano era que el impetuoso rey estaba mostrándose digno de su leyenda. Esa noche, Hefestión se sentó a la luz de la vela y escribió una carta al maestro Aristóteles. «La fiereza es también naturaleza de reyes —dijo relatándole la decisión sobre los dos mil mercenarios supervivientes— y, no queriéndolos contratar ni poner a su servicio, ha mandado un mensaje a todos aquellos griegos que piensen en vender sus espadas a los bárbaros. No viene solo a conquistar, no es como su padre ni como tantos otros antes que él: siempre lo supimos pero hoy por fin lo comprobamos. Está aquí para liberar y gobernar, y yo sé que lo hará mejor que ningún otro. Hoy rubricó con su nombre el regreso de una democracia a Troya. El ciclo que relató Homero termina aquí, maestro Aristóteles. El heleno de hoy, que es tanto mejor que el héroe aqueo de entonces, ha dado una lección a la historia.»

19

En el sudoeste de Anatolia, el comandante de la guarnición del castillo de Alinda subió a golpes los escalones.

—¡Señora!

La mujer no se volvió. Ya sabía de lo que venían a alertarla. Encaramada a la torre de la fortaleza, veía venir a los ejércitos victoriosos del macedonio. En las manos sostenía la misiva que llevaba días leyendo de forma obsesiva. En ella sus espías le comunicaban que la gran ciudad de Sardes se había rendido a los pies del conquistador y que tras ella lo había hecho Éfeso. Mileto la había tomado con poco esfuerzo. Ahora venía hacia Alinda, que estaba en el camino de Halicarnaso.

Con un gesto que desconcertó a su servidor, la mujer de pronto rompió en pedazos la misiva y la aventó al aire.

—Abrid las puertas —ordenó—. Rendimos la plaza.

—No te rindas, señora. No hay en Asia Menor fortaleza como la de Alinda. El invasor perecerá aquí.

—No nos interesa que perezca... —reflexionó—. Abrid las puertas.

Las puertas se abrieron con un crujido metálico. Una comitiva de jinetes avanzó por el camino polvoriento hasta donde se encontraban los macedonios. Se echaron a los lados y formaron, firmes y tensos, una hilera por la que transitó una joven doncella a caballo. Llevaba el rostro cubierto por un velo de seda que difuminaba sus facciones hermosas. Alejandro y los hetairoi se revolvieron nerviosos en sus monturas. Por un lado suspiraban aliviados de haberse evitado un asedio imposible como aquel, pero por otro no podían evitar recelar de los carios y su recibimiento.

—Mi señora te está esperando. Este castillo es ahora tuyo, Alejandro, rey —dijo la emisaria.

Los griegos echaban la vista hacia arriba y las torres parecían perderse en la infinidad de las nubes, sus piedras color gris marmóreo se confundían con las que empedraban el cielo. El grueso de las tropas permaneció en los niveles bajos de la fortaleza. Alejandro y los hetairoi fueron conducidos al nivel superior.

Atravesaron un gran patio por una arcada de columnas flanqueada de solitarios cipreses hasta llegar a las puertas de la zona palatina. Allí los esperaba la señora del castillo. Era una mujer de unos cuarenta años con el cabello peinado con caracolas trepanadas sin brillo y los ojos acuáticos. La única joya que la adornaba era un sencillo anillo de piedra turquesa en el dedo anular derecho. Alejandro había sentido su mirada clavándose en él desde que divisó su figura al otro lado del patio y conforme se fue acercando la fue sintiendo hincarse más en su carne. Cuando estuvieron frente a frente, la dama reveló la identidad que todos conocían:

—Alejandro rey, se presenta ante ti Ada, sátrapa de la región caria, reina y señora legítima de su capital, Halicarnaso.

—¿Y qué hace la reina de Halicarnaso perdida en Alinda, en los confines de su reino? —preguntó Alejandro tras permanecer unos momentos callado.

—Lo mismo que el rey de Macedonia en Asia: buscar fuerza con la que poder regresar a mi mundo. Irme para volver —le respondió.

El macedonio torció el gesto; no lograba adivinar las intenciones de la dama. La princesa esbozó una sonrisa traviesa; parecía divertirse con la inquietud que su presencia y sus palabras provocaban en sus huéspedes. Decidió poner fin a sus acertijos:

—Hace años que los persas me expulsaron de mi ciudad de Halicarnaso y el castillo de Alinda se ha convertido en hogar de mi exilio. Y ahora te lo entrego a ti. Es una fortaleza inexpugnable en la que podrás detenerte a descansar y planear tu avance. —Extendió la mano anillada, tendiéndosela a Alejandro, que, con el paso lento e inseguro, como si se estuviera acercando a un animal salvaje, se aproximó y la besó. Ada sonrió de nuevo—. Sois bienvenidos. No os consideréis huéspedes en mi casa; es vuestra.

Esa noche disfrutaron de la hospitalidad de la sátrapa exiliada de Caria.

—El alto en el camino es de agradecer, princesa —le dijo Alejandro sorbiendo vino de su copa dorada—. Es enorme tu generosidad.

—Ambos sabemos que ni tú viniste a Alinda por mi generosidad, ni yo la ofrezco de forma desinteresada —le respondió seria—. Sé lo que sucedió en Mileto. Fuiste astuto al impedir a la flota persa el acceso a los ríos, pero también tuviste suerte. Un día, un solo día de demora, y habrías encontrado a toda la Armada esperándote en la bahía. Te habría sido imposible tomar la ciudad.

—Los dioses me favorecen.

—Tal vez lo hagan, pero no confías lo suficiente en ellos como para que aseguren las líneas de comunicación de tus ejércitos con Macedonia. Por eso te diriges hacia Halicarnaso.

Alejandro resopló y se reclinó sobre su asiento. Vio entonces a Parmenión mirándolo juicioso algunos asientos más allá en la mesa del banquete: desconfiaba del cobijo tranquilo que pudiera darles una antigua sátrapa.

—Si los persas mantienen el control sobre tu ciudad —dijo Alejandro—, su Armada aún podrá dejarnos aislados a este lado del Egeo. Tomar Mileto no es suficiente; Halicarnaso es vital.

—Necesitas mi ayuda para ganarla.

