INTRODUCCIÓN

Carretera infinita

SEAN WILENTZ

La vida no consiste en encontrarse a uno mismo, ni en encontrar nada. Consiste en crearse a uno mismo y crear cosas.

—BOB DYLAN, 2019

Habla de cuestiones eternas, y ha convertido en un arte la capacidad de fundir pasado y presente, pero Bob Dylan ha trabajado en un tiempo y en unos lugares específicos. Sin embargo, su carrera también se ha desarrollado de forma muy diferente a como nos la suelen contar. Esos cambios tan supuestamente bruscos, ahora históricos, como su «paso a la eléctrica» en 1965 o su giro al góspel en 1979, parecen mucho menos repentinos cuando se observan bajo el prisma de su irregular evolución creativa. Temas que parecen haber sido asumidos y desechados en una sola fase de la historia de Dylan —el compromiso político, por ejemplo, o la devoción religiosa— reaparecen bajo nuevas formas en fases posteriores de su carrera. Los indicios y señales casuales que uno puede no percibir una primera vez aparecen a la segunda. Nada es tan seguro.

Un tópico sobre Dylan —confieso que yo mismo he caído— es que su obra ha pasado por períodos claramente definibles, que deslindan un estilo de otro. Y es una perspectiva válida, pero que pasa por alto las continuidades de la obra de Dylan, incrustadas en el modelo artístico que él ha construido y reconstruido a lo largo de más de seis décadas. Influido por la inmensa curiosidad de Dylan por la historia, la literatura y las artes visuales, ese modelo siempre ha sido fundamentalmente musical. («Las canciones son mi léxico», dijo una vez a un entrevistador.) Aunque la obra compositiva de Beethoven o, para hacer una comparación moderna más exacta, la obra y los directos de Louis Armstrong definieron una y otra vez nuevas fronteras, su trabajo fue (y es) instantáneamente reconocible como suyo a cada paso del camino. Se mire como se mire, la creatividad sostenida siempre requiere desplazamiento y renovación, pero rara vez puede permitirse la renuncia. Así ha sido con Bob Dylan.

La historia empieza en Minneapolis, en 1959 y 1960. Robert Zimmerman, un adolescente inquieto, ha incubado una fascinación por el rhythm and blues, el country & western, el doo-wop y el rock ’n’ roll hasta el punto de adquirir justo el grado de habilidad suficiente para actuar como reemplazo temporal al piano con la banda de las giras de Bobby Vee, bajo el nombre de Elston Gunn. Por lo demás, ha tenido una educación convencional, de clase media de pueblo, en la remota Hibbing, destacable sobre todo porque se desarrolla en un entorno familiar judío en la muy gentil Cordillera de Hierro de Minnesota. Llega a las Giudades Gemelas (Minneapolis y St Paul) para cursar su primer año de carrera en la universidad del estado, se integra en la bohemia local y se inicia rápida pero intensamente en la poesía beat y la música folk tradicional, esta última inicialmente a través de los discos de Odetta. Tas abjurar de sus estudios y del rock, Zimmerman empieza a cantar en solitario, con una guitarra o un par de amigos, en una pizzería del lugar y en cafés. Es en uno de estos últimos, el Ten O’Clock Scholar, donde se hace llamar por primera vez Bob Dylan. Arranca así la historia de su autocreación a través del arte, y de la creación de arte a través del yo que ha creado.

La metamorfosis de Dylan se hace patente por distintas vías. Cuando vuelve de pasar el verano de 1960 en Colorado, sus amigos lo encuentran cambiado, más seguro de sí mismo, impostando un acento de cowboy que no acaban de situar y con esa nueva afición a la armónica que ha añadido a su guitarra acústica. Cuando un amigo le pasa la autobiografía de Woody Guthrie, Rumbo a la gloria (Bound for Glory), Dylan descubre tanto un personaje épico como un modelo musical que sirve para alimentar una ambición tan creciente como ensimismada. Abandona Minneapolis a finales de año y llega a Nueva York en enero, con el aspecto, según comentaría él mismo más tarde, de «una gramola de Woody Guthrie». Pero, como confirman algunas cintas que acaban de salir a la luz, también ha aprendido a dominar algunas técnicas que impulsarán su progresión artística a lo largo de los tres años siguientes.

Dylan destaca enseguida entre los jóvenes cantantes folk de Greenwich Village, en parte por la intensidad y teatralidad de sus actuaciones ante el público, en parte por la originalidad de su historia personal (inventada en su mayor parte), una serie de gestas que algunos consideran inverosímiles, pero que otros aceptan sin dificultad. Dylan también consiguió hacerse amigo y ganarse la difícil aprobación del círculo de venerables que rodeaba a Guthrie, su héroe ahora abatido, los vestigios del movimiento folk del Frente Popular de los años treinta y cuarenta. Convertido en puente entre generaciones, Dylan no tardó en convertirse él mismo en alguien especial, o que al menos lo parecía.

