
Pasaron al interior y Odim acondicionó un desusado cuarto para la ocasión. Era una sala amplia, con una mesa ratona en el centro, rodeada por largos sillones de madera de pino con almohadones en tela bordada. Ghalas pasó junto a una chimenea –apagada por el desuso y la estación–, y se apoyó sobre una gaveta que podría estar repleta de papiros inservibles o, simplemente, vacía. Un escaparate con botellas añejas de vino y aguardiente se alzaba enfrente. A juzgar por las telarañas, hacía tiempo que el mago no encontraba una ocasión para brindar.
El piso de madera crujió cuando los tres magos de Anthelus se sentaron en uno de los sillones. La penumbra era tan honda que ni los numerosos candelabros consiguieron desterrarla por completo una vez encendidos.
–El gran concilio tiene ojos y oídos en todas partes –comenzó Albamon aceptando la copa de vino que Odim le tendía–. Aquello que los confines de Andurien encubren, le es revelado tarde o temprano: oye lo ocurrido en el norte, en el mismo palacio real de Helendir; está informado de los abusos en el este, en los leales distritos de Oslig e Islliat; sabe del Extremo Sur y las tierras exteriores de Simeria.
»Incluso la existencia de esta... escuela.
Al muchacho le resultó llamativo el menosprecio de esas palabras.
–Hemos oído de tus destacadas dotes –se refirió a él, precisamente, el mago, tras beber y dar su aprobación de calidad–. Acerca de algunos prodigios –parecía saborear cada palabra, haciendo una pausa para dotarla de cuanto suspenso fuera posible. Ghalas miró de soslayo a su maestro. Nadie estaba al tanto del suceso de las Ebba, pero por algún motivo el mago parecía referirse a ello–. El Urdamhan no te ha perdido el rastro desde entonces, muchacho; claro que no –siguió aquel inmerso en sus cavilaciones–. Mientras hacía la vista gorda sobre las irregularidades que han rodeado tu enseñanza –Ghalas se sobresaltó otra vez. Odim mantenía la vista fija sobre los listones de madera agujereada, como si hubiese esperado que aquello sucediera algún día–. Pues Anthelus se ha caracterizado siempre por destacar al mago sobre sus orígenes.
»Aquel que descuella en nuestro arte, el que persevera sobre el obstáculo; ese es el hombre que buscamos.
Hizo una pausa para beber. Nadie en la instancia osó interrumpirle, siguiendo el flujo imaginario del vino por su gaznate.
–La necesidad apremia –habló cuando estuvo saciado–. Anthelus te ha estado observado en silencio. Pero ha llegado el tiempo de que tu instrucción siga los caminos establecidos por aquellos hombres cuya sabiduría es acatada. Bastante has aprendido de los Eclipsados.
–¿Eclipsados? –ya no se contuvo–. ¿A qué se refiere?
–Esta escuela, si bien abastecida con literatura ortodoxa y una línea dogmática, no ha sido avalada nunca por el cónclave. Surgió sin nuestro consentimiento y ha infringido la ley de Anthelus. Sólo su acatamiento de las numerosas normas de enseñanza la han salvado de caer en el pozo insondable de la purgación –Ghalas empezaba a temerlo. Las palabras del enviado de Anthelus eran claras–. Dado tu potencial, el cónclave no te quiere fuera de su tutela. Si pretendes continuar tus estudios, habrás de hacerlo bajo nuestra guía.
La declaración lo encandiló y, a la vez, lo contrarió. Ese hombre acababa de verbalizar sus sueños, ofreciéndole estudiar en una de las grandes academias de magia; quizás, dentro de la misma ciudad de Anthelus. Pero por la misma razón, aquello le aterrorizaba. Nunca antes había abandonado la comarca de Roden. Vivir en una urbe como Corella, Erwing o incluso Anthelus se le antojaba apabullante. Sin su maestro, sin Drael... ¿Y Lekhim? No podía quitarse de la cabeza que había prometido ir en su busca cuando llegara el momento. ¿Pero el momento de qué?
–No hace falta que lo decidas ahora, muchacho –le tranquilizó el representante–. Permaneceremos esta noche en Roden, reponiéndonos del largo viaje. Cuando te decidas ven a vernos a la Mansión del Viajante, junto al...
–Sé donde queda –intervino–. La villa no es muy grande.
Albamon lo escudriñó con ojos que reprobaban sus modales. Desvió la atención a su maestro y asintió.
