Una brisa agradable surcó el aire. Discurrió por los bosques de alerces y castaños de las primeras estribaciones de las Ebba y coqueteó entre los arbustos de gladiolos, cortejada por un enjambre de abejas. Zarandeó ramas, esparció agujas de pino, y ayudó en el vuelo a un gavilán mientras viraba hacia la ciudad. Dándose ínfulas, superó las murallas de troncos gruesos, para planear las calles.

Los agobiados habitantes la veían llegar sonriendo ante su frescura. Sentía a su paso las inhalaciones que se la iban tragando, sin detenerse hasta alcanzar la plaza central.

Conocida también como la última ciudad de Andurien, dada su ubicación meridional con respecto al reino, Roden era una gran villa. Claro que había poblados por debajo de ella, pues el Extremo Sur aún distaba a varias millas. Pero la costumbre de los andurianos de guiarse por las ciudades importantes ubicaba a Roden en el podio de las más lejanas a Helendir. Le seguía Oslig, aquella que respaldara sin objeciones al flamante rey, separada por doscientas millas –tres días de carro– de Roden y cuatrocientas cincuenta de la capital. De allí que se juzgara «brutos» a los oriundos de estas periferias; tan en contraste con los cultos y refinados hombres del norte.

Pero la brisa no calificaba origen o distinción. Siguió su curso, soliviantando incluso a los barrios bajos, deambulando por caballerizas y herrerías, porquerías y posadas, casas y plazas, continuando hasta trepar como un aluvión por las más septentrionales colinas de las Ebba. Las ardillas brincaron de rama en rama, los pájaros aletearon, unos póneys sacudieron su pelaje. Y así continuó, hasta que en un último vaivén, se arremolinó en torno a la cabellera azabache de un jinete.

Trotando con aire cansado hacia una achaparrada construcción a mitad de la colina, éste azuzó su montura para impedir que un integrante de aquella tropa terca que tenía a su cargo se descarriara. El póney relinchó enfadado y lo amenazó con la mirada.

Vivía en Roden desde su niñez, desde aquel día en que, en compañía de un anciano, arribara a la reticente ciudad para encontrar un destino digno. Y era gracias a un enano y a una mujer, y no por intervención de aquel primero, que lo había logrado. En el adiestramiento militar, en la fabricación de armas y en la promoción del ejército local, su nombre siempre estaba en boca de todos, aunque no por motivos agradables. Había sido encarcelado en más de una ocasión, y su talante huraño y poco dado a sociabilizar no le granjeaba la simpatía de los rodenses. Pero él hallaba mejores aires en las colinas tapizadas de verde y en la compañía de esos hoscos cuadrúpedos.

Sus poderosos brazos guiaron la montura con la confianza que brinda el buen adiestramiento. El cuerpo erguido, en consonancia con los caballeros que soñaba emular, ascendía y descendía al ritmo impuesto por el animal. Existía un mutuo respeto entre ambos, que desmentía ese dicho que contemplaba al perro como el mejor compañero del hombre. Los perros son sumisos y demandantes, no dejaba de repetir con desprecio.

Drael olfateó las crines castañas. Así lo hacía, desde el día en que Solim Stonehead se lo obsequiara por su cumpleaños. Ya estás lo suficientemente crecido para montar uno, había apuntado el enano, viejo compañero; y no me refiero a tu edad.

Solim era el maestro que había ofrecido sus conocimientos a cambio de colaboración en un mundo donde los primeros se heredaban de padres a hijos y lo segundo ni siquiera así. Ambos se habían beneficiado del vínculo. El joven sabía montar, llevar una forja, manejar hachas y espadas. El enano había hallado un ayudante, y por ende un respiro, para cumplir sus encargos. Aquel caballo era otra muestra de gratitud, bien inusual entre los suyos.

Descendía de la colina disfrutando de la brisa que revolvía sus cabellos; incondicional, tanto en verano como en las tardes de lluvia; incluso en las aplastantes noches en que se arrojan las mantas lejos del cuerpo.

El caballo relinchó, lo que le estimuló a alzar la vista. Allí aguardaba la morada de Solim, tan adusta como el mismo enano. Cabalgó los últimos metros mientras disfrutaba de aquellos instantes de libertad, antes de ingresar al servicio; y luego, procuró que los animales quedasen a resguardo; no fuera que aquel regresara y encontrara a su tropilla dispersa.

Una a una, recogió sus pertenencias, sin olvidar su estimada daga de empuñadura de marfil. Entonces, partió hacia la ciudad propiamente dicha.

Las calles de los barrios bajos eran un tumulto de niños, y alteraban el ánimo de los más pacientes. Varios se arrimaron para pedirle monedas o algo de comer. El joven hurgó en sus bolsillos hasta dar con un envoltorio que contenía queso y carne seca, y se los ofreció. Los chiquillos pelearon entre sí por los mejores pedazos. Se sorprendió evocando su propia infancia en Srimael. Una vivencia teñida de penurias: un padre que lo miraba como se mira a un pájaro de mal agüero; una madre ausente; y unos hermanastros demasiado egoístas para tomarle cariño. Un pasado digno de ser arrastrado con las cenizas de su pueblo.

