CAPÍTULO 1

GATOS SALVAJES

«No soy un amigo ni un sirviente —respondió el gato—. Soy el gato que va a su aire y deseo entrar en tu cueva.»

RUDYARD KIPLING, El gato que iba a su aire

Estaba de pie en el pasillo, fuera del recinto de gatos del refugio, observando a través de la malla metálica de la puerta. La directora del centro, Ann, dentro del recinto, se acercaba a un gato pelirrojo agazapado contra la pared lateral con los ojos como platos, el pelaje tieso, bufando y gruñendo de una forma realmente aterradora. Decidida, Ann empuñó la jeringuilla de la vacuna y, con intrépida habilidad y destreza, se la inoculó al gato. En un abrir y cerrar de ojos, Big Ginger, como lo bautizamos más tarde, se lanzó no contra Ann, sino por la pared, el techo y por la otra pared hasta esconderse dentro de una caja. Siguiendo su ruta con la mirada, le pregunté a Ann: «¿De verdad acaba de correr por el techo?». Ann sonrió. «Los gatos callejeros suelen hacerlo». Como yo era una posgraduada novata, tuve que confesarle a Ann que aquella era mi primera experiencia con gatos callejeros, que son gatos domésticos no socializados que han vuelto a una vida semisalvaje. La gente se reía cuando dije que iba a estudiar el comportamiento de los gatos domésticos para mi doctorado. «¿Gatos domésticos? ¿No son un poco aburridos? ¿No quieres ir al extranjero y estudiar a los grandes felinos?» Aquel gato ya era lo suficientemente salvaje para mí.

Mientras en el refugio se ocupaban de Big Ginger y los demás gatos de su colonia, mis colegas y yo visitábamos el que iba a ser su futuro hogar, una granja. Montamos un cobertizo a modo de base donde alimentarlos, colocamos camas en los estantes del interior y abrimos una gatera para que pudieran refugiarse en él. Unos pocos meses después, para ofrecerles un refugio adicional, construimos junto al cobertizo una estructura cuadrada de madera, con tapa abatible, que contenía cuatro compartimentos separados entre sí internamente, cada uno con su propio orificio de entrada. Lo bautizamos con toda la pompa como «el gaterama».

El día después de que soltaran a los gatos en la granja me quedé junto al cobertizo, en modo optimista, con una lata de comida para gatos en la mano, y observé a mi alrededor. Ni un gato a la vista. De vez en cuando, un destello blanco y negro o pelirrojo me llamaba la atención y luego desaparecía. En un momento dado pude distinguir dos ojitos que me observaban entre la oscuridad de unos arbustos cercanos. «¡Vaya colonia de estudio!», me dije a mí misma. ¿Alguno de ellos volvería a dejarse ver?

 

Cuando me embarqué en mis estudios sobre los gatos y su comunicación, términos como manso, asilvestrado, doméstico, socializado y gato callejero flotaban de forma confusa en todas las publicaciones que consultaba. ¿Qué significaban? ¿Se puede domesticar a un gato salvaje? ¿Qué es en realidad un animal doméstico? ¿Un gato callejero sigue siendo un gato doméstico? Poco a poco, a medida que iba aprendiendo más cosas de Big Ginger, sus compañeros de colonia y sus ancestros, empecé a hallar respuestas a mis preguntas. Me di cuenta de que, al observar la forma en la que se comunicaban los mininos de mi colonia, era importante tener en cuenta la historia de los gatos y cómo han cambiado y se han adaptado. La vida de un gato callejero es tan distinta a la de uno doméstico que seguro que tenía que haber diferencias también en su lenguaje.

DOMESTICACIÓN

¿Está el gato «doméstico» realmente domesticado? Esta pregunta se ha formulado un montón de veces, genera debates interminables y también crispación entre quienes aman y quienes odian a los gatos. Para hallar una respuesta es necesario tener en cuenta la diferencia entre un animal amansado y un animal domesticado, y ver dónde encaja el gato moderno.

Amansar describe el proceso por el cual un animal se vuelve dócil y a menudo amistoso con su adiestrador a lo largo de su vida. Se aplica a un animal de forma individual, no a una población o especie. Los individuos salvajes de muchas especies son y han sido amansados por el ser humano desde hace milenios.

Domesticar, en cambio, es un proceso mucho más largo que implica cambios genéticos en toda una población a lo largo del tiempo. Durante miles de años los humanos hemos intentado domesticar animales, adaptarlos a la vida con nosotros a nuestra manera. Con algunos de ellos —como los perros— hemos tenido éxito, pero con otras especies ha sido imposible. A menudo, lo máximo que hemos logrado ha sido amansarlos y en el caso de muchos animales incluso esto sigue siendo difícil.

Para conseguir domesticarla, es necesario que una especie posea determinadas cualidades. La primera y más importante es tener el potencial para dejarse manipular por los humanos; es decir, debe tener la capacidad de volverse mansa. La regla general para que la mansedumbre se convierta en domesticación es que los animales deben tener la capacidad de vivir en grupos sociales o manadas controladas por un líder (y aceptar a los humanos en este rol). También deben ser flexibles con su dieta, capaces de comer lo que tengamos para alimentarlos. En concreto, para que la domesticación funcione los animales deben ser capaces de criar en cautividad, de nuevo bajo el control humano que selecciona a los individuos con los rasgos más favorables. En definitiva, una gran exigencia para muchas especies de animales, por no hablar del gato.