—Sí. —Ada sonrió complacida de que Alejandro hubiese desvelado sus intenciones—. Eres helena, como nosotros. Helénica es tu dinastía. ¿No quieres acaso recuperar para los dioses del Olimpo la ciudad que te pertenece?

La princesa cogió con delicadeza un racimo de uvas y empezó a comerlas muy despacio mientras observaba a cada uno de los generales de Alejandro, mirándolos con detenimiento y estudio.

—Te he entregado mi castillo, rey de Macedonia. Quiero concederte mi apoyo, pero no sé si los próceres que te acompañan estarán dispuestos a que te lo brinde.

—Ellos harán lo que yo les ordene. Soy su rey.

—No se lo repitas demasiado, o pensarán en cómo hacer para que dejes de serlo; toma esa lección de una reina sin corona.

Alejandro miró de reojo a sus generales; en su pecho se resintió una corazonada.

—Memnón de Rodas dirige la defensa de Halicarnaso —prosiguió Ada—. Es una ciudad que solo ha caído una vez, a su servicio hay toda clase de mercenarios y por supuesto la protegerá la Armada persa. Y, a pesar de todo, yo sé cómo puede caer.

—¿Cómo?

—Ahí está la razón por la que tus generales pedirán que rechaces mi apoyo —explicó mirándolos—. La región de Caria era mía por derecho, pero mi hermano menor se alió con el Gran Persa para arrebatármela; sus habitantes no perdonan la traición, anhelan mi regreso, y bendecirán al ejército que me traiga a mí al frente.

—No entiendo. ¿Por qué dices que mis generales se opondrán a algo así?

Ada permanecía observando a los macedonios llenarse las bocas de comida y vino. Sentía la mirada confundida de Alejandro sobre el perfil de su mejilla. Se volvió y clavó en él sus ojos de agua; el macedonio no los esperaba tan intensos, tan penetrantes.

—Porque una vez recuperada Halicarnaso me lo devolverás, junto a todo el reino de Caria, a mí, su legítima dueña.

Sintió la garganta seca, tragó saliva.

—¿Cómo me puedes garantizar entonces que no pondrás la plaza de nuevo al servicio de mis rivales?

—Mi dinastía no volverá a venderse a los enemigos de sus dioses.

—He de pensarlo —zanjó—, y meditarlo en mi consejo.

—Como desees. Pero sabes que no entrarás en la ciudad si no es conmigo. Pongo en tu conocimiento las dos opciones con las que cuentas: o tomas Halicarnaso sabiendo que has de cederla, o estrellas tus huestes contra sus muros, a riesgo de que tu expedición acabe ahí. —Alejandro fue a hablar, pero ella se adelantó—. A ellos podrás engañarlos, pero no tiene sentido que me lo niegues a mí: ambos sabemos que entre tus planes no está el detener la conquista en Asia Menor. Ansías mucho más...

Los hetairoi vieron a Alejandro levantarse.

—La puerta de mi alcoba está permanentemente abierta —informó Ada—. Esperaré tu respuesta.

El rey no aguardó a la mañana para debatir con sus generales. Se retiraron a los aposentos que la sátrapa exiliada había preparado para ellos. Allí reflexionaron inclinándose sobre un enorme pergamino en el que estaba dibujado el mapa del mundo desde Macedonia hasta el Tigris y el Éufrates por el este y Egipto por el sur.

Parmenión insistió en que lo que proponía la princesa de Caria era una extorsión inasumible.

—No ha habido mayores traidores a la sangre griega que la familia de Ada. No puedes volver a darles el control de una plaza vital como es Halicarnaso.

—La necesitamos, por eso vinimos hasta aquí. Con ella el pueblo nos abrirá las puertas —contestó Alejandro, que a pesar de todo compartía la preocupación del viejo general.

—Pero no podemos usarla a este precio, señor.

—Si la reina legítima no nos apoya, el asedio podría prolongarse indefinidamente, Parmenión.

—¿Y por qué habría de preocuparnos eso? La ciudad caerá antes de que Darío mande a sus tropas hasta esta costa, si es que las manda. La misión por la que partimos era la de liberar las ciudades griegas que vivían sometidas al yugo persa, a cualquier precio. Esas fueron tus palabras.

—Pienso en las vidas que se perderán en un asedio tan largo, no solo en la lucha. De hambre, de sed...

—Muchas, sin duda. Pero, señor, ser coherente con la misión que tú mismo te encomendaste bien vale un asedio largo. Porque si liberas Halicarnaso para devolvérsela a los que en nombre de los aqueménidas la mantuvieron tiranizada, ¿qué estamos haciendo aquí?

Alejandro no supo qué contestar. Se inclinó sobre el mapa, quedándose fijo en el punto de tinta oscura que marcaba Halicarnaso en su estrecha península, asomándose al mar y a las islas del sur.

Hefestión percibió su nerviosismo; supo que se le estaban rebelando los pensamientos.

—Dejemos que el rey descanse —dijo—. Y continuemos por la mañana.

A todos les pareció bien y fueron abandonando la sala.

Quedaron los dos amigos.

El rey no se había movido un ápice de su postura.

—Alejandro...

—Gracias, Hefestión —fue todo lo que tuvo que decir para que el comandante de los hetairoi entendiera que quería quedarse solo.

Cuando oyó la puerta cerrarse tras su amigo y la sensación del silencio y la soledad se abalanzaron sobre él, respiró aliviado. Cansado, se sirvió una copa de vino, la última antes de irse a dormir, y salió al balcón a tomar el aire. Era una noche fresca y hermosa: la luna delgada estaba alta en el cielo; tenía un color de tierra.

«Ayudadme, dioses», murmuró, y sus palabras se las llevó la brisa.

Se apoyó en la balaustrada y miró hacia abajo. Desde allí se veía, en una torre más baja, un amplio balcón iluminado. El viento mecía las cortinas de seda. Se intuían sombras delgadas tras ellas. Aquellas eran las estancias de la sátrapa. Se asomaban a levante. Cuántos amaneceres habría visto irse desde aquel balcón la solitaria Ada de Caria, se preguntó Alejandro, pensando que nunca regresaría al hogar, pensando en si de veras le merecía la pena la lucha por regresar...