Pero cuanto más se alejaba, tanto más se enredaba en sus secuelas. Se decía de él que era un guerrero formidable; juraban quienes lo habían visto cabalgar por las Ebba que no existía jinete similar en todo Andurien; las mujeres, por supuesto, se derretían al verle…

Pero aun así pasaba las noches envuelto en jergas de borrachos y las mañanas entre una tropilla de póneys. Había rechazado su única oportunidad de integrar la prestigiosa orden de los Caballeros de la Estrella de Plata, con la cual había soñado toda su vida. Y continuaba con esa pantomima de pareja, permitida por la debilidad de un padre a merced de los caprichos de su única descendencia. De más está decir, que su relación con la hija del gobernador seguía escandalizando a toda la comunidad, bien al tanto de todos sus encuentros.

¿Cómo podía ser que su propio Señor consintiera algo semejante? ¿Cómo era posible que la dulce Irena rechazara uno a uno, los pretendientes que le ofrecía decantándose por ese gandul sin modales ni futuro? Dígase que la comarca de Roden es un sitio tranquilo y que su gobernante muestra mano firme en el resto de las obligaciones; de lo contrario, hallaría sublevados a sus feudatarios ante semejante debilidad.

Los rumores sobre la vida promiscua del joven Modor vuelan como pan caliente. Drael es indiferente. Sabe que son ventilados por bocas que callan secretos más aberrantes. Cuando te sientas despreciable, alza la cabeza y contempla a tu prójimo, solía repetir a sus compañeros de jerga.

Lo cierto es que su tiempo para ingresar en la orden se ha agotado, pero aun así, se niega a pedir la mano de Irena en matrimonio, ¿quizás por temor el rechazo del padre?

Era sabido que no por cuenta de éste lo habían absuelto de los cargos de ayudar a un fugitivo tres años atrás. Las acusaciones se habían desmantelado sólo cuando la corona había comenzado a indagar sobre las circunstancias en torno al hecho. Circunstancias que, dicho sea de paso, revoloteaban alrededor de un intento de derrocamiento, fomentado por Hügre de Corella.

Sea por esas u otras razones, lo cierto es que Drael no parecía decidido a alterar su modo de vida.

Andando a paso vivo, se abotonó la chaqueta sobre la camiseta de manga corta. Como todas las prendas que brindaba la milicia esta era rústica y le causaba comezón.

Al girar en la siguiente esquina apretó aún más el paso. Había tiempo para permitirse una fugaz visita a Irena.

El jardín floral de largas galerías seguía recordándole aquella primera vez, cuando acorde a su petición la había acompañado hasta la puerta. No obstante, a medida que se acercaba, una sensación de distanciamiento empezó a crecer en su interior. Era una nube densa y asfixiante que le obstruía el pecho. ¿Acaso era culpa? Irena no era como las otras mujeres. Nada que hiciera parecía derrumbar esa fanática admiración que sentía por él. Pero eso, más que respeto, había suscitado emociones encontradas. Aún se sentía responsable de la prematura muerte de su hijo, y ganarse el menosprecio de su amada hubiese estado más a tono con lo que esperaba. Sin embargo, su admiración inquebrantable lo irritaba y distanciaba.

Antes de que alcanzara la puerta, ella ya la había abierto. Como si el amor fuese capaz de tales cosas. Allí estaba; tan radiante como siempre. Sólo la pérdida del hijo deseado imprimía algunas arrugas en su tersa frente. Por lo demás, sus cabellos rubios se derramaban lustrosos, las pestañas oscuras destacaban los ojos celestes y los labios rojos escondían la sonrisa pronta. O eso esperaba mientras caminaba a su encuentro.

Drael Modor era un joven tosco en materia de sentimientos, pero avispado para entender los pequeños rasgos que conmueven a sus semejantes. No tardó en descifrar que algo no iba bien. Irena mantenía la seriedad, pese a su inesperada visita. Notó en sus manos un leve temblor, lo que lo incitó a reducir el paso. La comezón regresó.

–¿Irena? ¿Te encuentras bien? –aventuró extrañamente incómodo.

Ella negó. Pero si había un dolor en su alma, lo había cubierto con demasiadas capas de frialdad.

–¿Qué ocurre? –insistió el muchacho, con la duda adueñándose de su voz.

El cuerpo de ella se agitó. Sus pechos se ensancharon con una inspiración profunda y la mueca del rostro reveló decisión.

–Voy a partir.

La revelación no provocó un efecto inmediato.

–¿A partir? ¿A dónde? ¿Cuánto tiempo?

Ella lo contemplaba con algo parecido a la compasión.

–Para siempre –completó con un hilo de voz.