¿Cómo sabemos si una especie está domesticada? En 1868 Charles Darwin descubrió, fascinado, que los mamíferos domesticados compartían ciertas características físicas y de comportamiento entre ellos en comparación con sus ancestros salvajes. Además de volverse más amigables con la gente, como cabía esperar, había otras particularidades, como cerebros más pequeños y variaciones en el color del pelaje. Noventa años después, en una remota base de investigación en Siberia, se inició el que quizá sea el estudio de domesticación más famoso de la historia. Los científicos rusos Dmitri Beliáyev, Lyudmila Trut y su equipo recrearon el proceso de domesticación a partir de una población cautiva de zorros plateados criada por su lujosa piel. Pese a que los zorros parecían todos muy salvajes, manifestaban variaciones naturales en su comportamiento con la gente. Beliáyev seleccionó a los zorros menos reacios al contacto humano y los hizo criar. Después seleccionó a las crías más mansas y las hizo criar, y así sucesivamente hasta que, después de solo diez generaciones, consiguió una pequeña población de zorros dóciles y comunicativos que meneaban la cola e interactuaban. A medida que se iban criando nuevas generaciones, los zorros empezaron también a presentar cambios físicos: pelaje moteado, orejas caídas y una cola más corta y rizada. Lo sorprendente es que estos rasgos surgieron como un efecto colateral de la selección que buscaba la mansedumbre.

El síndrome de domesticación, como se lo conoce en la actualidad, hace referencia a una serie de rasgos tanto físicos como psicológicos que presentan las especies que han sido domesticadas. La lista se ha ampliado con los años, a medida que el estudio de zorros de Beliáyev y otros identificaban rasgos adicionales, como por ejemplo dientes de menor tamaño, tendencia a adoptar rasgos faciales y comportamientos más juveniles, reducción de los niveles hormonales de estrés y cambios en el ciclo reproductivo.

La mayoría de los animales domésticos muestran una selección de estos cambios, pero rara vez todos. Su expresión varía según la especie. Con tanta variabilidad, algunos científicos se empiezan a cuestionar si el «síndrome de domesticación» existe realmente. Incluso los estudios de Beliáyev están sujetos a un mayor escrutinio ahora que se sabe que los zorros de su granja procedían de granjas peleteras canadienses y que muchos de ellos quizá ya habían pasado por un proceso de selección previo que buscaba a los más dóciles. Aunque el debate sobre la existencia de un síndrome general perdura, no cabe duda de que la domesticación provoca cambios físicos y genéticos en muchas especies en comparación con sus ancestros salvajes.

Lo curioso es que este tipo de cambios también se han detectado en poblaciones contemporáneas de ciertas especies sin domesticar. Cada vez son más las especies que se adaptan a vivir cerca de los humanos y algunas de ellas empiezan a exhibir rasgos similares a los de las especies domesticadas. En el Reino Unido, por ejemplo, el zorro rojo está cada vez más presente en las zonas urbanas y tiene menos miedo a las personas. Se ha descubierto que algunos de estos zorros urbanos tienen el hocico más corto y ancho y la caja encefálica más estrecha en comparación con los zorros rurales; cambios físicos que en otras especies se asocian a la domesticación.

Los gatos «domesticados» presentan algunos rasgos físicos que los distinguen un poco, pero no mucho, de sus ancestros salvajes. Tienen las patas un poco más cortas, el cerebro algo más pequeño y los intestinos un poco más largos. Su pelaje varía en cuanto a color y dibujo en comparación con las marcas atigradas del gato salvaje. Sin embargo, no presentan orejas caídas ni la cola más corta o más rizada. Que existan tan pocas diferencias obvias entre ellos y el gato salvaje ha hecho que mucha gente se pregunte hasta qué punto está domesticado el gato.

¿Hasta qué punto pueden domesticarse los gatos? La capacidad de ser domesticados la tienen. En general, parecen satisfechos de comer lo que les damos (salvo los que han perfeccionado el arte de ser caprichosos). Se cree que tienen el intestino más largo porque se han adaptado a alimentarse de las sobras humanas. También se han adaptado a vivir en grupo, aunque por lo general solo cuando lo necesitan o les supone una ventaja. Sin embargo, la lista termina aquí. Que los gatos consideren a los humanos como sus «líderes» es algo muy cuestionable; y quizá aquí exista otro vacío aún mayor en su calificación como verdaderos animales domésticos. Aunque los gatos son capaces de reproducirse en cautividad, la cría selectiva por parte de los humanos para producir ejemplares con pedigrí es un fenómeno bastante reciente, que data de finales del siglo XIX. La popularidad de los gatos con pedigrí como mascotas ha crecido en los últimos años, pero las encuestas indican que solo el 4 % de los propietarios de gatos en Estados Unidos y el 8 % en el Reino Unido adquieren sus gatos a través de un criador especializado. La mayoría de los gatos domésticos no son lo que se conoce como «gatos de raza», sino de ascendencia mixta o desconocida. Algunos de ellos tienen la suerte de vivir una vida de mascota dentro de un hogar, pero hay millones de gatos en el mundo sin hogar que llevan una vida muy diferente y a menudo con total independencia de los humanos. En la actualidad, la mayoría de los gatos que viven como mascotas están esterilizados, lo que constituye una forma de control reproductivo por parte del ser humano, si bien es de carácter preventivo en lugar de selectivo. No obstante, existe un gran número de gatos domésticos sin esterilizar, muchos de los cuales campan libremente por el exterior y que, junto a los millones de gatos callejeros, forman una población reproductivamente intacta en busca de apareamiento. Estos gatos se reproducen de forma aleatoria, sin control humano de por medio, aunque a menudo lo hacen, literalmente, en la puerta de casa. Hay quien afirma que esta falta generalizada de control humano en la reproducción de los gatos significa que el animal no está del todo domesticado. Como resultado, el gato ha sido descrito como un animal semidoméstico, domesticado parcialmente o dependiente en su singular relación con los seres humanos.