Volvió dentro. Apuró el vino y examinó de nuevo el mapa. Su dedo índice se paseó con suavidad desde el punto de Halicarnaso hasta el que marcaba la fortaleza de Alinda, donde se encontraban. Se fijó en la mar pintada de azul y, al otro lado, en el punto de tinta negra que señalaba Pela, su hogar. Solo el estrecho mar Egeo los separaba. Apenas un palmo en aquel mapa. La distancia, que siempre le había parecido tan vasta, de repente se le hizo insoportablemente angosta. Estaba tan cerca aún... Y Halicarnaso no quedaba mucho más lejos. El asedio lo iba a varar en aquella tierra, iba a hacer que sus pies echaran raíces en el fértil suelo de Caria. Nunca podría ir a por Darío. Tenía que escapar. Era como si estuviera intentando partir hacia el este una y otra vez sin conseguirlo, como si la expedición no terminara nunca de arrancar. Se sentía preso de un irse constante. Una angustia lo acongojaba, apretándole el pecho. Y en lo único en lo que parecía encontrar aire para respirar era en la inmensidad de esa Asia por cartografiar, en sus confines sin definir.

Cogió una vela y abandonó la alcoba. Bajó las escaleras de la torre y cruzó corredores de columnas hasta que llegó a las puertas que custodiaban varios guardias. No tuvo que decir nada, simplemente se hicieron a un lado; tenían orden de ello. Cruzó las antecámaras oscuras hasta llegar a la estancia principal.

—Rey de Macedonia... —susurró Ada desde la oscuridad—, te sentí en tus pisadas; son inconfundibles. Me alegra que hayas comprobado mi sinceridad: te dije que mis puertas iban a estar abiertas.

Alejandro se acercó; la luz del candil se derramó sobre la princesa soñolienta. Se incorporó en su lecho.

El macedonio la observó unos segundos en silencio, sin poder hablar.

—¿Y bien?

Finalmente pudo arrancarle a su voz unas palabras.

—He tomado mi decisión.

Ada de Caria dejó ir un suspiro.

—Te escucho.

20

Las tropas abandonaron Alinda dos días después. A la cabeza del ejército iba Alejandro, y a su lado, la sátrapa legítima de Caria, a lomos de una yegua baya. Iba vestida con su coraza, como si fuera una flamante reina del país de las amazonas, con una daga al cincho y un arco cruzándole el pecho. Las princesas de Caria eran grandes arqueras.

Llegaron a Halicarnaso con un viento huracanado a sus espaldas. Tras las murallas blancas sobresalía la enorme maravilla: la tumba de Mausolo, sátrapa de Caria, y de su hermana y mujer, Artemisia II. Un templo de dimensiones colosales. Se levantaba sobre una colina en la ciudadela. Altísimos muros sostenían una fila de columnas jónicas, intercaladas de esculturas. Sobre el tejado triangular había una grandiosa escultura de bronce, pero desde tan lejos no podía llegar a verse claramente.

Desde la colina que dominaba la planicie de la península, fue señalando con sus generales las zonas débiles de la muralla.

—¿Memnón está dentro? —preguntó Alejandro.

—Sí... Atrincherado con el sátrapa y los otros tiranos en la ciudadela, como ratas —masculló Ada.

—¿Es un buen estratega?

—Es un guerrero fiero y un político hábil. Ha sabido escalar hasta la cima del generalato persa. No dudó en tomar para ello una mujer persa, ni en vender su espada a los aqueménidas a pesar de ser griego.

—¿Su esposa lo acompaña en la ciudadela? Quizá podamos ofrecer un salvoconducto para ella si rinden la plaza.

—Los espías reportan que en la ciudadela no hay mujeres. Lo cual es extraño: Memnón imita a los aqueménidas y siempre la lleva consigo a la guerra para demostrar que no tiene miedo.

—Luego, ¿la has visto antes? A ella.

—Se llama Barsine, una princesa frigia. Debió de pensar que así se ganaría el apoyo de los sátrapas de la región.

Alejandro sintió que lo abofeteaban sus recuerdos.

—¿Barsine? ¿La hija de Artabazo de Frigia?

—¿La conoces?

Asintió lívido. Hacía tiempo que no pensaba en su amiga; ahora la vida se la arrojaba a los pies. Barsine casada con su enemigo... Se sintió culpable de su triste destino. Desde que ascendió al trono de Macedonia no se había molestado en buscarla. Necesitó verla, decirle que lo sentía, arrancarla de los brazos del mercenario traidor y ponerla a salvo. Pero si, como decía Ada, Memnón la llevaba consigo a cada batalla y ahora no se encontraba en la ciudadela, quizá ya fuera demasiado tarde.

—Quiero que la busquen —dijo de pronto—. Registraremos toda la ciudad y, si no la encontramos, mandaremos a nuestros hombres a recorrer Frigia y Licia enteras hasta dar con ella.

—No pienses ahora en una sola mujer —dijo Parmenión—. Espera primero a que la plaza sea tuya, no va a ser tan fácil como crees.

 

 

El asedio de Halicarnaso fue, en efecto, complicado.

Libraron la batalla frente a las murallas; el rey inicialmente dio orden de que las catapultas no dispararan. La ingeniosa maquinaria de guerra que con tanto esfuerzo se había transportado hasta allí quedó únicamente como centinela del horizonte. Desde las torres, los defensores acabaron con los arietes. A sus puertas se produjo una escaramuza, escudo contra escudo, de la que lograron salir victoriosos por pura intercesión de los dioses, y aun así sufriendo cuantiosas pérdidas. Los persas, con Memnón a la cabeza, organizaron ataques nocturnos al campamento y lograron prender fuego a gran parte de la maquinaria de asedio. A partir de ese día, Alejandro decidió usarla y las catapultas comenzaron a disparar sobre la ciudad. Ada observó sin oponer resistencia a que el mundo de sus nostalgias de reina exiliada padeciera bajo fuego macedonio. Era como si hubiera llegado a la conclusión de que, dado que nunca recuperaría Halicarnaso —la visión de la flota persa frente al puerto era siniestra—, sería mejor que nadie la poseyera.

La primera mañana de septiembre, la princesa de Caria dormía un sueño ligero con la coraza puesta. Aún no había amanecido cuando la sorprendió el olor del humo. Salió de su tienda y vio las llamas columpiándose de las murallas. Dio la alarma: los persas abrasaban la ciudad.