Ahora sí, el impacto fue notorio. Intentó hablar sin éxito. La sorpresa lo había anulado.

–Muchos años demoré en darme cuenta de mi error –continuó ella–. Tal vez no quería hacerlo. Tal vez tu rostro me encandilaba de tal forma que no podía ver...

Drael pudo vislumbrar el significado de esas palabras. Su corazón se aceleró. ¿Estaba enojado? ¿Confundido? ¿Acaso no había pensado en ello infinidad de veces? ¿Por qué le dolía, justamente, ahora?

–Quisiera decir que me arrepiento de estos once años malgastados –continuó Irena al borde del llanto–. Sucede que miro tus ojos y siento que volvería a hacerlo. –Un rayo de esperanza animó a Drael.

»Mas no hoy –dijo ella recobrando la fortaleza–. No ahora. Si el tiempo nos infunde de sabiduría y madurez para entendernos en un mundo diferente, volveré a tus brazos. Pero creer que las cosas van a cambiar, aquí y ahora, es tan estúpido como inútil.

Los hombros del muchacho cedieron. Su frente se contagió de aquellas líneas de aflicción.

–Drael. Tú no vas a amarme de la forma que pretendo. No vas a darme lo que siempre he soñado –se dijo a sí misma–, por más que mi espíritu caprichoso se haya empeñado en que así fuera, durante tantos años –sonrió con lágrimas en los ojos–. Es la primera vez que admito una derrota. Quizás, rendir mi orgullo me permita alcanzar una dicha mayor –sacudió la cabeza–. No lo sé. ¡Duele tanto...!

Se fruncieron sus labios. Drael contempló ese dolor que siempre había sabido curar, pero que en aquel momento era incapaz siquiera de comprender. Estaba fuera de su alcance. Fue invadido por una congoja que no experimentaba desde hacía muchísimo tiempo.

–Pero hay quien dice –volvió a sonreír–, que tras la lluvia se esconde el arco iris. Y cuando las lágrimas se sequen, ambos sonreiremos felices de nuestra elección. Me llevaré conmigo tu sonrisa, aquella que tanto me ha eludido pero que, ocasionalmente, he conseguido arrebatarte. También tus ojos, centinelas de riquezas que sólo para mí se desnudaron.

»Me llevaré la promesa de que ambos hallaremos felicidad –completó.

–No te vayas... –pudo al fin expresar, atorado por una aflicción profunda y desgarradora.

La mujer volvió a desarmarse.

–¡No me ruegues! Por favor... No me condenes a esta mezquindad eterna. Amo tu ala protectora –admitió con esfuerzo–, pero no me deja ver el sol. Y estoy agonizando bajo tanta oscuridad. –E inclinando el rostro para ocultar las copiosas lágrimas, susurró– Vé por tu vida, Drael. Por aquella que renunciaste seguir hace unos años.

Él intentó confesar: Te amo. Mas como siempre, algo en su interior amarró esas palabras. Un sentimiento más poderoso que su deseo.

–Eres digno de vestir la Estrella de Plata. Cientos de familias agradecerían tu protección. Y yo soñaría todas las noches con ser secuestrada por un dragón, para verte aparecer en un corcel a mi rescate. ¡Qué abrigado estaría Andurien si caballeros como tú velaran por su seguridad! Sobre todo, en estos tiempos.

–Es imposible a esta altura –habló por primera vez con fluidez–. Ya nadie me tomará.

–Harían una excepción de conocer tu destreza –insistió.

–No lo entiendes. La orden no hace excepciones.

–Tu sabrás convencerlos –objetó tozuda–. Puedes convencer a quienquiera de lo que te propongas. ¿Acaso no lo has hecho conmigo durante tantos años? –añadió con media sonrisa.

–Pero igual decides marcharte –ensombreció su rostro.

–Porque veo tu alma, y sé que no está contagiada de tales promesas.

»No ocurrirá igual con los caballeros. Ellos verán aquello que a mis ojos siempre estuvo velado. Y si me envolvieron tus redes con engaños… jamás las habría abandonado con verdades.

»Los convencerás; confía en ti.

Se acercó sonriente y acarició su mejilla con el dorso de la mano. Para Drael fue el tacto más ardiente. Aún más intenso que todas sus noches de pasión. Más rabioso que su cuerpo convulso tras un arrebato de ira. Más real que su amor.

Irena dio media vuelta y se despidió. Y pese a que los labios del muchacho se movieron hasta que la puerta se cerró con desgarro, a sus palabras se las tragó el orgullo.

 

Un tipo raro, no dejaba de decirse el vendedor mientras le veía alejarse. Casi cuatro veces por semana el muchacho llegaba a su tienda luchando con la túnica que se le enredaba en los tobillos, y se llevaba un sinnúmero de papiros. Vaya si escribía en esa maldita escuela. Debía pasarse el día haciéndolo. Lo que de alguna forma explicaba ese rostro pálido lleno de borrones de tinta. O esas ojeras pronunciadas. Con su aspecto de espantapájaros cualquiera que no lo conociera le creería un vago sin cultura. Pero un par de detalles lo contradecían. La túnica parda que lo amortajaba como los papiros que solía llevarse no era atuendo que se adquiriera en una tienda barata de mercado. Su lenguaje, así como su cortesía, eran propios de una educación estricta.