Lo que le faltaba era distinción artística, en todos los sentidos de la palabra, y él lo sabía. Con toda la admiración que sentía por aquellos que, como escribiría más tarde, «vivieron / en los hambrientos años treinta / y llegaron como Woody / a Nueva York», los tiempos habían cambiado, y las «fuerzas del pasado» de las asambleas sindicales y los bares de trabajadores se habían agotado. Dylan no podía cantar para ellos, y mucho menos sobre ellos, y seguir siendo auténtico: «The very last thing that I’d want to do», cantaba en una de sus primeras canciones, «Song to Woody», «is to say I’ve’ been hittin’ some hard travelin’ too» («Lo último que haría / es decir que yo también he visto cosas duras»). Dylan también percibía los límites de esa corriente purista que era tan común entre muchos de los jóvenes cantantes folk, que estaban elaborando un lenguaje de autenticidad como alternativa al falso materialismo burgués de los años de la posguerra, forjado a partir de viejas grabaciones como las que se recopilan en la influyente Anthology of American Folk Music de Harry Smith. Dylan se sumergió en esa música antigua, y la veneraba, pero buscó un lenguaje y una gramática, así como un espíritu propio, impresionado no tanto por aquella autenticidad presunta como por los misterios y mitos de la música.

El Nueva York de principios de los años sesenta ofrecía infinitas fuentes de inspiración en sus cabarés y bibliotecas, teatros y galerías, bares y librerías, y en sus comunidades de la vanguardia artística de todos los géneros imaginables. Además de educación, esta Nueva York ofrecía el eros. Y también oportunidades únicas para esa clase de éxito comercial que la mayoría de los folkies, viejos y jóvenes, consideraban inalcanzable o rechazaban abiertamente. Rechazado al principio por las pequeñas compañías discográficas especializadas en folk, y conforme simplemente con ganarse la vida tocando música, Dylan no dejó pasar la oportunidad cuando, tras poco más de nueve meses en Nueva York, el cazatalentos musical más prestigioso del mundillo, John Hammond, le ofreció un contrato con la discográfica más prestigiosa del país, Columbia Records.

Superada enseguida la etapa de su primer álbum para Columbia, que consistió básicamente en canciones folk tradicionales y blues, Dylan pasó el año 1962 y la mayor parte de 1963 construyendo una base perdurable. Su novia de entonces, Suze Rotolo, desempeñó un papel importante en su desarrollo, como amante y musa, pero también como guía, iniciándolo en la obra de artistas como Bertolt Brecht y Paul Gauguin e introduciéndolo en el mundo de la defensa política de los derechos civiles. El fundamento melódico de Dylan seguía siendo la tradición de las canciones que había empezado a cantar desde Minneapolis, complementada, tras una estancia en Inglaterra a finales de 1962, por una dosis de baladismo británico clásico. Su trabajo compositivo, sin embargo, revisaba las formas recibidas, convirtiendo una canción de amor melancólico en una despedida moderna («Don’t Think Twice, It’s All Right»), o un relato clásico sobre un ser amado envenenado en un viaje a través del apocalipsis («A Hard Rain’s A-Gonna Fall»).

Con su tercer álbum, The Times They Are A-Changin’, la imagen de Dylan adquirió el filo que la convirtió en la del inigualable intérprete de canción protesta contemporáneo, una imagen que aún conserva en parte en el imaginario público: el Woody Guthrie moderno de los movimientos por los derechos civiles y la paz. No obstante, incluso cuando Dylan escribía himnos conmovedores y reivindicativos, su mejor trabajo rompía con la norma, rechazaba los grandes temas sociales en favor de pequeñas, concretas, pero moralmente complejas historias de injusticia («The Lonesome Death of Hattie Carroll»), desafiando el moralismo autocomplaciente por el procedimiento de denunciar un sistema de opresión que trascendía las barreras raciales («Only a Pawn in Their Game»). Nada es tan seguro. Nada en absoluto.

Bob Dylan, sesión de fotos para Columbia Records, Nueva York, 1963. Fotografía de Don Hunstein.

A finales de 1963, Dylan entró en crisis creativa. Aparte de Joan Baez, aliada y novia ocasional, había superado a todos sus rivales del mundillo del folk, tanto crítica como comercialmente, y su carrera había alcanzado una nueva cima con el triunfal concierto que ofreció en el Carnegie Hall a finales de octubre. Pero también había llegado tan lejos como podía con su repertorio folk, y estaba harto de las consignas impuestas por algunos veteranos de la izquierda política. Empieza a experimentar con trabajos en prosa, en verso libre y con drama dialogado, e incluso piensa en dejar de componer. (Su nueva actividad literaria acabaría dando lugar al manuscrito que se convirtió en Tarántula, así como algunas potentes letras de canciones.) En diciembre, tras la conmoción producida por el asesinato del presidente John F. Kennedy y un nervioso y provocador discurso lanzado en una cena de entrega de premios de la vieja guardia izquierdista, Dylan conoció a Allen Ginsberg, el hombre que reavivó su amor por la poesía y la prosa beat. También asumió la influencia de los simbolistas franceses, sobre todo de Arthur Rimbaud, cuya obra había conocido a través de Suze Rotolo y que había contribuido a inspirar el movimiento beat.

Esta crisis provocó el viraje que iba a marcar la obra artística de Dylan durante los dos años siguientes y más allá. Musicalmente sencillo, Another Side of Bob Dylan afirma la individualidad con un desprecio por el igualitarismo conformista («To Ramona», «I Shall Be Free No. 10») y anuncia una ruptura con las prédicas izquierdistas («My Back Pages»). La mejor canción del álbum, «Chimes of Freedom», se aventuraba en el terreno del simbolismo, con su abundancia de potentes metáforas y aliteraciones y, en palabras de Ginsberg, «cadenas de imágenes fulgurantes», para describir un momento de percepción que acogía a todos los confundidos y maltratados del mundo. Otras canciones incluían consignas a la última y alusiones a la cultura popular inéditas en la música folk contemporánea, ligadas a minidramas absurdos, hilarantes y satíricos. Sin embargo, si este álbum —que incluía una canción que se reservó para una nueva grabación, «Mr. Tambourine Man»— marcó el giro inicial hacia lo que Dylan no iba a tardar en llamar «música de visión», también reflejaba el odio que Dylan sentía por la injusticia y su insistencia en la honradez que se requería a la hora de hacer cuentas con uno mismo. Con toda su introspección, «Chimes of Freedom» puede ser la canción protesta de mayor alcance jamás escrita.