Alejandro condujo al ejército en la oscuridad a través de la brecha que habían abierto en la muralla exterior. Ordenó ejecutar a los incendiarios y salvar a los halicarnasos. Un solo pensamiento dominó su mente en aquel momento: rezó a los dioses porque Barsine no estuviera dentro y ardiera con la ciudadela. Cuando rayó el alba, ante los macedonios apareció una ciudad derruida.

Con hastío en la mirada, Alejandro dio un tirón de Bucéfalo y galopó de nuevo hasta el campamento donde lo esperaba Ada.

—Mi señor, la región de Caria es más que la ciudad de Halicarnaso —dijo la sátrapa—. Mucho más.

Con la ciudad destruida y el sátrapa aún en la ciudadela, aprovisionado por mar, la toma de la fortaleza aún podía demorarse semanas, meses, quizá. El mero pensamiento llenaba la mente de Alejandro con los peores fantasmas: tan cerca de casa, su madre no tendría más que estirar el brazo al otro lado del Egeo y asirlo con la fuerza de su mano.

—No podemos retirarnos —dijo Parmenión.

Estuvieron todos de acuerdo. El mensaje que se enviaría sería fatal.

—No nos vamos a retirar, pero la expedición no puede terminar aquí. Tres mil de nuestros hombres se quedarán conduciendo el asedio a la ciudadela.

—¿Y a quién dejarás a su mando?

—A la reina —respondió—. Nosotros continuamos hacia el este. Cursad las órdenes oportunas.

Parmenión quiso alzar la voz contra aquella decisión, pero captó con el rabillo del ojo a Ada acercándose.

—Ten cuidado con lo que dices, señor —le dijo como toda advertencia para después dejarlos a solas.

La sátrapa esperó a que el viejo general se hubiera alejado lo suficiente.

—Levantas el campamento...

Alejandro no quiso entrar a debatir sus motivos y directamente le comunicó que la dejaría al comando del asedio y con una importante fuerza macedonia para asistirla.

—Como dices, Caria es más que Halicarnaso. Pero hasta que no conquistes las ruinas de lo que fue tu ciudad, tu reino no será enteramente tuyo. Y yo necesito que sea así.

—Así lo será —prometió ella—. En tu tienda, tus secretarios encontrarán el documento firmado en el que te adopto como hijo, haciéndote a mi muerte heredero de las satrapías de Caria y Halicarnaso. —Alejandro esbozó una sonrisa aliviada—. Comprometí mi palabra: no iba a desdecirme después de haber exigido tu apoyo. Fue una maniobra inteligente. Eres muy inteligente, rey de Macedonia.

—No más que tú: lograste el apoyo de un extranjero para que su ejército te devolviera el reino que perdiste.

—No —rio ella—. Que vayas a hacerte con mi reino denota precisamente mi falta de inteligencia. Dejé que la edad me alcanzara: no tener hijos me ha restado mucho poder, y eso es responsabilidad mía. Te entrego Caria porque no tengo a quién más dársela: puedes ver ante ti a una monarca que ha fallado a su dinastía.

Alejandro enturbió el gesto; empezaba a comprender el mensaje que le transmitía la sátrapa. El tono se le quebró, se le volvió de niño, como si de pronto hubiera dejado de entender todo el mundo que a sus veintidós años ya comprendía.

—Pero has recuperado tu reino. Eso es lo importante. Solo será mío a tu muerte.

—Recuperándolo he prorrogado únicamente lo inevitable. Solo he recobrado Caria para satisfacer el orgullo y las nostalgias de la joven que quiso reinar. Es una victoria efímera, pues no tengo hijos a los que encomendar mi obra, y amarga, pues para recuperar mi ciudad hubimos de hacerla ruinas. En el fondo, a nadie sirve esta victoria más que a mí, y a mí me sirve de poco. —Lo cogió por los hombros y le dijo muy seria—: Dado que te he tomado como hijo, acepta este consejo de madre: todo lo que hagas hazlo pensando en los que vendrán, no en ti, porque si no sentirás lo que siento yo ahora.

—¿Y qué es?

—Una sensación de ceniza en la boca. Del olvido de la historia y de la muerte solamente podrás salvarte estando en la sangre de los que te sucederán. Todo cuanto hagas lo has de hacer por ellos. Si no, correrás la suerte de esta pobre princesa cuyo nombre rescató el gran Alejandro de la memoria de los hombres, pero solo momentáneamente.

Y sus palabras se hundieron en la profundidad de la bahía, bajo el sonido incesante de las catapultas, sordo y metálico como el hacha de un verdugo, hasta quedar sepultadas por los escombros de una torre plateada que se vino abajo cerca del Mausoleo.

21

El campamento se levantó cuando despertó la mañana. Atrás quedaron para siempre Halicarnaso, su enquistado asedio y su reina.

Parmenión tomó la ruta hacia el norte para regresar a Sardes llevando consigo gran parte del contingente más difícil de transportar, como las armas de asedio. Tenía orden de aguardar allí la llegada de nuevos refuerzos y provisiones desde Macedonia. Pasaría allí el invierno, reagrupando la fuerza que les había restado la campaña en la costa, y luego se reuniría con Alejandro en la ciudad de Gordio, al otro lado de Asia Menor.

Mientras tanto, el rey y los hetairoi continuaron con la mitad del ejército por el camino de la costa meridional, buscando hostigar a la flota persa, tomando enclaves estratégicos que la impidieran recalar y la obligaran a regresar a Egipto. Fue una travesía penosa, pero nada detuvo su ánimo: ni el viento helado y húmedo que trajo el mar de color de hierro, ni los caminos sinuosos y serpenteantes por valles de hermosura cubierta por la niebla.