Mas los rumores le llegaban inagotables de boca de sus clientes: «Ayer, lo vi mirando como un lunático el cristal de la panadería», comentaba una mujer; «Dicen que pasa noches enteras en el antro de la colina, aprendiendo ese arte macabro».

La puerta se abrió de repente y el muchacho entró precipitado. El vendedor reculó, hasta comprender que se dirigía a un saquillo olvidado.

–¡Mis ingredientes! –se disculpó mientras liberaba una manga para atrapar el objeto.

Y allí estaba el otro de los detalles que le diferenciaban de cualquier vago sin cultura. Esa mano que con finos dedos tomaba la bolsa, hacía alarde de una limpieza divina, en contraposición al resto del cuerpo. Podía embadurnarse en tinta y hundirse en lodo; o descuartizar un pollo y llevárselo a la boca. Pero aun en las ocasiones más inesperadas, aquellas resplandecían como una moneda recién acuñada.

 

«¡Qué distracción!», se amonestó Ghalas al volver al exterior. Si alguno de esos ingredientes caía en manos equivocadas la ira de su maestro sería la menor de sus preocupaciones. Confirmó que el nudo no estuviese violado y retomó la senda.

El estar próximo a acabar el cuarto nivel de magia alteradora con dieciocho años lo ilusionaba. Odim no podía disimular su asombro. Tampoco Eriam, que si bien iba a la par suya, se estancaba ante la creciente complejidad de los sortilegios. Si alcanzaba el nivel superior antes de los cuarenta y cinco, se convertiría en un mago de renombre. Soliman –se dijo en tanto correteaba por las pendientes que llevaban a la escuela–, él era uno de los que, contra de todo pronóstico, había alcanzado el nivel diez de Conjuración con sólo treinta años. Y Dimirius, el encantador, que a su misma edad concluía la carrera. Sus méritos no igualaban al primero sólo por ser, la Conjuración, una rama más enmarañada de la magia, pero aun así ambos se contaban entre los cinco hechiceros más poderosos de Andurien.

Ghalas se imaginó a sí mismo en Anthelus, la ciudad mágica. Odim repetía que Rastashinov, maestro supremo de la hechicería, moraba allí. Ese hombre, defensor de los derechos de los magos, había doblegado a la dinastía de los Rálidas. Y, si bien era evidente que la lucha por la supervivencia del Arte seguía latente, varias cosas habían cambiado. Hoy día, era delito agredir a un mago o a cualquier institución afectada a la magia; el comercio de productos mágicos se había convertido en una empresa de poder que arrastraba a muchos mercaderes con ganas de enriquecerse, y los ejércitos contaban con hechiceros de apoyo en sus filas.

Sin embargo, no todo eran rosas en el futuro de la magia. Pues aún sonaban frescas en su conciencia las advertencias de una Alka’hadri[*]: La naturaleza sucumbirá al paso de los humanos, vaciándose de magia.

Había tardado en dar crédito a las palabras de la elfa. Al fin y al cabo, Lurién no era más que una fanática, una criatura que había abogado por la extinción de los humanos, considerándolos corrosivos para el mundo que decía proteger. El tiempo la había llevado a reconocer su falta. Se había redimido, al admitir que las ideas de antaño ya no seguían arraigadas en su conciencia. De hecho, su presencia en las Montañas Ebba había servido para evitar que la facción más extrema de los Alka’hadris volviera a imponerse en el mundo.

Mil años antes, un elfo malvado conocido como Minhaz Gir había tomado el mando de esta facción, luego de traicionar y asesinar a aquellos que se le oponían. Sus ideas eran turbulentas incluso para los Alka’hadris. Pero aun así muchos le siguieron. Se desató entonces la que se conoció como Guerra del Poder, y se vivieron tiempos horribles. Afortunadamente, los dragones despertaron y decidieron intervenir. Azkhagot, el Ama Negra o Ama del Este, pulverizó a Minhaz Gir con su flamígero aliento. Fue el fin de los Alka’hadris. Mas no el de los Gir.

El hermano del polémico Minhaz, Dentha, logró evadirse de la Hoja de Roble, aquel organismo que gobernaba a los Elfos Valorian y que, ciego a aquella facción fanática, ahora buscaba enjuiciar a sus integrantes. Lurién fue condenada, pero al ser aún joven y llevar la sangre de los más nobles entre los elfos, se le dio la oportunidad de redimirse. Fue ella quien encontró, y finalmente entregó, a Dentha Gir. La Hoja de Roble lo condenó a morar el resto de su vida eterna en las profundidades del Foso Negro.