En ese momento de 1965 que D. A. Pennebaker plasmó en parte en su documental Don’t Look Back, Dylan había abierto el camino a exploraciones que generaron algunas de las canciones más poderosas que iba a componer nunca, entre ellas «It’s Alright, Ma (I’m Only Bleeding)», «Maggie’s Farm», «Highway 61 Revisited» y «Desolation Row». En dieciocho meses, plasmados en tres álbumes, este trabajo de exploración iba a culminar en esa disociación racional de los sentidos inspirada en Rimbaud que fue Blonde on Blonde.

Este período se suele relacionar con la decisión de Dylan de «pasarse a la eléctrica», tanto en vinilo como en el Festival Folk de Newport, como si él hubiera tomado la decisión, menos artística que ideológica, o para algunos cínicos, comercial, de romper con las sagradas formas del folk. Las incursiones de Dylan en el rock y el rhythm and blues eléctrico marcaron, sin duda, su transición hacia el estrellato pop. La música de los Beatles y los Rolling Stones (y, en otro sentido, la de los Beach Boys) abrió nuevas posibilidades en el sentido de que resucitó sonidos de la tradición americana que se habían quedado obsoletos o habían pasado desapercibidos. Pero las canciones de Dylan de entre 1965 y 1966, si bien evocaban un demi monde urbano, también marcaron una recuperación de la música que él había amado e interpretado desde su adolescencia, junto con el blues de Chicago de Muddy Waters (y el de Lightnin’ Hopkins), al tiempo que le ayudaba a profundizar en temas y motivos ya presentes en su obra, los del amor, la pérdida y la inquietud americana.

Bob Dylan, Estudio A de Columbia Records, Nueva York, 1965. Fotografía de Don Hunstein.

Las mutaciones de su instrumento más conocido, su voz, pasaron casi desapercibidas en medio de la tempestad que supuso su «salto a la eléctrica». Conocido por la dulzura de su voz de niño, ahora Dylan adoptaba unas inflexiones a lo Guthrie que impregnaban muchas de sus primeras canciones de una simplicidad directa y contraída. Sin embargo, incluso en sus tres primeros álbumes y en sus primeros directos históricos, esa no fue la única voz de Dylan; a mediados de los años sesenta cantó con otras distintas, desde la del acusador moderno de «Like a Rolling Stone» al susurro noctámbulo de «Visions of Johanna», pasando por las voces alternativamente alucinadas y desafiantes de los tensos conciertos que dio con The Hawks en 1966.

Los conciertos de 1966 también mostraron a un Dylan al límite, a veces al borde del abismo. Sobrevivir a un extraño accidente de moto en julio le permitió abandonar las giras y quedarse en Woodstock, Nueva York (donde había pasado gran parte de su tiempo libre desde 1964), recuperar la salud y construir otra clase de vida familiar con su nueva esposa, Sara. Sin embargo, esta retirada, contrariamente a lo que se suele decir, apenas interrumpió su producción creativa. Recluido con The Hawks, el grupo que ahora se hacía llamar The Band, en la protectora Woodstock, Dylan reconectó con los elementos folk de su repertorio y creó novedades experimentales alrededor de la música de visión, aunque más despojadas y más conectadas con cadencias e imágenes bíblicas. En dieciocho meses produjo las grabaciones informales que se convertirían en The Basement Tapes y publicó uno de sus álbumes más perdurables, John Wesley Harding.

Justo el final de los últimos años sesenta y la primera mitad de los setenta trajeron consigo reveses muy graves, tanto artísticos como personales. La serena Woodstock, cada vez más invadida de cazadores de recuerdos, ya no ofrecía tanto estímulo creativo. Recuperar una voz anterior y volver a una de sus primeras fuentes de inspiración, el country & western, así como a Nashville, sede de las grabaciones de «Blonde on Blonde» y «John Wesley Harding», dio como resultado el comercialmente exitoso y brillantemente interpretado, pero limitado artísticamente Nashville Skyline, seguido de Self Portrait, un trabajo mayormente olvidable, aunque, como muestra de las inquietudes de Dylan, interesante desde el punto de vista documental. Los negocios de Dylan sufrían problemas importantes (y provocaron una deserción temporal de Columbia); un intento de trasladar a su familia a Greenwich Village trajo consigo una atención poco bienvenida en una escena encogida; su matrimonio empezaba a tambalearse. Esta época no estuvo desprovista de trabajos compositivos sólidos, muchos de ellos contenidos en el álbum neoyorquino de regreso New Morning, publicado en 1970, así como dos canciones perdurables, «Knockin’ on Heaven’s Door» y «Forever Young». Sin embargo, su regreso a las giras en 1974, con The Band, ya un grupo relevante por derecho propio, se saldó con un asombroso éxito de ventas, pero también con una impresión de agotamiento creativo, una sensación de potencia despojada de sentimiento. Dylan se confesó aquejado de «amnesia» para escribir canciones como las que componía al principio.