SOCIALIZACIÓN Y ASILVESTRAMIENTO

Sea cual sea la etiqueta que decidamos ponerle, el gato «doméstico» moderno tiene una predisposición genética a ser amigable con los humanos. Pero solo es una predisposición y no se vuelven amigables con los humanos por arte de magia desde que nacen. Los gatitos deben tener su primer contacto con humanos desde muy pequeños —entre las dos y las siete semanas de edad— para ser tolerantes y amigables con nosotros cuando sean adultos.

Veamos un ejemplo. Una gata amistosa y socializada, llamémosla Molly, pasa una mala época. Sus dueños se mudan y la abandonan, y Molly se ve obligada a vivir en la calle, buscando comida donde pueda. Si no está esterilizada, puede quedarse preñada por cortesía de un gato vagabundo y parir una camada de gatitos, que esconderá en un lugar seguro. Es posible que estos gatitos no vean un ser humano en sus primeros dos meses de vida, aunque Molly siga siendo amigable con la gente porque, en la medida de sus posibilidades, esconderá a sus bebés para evitarles cualquier peligro. Si pasan mucho tiempo sin tener contacto con humanos, los gatitos crecerán con recelo hacia las personas y las evitarán el resto de su vida. Merodearán alrededor de las viviendas humanas en busca de comida, pero evitando toda interacción. Cuando estos sean adultos y tengan crías con otros gatos callejeros, sus descendientes y las sucesivas generaciones serán cada vez más recelosas de los humanos. Estos gatos asilvestrados son lo que se conoce como gatos callejeros. Siguen siendo genéticamente idénticos a los gatos domésticos y conservan su capacidad para vivir cerca de otros gatos cuando es necesario. Suelen hacerlo para aprovechar la abundancia local de comida, como sobras de restaurantes o restos de los cubos de basura. Los grupos de gatos asilvestrados acostumbran a establecerse en una zona y, si se les permite reproducirse, su número aumenta rápidamente hasta formar colonias más numerosas.

Pero no es un proceso unidireccional. Los gatitos de Molly podrían asilvestrarse mucho en el transcurso de una generación si no se socializan con personas; pero, como gatos domésticos que son, todavía poseen y transmiten genéticamente la capacidad de ser amigables con los humanos si se los socializa. Así, la progenie de estos gatos con potencial callejero podría, si es presentada a los humanos lo suficientemente pronto, socializarse de forma adecuada y vivir con personas como gatos de compañía felizmente adaptados, como hiciera en su día su abuela Molly.

En una colonia como estas fue donde nació Big Ginger. Desconocemos cuántas generaciones de gatos asilvestrados vivieron en los bajos de los edificios del colegio cuando lo encontramos a él y a sus compañeros de colonia, pero está claro que desconfiaba de la gente, igual que casi todos los demás gatos adultos. Cuatro de las hembras tuvieron gatitos durante su estancia en el refugio y, a juzgar por el delatador pelaje pelirrojo y carey, supusimos que Big Ginger era el padre de varios de ellos. Pese a contar con un papá tan antisocial, los gatitos eran lo suficientemente pequeños como para conocer a los humanos del refugio y socializarse convenientemente antes de hallar un hogar. 

Algo así no habría sido posible con Big Ginger. Nunca toleraría vivir tan cerca de los humanos, pero con el tiempo poco a poco fue aceptando mi presencia diaria en la granja y se sentaba educadamente, aunque siempre una distancia prudencial, a esperar su cena.

LOS ORÍGENES DEL GATO DOMÉSTICO

¿Dónde empezó todo? En realidad, los orígenes del gato doméstico actual los conocemos desde hace tan solo veinte años. Antes, y gracias a las numerosas representaciones artísticas de gatos en antiguas tumbas egipcias y templos de hace 3500 años, sabíamos que en aquellos tiempos había una relación especial con los gatos. Las imágenes de gatos sentados bajo las sillas o en el regazo de la gente permitieron suponer que los primeros en domesticar al gato fueron los antiguos egipcios; pero ¿qué «gato» domesticaron? ¿Y solo se domesticaron gatos en el antiguo Egipto?

El primer paso para hallar la respuesta a estas preguntas llegó en el año 2007, cuando un estudio del ADN de toda la familia de los felinos —los Felidae— reveló que estaba compuesta por ocho grupos o linajes diferenciados. Dichos grupos divergieron en distintos momentos de un ancestro común, el Pseudaelurus, empezando por el linaje Panthera (que agrupa, entre otros, a leones y tigres) hace más de diez millones de años. El último grupo que se ramificó del árbol genealógico, hace unos 3,4 millones de años, fue un linaje de varias especies de pequeños felinos salvajes: el linaje Felis. A partir de las comparaciones genéticas realizadas en el estudio, la ciencia descubrió que el gato doméstico encajaba en este linaje.

Por lo tanto, parecía probable que el gato doméstico evolucionara a partir de una o varias de esas especies de gatos salvajes. Un revolucionario estudio de Carlos Driscoll y su equipo determinó la identidad de este antepasado. En un gran proyecto que comparó material genético de 979 gatos domésticos y callejeros, Driscoll y sus colaboradores descubrieron que todos los gatos domésticos descienden del gato montés africano (también conocido como gato salvaje de Oriente Próximo), Felis lybica lybica. Esto plantea una gran pregunta: ¿por qué, de las 40 especies de gato salvaje que hay dentro de los Felidae, solo se domesticó una?