Pero la sangre de los Gir era terca y pujante. Pronto se supo que Dentha había salvado su linaje a tiempo, seduciendo y embarazando a la reina de los humanos, conciente de la incapacidad de Ragimund para dejar descendencia. De ese modo, plantaba la semilla del mal en el corazón mismo de sus enemigos. El futuro rey sería el veneno que los destruyera definitivamente.

Por eso Lurién había perseguido a Zam Gir. Y pese a los intentos de Ghalas de proteger al príncipe que los enemigos del reino buscaban desheredar, le había advertido a tiempo de su identidad. Finalmente, Zam Gir fue entregado y la elfa acabó con su vida y con toda chance de que los Alka’hadris sobrevivieran.

Mas no por ello había dejado de puntualizar qué era lo que la había llevado a unirse a la facción en primera instancia.

«La naturaleza sucumbirá al paso de los humanos, vaciándose de magia».

Aquella frase, lanzada como una sentencia, anunciaba la castración definitiva del Arte por el temor de los humanos. Alma de Nubilum, sangre que corría por sus venas, en la magia se escondía el mundo y el mundo se nutría de ella. ¿Qué quedaría si le quitaban su don? En realidad, más de una cosa oída aquella tarde inquietaba sus pensamientos; las profecías de Lurién no derramaban optimismo, precisamente.

«El Límite Prohibido... Más allá late aún la magia verdadera».

Siembre había abrigado la sospecha de que debía existir un pacto entre los magos de Andurien y las clases gobernantes; un tratado que conminara a ambos a resignar ciertos beneficios en favor del otro. Lo cual le llevaba a dudar de aquellas cosas que se habían dejado atrás: ¿cuánta pureza habrá en esta magia que tejen mis manos?, no dejaba de preguntarse.

Muchos años antes, con el cierre de las fronteras por obra de Amber, se había establecido un Límite Prohibido, un cinturón que delimitaba el vasto reino. Desde entonces, nadie se atrevía a cruzarlo, y a muy pocos capaces de intentarlo, se les permitía. De todas formas, la inmensidad de Andurien hacía que para muchos como él, los límites fueran como sombras, demasiado lejanos para figurárselos. Ghalas ni siquiera había abandonado la comarca de Roden. Corella, Erwing, Ambérida, incluso la fantástica Helendir, eran ciudades misteriosas. ¡¿Cómo podía siquiera pensar en ir más allá, a extremos que pocos hombres se aventuraban a conocer?!

Sin embargo, así lo había expuesto la elfa. La magia verdadera. Y Ghalas se sentía traicionado al pensar que aquello que estudiaba no era más que el borroso reflejo de algo mayor. Si había nacido en Nubilum, ¿por qué no podía ver Nubilum? ¿Por qué contentarse con esa porción que sus gobernantes escogían para él?

Esa barrera que otrora brindara seguridad, comenzaba a resultar agobiante. Pues su curiosidad no tenía límites, y no existía nada peor para una curiosidad sin límites, que topar con barreras.

Se detuvo frente a una de ellas. Un simple cristal. Porque así como estas pueden figurarse en inmensas murallas o en distancias infranqueables, no son más que la invención de una mente burlada, y a menudo resultan tan frágiles como un cristal.

Del otro lado, una mujer acomodó una bandeja sobre la repisa y en ella, uno a uno, fue colocando bollos recién horneados. Con una cobertura de azúcar en graciosas formas resultaban tan tentadores que hubiesen comprometido a un clérigo de Jerquis, el dios de la mesura. No obstante, los ojos del muchacho escalaron la bandeja para posarse en el rostro sonriente de aquella joven. Su nombre era Tamira, hija del viejo Canavan; las posibilidades de Ghalas de acceder a ella eran tan lejanas como aquellas tierras más allá del Límite. La observó con pupilas trémulas. Las manos le sudaban mientras estrujaba la bolsa con los ingredientes. Las palabras se le secaban en la lengua. Justo a él, que solía ejecutar los más enrevesados sortilegios. Apoyó una mano en el cristal y siguió su silueta con embeleso. Adoraba a Tamira. Pero aun llegado el caso de animarse a hablarle, la imagen del padre lo retenía. ¿Bastaba acaso que se repitiera el episodio de un año atrás, cuando le había zarandeado delante del resto de los clientes? Era aquel, el único momento en que Ghalas lamentaba cargar con el estigma de la magia.

La mujer acabó de llenar la bandeja y dio una veloz media vuelta para ubicarla en el escaparate. Sus ojos toparon con los del muchacho. Las verdes órbitas se agitaron. Eran profundas y astutas.

Ella le saludó. Reuniendo sus decaídas fuerzas, levantó una mano. Se sentía impotente como un pez fuera del agua. La mujer giró y el extraño magnetismo menguó en el acto. Ghalas aspiró una bocanada de aire. ¿Qué endemoniada magia era esa, que reducía todas las otras a meros juegos de niños? ¿Habría sido eso, acaso, lo que motivara a Minhaz Gir a ir en busca de la magia primigenia, un secreto que ni siquiera los elfos conocían? Su cuerpo experimentaba otra vez ese flujo desconocido de energías. No sabía cómo dominarlo, como hacerle frente. Le cosquilleaba el pecho y también las extremidades. Pero lo único que alcanzaba a pensar era en darse media vuelta y alejarse.