–Ya lo creo que no.
Luego le pidieron que aguardara fuera mientras dialogaban a solas con Odim. Al rato, los cuatro salieron y se despidieron. Bufando, el maestro dio un leve tirón a Ghalas para conducirlo a su despacho.
–No puedo oponerme a tu decisión –admitió instantes después, mientras calentaba agua en la pequeña sala–. Tienes la edad suficiente para elegir por ti mismo. Pero es mi deber advertirte que el Lekhim no deseaba esto –su tono era apretado y casi vuelca el té al inclinar la jarra.
Ghalas, sin embargo, decidió aprovechar la oportunidad para obtener algunas respuestas.
–¿Y qué pretendía? –obligó a Odim a concederle su atención–. Porque nunca has vuelto a hablar de ello.
El maestro fue desde el rostro inquisidor hacia la mesa. Parecía más viejo que de costumbre; cansado.
–¿Qué quieres que te diga? –suspiró–. Sabes que Lekhim no era un… hombre locuaz, y menos en cuanto a los misterios que le envolvían.
Ghalas entrelazó los dedos en su cabellera.
–Pero ¿cómo sabes si ese momento no pasó ya? –insistió compungido–. Descubrí la verdad acerca de Zam Gir. El descendiente de Minhaz Gir no llegó a liderar el ejército que se agrupaba en el norte. ¡Quizás a ello se refería! Quizás mi tarea fue cumplida. Esta oportunidad que se me ofrece es única.
Odim se le quedó mirando. Ya no se parecía a aquel cándido muchacho incapaz de distinguir lo sensato de lo irracional. Su voz se había agravado, su cuerpo era ya el de un joven maduro.
–Numerosas veces lo he meditado. Tal vez estés en lo cierto –apuntó deambulando por el pequeño cuarto–. El Lekhim hacía exagerado hincapié en aquello de la esfera. Como si ocultase ella la razón de su silencio. Tus sueños... aquellos que dicho objeto promoviera, estaban relacionados con Zam Gir. El que hayan acabado… podría indicar que era ese tu papel.
Ghalas movió la cabeza con los labios prietos.
–Quizás, simplemente, el Lekhim cumplió su condena y regresó con los suyos –continuó Odim–. Al actuar conforme a sus deseos, conseguiste su liberación.
El joven aprendiz se mesó el mentón.
–Pero, ¿qué papel cumplieron los otros? –arriesgó.
–¿Qué otros?
Ghalas alzó una mano, como si pudiese ver a los demás estudiantes a través de las paredes.
–Eriam, Borinderis... Cuando me hablaste del interés de Lekhim por alzar esta escuela mencionaste que había otros niños especiales.
El regente detuvo su andar. La túnica encontró reposo. Inspiró con aplomo.
–Nunca dije que hubiera otros...
El joven se repantigó en el asiento.
–Sí, lo dijiste. Dijiste que había otros como yo. Que Lekhim te había ordenado construir una escuela para niños especiales.
–Eso último dije... Tú fuiste quien interpretó que había otros. –Una considerativa mirada acudió a su rostro–. Yo, simplemente... no hice nada por desmentirlo.
La expresión de Ghalas se crispó.
–Me mintió.
–No te mentí –endureció el gesto–. Demasiado había confesado ya. Demasiado, teniendo en cuenta mi promesa de silencio. Únicamente… no intenté corregirte.
–Podría habérmelo dicho luego –insistió desencantado.
Odim adoptó un aire ofendido.
–¡Pues me ordenaron que no lo hiciera! ¡Y un Lekhim debe tener mejores razones que tú, ¿no crees?
Aquello suavizó el enojo de Ghalas. O al menos lo conminó a un profundo silencio. Pasado el momento, aquel intentó hacerle entrar en razón, pero el muchacho se sentía traicionado. Se sirvió, entonces, agua caliente y bebió callado, respetando su proceso de asimilación.
–Vuelve a casa Ghalas. En vano será que intentes concentrarte. Una decisión trascendental aguarda a la vuelta de la esquina. Es necesario que tengas la mente despejada para afrontarla.
Ghalas asintió mientras se dirijía hasta la puerta principal. Cuando se cerró, dedicó unos instantes a otear el horizonte de casas que componía Roden. Una honda emoción lo embargó.
Drael le escrutó desde un rincón, medio oculto en la penumbra. No se movía; sólo pensaba.