Al ser humano siempre le han fascinado los felinos de todo tipo, desde los grandes y rugientes hasta los pequeños gatos salvajes. Mucho antes de que tuviéramos gatos domésticos ya domábamos especies de gatos salvajes en todo el mundo. En un amplio estudio sobre la literatura existente al respecto, Eric Faure y Andrew Kitchener estimaron que casi el 40 % de todas las especies felinas han sido domadas en algún momento por el ser humano. En muchos casos esto se hacía para ayudarnos a cazar, desde eliminar plagas como los ratones hasta capturar presas como las gacelas para consumo propio. Otras han sido domadas para el deporte: al caracal, por ejemplo, a menudo se lo juntaba con palomas en la India y la gente apostaba cuántas era capaz de derribar de un zarpazo

Entre los distintos linajes de félidos parece haber una mezcla de especies domables e indomables. Hay especies felinas domables repartidas por todo el mundo, pero se concentran, sobre todo, en lugares donde históricamente los gatos y otros animales han tenido un significado cultural. Por ejemplo, el yaguarundí es solo uno de los muchos animales domados desde la época precolombina por las sociedades amazónicas como «mascotas» cazadoras de roedores, la mayoría de los cuales fueron criados por humanos desde cachorros después de matar a sus madres.

Al parecer, uno de los felinos salvajes más fáciles de domar es el bello y elegante guepardo. Algunos historiadores sugieren que la relación entre el ser humano y el guepardo comenzó cuando los sumerios lo domaron hace 5000 años. Los antiguos egipcios usaban guepardos para cazar y creían que ayudaban a transportar las almas de los faraones hasta el más allá. La relación del guepardo con el ser humano continuó a lo largo de los siglos, con referencias a ellos como excelentes compañeros de caza de los príncipes rusos en los siglos XI y XII, y de la realeza armenia del siglo XV. La moda de utilizar guepardos para cazar se extendió de forma gradual entre la nobleza europea: los «leopardos de caza», como los llamaban, cabalgaban a lomos de caballos sentados tras los cazadores. En la India, Akbar el Grande, emperador mogol de 1556 a 1602, estaba fascinado por los guepardos y a menudo los adiestraba él mismo.

Sin embargo, estos elegantes felinos de largas patas y lujoso pelaje moteado nunca fueron domesticados. El porqué lo vislumbraba el hijo y heredero de Akbar el Grande, Jahangir, en sus memorias, en 1613: «Es un hecho probado que los guepardos que viven en lugares a los que no están acostumbrados no se aparean con una hembra, pues mi venerado padre reunió una vez a 1000 guepardos, deseoso de que se aparearan, y no sucedió de ninguna manera.»

Jahangir tenía razón: es muy difícil que los guepardos se reproduzcan en cautividad. Incluso los zoológicos tuvieron problemas para conseguirlo hasta principios de la década de 1960. Como son demasiado tímidos para criar cerca de la gente, su domesticación fue imposible. Los guepardos que han convivido con diversas civilizaciones a lo largo de milenios se domaron individualmente.

Los antiguos egipcios fueron muy hábiles para domar distintas especies felinas. Además de guepardos y gatos monteses africanos, hay pruebas de que también domaron caracales, servales y gatos de la jungla (Felis chaus) locales. Dado que no existen trazas genéticas de ninguna de estas especies en los gatos domésticos actuales, esos vínculos debieron de desaparecer al cabo de poco tiempo. Nadie puede explicar realmente por qué. ¿Acaso estas otras especies eran como los guepardos, reacias a reproducirse cerca de la gente? O quizá es que no eran tan amigables.

Como el gato montés africano tuvo tanto éxito, la gente se pregunta por sus parientes más cercanos y por qué no hay rastro de sus genes en el gato doméstico actual. El gato montés europeo (Felis silvestris), por ejemplo, es muy parecido a su primo africano en tamaño y aspecto, y sin duda ambos son eficientes cazadores de ratones. ¿Por qué no lo domesticamos en su día? La respuesta se hace evidente en los registros de quienes lo han intentado. La versión más septentrional del gato montés europeo vive en Escocia. En 1936, la fotógrafa británica de fauna Frances Pitt documentó uno de sus intentos por domesticar crías de gato montés escocés: «Y entonces llegó Satanás. No era más que un gurruño de pelo amarillo grisáceo, un gatito tan pequeño como cabría imaginar; pero nada más verlo, supe que tenía que llamarse así.» El nombre ya lo dice todo: Satanás era indomable.

A diferencia de Satanás y sus parientes europeos, hay otras especies de félidos que hoy en día se sabe que son fáciles de domar, aunque apenas existan registros históricos al respecto. Pese a ser buenas candidatas para ser amansadas, algunas especies vivían en partes del mundo donde no coincidieron con las antiguas civilizaciones emergentes. El lince es un ejemplo clásico: nunca estuvo en un lugar donde la gente lo considerara útil, aparte de para cazarlo por su piel y como comida.

Y así, pese a contar con tantos otros felinos que podrían competir por nuestra atención, el gato montés africano fue el que recorrió el mundo y llegó hasta la puerta de nuestros hogares. Su destreza como cazador, su tamaño pequeño y lo fácil que era de transportar (por tierra o por mar), junto con su capacidad para ser dócil, eran características ideales. Igual de importante fue su ubicación alrededor de comunidades humanas en crecimiento, donde su presencia se reveló como algo útil. Estuvo en el lugar adecuado en el momento preciso y además tenía las características idóneas.