Suspirando, tomó rumbo hacia la colina donde se alzaba el edificio de la escuela. Aquello era lo único que tenía. «Tu eres diferente, mi niño. De todos los niños del mundo, Nobak me ha bendecido contigo», recordó las palabras de su difunta madre. Había veces en que hubiera deseado ser tan normal como los otros.

 

Drael Modor cumplía abatido su patrullaje. Apenas si miraba a los lados en su andar desganado. No podría soportar entonces la mirada censuradora del parroquiano común. Sentía el puñal todavía incrustado en el pecho; una herida que no ofrecía tregua, que dolía fresca. Por mucho que intentara sacudírsela, se mantenía a flote tenazmente. Y así sería por el resto de sus días. Pues así alzase un altar en su vida agnóstica y se postrara ante esa única deidad digna de su adoración, la fortuna le sería esquiva.

Se detuvo en un círculo de arena, intentando distraerse con los entrenamientos de los aspirantes a la próxima edición de los Juegos Máximos. Cada cuatro años, los campeones de las diferentes comarcas participaban de una larga cadena de desafíos, de la cual surgía un único vencedor al final de los tres intervalos que duraba el torneo. Este hombre accedía a la Glorieta Anduriana y la fama resultante le hacía un héroe, pese a jamás haber tomado parte en un combate. Era el sistema que los reyes Rálidas habían encontrado tras el cierre de fronteras para seguir forjando ejemplos que los niños pudiesen imitar. Y en cierto modo ese avatar tenía sentido. Para alcanzar el premio máximo habían de superar una ingente cantidad de pruebas que resaltaban la inteligencia, la habilidad, la astucia y la destreza: cualidades dignas de los héroes.

Aun así no escaseaban los románticos que les tildaban de «Héroes de Oro», por ser –como despectivamente apuntaban– tan rutilantes como de escasa utilidad en combate.

Comentarios como esos mitigaban en cierta forma su enfado. Las sugerencias de sus pares sobre su capacidad para competir le habían llevado a despreciar los juegos hasta el punto de anhelar que jamás hubiesen existido. Se resentía ante esos consejos que le colocaban en el estrecho espacio entre la humillación y la cobardía. ¡Vaya estupidez! Aquellas expectativas, ese juego estúpido de frívola credibilidad, estaban por encima del sentido común. Viendo a esos hombres, artesanos del manejo del cuerpo y la lanza, supo que jamás podría imitarles, mucho menos superarles. ¿Por qué insistían en verle como a un guerrero superlativo? ¿O como a un buen padre o a un buen marido?

No podía quitarse a Irena de la cabeza. Odiaba esa carga que echara con un beso sobre sus hombros. Pues qué otra cosa era su partida, sino un desplante, una bofetada, cuando él no había rendido promesas ni actuado en consecuencia de un sentir diferente. Su «acusación», las piezas que había jugado sobre el tablero para exponer el motivo de su abandono, no eran más que una rendición, un cese de actividades en la incesante lucha por el amor. Y sin embargo, era él quien se sentía derrotado; quien juntaba las culpas al final del juego como trozos de un jarrón hecho añicos.

Ella estaba en lo cierto. Nada podía hacer para retenerla. Irena amaba la vida familiar, sentimiento que jamás le retribuiría. Exigía atención constante, cuando no había algo que detestara más. Devoción absoluta… Dejó caer los hombros y se rindió.

Existían cánones establecidos que no lograría adoptar. Mucho hacía, que alguien había estampado en un pergamino socialmente aceptado la forma del amor. No encajaba allí el gesto breve, la caricia sentida, la sonrisa sincera. Ese desvío rumbo al trabajo…

Sus iguales clasificaban los sentimientos, los medían en porciones. Nada libraban al caótico fluido. Porque el caos de los corazones es impredecible. Y lo impredecible, incapaz de gobernarse.

Algo que nunca comprendería la Estrella de Plata, esa orden de caballeros tan afamada, por muy libres y fantásticas que parecieran sus gestas. Quizás de allí viniese aquel cambio de parecer, cuando tan cerca estaba de conseguir un lugar entre sus escuderos.

Uno de los dos competidores saltó con decisión por encima de una barra. Con cierto desequilibrio cayó al otro lado, sobre el lomo de un sobresaltado caballo. Drael encogió los hombros. Había hecho eso infinidad de veces, con mejores resultados.

 

La pluma no se había movido. La mano reposaba a un lado, muda, inerte... Su figura, semejante a una de esas réplicas de mármol erigidas en los templos de las grandes ciudades, gallardas e imponentes, y tan rígidas que ni un vendaval las movería, de no ser por esa brisa que ondeaba los cabellos castaños. Eso podría creerse al observar a Ghalas.