Tomaron luego el Camino Real, la vía empedrada que desde hacía siglos conectaba las ciudades del Imperio persa, rumbo al reino de Frigia, en el centro de Anatolia. Alejandro no pudo evitar pensar en Barsine: ¿la habrían encontrado ya? Imaginaba a los hombres de Ada recorriendo la costa, ciudad a ciudad, sin hallarla. Le dolió en la memoria como si ya se hubiera ido. Frigia en verdad no era el reino de oro que de niño pensó era la tierra natal de su amiga. El aire de aquellas llanuras estaba enviciado por el yugo de hierro de Persia. Con frecuencia se topaban con ruinas de palacios y templos, ciudades perdidas, arrasadas por los invasores hacía siglos. El viento que soplaba traía las voces angustiadas de los que perecieron bajo el fuego de asedios pasados. A pesar de todo, ese era el hogar de su amiga. Y a ese sentimiento se aferró, queriendo notarla cerca aunque la mente le asegurara que estaba lejos e incluso le advirtiera de que bien podía estar ella entre los muertos que por allí se oían.

Ya abandonada la costa, y tras unos días a paso ligero, aparecieron ante ellos las torres inclinadas, por ese mismo yugo de sometimiento, de la antigua capital frigia: Gordio, una ciudad estratégica que con su posición en el centro de la Anatolia había ayudado a incontables dinastías a lo largo de la historia a controlar la región.

Mandaron mensaje al sátrapa para que rindiese la plaza a su único y verdadero soberano. El gobernante salió a recibirlos y les dio una calurosa bienvenida.

—Sois invitados de honor en esta ciudad —les dijo.

—¿Invitados? Esta es la ciudad de tu rey —dijo Ptolomeo extrañado.

El sátrapa se mostró incómodo. Giró la cabeza y miró hacia una cohorte de sacerdotisas que lo acompañaba, como si buscara su aprobación. Iban vestidas con un hábito pobre y sus cabezas estaban afeitadas, al contrario de lo que se acostumbraba en Grecia.

—Con el debido respeto —dijo finalmente—: Alejandro es señor de Gordio, suya es. Pero para ser rey de Frigia hace falta más que entrar en esta ciudad.

—¿Dónde está vuestro rey, entonces? ¿Acaso en Babilonia, desde donde os gobierna? —intervino Hefestión pensando que el gobernador hacía referencia a la lealtad debida a Darío.

La contestación que recibieron los dejó confundidos:

—Al rey de Frigia todavía lo estamos esperando.

Alejandro se percató de que una de las sacerdotisas lo miraba fijamente, clavando en él sus ojos amarillos como hierros incandescentes. Sentía su calor y hubiera jurado oír el chisporroteo de su carne abrasándose bajo la mirada. Sonreía, pero el significado de su sonrisa, como nada en ella, tampoco lo supo descifrar.

 

 

En Gordio encontraron que el tiempo estaba detenido; la decadencia se respiraba en el aire arenoso. Todos la habían imaginado tan espléndida como Sardes, pero se encontraron con una ciudad que parecía haberles perdido la batalla a sus propios fantasmas. Las grandes avenidas se estiraban solitarias sin fin aparente; los palacios estaban descuidados; los capiteles ornamentados de las columnas, con sus volutas y sus hojas de acanto en mármol, hechos trizas; las paredes desconchadas y agrietadas. En el camino se cruzaron con dos o tres ciudadanos, no más. Sus rostros avejentados denotaban el padecimiento de una enfermedad del alma que el tiempo agravaba sin visos de mejoría posible.

Se alojaron en el palacio del sátrapa, que estaba en la parte nueva de la ciudadela. Era una enorme e impresionante construcción que la ruina económica, la desgana de sus patrones y sobre todo el espíritu de esa sociedad cansada, que allí todo lo cubría, había convertido en tenebrosa. Un frío húmedo se colaba en las habitaciones, que estaban llenas de fantasmas. Todo aquel que caminara por los sinuosos pasillos de pronto se sentía, se sabía, seguido por el eco tembloroso y perdido de pasos y palabras pasados.

Por la noche un relámpago hizo añicos el cielo plomizo, que se precipitó contra el suelo en forma de poderoso aguacero.

A la alcoba de Alejandro llegaba el repiqueteo constante de las gotas que en fila, una detrás de otra, se iban arrojando desde una gotera en el techo. A pesar de que afuera el ruido de la lluvia rebotando furibunda contra el pavimento era ensordecedor, se oía con perfecta claridad el goteo incesante de dentro. Lo agradeció: le pareció la única señal de que los segundos no se habían detenido estando en Asia, de que el tiempo en verdad transcurría con un sonido de agua.

Y es que las horas y los días se fueron esperando a Parmenión en Gordio. Se recibían noticias de que se iban aproximando poco a poco, con paso lento. Siempre había imprevistos que los retrasaban. Rogaban al rey que tuviera paciencia. El nerviosismo de Alejandro no radicaba en el deseo de partir sin tardanza, al menos no solo en él, sino en la angustia de que tropas persas, desembarcadas en algún punto, cayesen en emboscada sobre Parmenión, dejándolo a él aislado en el centro de Anatolia sin ejército con el que proseguir y con un camino hostil de regreso.

Sin embargo, más allá de lo táctico, había algo en Gordio que minaba el espíritu combativo de Alejandro. Sentía que las horas pasaban despacio pero los días fugaces. No disfrutaba de los juegos ni del descanso que los demás encontraron porque constantemente, allá adonde fuera, se creía observado. No era una sensación que le fuese ajena y además sabía perfectamente a quién culpar por ella: una mañana fría, en la que el cielo pálido enviaba a sus nubes a serpentear el suelo, fue a ver al sátrapa y exigió que la sacerdotisa de ojos amarillos fuera llevada ante su presencia. Al contrario que en Grecia, donde la liturgia y el hábito confinaban a las siervas divinas a la soledad de sus templos y la oscuridad de sus misterios, aquella sacerdotisa vivía con ellos, en alguna zona del palacio. Se alojaba en una pequeña cámara en los sótanos; la libertad de salir era lo único que la diferenciaba de cualquier preso en su mazmorra. Dos criados entraron temerosos en la celda y le dijeron que el rey había solicitado verla, pero respondió parcamente que era él quien debía presentarse ante ella y no al revés. Cuando esto transmitieron, los macedonios se sorprendieron de tamaña insolencia pero aún los anonadó más que Alejandro, lejos de enojarse, pidiera ser conducido hasta donde se encontraba.

Estaba apoyada contra la pared, casi invisible en la oscuridad de la mazmorra.

—Esperad aquí —les indicó Alejandro a Clito, Hefestión y Nearco.