¿CÓMO Y DÓNDE OCURRIÓ?

El descubrimiento de Driscoll y su equipo de que el gato montés africano es el único ancestro del gato doméstico abrió la puerta a que otros científicos examinaran esta relación con mayor detalle. Estudios posteriores que analizaron en profundidad pruebas genéticas y arqueológicas revelaron que el acervo genético del gato moderno comprende material genético antiguo transmitido a partir de dos poblaciones geográficamente distintas de dicho gato montés. Una de ellas se localiza, como se podía intuir, en Egipto. La otra procede de más al norte, de una zona de Oriente Próximo conocida como el Creciente Fértil, también llamada «la cuna de la civilización».

Estos dos aportes al acervo genético del gato doméstico parecen haberse producido en dos épocas distintas, siendo la más antigua la del Creciente Fértil (unos 3000 años más antigua); pero, cuando el gato egipcio empezó a extenderse, se convirtió en el subtipo más abundante de los dos.

De repente, la historia iba mucho más allá del clásico «los antiguos egipcios domesticaron a los gatos». Al unir todas las piezas del puzle podemos ver cómo pudo haberse desarrollado el proceso de domesticación del gato.

Hace unos 10 000 años, grupos de cazadores-recolectores neolíticos de las llanuras del Creciente Fértil comenzaron a experimentar con el cultivo de los cereales. A medida que aprendieron a cosechar y almacenar cereales y ya no fue tan necesario recorrer grandes distancias para cazar y recolectar alimento, se empezaron a formar los primeros asentamientos humanos. Los agricultores comenzaron a expandir sus ideas más allá de los cultivos. Aprovecharon la presencia de animales salvajes locales que podían capturar y criar para obtener comida, leche, cuero y pieles. Así se domesticaron, de manera gradual, los antepasados de las cabras, vacas y ovejas actuales. Estos animales «de corral» tenían en común cualidades «domésticas»: vivían en manadas y, por lo tanto, eran animales sociales capaces de vivir encerrados juntos; se adaptaban enseguida a comer el alimento que hubiera disponible y, por instinto, seguían a un líder, rol que asumía el granjero, que también empezó a controlar su reproducción.

Rondando aquellos primeros poblados agrícolas había un pequeño observador oportunista: el gato montés africano. Solitario por naturaleza, cazaba solo en los territorios que había establecido como propios y evitaba toda interacción entre sus congéneres, salvo por el apareamiento ocasional. La comunicación entre ellos habría sido a distancia, a través de las marcas de olor que dejaban a su paso. Sin embargo, hambrientos y curiosos, se vieron atraídos hacia aquellos nuevos asentamientos humanos en busca de comida, quizá para conseguir restos de carne entre los montones de huesos que desechaban las personas y también para alimentarse de los numerosos roedores que vivían en los almacenes de grano, cada vez más grandes, de los agricultores. Esos sitios con tanta concentración de alimento eran lo bastante grandes como para que los gatos salvajes los compartieran, y es posible que empezaran a merodear por allí en grupo, a la espera de la próxima comida. Al rondar por las aldeas resultó inevitable que los gatos salvajes se cruzaran entre sí bastante más que en su hábitat normal, tan alejado de los asentamientos humanos. El olor es un buen sistema de comunicación a distancia, pero de cerca necesitaban señales más rápidas y obvias para evitar enfrentamientos. Tenían que encontrar nuevas formas de comunicarse entre ellos.

Desde la perspectiva de los agricultores, aquellos gatos salvajes eran el polo opuesto de las especies de corral en términos de idoneidad para ser domesticados. Carecían de habilidades sociales, consumían una dieta cárnica muy específica y, por supuesto, no obedecían órdenes. Pese a que las posibilidades de domesticar a los gatos salvajes eran prácticamente nulas, los antiguos agricultores toleraron su presencia al verles cazar ratones: les proporcionaban un servicio útil y gratuito de control de plagas, servicio que sus descendientes continúan prestando hoy en día.

Y así comenzó una incipiente relación de mutualismo entre los humanos y los gatos salvajes. Como sucede con todas las poblaciones de especies, algunos de aquellos gatos demostraron ser más atrevidos que otros, dispuestos como estaban a tolerar una mayor proximidad con otros gatos y con humanos para así tener acceso a una nueva fuente de alimentación. Es posible que esos gatos más dóciles criaran entre ellos, dejando fuera de la competición por el alimento a los individuos más ariscos y perpetuando la tendencia a la manse- dumbre en sus descendientes. Esta selección natural a favor de la amigabilidad para con los humanos pudo ser el inicio del proceso de domesticación.

Es posible que este tipo de relación entre humanos y gatos salvajes se diera en varios asentamientos situados inicialmente en el Creciente Fértil. Los estudios arqueológicos y genéticos sugieren que, a medida que aquellas poblaciones neolíticas se trasladaban a nuevos parajes, los gatos monteses las seguían hasta nuevos asentamientos repartidos por algunas zonas de Europa continental hace entre 4000 y 6000 años. Sin embargo, sigue sin estar claro el momento en el que los humanos invitaron a los gatos a entrar en sus hogares y puede que ni siquiera sucediera en esta etapa de la historia.

En el antiguo Egipto se dio un proceso similar: los pequeños gatos salvajes locales se adiestraban para el control de plagas, para mantener a raya a ratones, escorpiones y serpientes. Pero a partir de aquí la historia toma un camino un poco diferente en comparación con los modestos gatos del Creciente Fértil. Además de usarlos como cazadores de ratones y otros bichos, los egipcios empezaron a asociar a los gatos con varias deidades antiguas, en concreto, con la diosa Bastet.