Pero no tardaría en afirmar que había aprendido «a hacer de forma consciente lo que sentía de forma inconsciente». Durante el verano de 1974, por consejo de amigos, asistió a las clases que impartía en Manhattan un decidido profesor de pintura y filósofo/gurú, Norman Raeben, que le instó a reconfigurar el tiempo y el espacio. Unos años después, Dylan reconocería de pasada lo que había aprendido de Raeben, aunque posteriormente lo negaría, guardando, como siempre, el secreto de su estilo compositivo.

Sea como fuere, Dylan regresó a los estudios de grabación en septiembre, para grabarBlood on the Tracks, un punto de inflexión cuya mejor interpretación es la versión original grabada en estudio, que en el último momento fue reemplazada por la propuesta menos afilada que editó Columbia. Reaparecieron los temas y estados de ánimo que conocíamos de la obra de diez años antes, pero con un nuevo aplomo y una nueva economía, como en la cruda y reveladora historia de desamor «Idiot Wind». El personaje de Dylan, siempre esquivo, flotaba de una canción a otra, y la versión que más claramente emergía era la del trovador errante, en la carretera tanto de hecho como en metáfora.

Al verano siguiente, tras un viaje por Francia que lo llevó hasta el Rey de los Gitanos, Dylan regresó a Nueva York, donde Greenwich Village revivía gracias en parte a la escena punk que giraba en torno al CBGB del Bowery. Echando mano de una dispar colección de viejos amigos y, en ocasiones, de otros nuevos, reunió esa especie de troupe en la que venía pensando desde hacía tiempo y la bautizó con el nombre de Rolling Thunder Revue. Principalmente, actuaron en pequeños teatros de Nueva Inglaterra durante el otoño anterior al inicio de las celebraciones del Bicentenario de Estados Unidos, una gira de conciertos como no se había hecho nunca, y como no se ha vuelto a hacer después. Dylan también grabó una remesa de canciones nuevas, decididamente teatrales (publicadas, no menos teatralmente, en forma de un álbum llamado Desire, como el tranvía que se llamaba deseo), todas las cuales se correspondían con la teatralidad de las actuaciones en las que salía a escena con la cara pintada de blanco. A todo esto, Dylan también estaba rodando una película, tan informal como meticulosamente planeada, mientras creaba un minimovimiento político (y grababa un apreciable relato cinematográfico) en apoyo del boxeador Rubin «Hurricane» Carter, que había sido encarcelado, con pruebas dudosas, por un asesinato que decía no haber cometido.

La aventura de Rolling Thunder reunía reencarnaciones estéticas al tiempo que las revisaba, personificadas en una comunidad itinerante que era en parte commedia dell’arte, en parte carnaval puramente americano. Resumen de dónde había estado Dylan y dónde estaba ahora, repleta de poesía y política, la Rolling Thunder Revue desafiaba la desilusión post-Vietnam y post-Watergate. También dramatizaba más claramente que nunca las complejidades de la autocreación de Dylan. En un concierto que dio en Nueva York en la noche de Halloween de 1964, Dylan había bromeado con el público diciendo que para la ocasión se había puesto la «máscara de Bob Dylan». Actuaba bajo un disfraz, como todo artista, aunque Dylan se tomaba la confusión de imagen y realidad más en serio que otros, al tiempo que confundía a cualquiera que intentara asomarse a su interior. Diez años después, en Rolling Thunder, el Pierrot de cara blanca se convertía en su nuevo artificio, que no era lo mismo que la persona que había detrás de él, ni la persona que había detrás de esa persona.

Pero la fuerza de ese artificio no perduró. En 1976, la segunda etapa de la Revue, que se extendió desde Florida hasta Colorado, aunque repleta de actuaciones intensísimas, tuvo un aire diferente, más atropellado, y careció de la atmósfera especial y la intensidad de la primera fase de la gira. La película de Dylan Renaldo y Clara, cuyo montaje consumió gran parte de su tiempo y energía en 1977, fracasó en Estados Unidos. Su matrimonio, hecho trizas, desembocó en un complicado proceso de divorcio y custodia. En 1977, la repentina muerte de un héroe, Elvis Presley, lo hundió en el desánimo. En 1978, un nuevo álbum, Street-Legal, y una larga gira con una gran banda con coro, aunque bien recibidos en el extranjero, fueron muy criticados en su país.

Hacia el final de la agotadora gira de 1978, en un concierto en San Diego, Dylan vio un pequeño crucifijo que alguien había lanzado al escenario y se lo guardó; dos días después, en una habitación de un hotel de Tucson, tuvo una visión literal de Jesucristo. Renacido, y habiendo establecido contacto con la fervorosa congregación premilenarista Vineyard Fellowship de California, Dylan dio un nuevo giro. Empezó a escribir e interpretar canciones góspel originales, respaldado por un formidable coro de cantantes negras y un enérgico conjunto de rock, en conciertos puntuados por prédicas de Dylan. Considerada por un influyente sector de la crítica y los fans como la última traición comercial de Dylan —este giro coincidió con la irrupción de la Mayoría Moral conservadora en apoyo de Ronald Reagan—, las letras cristianas de Dylan darían lugar a uno de sus álbumes más vendidos, Slow Train Coming. (Por otro lado, como pocos señalaron entonces, este disco tenía su origen en esa fascinación por la música góspel que siempre había formado parte de la educación de Dylan, desde la inclusión de «Gospel Plow» en su primer álbum hasta una de sus primeras letras, «Gospel News».) Con el tiempo, un par de giras góspel convirtieron incluso a algunos escépticos al nuevo arte de Dylan, si no a su doctrina apocalíptica, aunque esto no llegó a apreciarse plenamente hasta cuarenta años después, con la publicación de The Bootleg Series Vol. 13: Trouble No More 1979-1981.