—Que nos dejen solos —dijo ella con su voz ferrosa.

Ellos al principio recelaron, pero Alejandro asintió y los hizo obedecer. Después cerró la puerta tras de sí y se sentó en el suelo frente a ella.

La sacerdotisa lo miraba sin parpadear, estudiándolo con un detenimiento siniestro. Durante unos segundos ninguno habló: se quedaron parados, fundiendo sus miradas en el otro, hasta que finalmente el macedonio, que durante esas semanas había buceado en su interior, le hizo la pregunta que lo atormentaba.

—¿Por qué no soy rey de Frigia? El sátrapa no me ha recibido como rey, sino como conquistador de una tierra que no me pertenece.

—¿Qué importancia tiene ser rey de una tierra si ya se es dueño de ella?

Las réplicas de la sacerdotisa no tenían nada de místicas; eran tanto o más pragmáticas que las respuestas que le hubiera dado Parmenión o cualquier otro de sus generales.

—Toda —le contestó él—. Toda y más. Los aqueménidas son señores de la conquista, dueños de la mitad del mundo conocido y sin embargo no son reyes de sus dominios.

—¿No lo son?

—No.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque aquí hay un rey que se ha alzado contra ellos, para someterlos. —Repitió la pregunta—: ¿Por qué no soy rey de Frigia?

—Yo no tengo la respuesta a esa pregunta, rey de Macedonia. Solo los dioses pueden determinar quién es el heredero de la Casa de Frigia.

Entonces se enderezó. De entre los pliegues de su hábito haraposo asomaron dos piececillos pálidos en los que se notaba la planta ennegrecida de andar descalzos por los caminos.

—¿Adónde vas?

—Junto a él.

—¿Junto a quién?

—Al dios.

Abrió la puerta y pasó frente a los hetairoi, que esperaban fuera y la miraron desconcertados.

Alejandro tardó en reaccionar.

—¡Espera! —gritó.

Agarró una antorcha que llameaba en la pared y se apresuró a seguirla por la oscuridad de los subsuelos del palacio. Ella andaba ligera, como flotando en un trance; se deslizaba sin hacer ruido. Dio un quiebro por un pasillo y se escabulló por una portezuela. Estuvo a punto de perderla. Continuaba pidiéndole que parara, que lo esperara, pero no reaccionaba. El oscuro corredor, en cuya negrura la sacerdotisa parecía orientarse, terminó en una pequeña puerta que se abrió haciendo chillar sus bisagras. Alejandro apenas cabía bajo el dintel.

El pasadizo los sacó del palacio y los devolvió a las calles retorcidas de la gran ciudadela. Anduvieron largo rato hasta dar con un muro derruido que daba paso a un jardín en desnivel, asilvestrado y poderoso. Una hilera de árboles de tronco retorcido flanqueaba el camino. Avanzaron con la amenaza del trueno sobre sus cabezas hasta que alcanzaron las ruinas del antiguo palacio. Bestiales enredaderas fuera de control tupían las fachadas, devorándolas. Los árboles inmemoriales se habían adueñado del lugar, introduciéndose sus ramas salvajes por los vanos y las arcadas, penetrando sus raíces los hondos cimientos de la construcción. De las fisuras en el piso brotaban hierbajos anárquicos, aguerridos contra la sed y la sombra. ¿Cuánto tiempo llevaba abandonado aquel paraje? Franquearon la entrada y Alejandro percibió una presencia allí; un escalofrío le recorrió el cuerpo. En el interior la ruina era máxima y, si bien por fuera esta estaba imbuida de una especie de misticismo nostálgico, por dentro la visión era devastadora. Bajo sus pasos crujían con ruido arenisco las teselas quebradas de mosaicos que ya no tenían color, ni forma, ni historia.

Las paredes estaban agrietadas y un olor húmedo permanecía estancado en el aire a pesar de los varios vanos abiertos por el deterioro.

—¿Qué hacemos aquí? —preguntó. Lo hizo susurrando, como si tuviera miedo de que no estuvieran a solas.

La sacerdotisa se puso el dedo en los labios y la mano abierta alrededor de la oreja. Parecía estar aguzando el oído para escucharlos.

—Ven —murmuró.

Lo cogió de la mano y lo llevó a través de una larga galería, flanqueada por dos hileras de columnas, hasta dos grandes puertas bajo un pórtico escultórico resquebrajado. No sabía bien qué representaban aquellas escenas, pero por los rostros agónicos y compungidos que aún mostraban las figuras intuyó que una gran desgracia. «¿Qué rey decora su palacio con las derrotas de su pueblo?», pensó.

—Los que están derrotados en el alma. —La sacerdotisa le había leído el pensamiento—. Entra —le dijo.

Él vaciló.

—¿Qué hay al otro lado?

—El reino de Frigia.

La miró extrañado. Se acercó a la puerta y empujó con el hombro logrando finalmente que cediera. Daba paso a una amplia cámara circular. En el centro, un nuevo círculo de columnas rodeaba una especie de altar, elevado en dos o tres peldaños, sobre el que reposaba la escultura en oro puro de una mujer. Alejandro se acercó temeroso y la examinó. Era la efigie de una joven adolescente, no llegaría a los dieciséis años: había en ella algún rasgo de belleza, pero aún no madura; en el gesto de las manos y de los labios sin embargo se seguía viendo esa inocencia que los años pronto adulterarían. La habían representado con un atuendo muy rico y cargada de joyas. Parecía la escultura de una diosa, de una ninfa, pero había algo en ella que tomaba el pensamiento, que lo torturaba: el rostro. Su rostro tenía preso a Alejandro de un perturbador por qué: por qué ese gesto de angustia, por qué ese terror que contraía la cara, que entreabría los labios con una mueca siniestra, de pavor, y desorbitaba los ojos. Tenía los brazos extendidos y sostenía un yugo sobre las manos, un yugo auténtico que no formaba parte de la escultura.

—¿Quién es? —preguntó con la voz acongojada.

—La princesa Zoe de Frigia, transformada en estatua por su propio padre, el rey Midas, que, maldito, convertía en oro todo cuanto tocaba.