La veneración por los gatos creció y culminó con la promulgación de leyes que prohibían que se les hiciera daño (matar a un gato se castigaba con la muerte). Cada vez eran más valorados por su compañía y se tenían como mascotas. La muerte natural de un gato conllevaba un elaborado entierro y toda la familia se afeitaba las cejas en señal de duelo. Las bellas imágenes de gatos sentados bajo sillas en pinturas funerarias halladas en las tumbas de asentamientos domésticos prueban que los gatos salvajes ya tenían media patita dentro de algunos hogares hace unos 3500 años.

En los templos, sin embargo, la vida de los gatos no era tan regalada. La veneración de algunas deidades requería, al parecer, ofrendas sustanciosas y frecuentes para que dioses y diosas estuvieran contentos. En el caso de Bastet las ofrendas tenían forma de gatos momificados. En una extraña contradicción a la protección y adulación generalizadas, los gatos también eran criados en masa en los templos, en grandes criaderos, para ser sacrificados a una edad temprana, momificados y vendidos como ofrendas para la diosa. Pero algunos de aquellos gatos debieron de ser conservados para criar a las generaciones siguientes. En una esclarecedora incursión en el mundo de las alianzas humano-gatunas, Eric Faure y Andrew Kitchener comparan esta crianza de generaciones de gatos dóciles en rápida sucesión y en cautividad con el experimento de Beliáyev con los zorros plateados. En lo que Faure y Kitchener describen como «un accidente de la historia», los egipcios del templo quizá generaron rápidamente y sin darse cuenta una versión más dócil del gato montés. Se desconoce si alguno de aquellos gatos de los templos logró sobrevivir o escapar para mezclarse con la población de gatos que vivía en las casas, pero parece posible que los guardianes del templo se encariñasen con algunos de ellos y los conservaran como mascotas.

Los estrechos y abarrotados confines del recinto de los gatos en los templos debieron de crear una necesidad, aún mayor que entre los gatos de las aldeas del Creciente Fértil, por hallar nuevos métodos eficaces de comunicación entre los gatos. Aquellos grupos bien pudieron ser el punto de partida del desarrollo de nuevas señales entre gatos, indicios visuales fáciles de detectar, como diferentes posturas de la cola; o juegos con más señales táctiles, como frotarse y acicalarse los unos a los otros. En capítulos posteriores se explicará la evolución de estas señales, cómo los gatos las usan para comunicarse entre ellos y cómo las han adaptado para comunicarse también con las personas.

LA VUELTA AL MUNDO

Mientras los gatos monteses de Oriente Próximo siguieron a su gente por el territorio, los de Egipto hallaron otra forma más rápida para propagarse por el Viejo Mundo: los barcos. Pese a una ley que prohibía su exportación, muchos gatos huyeron de Egipto como polizones a bordo de barcos que surcaban las rutas comerciales del Mediterráneo. Eran los viajeros perfectos: se ganaban el pasaje capturando y devorando una nueva y persistente plaga, el ratón común. Aparte de algún que otro pescado, no necesitaban mucha comida ni agua, ya que se hidrataban lo suficiente con los ratones que comían. Pequeños y sigilosos, enseguida se hicieron amigos de los marineros. Tras abandonar el entorno protegido del que gozaban en el antiguo Egipto, los gatos de los barcos continuaron siendo, por lo general, muy respetados. En todos los sitios donde desembarcaban parecía existir algún bien preciado que la gente debía proteger de los roedores; desde capullos de las mariposas de la seda en China hasta manuscritos en Japón y graneros en Grecia e Italia.

Parece fácil, es como si los gatos hubieran encontrado ofertas de trabajo en cada país. Pero no todo iba viento en popa, porque encontraron competencia en muchos de esos países. Al desembarcar, aquellos gatos marítimos dóciles que venían de Egipto se toparon con otras especies locales que ya se ocupaban del control de las plagas de roedores. En China, por ejemplo, la ciencia halló indicios que probaban que ya en el Neolítico hubo gatos leopardos (Prionailurus bengalensis) conviviendo con humanos. Sin embargo, no hay trazas del gato leopardo en la composición genética de los gatos actuales de la región, por lo que el gato montés africano pudo haber desplazado gradualmente a esta otra especie felina en su relación con los humanos. Griegos y romanos fueron más difíciles de conquistar porque ya contaban con excelentes controladores de plagas gracias a varias especies de mustélidos, como el turón y la comadreja. No obstante, y pese a ser excelentes en su labor, estas especies acabaron desplazadas por los gatos, aunque estos últimos parecían ser menos hábiles en la tarea. El motivo no está claro, pero es posible que los mustélidos fueran más distantes y menos receptivos con la gente que los gatos.

Y así fue como los gatos se propagaron. Se asociaron con nuevas deidades: Artemis en Grecia, Diana en Italia y la diosa nórdica Freya. Desde el año 500 a.C. hasta el 1200 d.C. fueron afianzando su presencia por toda Europa. Siguieron a los romanos para extender su imperio y después se embarcaron con los vikingos para surcar los mares y conquistar nuevos territorios. Las mutaciones genéticas se tradujeron en nuevos colores y dibujos en el pelaje de los gatos: naranja, negro, blanco y después un nuevo tipo de atigrado emborronado, diferente al de su antepasado atigrado rayado.