Bob Dylan, gira de 1974. Fotografía de Barry Feinstein.

Los tres álbumes de estudio que conforman su etapa de góspel cristiano trazan una progresión: desde la condenación hasta la redención agradecida, pasando por redención mezclada con reflexión. Esta última se plasma en una de las grabaciones más conmovedoras de Dylan, la canción de corte blakeano/bíblico «Every Grain of Sand», incluida en el enormemente infravalorado Shot of Love. Los álbumes desarrollan elementos del siempre cambiante modelo de Dylan, desde los temas apocalípticos de canciones tempranas como «When the Ship Comes In» hasta las parábolas de John Wesley Harding como «All Along the Watchtower». También marcan una inmersión en el sur de Estados Unidos, no en el Tennessee del country & western, como antes, sino en el sur afroamericano más profundo de Alabama (donde se grabaron dos de los álbumes), recreado en actuaciones muy escenificadas que, en lugar de los espectáculos de carnaval de la Rolling Thunder Revue, parecían recreaciones de funciones de barraca antigua.

En 1983, con el nuevo cambio de rumbo que marcó Infidels, Dylan se replanteó su devoción específicamente cristiana sin abandonar las referencias bíblicas y las imágenes apocalípticas. Pareció completar sus reflexiones con una contemplación de la corrupción humana y de un mundo que se tambalea hacia la perdición, presentada como un recorrido por la historia del sur, desde los tiempos de la esclavitud en adelante, un progreso fundado en la reelaboración por parte de Dylan de la melodía de la venerable «St. James Infirmary». La piedra de toque de esta canción es un bluesman-vocalista de los años treinta que décadas atrás, a su vez, había convertido «St. James Infirmary» en una canción sobre un jugador de dados moribundo, el testigo ciego cuyo nombre se convirtió en el título del tema, «Blind Willie McTell».

Por motivos que solo él conoce, Dylan decidió desechar «Blind Willie McTell» —un tema que no vio la luz hasta ocho años después, con el primer lanzamiento oficial de sus ediciones «bootleg»—. Esta decisión debilitó Infidels, un álbum que fue proclamado por muchos, no siempre con acierto, como la última rehabilitación de Dylan. El resto de la década de los años ochenta fue movido, pero menos prolífico en inspiración creativa. En 1988, Dylan admitió que no conseguía alcanzar el estado de ánimo necesario para componer con la rapidez de antaño, cuando lo hacía «rapidísimo». Veinte años después, en su libro de memorias Crónicas I. Memorias, se describía como «un cascarón vacío y quemado... en el pozo sin fondo del olvido cultural». Grabó álbumes de material nuevo que ofrecieron un puñado de canciones notables, sobre todo, una larga saga de base cinematográfica coescrita con Sam Shepard, «Brownsville Girl», y otra colaboración, «Silvio», un tema hard rock compuesto junto a Robert Hunter. Errores de criterio lo llevaron a participar en proyectos condenados al fracaso como una película tan descabellada como Hearts of Fire (que ni su carisma personal pudo salvar) y la desastrosa gira con Grateful Dead, lo más cerca que estuvo nunca de vender nostalgia en directo.

Se diría que la fuerza que le faltaba a sus nuevas canciones, Dylan la volcaba en los mejores directos de sus giras en solitario, con su elenco cambiante de músicos tan soberbios como Tom Petty y su banda, los Heartbreakers. Estos empeños pusieron en marcha aquello que los fans dieron en llamar The Never Ending Tour (la gira interminable, título que Dylan detestaba y que repudió), una sucesión incesante de conciertos, a veces más de cien al año, que ha continuado hasta nuestros días. A finales de la década, en Nueva Orleans, se asoció con el productor y músico Daniel Lanois y con un grupo de músicos del lugar para grabar la avalancha de buenas letras que es Oh Mercy. Más o menos por esa época, algo que empezó como una broma con George Harrison se convirtió en un relajado proyecto de equipo participado por Harrison, Petty, Roy Orbison y JeffLynne como The Traveling Wilburys. En efecto, gran parte del trabajo más interesante de Dylan después de 1983 y durante el resto de la década surgió de colaboraciones, no de la soledad buscada en la que afirmaba haberse apoyado en el pasado.

Bob Dylan, Rolling Thunder Revue, 1975. Fotografía de Ken Regan.

De pronto, en 1991, Columbia publicó en un cofre los tres primeros volúmenes de lo que se convertiría en la Bootleg Series de Dylan, compuesta por grabaciones raras y que hasta entonces permanecían dispersas. También abundante en material de los primeros años de Dylan, este recopilatorio incluye algunas obras inéditas y tan reveladoras como «Blind Willie McTell». Y luego, un año después, Dylan sacó Good as I Been to You, el primer álbum compuesto íntegramente por interpretaciones acústicas en solitario desde Another Side, pero ahora dedicado a temas tradicionales folk y blues. Parecía un regreso al pasado, pero el nuevo álbum resultó ser un anuncio del futuro, del mismo modo que Another Side había prefigurado la música de visión de mediados de los años sesenta.