–Entonces te irás –dedujo rumiando algo.
–No lo he decidido –admitió el joven–. Pero está claro que no tendré otra oportunidad igual. Tal como si la Estrella de Plata viniese por ti –suspiró ensimismado, sin notar la súbita alteración en el rictus de su compañero–. Es el colofón de todos mis esfuerzos.
–El mago más grande de todos los tiempos –expresó el mayor, memorioso.
Ghalas le miró con tierno reproche.
–No te burles. He superado esos sueños inocentes.
El hombretón mantenía las manos juntas, y la vista en un punto. Las sombras ocultaban su rostro como un velo. Se hamacó en la silla y meneó la cabeza pesaroso.
–No –pronunció; la voz ronca como el crujido de una rueda–. No lo has hecho.
El menor intentó discernir su expresión. Drael inhaló numerosas veces.
–Digo que no los has superado –puntualizó–. Siguen en ti, abatiendo cualquier anhelo que se interponga. Te nublan el juicio, te ofuscan.
–Te equivocas –intervino Ghalas afectado.
El mayor alzó la cabeza. Un pequeño haz le bañó la barbilla, iluminando una socarrona sonrisa.
–¿De veras? Dime, ¿qué tienes aparte de la magia? ¿Has cortejado a unas cuantas mujeres?
No hubo respuesta.
–¿Cuántos amigos has conseguido en Roden?
–Tengo amigos –se rebeló–. Simus, Borinderis…
Drael rió.
–Ni siquiera puedes entender de lo que estoy hablando. No son tus amigos –señaló–. Compartir clases no los convierte en ello. ¿Habéis hablado alguna vez de algo no relacionado con la magia? ¿Os habéis visto fuera de la escuela?
Ghalas se mordió el labio. Su compañero tenía razón. Se moría de celos al contemplarle, junto a sus amigos, seduciendo a cuanta mujer se le cruzara por delante. ¿Qué no habría dado por una vida licenciosa y una musculatura ejemplar? Manejar una espada como un poderoso guerrero, montar un corcel. No pudo evitar bajar la mirada hacia sus propios y espigados brazos; sus manos pulcras. En las competencias con sus viejos amigos, las que tenían lugar en Srimael, nunca había salido vencedor.
Diferente, le habían dicho. Él no sería jamás como Drael. De lo contrario, las cosas no hubiesen sido tan difíciles.
Echó un vistazo al mayor sin dejar de roerse la piel de los labios. Así tumbado, en las sombras, bien podría pasar por un gigante. Cualquiera con una figura así podría chancearse de los demás, o fanfarronear en las tabernas.
–Son lo que puedo tener –suspiró, mientras soltaba el aire que, de forma inconsciente, había estado reteniendo–. Era el camino que se me ofrecía. Me sumergí en la magia para olvidar. ¿Qué esperabas que hiciera? –Drael no se movía. Escuchaba atentamente–. Me avoqué a ello con las últimas fuerzas que me quedaban tras abandonar Srimael. Era eso o llorar como un crío. Recuerdo lo harto que estabas de mis quejas.
Drael hizo una mueca que se perdió en la penumbra.
–Entonces partirás –resumió–. No seré hombre sagaz, pero al menos puedo hilar un razonamiento hasta llegar a su conclusión inevitable.
–Los enviados de Anthelus me aguardan en la Mansión del Viajante –respondió bajando la cabeza–. Pero para serte sincero, aún no lo decido –por primera vez, Drael, asomó a la luz, visiblemente intrigado–. Hace apenas un año que los recuerdos de Srimael dejaron de hostigarme. Abandonar mi presente, justo cuando el pasado me ha soltado… Todo lo que he construido…
–¿Qué has construido? –estalló en carcajadas el mayor–. Una pila de libros polvorientos y una escuela que se cae a pedazos es todo cuanto tienes.
Ghalas apretó los labios en tanto simulaba buscar algo para ocultar su contrariedad.
–También os tengo a Odim y a ti –apuntó con fingida indiferencia.
Drael calló, unos instantes, hasta retomar el hilo.
–¿Qué extrañarías de mi? –apuntó recuperando su tono de voz inicial. Luego, se dirigió hacia la silla. Ya sentado, apoyó sus pesadas botas sobre la mesa. Los platos tintinearon a punto de caer al suelo–. ¿El golpeteo molesto de mis pasos? ¿Mis ronquidos profundos?