Los rayos de sol bañaban el jardín peristilo, derramándose sobre las páginas que el pupilo leía.

Hechiceros Dárdamas –leyó Eriam, otro estudiante, en tono burlón–. ¿Lees mitología?

–No es mitología –se encogió de hombros Ghalas.

–¿Te crees esas cosas?

–¿Piensas negar toda la historia del Oscuro? –dijo, mientras cerraba parcialmente el libro y alzaba la cabeza–. ¿De cómo halló la puerta a las moradas Dardas y robó su poder?

Eriam se sacudió con una risilla y luego cabeceó en dirección al libro.

–Nadie niega que Minhaz Gir haya sido el hechicero más poderoso de todos los tiempos. Sólo digo que esas historias son leyendas del populacho.

–No es descabellado pensar que los Dárdamas existan –insistió el muchacho–. Fuerzas que impiden el libre flujo de los dioses por Nubilum. Fuerzas que imponen el equilibrio.

–Fuerzas malignas –aventuró con fingida seriedad.

–Algo así.

–¿Y de verdad crees que estos seres, capaces de frenar la furia divina o la gran benevolencia de Nobak, ejercerían su control sin pregonar al mundo su existencia?

–Se dice que son energías nativas que filtran los poderes divinos; no se sabe a ciencia cierta si tienen deseos o intereses.

Eriam se paseó

–Es absurdo.

–Hay cientos de libros –se molestó–, sólo decenas en la biblioteca de Odim, que demuestran que los poderes de Minhaz Gir estaban insuflados por algo sobrenatural. Habríamos de preguntarle a los orcos, sus ciudades fueron esparcidas como migajas; o a los gnomos, cuyas comunidades no volvieron a prosperar, y ahora, vagan por los confines del mundo recolectando alimento.

–Está visto que su poder fue grande –concedió el otro–. Pero no por ello, doy crédito a falsos rumores sobre gestas fabulosas. ¿Cómo podría un simple mortal engañar a los dioses? ¿Acaso crees esas historias de hombres que cautivan el corazón de una Sélibe[*]?

–Esto es distinto –se empacó Ghalas. Pero no tenía deseos de iniciar una discusión. Así que volvió a sumergirse en la lectura, contemplando las ilustraciones hipotéticas de los Regentes Eternos. Cuando Eriam se alejó, Ghalas echó un vistazo a las puertas, a continuación, descorrió el tomo para volver al que escondía debajo. Sabía que de conocer su maestro el hurto que hiciera de su despacho podría expulsarle. Minhaz Gir podía ser el hechicero más grandioso, pero seguía siendo un Elfo Oscuro. Y su camino llevaba implícita la marca del pecado. Esa incansable muestra de admiración por su parte ponía el grito de Odim en el cielo. No fuera que su aprendiz mimado discurriera similares rumbos.

Deslizó la cubierta y buscó la página que había estado leyendo cuando los pasos de Eriam lo alertaran. Era la primera vez que conocía algo del elfo más allá de los rumores. Allí se narraba la verdadera historia de la Guerra del Poder, luego de que las maldiciones del gran hechicero viraran hacia las tierras centrales:

 

«No existía elfo, enano, dragón o humano capaz de detenerle. A lomos de las corrientes ventosas de las cordilleras del norte, el gran Gir arrastró sus huestes hacia tierra central. “¡Ay, poderosísimo A’lmi[*]!”, exclamaron los elfos, “¡Ayúdanos, Santo Nobak!”, rogaron los humanos, “¡Acude a nuestro lado, gran Narkab[**]!”, demandaron los enanos. Fueron ánimos decaídos los que aunaron a las tribus antiguas. La tormenta negra continuó curso. Descargados sus rayos, la tierra los bebió, pues la sangre de los dioses es sagrada y no derrama en vano. Habrá quien tema al desierto de Gamiv pero era en aquellos días, como la Selva Impía, sitio donde hallar consuelo. Los árboles dejaban caer hojas de fuego, las aves dispersas y aturdidas elevaban vuelo, las fieras fagocitábanse unas a otras. He visto tanta sangre en los ojos como no recuerdo en campos de batalla. He contemplado a las mujeres asfixiar su descendencia, a los hombres mearse de miedo en las murallas. Pues allí donde el Oscuro avanzaba la siembra dejaba de crecer, los pájaros caían secos y la fetidez corrompía el alma.

Ahora triunfa aquel de las altas tierras; el nacido en cuna de seda y brazos de luz. ¡Ay, donde posa su mirada! Vístense las casas de fuego, derrítense los hombres de hierro. Habrán de ignorar las generaciones venideras el oscuro tinte de estos días. De las copas de robles llueven elfos dementes y los ríos escupen sus aliados marinos. Bulle el instinto que alguna vez osó deformarles.