Durante años, los directos de Dylan habían incluido un segmento acústico en el que interpretaba canciones como «Rank Strangers to Me» y «The Lakes of Pontchartrain» (una reelaboración de «Lily of the West», la canción que había popularizado el irlandés Paul Brady). Y luego, escuchar una larga grabación recopilatoria personal de canciones antiguas —una especie de amplia actualización personal de la Antología de Smith— le ayudó a reconectar con los fundamentos de su léxico. En Good as I Been to You, y el álbum que vino luego, World Gone Wrong, publicado en 1993 y aún mejor que el anterior, Dylan actúa con la cruda intensidad y originalidad de otros tiempos, haciendo suyas canciones que conocía al dedillo desde hacía mucho tiempo. Más tarde, en una poderosa aparición en la serie MTV Unplugged de 1995 —ataviado con sus gafas Ray-Ban de alrededor de 1965 y una camisa de lunares, y acompañado por su última banda magnífica, presidida por el bajista Tony Garnier—, llevó esa misma intensidad a nuevas versiones de composiciones propias de principios de la década de los años sesenta en adelante. En 1997, una misteriosa dolencia cardíaca estuvo a punto de acabar con su vida, pero se recuperó a tiempo para volver a la carretera cuando Columbia publicó el primer álbum de canciones originales del artista en siete años, Time Out of Mind.

Desde las primeras y entrecortadas notas del órgano del primer tema del disco, «Love Sick», el nuevo álbum sonaba distinto a todo lo que Dylan había grabado antes, con interpretaciones envueltas en un pantanoso efecto eco añadido por Daniel Lanois, con quien Dylan se había reencontrado. El efecto ahoga la música, pero el virtuosismo de los músicos sobrevive, igual que las canciones de Dylan sobre el tiempo que se agota, sobre sentirse atrapado o atado de pies y manos, sobre un cantante que atraviesa un paisaje arrasado por la particular estupidez humana. («I’m walking / through streets that are dead», «Camino / por calles muertas», empieza diciendo el primer tema: quien camina está hastiado de un amor al que no puede renunciar.) Y entonces, gradualmente, comprendemos que Dylan ha tomado fragmentos de letras y melodías de distintos letristas y artistas que van desde Charley Patton hasta Robert Burns, y que los ha transformado para sus propios fines.

Bob Dylan, sesiones de Tempest, 2012. Fotografía de John Shearer.

No hay nada nuevo, hay que decirlo, en esta clase de apropiación en la obra de Dylan, incluso (o quizás especialmente) en sus letras más sorprendentes de mediados de los años sesenta. En una lectura atenta de «Desolation Row», por ejemplo, afloran imágenes que parecen sacadas de la novela de Jack Kerouac Ángeles de desolación, que se publicó unos meses antes de que Dylan grabara la canción y a la que Dylan ha dado distintos usos. Pero en Time Out of Mind, la técnica parece más evidente y decidida. «Well my heart’s in the highlands» («mi corazón está en las tierras altas»), empieza diciendo el largo tema final, «Highlands», un préstamo indisimulado de Burns, pero después la letra mezcla las tierras altas escocesas con las de la América profunda, donde se crio Robert Zimmerman.

Sin efectos especiales —después de Time Out of Mind, Dylan empezó a producir sus trabajos de estudio de forma exclusiva, bajo el nombre de Jack Frost—, combinaciones parecidas de tema y técnica iban a dominar los dos magistrales álbumes que vinieron después, «Love and Theſt» y Modern Times. Ambos contienen canciones que abordan el proceso de envejecer, que lo desafían, canciones sobre seguir en forma de lucha, pero que también dicen que, en parte —y quizás en su totalidad—, el esfuerzo no es sino autoengaño: «I got my hammer ringin’, pretty baby, but the nails ain’t goin’ down» («Descargo el martillo, guapa, pero no entra el clavo»), canta Dylan en «Summer Days». Hay canciones que, si no exactamente posapocalípticas, son poscatastrofistas, ya sea la catástrofe una inundación («High Water [For Charley Patton]»), alguna falta personal inespecífica («Mississippi»), o la destrucción de toda una forma de vida («Workingman’s Blues #2»). En medio de tanta muerte y tanto caos, el apego a la familia, los amigos, la pareja y otros seres queridos parece el contrapeso más poderoso del mundo (como en «When the Deal Goes Down», de Modern Times).

Dylan también desarrolló y perfeccionó su técnica de extraer frases y melodías y rehacerlas a su gusto, no como un mero pastiche, sino como una reivindicación del pasado en unos tiempos modernos desalentadores y fragmentados. Algunos de los préstamos más claros proceden del tipo de fuentes con las que Dylan había forjado su modelo original cuarenta años antes, y a las que nunca renunció, desde el intérprete de banjo country de los años veinte Charlie Poole hasta bluesmen como Robert Johnson y Hambone Willie Newbern. Pero Dylan bebía de fuentes de todo tipo, adaptaba párrafos enteros de Ovidio, Virgilio y del japonés Junichi Saga, el escritor de novelas del hampa, al ritmo de melodías que habían compuesto personajes como Carmen, el hermano de Guy Lombardo, y versionado, entre otros, Bing Crosby.