—¿Es de verdad ella? —balbuceó incapaz de creer que aquella fuera la niña inocente y dichosa que, según los mitos, al recibir una mañana el cándido abrazo de su amante padre empezó a sentir que las piernas y los brazos se le movían más lentos, metálicos, le rechinaban, que el cuello le pesaba, esa niña a la que luego asoló un dolor de fuego, de metal ardiendo, conforme su cuerpo, sus entrañas y finalmente su pequeño corazón se volvían del color de la avaricia.

—Midas nunca quiso darle sepultura. Ordenaba que la llevaran a donde él fuera. Quería que lo siguiera como si estuviera viva. Aquí la dejó, ante ella se quitó la vida bebiendo sangre de toro. Dispuso que la estatua quedara aquí para siempre, guardándolo, y advirtiendo de la maldición de la Casa de Frigia.

—¿Guardando el qué?

La sacerdotisa señaló el yugo que sostenían los brazos dorados de la princesa.

—Antes de que la desgracia lo asolara, antes incluso de coronarse rey, Midas llegó a esta ciudad siendo un pobre campesino, junto con su padre Gordias y con una yunta de bueyes viejos y delgados. Su única posesión, además de los animales, el yugo con el que los llevaban. —Alejandro se agachó y examinó el objeto: no era distinto al que cualquier campesino utilizaría para labrar la tierra. El paso de los años había provocado que la madera adoptase un tono grisáceo y que se astillase. Pero lo más significativo de aquel objeto era la soga trenzada que se retorcía a lo largo de la barra central y de las gamellas, formando en el exacto centro un grueso nudo múltiple—. Un oráculo había profetizado que aparecería el rey que los dioses enviaran a los frigios, el rey que les traería la paz tras años de luchas. Gordias y toda su familia, que venían huyendo de la miseria y la guerra, esperando en el camino encontrarse a la dulce muerte, de pronto se vieron convertidos en soberanos de Asia por la suerte de una profecía. El nudo que ahí ves representa el nombre del dios: insabible, imposible de deshacer. Solo quien lo consiga será rey y señor de Asia. —Alejandro acarició el objeto y notó la tensión milenaria recorriendo cada una de las hebras de la soga—. Desde la caída de la Casa de Frigia, ninguno de los conquistadores ha podido deshacer el nudo que dejó el último rey legítimo. Ni los asirios hace cuatrocientos años, ni las amazonas cuando invadieron esta tierra, ni los licios hace trescientos. Tampoco los aqueménidas. Tras intentarlo y fracasar, saquearon Gordio y la abandonaron. Por eso la decadencia y el olvido han caído sobre esta tierra: todos ellos esperan que, consumiéndose el reino en el pasado, la historia de su fracaso intentando deshacer el nudo se olvide y con ella también lo ilegítimo de sus reinados.

—¿Puede el nudo en verdad ser deshecho?

—Solo por un verdadero rey.

Volvió a mirar el yugo; muchas preguntas asolaron su cabeza.

—¿Qué les sucede a los usurpadores, a todos esos que se han dicho reyes de Frigia sin haberlo deshecho?

—Se condenan. Cae sobre ellos la maldición y no logran retener la corona: aparece siempre otro que los derroca, aunque solo para sufrir el mismo destino.

Alejandro acarició de nuevo el nudo, que crujió como si fuerzas invisibles lo estrecharan aún más.

—Rey de Frigia... Señor de Asia. Siempre fue mi destino. Yo no soy un mero conquistador... ¿O sí? ¿Crees que puedo serlo? ¿Podré deshacerlo?

—Dítelo a ti mismo, macedonio, si es que sientes la voz de los dioses en tu interior.

22

A pesar de todo, también de las inquietantes noticias que venían del este, donde pilares de polvo se levantaban hasta el cielo con las galopadas de los ejércitos de Persia, no hubo día en que la mente de Alejandro se librara de la visión del nudo, de las preguntas que lo rondaban, de la estatua dorada... Esperaba que Zeus bajara del alto aire para explicarle cómo deshacerlo, pero el dios no le hablaba. Y, conforme fueron pasando las semanas sin que nada en su interior se removiera, decidió no desvelar el secreto. Ni siquiera se lo contó a Hefestión. Incluso empezó a pensar en abandonar Gordio, como tantos otros déspotas de la historia, y condenarla al olvido. Tenía miedo de que el fracaso evidenciara ante sus compañeros que no gozaba del favor de los dioses. Y no conseguía librar su mente del yugo.

Cada tarde, un poco antes de ponerse el sol, iba a verlo. Lo hacía en secreto, escabulléndose por el pasadizo que le había revelado la sacerdotisa. Se sentaba con las piernas cruzadas frente al endemoniado objeto, estudiando cada palmo, levantándose, examinando el nudo, sintiendo su tensión, oliéndolo —tenía un olor como de madera húmeda—, volviéndose a sentar. Aquella prueba, sentía, era la primera vez que entregaba a los dioses la oportunidad de pronunciarse sobre algo que él siempre había dado por hecho. Pero ¿y si no? ¿Y si ir hasta allí, y si pensar que era su deber liberar Asia, no había sido más que una malinterpretación de las señales divinas?

Una tarde de primavera, Parmenión al fin llegó a Gordio. Alejandro ya casi se había olvidado de él. El viejo general, trayendo un vendaval de furia a sus espaldas, clamaba ver al rey. ¿Qué hacía todavía allí? Tenían que ponerse en marcha, pues no les quedaba mucho tiempo. Espías habían informado de movimientos por toda la costa mediterránea, desde Egipto hasta Siria: Darío se estaba preparando para la guerra y desde todos los rincones del imperio acudían huestes a luchar contra el invasor macedonio. Su Armada continuaba siendo dueña de los mares, de nada habían servido las campañas en Halicarnaso y Licia. El Mediterráneo y el Egeo seguían siendo suyos.

—¡El rey! ¿Dónde está el rey? —bramó.

Nadie le supo contestar, no lo habían visto en toda la tarde. Entonces desde una sombra se deslizaron las palabras:

—Fue a ver al dios.