Si Ghalas tenía algo que objetar, lo hizo en silencio, estudiando su entorno con añoranza. Fue desde el pequeño hogar hacia el lecho junto a la ventana, de la mesa de pino a la repisa donde se agrupaban el queso, las hortalizas y unas tiras de carne seca. Las manos callosas del mayor, en tanto, arrullaban la vaina de su espada.
–Lo que intento decirte –retomó la palabra, mientras Ghalas le miraba con ojos enormes–, es que ciertamente tienes mucho que aprender antes de salir al mundo. Pero veo en ti algo que arde con la sola mención de la magia –el más chico mantuvo una expresión distante, aunque sorprendida–. Noto como se estremece tu cuerpo al contemplar al ilusionista más vulgar de las ferias. Sigues siendo un niño en lo que a ella se refiere.
»Puede que no sea capaz de juzgar tus dotes como esos sabelotodos de Anthelus –aventó el aire con una mano–. Mas nadie podrá robarme el grotesco espectáculo de los cuerpos estrangulados en las Ebba… –enfatizó.
Ghalas no movía un músculo.
–Lo que aquel día ocurrió… no puedo explicarlo debidamente. Tal vez la elfa interfiriese. Quizás el semielfo –perdió momentáneamente el habla. No eran pocas las veces que se lo cuestionaba. Un hechizo del cuarto libro, magnificado a un nivel inexplicable–. Del modo que fuera, jamás he repetido una hazaña semejante.
Drael se incorporó. Ghalas le vio rodearle con inquietud. Era inevitable recordar los tiempos en los que las discusiones acababan en feas golpizas.
–Ghaelius –dijo apoyando una mano franca en su hombro. El menor tembló bajo un aluvión de sensaciones–. No está tu lugar en esta parodia de ciudad ni entre los libros de Odim. Mucho menos aquí conmigo –ironizó–. Te debes a la magia. Así como ella te pertenece. ¡Demonios!, no recuerdo siquiera una gota de sudor que traspiraras por otra causa –la queja de Ghalas fue prontamente acallada–. Te consumirás aquí. Acabarás como esos vejestorios de biblioteca que, aun sin comprender las letras que leen, insisten en marcarlas a fuego en sus retinas. Corella es tu lugar. Siempre lo ha sido, aunque ninguno de nosotros soñara siquiera con esa posibilidad.
Al mirarle, Ghalas advirtió que tenía la vista perdida en la ventana que daba al norte.
–Hay quien dice –continuó entonces–, que tras la lluvia se esconde el arco iris –tragó saliva–. Ten por seguro, que cuando las lágrimas se sequen –un nudo le atenzó la garganta. Hubo de hacer un gran esfuerzo para continuar–, sonreirás… feliz de tu elección.
Ghalas no supo qué decir. Por más que daba razón a sus palabras algo seguía reteniéndole.
«Bueno o malo, él es lo único que queda de tu pasado», eran las palabras de Lekhim, pronunciadas muchos años antes, pero latente su sabiduría, aún hoy. Separarse de Drael era sepultar Srimael, definitivamente.
El mayor le sonrió con picardía. Aunque esta vez el gesto se tornó gélido, como atrapado en el tiempo.
–¿Quién sabe algo del mundo aquí en Roden? Lo más raro que hemos visto es esa Alta Elfa, que una vez te ayudó –bufó–. ¿Acaso no querías ver mundo?
–¿Y tú? –contraatacó el menor. Drael enarcó una ceja–. Desperdicias tus dotes trás esta rústica empalizada. No irás a convertirte en un mercenario. Entiendo que nunca hayas tomado en serio las advertencias de Lekhim, pero tenía buenas intenciones. Tan sólo nos exigía hacer algo de nuestras vidas. Somos el legado de Srimael.
–Déjate ya de idioteces –regañó, empezando a recuperar aquella hosquedad particular.
–¿Por qué tu sí puedes sermonearme?
Drael le observó concienzudamente.
–Mi tiempo para la Estrella ha pasado –decretó.
El joven Mildir no podía negar aquella declaración. Sin embargo, el vaivén de su cuerpo sugería que consideraba otras opciones.
–Quizás los juegos.
Drael, burlón, cruzó sus musculosos antebrazos y alzó una comisura del labio.
–¿Estás insinuando que estoy a la altura del gran Nimunda?
Nimunda era uno de los mayores héroes de la historia de Andurien, junto a Lugerkjan. Ambos hombres eran admirados en todos los rincones del reino.