Es difícil saber hasta qué punto estaban domesticados los gatos en el primer milenio de nuestra era. La veneración de la que eran objeto en Egipto debió de ser difícil de replicar en sus nuevas ubicaciones. Lo cierto es que en Europa prosiguió la relación de utilidad que mantenían con los humanos y los gatos continuaron ejerciendo como cazadores de ratones. En este sentido, adquirieron valor, aunque más monetario que sentimental. Hywel el Bueno, rey de Gales del Sur, hizo mucho por proteger la suerte de los gatos galeses al promulgar una ley en el año 936 d.C. que incluía una tarifa para estos felinos. Los gatitos recién nacidos que aún no habían abierto los ojos costaban un penique. A partir de ahí costaban dos peniques hasta que eran capaces de cazar ratones, momento en el cual pasaban a costar cuatro peniques. En aquella época este precio por gato adulto equivalía al de una oveja o una cabra, lo cual elevó de forma considerable el perfil del humilde gato.

Sin embargo, no todo era de color de rosa para los gatos de entonces. Además de ser cazadores, la creciente afición de la gente a vestir pieles hizo que muchos gatos fueran despellejados por su pelaje. Está demostrado que para ello se escogían los más jóvenes, ya que su pelaje era más suave y todavía estaba libre de daños o enfermedades. Mientras tanto, las cosas en Europa estaban cambiando. El cristianismo se extendía y con él crecía la intolerancia hacia los cultos «paganos». De repente, estar vinculados a deidades como Diana dejó de ser una ventaja para los gatos. Empezaron a correr rumores y los gatos, sobre todo los negros, terminaron asociados con los espíritus malignos; y, finalmente, con el mismísimo diablo. A muchas mujeres se las acusó de brujería y a sus gatos se los tachó de cómplices o «familiares» malignos. En medio de toda esa histeria galopante, en 1233, el papa Gregorio IX anunció un decreto papal para exterminar a los gatos. Desde el siglo XIII hasta el siglo XVII los gatos fueron masacrados por toda Europa. Las mujeres acusadas de brujería fueron perseguidas sin piedad, torturadas y quemadas en la hoguera junto a sus gatos, cuyo torturado destino incluía ser asados vivos, arrojados al vacío desde torres o quemados vivos en cestas de mimbre.

En España los gatos también se criaban por su carne, como ilustra uno de los libros de recetas españoles más antiguos, el Libro de guisados, escrito en 1529 por el cocinero Ruperto de Nola. En una larga lista de platos, entre los que figuran nombres tan curiosos como «potaje de manitas de oveja», «manjar de ángeles» y «emborrazar pavos y capones», se encuentra la receta n.o 123: «gato asado como se ha de guisar».

En esta época, a finales del siglo XV y principios del XVI, algunos gatos tuvieron la suerte de escapar a bordo de los navíos de Colón rumbo al Nuevo Mundo. Más adelante, entre 1620 y 1640, más navíos zarparon desde Inglaterra con los «padres peregrinos» hacia la orilla del Nuevo Mundo. Pese a empezar de nuevo, las cazas de brujas también se llevaron por delante a muchos gatos en las nuevas poblaciones del continente americano. Aun así, los gatos se propagaron y llegaron hasta Australia oriental con los colonos europeos en el siglo XIX.

De vuelta a Inglaterra, por si quemarlos en la hoguera, arrojarlos desde torres y quemarlos en cestas de mimbre fuera poco, se culpó a los gatos (y a los perros) de propagar la peste de Londres de 1665. Miles de ellos fueron masacrados; y solo más tarde se descubrió que las portadoras de las pulgas que transmitían la peste eran las ratas. Quizá habría ido bien tener más gatos.

Los gatos perseveraron. El Renacimiento, si bien no fue un período de renacimiento para los gatos, trajo consigo señales ocasionales de cambio en medio de los juicios por brujería. Crueldad por un lado y algo de bondad por el otro, cosa que queda plasmada en una cancioncilla infantil inglesa del siglo XVI:

Ding dong bell, kitty’s in the well

Who put her in? Little Johnny Flynn

Who pulled her out? Little Tommy Stout

What a naughty boy was that, try to

drown poor kitty-cat,

Who ne’er did any harm

But killed all the mice in the Farmer’s barn!1

A finales del siglo XIX y principios del XX la actitud hacia los gatos fue mejorando poco a poco. Los artistas empezaron a incluirlos en sus pinturas y autores amantes de estos felinos, como Christopher Smart y Samuel Johnson, loaban sus virtudes en sus libros y poemas. Los gatos volvían a estar de moda y el renovado interés por ellos dio lugar al inicio de la cría de gatos o «moda felina», que consiste en la selección deliberada de parejas de gatos para que se apareen con el fin de criar gatitos de un aspecto concreto. Pese a su popularidad, como ya se ha dicho, los gatos con pedigrí todavía son una minoría, superados ampliamente por los gatos domésticos criados al azar, mucho más abundantes, que habitan hogares, calles, ciudades, granjas y campos de todo el mundo.

EL GATO SOCIABLE (A RATOS)

Entonces, ¿podemos decir realmente que, después de tanto amor, odio y tortura, hemos domesticado al gato? Ya sabemos dónde empezó la relación entre gatos y humanos, pero todavía hay un gran debate sobre dónde se domesticó el gato salvaje o si está domesticado de verdad. Las primeras asociaciones entre gatos salvajes y humanos del Creciente Fértil generaron vínculos más estrechos con el paso del tiempo. Y los antiguos egipcios también sedujeron a los gatos salvajes, o quizá fuera al revés. Además de la cría de gatos en templos, lo más probable es que en esas primeras relaciones entre humanos y gatos surgiera cierta fluidez. Pudiera ser que algunos de los gatos salvajes más mansos se aparearan con otros gatos mansos para poco a poco volverse más dóciles, mientras que otros individuos mansos habrían continuado apareándose con gatos salvajes que no eran tan fieros, ralentizando así el proceso de domesticación.