Se volvieron y vieron a la sacerdotisa de ojos amarillos que miraba con su sonrisa burlona. No consiguieron que revelara más información sobre su paradero. Cuando la amenazaron si no hablaba, el sátrapa se interpuso entre ellos diciéndoles que, si lastimaban en forma alguna a la sierva del panteón frigio, cobraría el daño con sangre macedonia. Hefestión hizo por calmar los ánimos de sus compañeros antes de que echaran mano de sus espadas. Pero viendo los ojos del sátrapa, vacíos de todo razonamiento, se dio cuenta de que estaban en peligro en aquel lugar que habían creído hospitalario, que habían incluso creído suyo, pero que era tan salvaje y traicionero como cualquier otro territorio a ese lado del mundo.

Alejandro apareció poco después de la caída del sol. Tranquilizó a todos diciéndoles que tan solo había necesitado de unos momentos en soledad para orar. Aquella explicación no los convenció: tenía una expresión turbia en el semblante que ni siquiera cambió al ver a Parmenión y recibir la lluvia de noticias, alertas y quejas que le lanzó.

—Mañana —fue todo lo que dijo.

Los hetairoi se hicieron a un lado y lo dejaron pasar. Su andar era errático, notaron.

—¿Encontraste al dios, rey de Macedonia? —Todos volvieron la mirada hacia la sacerdotisa, que hablaba tras las faldas del sátrapa—. Por tu ánimo diría que una noche más no lograste deshacer el nudo ni librarte de la tortura de saberte usurpador.

Habría querido fulminarla con los ojos, pero solo pudo mirarla de forma compungida, aterrada, como rogándole que no hablara más, que guardara el secreto.

Los hetairoi murmuraron confusos.

—¿Qué nudo, señor?

—¿De qué está hablando?

—Un nudo que jamás podrá deshacer porque los dioses no lo han elegido como rey de Asia —explicó maliciosa la sacerdotisa.

Todos se fijaron en Alejandro, que notó que el peso de los juicios mudos de sus hombres lo aplastaba. La imagen del nudo se apretaba en su mente, estrangulando su pensamiento. En él no hallaba la voz de los dioses dándole la respuesta. Se sintió abandonado por todo aquello en lo que siempre había creído. Solo se tenía a sí mismo, su inteligencia como único recurso para resolver aquel misterio que le vedaba la providencia divina... Entonces lo entendió. Su rostro se iluminó y en sus labios se dibujó una sonrisa triunfal.

Estiró el brazo y arrebató a Clito su espada.

—Señor, ¡¿qué haces?!

Agarró a la sacerdotisa y se la llevó casi a empujones.

—¡Ven conmigo! ¡Probaremos ante todos el poder de tu dios!

El sátrapa estalló en gritos y quiso desenfundar su espada, pero los hetairoi lo retuvieron.

—¡Abrid las puertas! —gritó el rey.

—Pero, señor, ¡¿adónde vas?! —le preguntaron sus compañeros—. Está lloviendo ahí fuera.

Él los ignoró. Atravesó el umbral llevándose a la sacerdotisa del brazo. Una cortina de agua cayó sobre ellos, pero ni siquiera se inmutó. No fueron pocos los que viendo como se la llevaba a rastras, sosteniendo en la mano la espada, pensaron que, ofendido, Alejandro la iba a ejecutar él mismo. Lo siguieron suplicándole que se detuviera, que hablara con ellos, pero no escuchaba nada.

Una vez que entraron en el antiguo palacio, la sacerdotisa vio claras sus intenciones: pretendía matarla sobre el yugo, donde le haría apoyar la cabeza antes de cercenársela.

—¡Por favor, señor, piedad, piedad!

Los berridos aumentaron cuando entraron en la sala redonda. Los hetairoi se miraron sin comprender, temerosos de lo que podían estar a punto de presenciar.

—¡Cuéntales a todos lo que es este lugar! —ordenó señalando a la sacerdotisa con la espada. Ella tartamudeó—. ¡Habla!

—El antiguo palacio...

—Y esto, ¿qué es esto?

—Ese es el nudo. El nudo sobre el yugo de Gordias. Aquel que lo deshaga probará haber sido designado por el dios para convertirse en rey de Frigia y señor de Asia... —musitó aterrada.

—¿Lo oísteis? Los bárbaros pretenden comprobar si Zeus está de nuestro lado... ¡Cómo osan! —Hefestión temió que aquel torrente de rabia e indignación religiosa acabara convirtiéndose en una llamada de odio contra los frigios y que las calles de Gordio acabaran llenas de cadáveres.

—No, mi señor, no lo entendiste... —se atrevió a decir la sacerdotisa—. Deja que te lo explique, no era mi intención ofenderte...

—¡Silencio! Está todo muy claro, nada hace falta explicar. Os decís píos, los frigios, pero con vuestros trucos, vuestros misterios y vuestra brujería pretendéis hacernos creer que habláis en nombre de un dios falso, un dios que os hace portavoces de su voluntad...

Ella no cedió.

—El inasible nombre del dios está representado en ese nudo; es simplemente así. Y solo quien lo deshaga probará haber sido agraciado con la sabiduría para entender sus designios y para regir el destino de Asia...

—¿Es en verdad así? —desafió.

Y, sabiendo que eran sus últimas palabras, la maga rabió:

—¡Sí! ¡Pero tú no eres más que un usurpador, probado está!

Alejandro blandió su espada en el aire.

La sacerdotisa cerró los ojos esperando el golpe final; sus labios musitaron una plegaria acobardada.

Pero lo que se oyó fue un golpe seco sobre madera, no sobre carne ni hueso, y después un siseo fugaz, relampagueante. Un silencio espectral se adueñó de aquella sala. De pronto no se oía ni la lluvia en el exterior.

La bruja abrió los ojos temerosa: el filo de la espada se hallaba sobre el yugo. El triple nudo estaba roto, y la soga, despojada de su mística tensión, caída, flácida, descolgada de las galleras y en el suelo, sin fuerza ni misterio.

Alejandro se agachó y la recogió. Sus dedos sintieron el calor latente de la desaparecida rigidez; la cuerda se iba enfriando.

—El inasible nombre del dios... —se burló, y la arrojó a los pies de aquella bruja, sierva de la superstición.

»Tanto monta cortar como deshacer. Díselo a tu dios si es que osa manifestarse de nuevo. —Luego se dirigió a los hetairoi—: Reunid al ejército —les ordenó—. El rey de Asia abandona Gordio.