El último giro creativo de Dylan también levantó una ventisca: la crítica tildó a sus nuevas canciones de plagios descarados, apropiaciones no reconocidas del trabajo de otros. Más allá de las complejidades del uso justo y las leyes de derechos de autor, los acusadores no lo habían entendido: juzgaron las canciones con una rectitud censora que les impidió escuchar el juego de la imaginación de Dylan. En 1964, cuando ciertos guardianes de la virtud folk empezaron a censurar la reorientación artística de Another Side of Bob Dylan, Johnny Cash los instó, en una carta abierta, a «callarse y dejarle cantar». Dylan, aunque herido por los ataques, siguió cantando sin inmutarse, y, la tempestad no tardó en amainar. Lo mismo ocurriría con las objeciones que se formularon contra los robos a lo minstrel que cometió Dylan en su obra posterior. Modern Times, sobre todo, triunfó comercialmente más rápido que cualquiera de los álbumes anteriores de Dylan. Para la segunda década del nuevo milenio, ya la crítica coincidía en afirmar que el trío de álbumes que comenzaba con Time Out of Mind alcanzaba la altura del resto de las series que constituían las cumbres de la carrera de Dylan.

Dylan cumplió sesenta y cinco años, la edad tradicional de jubilación, el año en que se publicó Modern Times, pero su producción no hizo sino aumentar, solo que ahora a lo largo de una amplia gama de proyectos. En 2004 se editó un libro de memorias que pocos sabían que se encontraba en curso, Crónicas I. Memorias (Chronicles: Volume One). Lúcido y evocador, este libro contiene algunos de los elementos de la última etapa de su obra compositiva: desarticulado en estructura, bebe calladamente de muchas fuentes, y está impregnado de gratitud hacia las personas que ha conocido a lo largo del camino. No necesariamente lo que la mayoría de los críticos y lectores esperaban del autor de «Like a Rolling Stone» y «Positively 4th Street». El libro le valdría a Dylan una mención especial del Premio Pulitzer y contribuiría a la concesión del Premio Nobel de Literatura ocho años después. Más tarde, el lanzamiento de Modern Times coincidió con el inicio de un nuevo proyecto, un programa de radio semanal en el que Dylan, en su papel de DJ, archivista e impávido humorista, presentaba una amplia variedad de obras musicales dedicada a un tema concreto, una vez más en la línea de sus composiciones más recientes. Mezclando lo aparentemente arcaico con la última tecnología de radio por satélite, Theme Time Radio Hour se emitiría durante dos años, a lo largo de cien entregas.

Dylan volvió a la experimentación cinematográfica a la que parecía haber puesto fin con Renaldo y Clara y en 2003 colaboró con Larry Charles en Anónimos (Masked and Anonymous), una historia sobre buscavidas y artistas de circo en una tierra arrasada, centrada en un tal Jack Fate, el último trasunto velado y refractado de Dylan. También participó en dos aclamadas películas dirigidas por Martin Scorsese, un documental biográfico, No Direction Home, y una versión más fantasiosa de la gira de 1975, Rolling Thunder Revue.

Dylan había dado sus primeros pasos como dibujante y pintor mucho antes de su encuentro con Norman Raeben. (En 1973 decidió añadir algunos borradores y viñetas a un libro de letras de sus canciones para crear Writings and Drawings.) Continuó practicando esta actividad, al principio como entretenimiento durante sus giras de conciertos, y luego más en serio como pintor. De la serie Drawn Blank, consistente en bocetos rellenos, pasó a The Asia Series y luego a The Beaten Path, una amplia serie de paisajes que de nuevo reflejaban el apego de Dylan a esa América arcaica que se encuentra más allá de las rampas de salida de las superautopistas. Cuando no estaba pintando, Dylan también se dedicaba a la soldadura de metales, creando grandes portones artísticos y otras creaciones a partir de objetos encontrados.

Durante todo ese tiempo, Dylan mantuvo su incesante agenda de giras internacionales, con el bajista Garnier como presencia inexcusable. Una importante colección de canciones nuevas, Tempest, publicada en 2012 —el tema homónimo es una crónica del hundimiento del Titanic—, siguió a un álbum de obras compuestas originalmente para una película francesa y a un álbum de melodías navideñas que también se convirtió en un homenaje a Bing Crosby. Ya desde mediados de los años ochenta, Dylan había hablado de versionar una selección de clásicos americanos; lo hizo, a partir de 2015, con una serie de cinco discos, tres de ellos recogidos en un solo lanzamiento, que consistió en reinterpretaciones de material mayormente asociado a Frank Sinatra.

La pandemia de la covid-19 interrumpió su agenda de giras a principios de 2020, pero entonces, a finales de marzo, cuando ya se acercaba a los ochenta años, Dylan colgó en internet la canción grabada más larga de su carrera. Las canciones sobre magnicidios («Charles Guiteau», «Mr. Garfield», «White House Blues») forman parte de la tradición estadounidense tanto como las baladas sobre el Titanic; y Phil Ochs compuso la que algunos consideran su mejor canción, «Crucifixion», sobre el asesinato de John F. Kennedy. «Murder Most Foul», la pieza de Dylan sobre JFK, que dura más de dieciséis minutos y suena como un ensalmo, describe el atroz acto de forma más precisa —más íntima, más gráfica— que cualquier canción sobre magnicidios que se haya hecho nunca, pero al mismo tiempo es más histórica, puesto que describe un trauma que es al mismo tiempo global y profundamente personal (para Dylan, como para todo el mundo) como el momento en que empezó la caída de Estados Unidos. También la Historia impregna el álbum que le siguió enseguida, Rough and Rowdy Ways, incluida la muerte del presidente William McKinley que da comienzo a «Key West (Philosopher Pirate)», un onírico tema sobre un paraíso divino que espera al final del camino.