Así, los gatos más amigables, lentamente y de forma natural, empezaron a domesticarse a sí mismos, con o sin intervención humana. Esto se ha descrito como «autodomesticación», a raíz de un modelo propuesto para nuestro otro mejor amigo, el perro, y curiosamente también para nosotros, los humanos. De la misma manera que los gatos salvajes y los lobos más afables superaron a los más fieros, Brian Hare, de la Universidad de Duke, sugiere que el Homo sapiens superó a otros homínidos de su época aprendiendo a ser más accesible: la verdadera «supervivencia del más amable».

La cooperación es la clave. Para los humanos era obvio: debían aprender a trabajar bien con otros humanos. Los lobos «protoperros» ya estaban acostumbrados a socializar con los de su especie antes de ser domesticados. Después aprendieron de forma creativa a adaptar esas habilidades para vivir y trabajar con humanos. Pero el solitario gato salvaje tuvo que aprender a comunicarse no solo con una nueva especie —la humana—, sino también entre ellos. Un doble reto. De modo que, mientras los humanos aprendíamos a hablar entre nosotros y empezábamos a enseñar nuevos trucos y habilidades a nuestros perros, el estilo de vida del gato salvaje pasaba por un cambio radical: de solitario a socializador. Aprendió a usar señales que los otros gatos podían ver o sentir de cerca. También descubrió que podía aprovechar la afición humana por la conversación vocal y desarrolló vocalizaciones para, al igual que los perros con sus ladridos, llamar nuestra atención. En palabras de Driscoll y sus coautores, «los gatos son el único animal doméstico que es social una vez domesticado pero solitario en estado salvaje».

El gato doméstico, tan listo él, ha mantenido abiertas sus opciones. En lugar de cambiar del todo y convertirse en una especie social, ha conservado la capacidad de vivir una vida solitaria o una vida social según las circunstancias. Y como tal a menudo es descrito como «facultativamente social» o «generalista social». En un extremo del espectro, nuestros gatos domésticos bien alimentados pueden vivir como gatos solitarios, en parejas o en pequeños grupos en nuestros hogares. Estos son los gatos que más deben desarrollar sus habilidades de comunicación con la gente, además de aprender a tratar con compañeros de piso felinos y otros gatos del vecindario, si es que se les permite salir al exterior. Por desgracia, muchos gatos, por varias razones, pierden la seguridad y el confort de sus hogares y se vuelven gatos callejeros. Puede que se adapten a la vida en la calle con o sin otros gatos que les hagan compañía o, a veces, si tienen suerte, que encuentren un nuevo hogar. Otros, como Ginger y sus amigos, tras varias generaciones alejados del contacto de las personas están lejos de ser dóciles, pero cuando el suministro de alimentos lo permite pueden formar grupos o colonias de vida libre más amplias. Los estudios sobre estos grupos revelan la existencia de un sistema social que gira en torno a las madres emparentadas, que se reproducen y agrupan sus camadas, mientras que los machos viven de forma más independiente en la periferia del grupo. Este es exactamente el tipo de situaciones en las que la habilidad social entre gato y gato es tan importante. Incluso en las colonias esterilizadas, como la mía, sin vínculos de crianza, las interacciones distan mucho de ser aleatorias y muchos gatos tienen compañeros preferidos con los que juntarse y convivir .

Esta capacidad para pasar de una vida solitaria a una vida social es una de las claves del éxito del gato doméstico. Tras ella subyace su envidiable talento para desarrollar nuevos métodos de comunicación. Los siguientes capítulos profundizan en los descubrimientos científicos que versan sobre cómo los gatos han aprendido a salir de su mundo olfativo, usando señales visuales, táctiles y auditivas para transmitir sus mensajes a sus congéneres y a los humanos.

¿Están los gatos domesticados del todo? ¿O todavía se hallan en proceso de domesticación? Es un enigma casi imposible de resolver. Los gatos presentan muchos rasgos de domesticación en común con los perros y otras mascotas, como una mayor tolerancia y sociabilidad, pero los perros están mucho más avanzados en la senda de la domesticación. El afán canino por complacer, por ejemplo, es un rasgo que los gatos rara vez muestran. Quizá llegará el día en el que los gatos también estarán pendientes de todas y cada una de nuestras palabras; pero mejor que esperemos sentados.

 

Un día, al llegar a la granja, me di cuenta de una nueva normalidad en la colonia de gatos. Se habían acostumbrado a mi presencia y no se dispersaban a mi llegada. En lugar de eso, continuaban interactuando entre ellos o evitándose, según les apeteciera, entrando y saliendo del bosque colindante. Incluso Big Ginger parecía tolerarme, siempre y cuando yo mantuviera las distancias. Me situé en mi puesto habitual, sobre un pequeño montículo, lo bastante lejos del grupo, y me instalé allí con la grabadora, los prismáticos (no quería perderme nada) y el cuaderno de notas. Aquel día, antes de abandonar la granja, bajé del montículo y levanté con suavidad la tapa del gaterama, que parecía vacío. Eché un vistazo a su interior y no pude evitar sonreír al ver pelos rojizos en una de las mantas viejas que había dejado dentro. Puede que Big Ginger fuera un gato asocial y asilvestrado, pero no le hacía ascos a las comodidades del hogar.