–Nimunda fue un caso ejemplar. Amarius ganó la competición sin estar a su altura –rebatió.
Drael soltó un prolongado suspiro. Su sonrisa fue ensanchándose hasta enmarcar todo su rostro.
–Echaré de menos tus utopías, polluelo. De veras.
Y sin dejar de sonreir se incorporó para cortar un trozo de queso.
Ghalas se vio tentado de insistir, pero supo que era en vano. Cedieron sus hombros.
Esa noche se fue a acostar colmado de dudas e interrogantes. Sus párpados batallaron buen rato antes de entornarse.
Aún mucho después de que su respiración se volviera regular, Drael continuó despierto. No había pegado los ojos en todo el rato y se volvía de un lado a otro sin dar con una posición confortable.
Se levantó rumiando bajo, atravesando los pálidos haces de luz que vencían el encierro, y guiado por ellos, fue hacia el cajón donde guardaba sus pertenencias. Un rechinar acompañó la apertura de la tapa.
Permaneció un rato absorto, contemplando lo que había dentro. La garganta se le contrajo en reiteradas ocasiones, mientras los dedos, asidos de los bordes, titubeaban. Así inclinado, como el ferviente creyente que nunca llegaría a ser, se volvió hacia los dos catres, uno vacío, el otro ocupado posiblemente por última vez. Su torso desnudo se estremeció bajo una correntada.
Inclinándose hacia el interior, levantó religiosamente una daga enfundada en cuero. En el mango se lucía un ciervo, tallado con maestría. La acunó entre sus manazas, como aquel niño al que no había podido recibir. Su respiración era trabajosa, su torso subía y bajaba rítmicamente.
Poniéndose de pie con aplomo desanduvo sus pasos, deteniéndose junto al lecho donde dormitaba su compañero. Sobre el suelo había un saco. Unos libros, unos cuantos ingredientes para hechizos y una pluma afloraban como brotes de primavera. Fiel reflejo de sus titubeos, ese zurrón a medio llenar.
Partirá, reafirmó no obstante el hombretón, al tiempo que se agachaba y depositaba cuidadosamente la daga en su interior.
A continuación se incorporó, se vistió raudo y abandonó el sitio. Unos tragos en el Puerco Rollizo le sentarían bien.
Ghalas sintió que caminaba por un bosque de coníferas. Una exuberante vegetación coloreaba el paisaje, bañada en la luz de un cielo blanco y prístino. No había sol. La luz provenía de todas partes, enmarañándose en el dosel de hojas. Más allá, un prado salpicado de achaparradas colinas asomaba entre las grietas arbóreas. Corrió hacia él, como si volara, como si la velocidad impresa a sus pasos lo elevara del césped. Las hojas salieron a su encuentro, envolviéndolo con sus formas aciculares.
De pronto, se vio encima de las copas, ante un mundo vasto. El ascenso continuaba a velocidad vertiginosa. Pudo ver las bellas ciudades, la gran muralla, y allá, por detrás de todo, la nada. Giró y giró como un cometa fuera de control. Pero no había temor. Ya no, mientras Nubilum se perpetuaba en el vacío y él suspendía del espacio. De día se encontraría de nuevo en su cama, tumbado, tal como al cerrar los ojos.
Sólo un instante de aquel sueño lo aterraría hasta lo indecible antes de despertar bañado en sudor, junto a Drael, con quien compartiría un desayuno tranquilo y sin sobresaltos.
Se dejó llevar a la deriva por ese encadenamiento de imágenes sabidas de antemano, viendo el contorno de un bastón nudoso y retorcido, con un cuervo cual carbón, en su extremo. Como quien se zambulle en un lago helado, hizo acopio de fuerzas. El demonio de pupilas negras le envolvió en su mirada. Se estremeció. El tiempo se aceleraba, apabullándolo con una catarata de imágenes. Vio una mujer de cabellos color maíz; sus ojos anegados en lágrimas. Intentó abrazarlo. Luego la vio inclinada sobre túmulos mortuorios. Oyó unas palabras que no comprendía pero creía entender.
Y despertó.
Comenzaba un nuevo día en Nubilum. Tal como la pesadilla infinita manifestaba.
Pero esta vez, al pensar en lo que insinuara Odim –«Tus sueños… El que hayan acabado podría indicar que era ese tu papel»– se estremeció.