La historia ha continuado hasta llegar hasta nuestros días, con una gran retrospectiva de arte («Retrospectrum», 2019), un vídeo de larga duración (Shadow Kingdom, 2021) y la publicación en 2022 de un nuevo libro, Filosofía de la canción moderna (The Philosophy of Modern Song), el primero de Dylan desde Crónicas. Y la polémica nunca ha dejado de perseguirle. ¿De verdad merece un cantautor recibir el Premio Nobel de Literatura? Algunos defensores señalan a Homero, Safo y Robert Burns, todos los cuales fueron letristas. ¿Quién osaría decir que ellos no lo habrían merecido? Otros defensores dicen: ¿y qué? Sobre el tema de lo que es literatura y lo que no lo es: nada es tan seguro. Pero ¿y todos esos préstamos no reconocidos, ahora descubiertos en sus pinturas y escritos, así como en sus canciones? ¿Qué ha sido de la transparencia y la originalidad (como si el arte debiera ser transparente y los orígenes lo fueran todo)?

En aras del rigor, permíteme proponerte un experimento. Ve a un ordenador y escribe el epigrama con el que empieza este artículo en el buscador de Google. Aparecerán (en el momento en que escribo estas líneas) 339 resultados referidos a Bob Dylan. Escribe solo la primera parte del epigrama, «Life isn’t about finding yourself» («La vida no consiste en encontrarse a uno mismo»), y obtendrás 358 millones de resultados que atribuyen la frase a George Bernard Shaw, junto con el comentario de que la vida consiste en crearse a uno mismo. ¿Acaso Dylan le robó esas frases a Shaw? ¿Me ha vuelto a engañar? ¿A mí y, evidentemente, a otras 339 personas o más? ¿Acaso importa?

No. En absoluto. E importa menos que cero una vez que intentas descubrir dónde escribió Shaw esas fascinantes frases y no encuentras referencia o texto alguno, ni en internet ni en ningún resultado de Shaw. Quizás nunca lleguemos a conocer los detalles, pero lo que sí sabemos es que Shaw nunca escribió esas palabras, en tanto que Dylan sí las pronunció, sin duda alguna. También sabemos que, aunque Dylan sacó de algún lugar esas frases sobre la autocreación, también añadió sus propias frases sobre crear cosas, lo cual cambia por completo la perspectiva sobre el comentario. La cosa se convierte en un juego de habilidad perdido en la misma cinta de Moebius de ilusión y realidad que ha sido uno de los sellos distintivos de Bob Dylan desde el momento en que empezó a hacerse llamar Bob Dylan.

U.S. 285, New Mexico, 1955, de The Americans. Fotografía de Robert Frank.

Esta historia no tiene fin, no lo tendrá nunca. Pero, por ahora, dejemos que sean tres las imágenes que reflejan la inspiración nunca perdida de un artista que está entrando en su novena década y que sigue en la carretera. La primera imagen, el gran lienzo de Dylan Endless Highway, o carretera infinita, de la serie The Beaten Path, representa esa carretera. Es una imagen de algún lugar en el que ha estado (o quizás no), pero también del sitio hacia el que podría estar desplazándose ahora mismo. Pero solo presenta la capa superior de la imaginación de Dylan.

En un plano más profundo, la segunda imagen tiene mucho del espíritu de esa pintura, y bien podría haberla inspirado. Pero también surgió de un entorno que marcó desde el principio la obra y la vida de Dylan: una fotografía de Robert Frank, U.S. 285, New México, 1955, de su colección The Americans, en su día malinterpretada y ahora clásica. Bajo esa fotografía, imagina un fragmento del comienzo de la introducción de Jack Kerouac a la colección de Frank:

ESTA EXTRAÑA SENSACIÓN EN AMÉRICA cuando el sol calienta las calles y la música sale de la gramola o de un funeral que se celebra en las cercanías. ¡El humor, la tristeza, la INTEGRIDAD y la americanidad de estas imágenes!

Endless Highway, de The Beaten Path, 2016. Pintura de Bob Dylan.

Por último, en un plano más profundo aún, un fotograma del final de Tiempos modernos (Modern Times, 1936), la película de Charlie Chaplin. En sus primeros directos, antes de que encontrara su verdadera voz, Dylan atrapaba al público con pequeños movimientos teatrales que la gente definía como chaplinianos; y, aunque hacía tiempo que había abandonado los atavíos de pordiosero, décadas más tarde estableció un vínculo permanente con Chaplin cuando bautizó uno de sus álbumes con el nombre de Modern Times. En la foto vemos al malhadado personaje de Chaplin y una mujer (Paulette Goddard), dos personajes a los que ha abandonado la suerte, dándoles la espalda en una carretera muy parecida a la del cuadro de Dylan y a la de la fotografía de Frank. (Si nos fijamos en el cuadro de Dylan, su carretera podría ser una mezcla de las otros dos.) Chaplin y Goddard recorren ese camino al amanecer, iluminados por el sol naciente, albergando cierta esperanza de un giro de la fortuna.

Debajo de esa imagen, imagina a modo de epílogo un extracto de una famosa rueda de prensa celebrada en San Francisco en 1965:

REPORTERO: ¿Hay algo además de sus canciones que quiera decir a la gente?

BOB DYLAN: Buena suerte.

REPORTERO: Eso no lo dice en sus canciones.

DYLAN: Sí, al final todas las canciones se apagan con un «Buena suerte, espero que lo consigas».

Fotograma de la película Tiempos modernos, 1936. Dirigida por Charlie Chaplin.

Bob Dylan, 1957 foto del anuario de 1957. Autoría desconocida.