Oímos entonces la calma que antecede a la tormenta. Salvo que a ella siguió un silencio tan hondo que ni las arañas tejieron redes, ni las alondras gorjearon sus cantos, ni el viento se atrevió a soplar».

 

Ghalas alzó la vista. Comprobó que seguía en soledad, y se sumergió de nuevo en la lectura:

«El rey de fuego se alzó siete veces en el cielo, humillando con su luz las comunidades de kudros, magorians, enanos, hinthas y demás. La desolación lo cubría todo; los picos cubiertos de ceniza cual gigantescos volcanes. Pero no hubo rayos dignos de alumbrar el destino del Oscuro. Se esfumó, así como la sombra de tantas culturas de las que ya no oiremos más.

No obstante el rumor más temido, señal del caos en ciernes, anunció lo que los trémulos oídos con timidez demandaban. Las armaduras apiñadas en torreones se alborotaron, las hachas de las montañas permanecieron firmes, las flechas apuntaron al suelo de los bosques. Y el vasto estremecimiento revolvió pantanos, picos y mares. Pues la bestia Azkhagot había sido despertada.

¿Qué insensato osa desafiar al más terrible engendro de la naturaleza? Miles, cientos de miles de miradas en el este, más allá de las Montañas Rálidas y el Mar de Fuego, en lo profundo de las cumbres Zakhedras. Allí el monstruo se ha removido. Y es tan grande su contextura, tan larga su envergadura, que el mundo tiembla ante sus bostezos. Generaciones enteras han sufrido su hambre insatisfecha. Historias narradas en la letanía de los tiempos para nosotros, simples y efímeros mortales. Pero su rugido atrona, ahora, nuestro cielo, y nuestra voz llorará lágrimas que recogerán otros.

Blando consuelo saber que el Oscuro sucumbe bajo su flamígero aliento. Ante el nuevo enemigo despertado sólo se oyen súplicas y gemidos. La tierra será azotada como hace siglos. Ya sólo queda rogar que mi cuerpo se descomponga antes que estas palabras».

Retazos de la Guerra del Poder - Por Bryan Edhricus.

 

Cerró el libro y evocó al gran Edhricus. El venerado escriba había atravesado los dos grandes conflictos de la historia de Nubilum indemne, y recién había muerto a la edad de ciento dos años en un lecho de fina elaboración. Su letra era de las más fieles que se tuviera noticia y no había motivos para dudar de ella.

Aun así, no había nada allí que puntualizase sobre los poderes del más grande.

Ghalas escondió el libro con prisa al ver a su maestro. Lucía alterado. Temió por un instante que hubiese descubierto su travesura.

–Acompáñame –le exigió lacónico.

Ghalas se tragó sus protestas y corrió detrás del apurado regente, tras aprovechar un descuido, para dejar los tomos sobre un nicho. Confió en que nadie los descubriera hasta su regreso.

Mas el asunto quedó olvidado al distinguir a los hombres que formaban un corro en la entrada. Tenían las cabezas rasuradas y, dos de ellos –eran tres en total–, llevaban las barbas más largas que jamás había visto. Las túnicas de telas vistosas exhibían enmarañados símbolos en las mangas y el cuello.

–Ghalas. Quiero presentarte a unas personas –se adelantó su maestro.

El muchacho obedeció, notando como las miradas se posaban sobre él con un mal disimulado interés. Un símbolo bamboleante llamó su atención. Colgaba al final de una cadenilla de oro, alrededor del cuello del hombre lampiño. Fue él quien de inmediato se volvió inquisidor, como si ahora que le reconocía optase por prescindir del tutor.

–Iluminada sea vuestra mente, joven Mildir. Henos aquí en nombre del supremo Cónclave de Anthelus.

Tomó su rostro con descaro, evaluándolo como a una mercancía.

–Mi nombre es Albamon. Ellos son Fallard y Pondalar, otros celadores de nuestra afamada casa.

Pasmado ante lo que oía, Ghalas fue de su maestro al colgante con el prisma hendido, que identificaba a los residentes de la ciudad mágica. Sobrecogido juntó las manos.

–No pequeño –detuvo su reverencia, soltándole al fin, el que hacía llamarse Albamon–. No merece tal homenaje ninguno de nosotros. No ocupamos estrado en el Urdamhán.

El Urdamhán era la sala redonda donde los grandes cabecillas de la hechicería llevaban a cabo sus concilios.

Odim se integró en la ronda, aferrando su hombro con una firmeza que Ghalas no pasó por alto.

–Estos hombres acaban de llegar a Roden –le explicó–. Al parecer... con gran interés en conocerte.

–¿En conocerme? –repitió Ghalas atónito.

Aquellos también se le arrimaron. Pero contrariamente a su maestro, sus expresiones semejaban una manada de lobos rodeando un cordero.

 

* Facción elfa fanática, opuesta al crecimiento de los humanos.

 

* Criaturas fantásticas protectoras de la verdad absoluta.

 

* Nombre con que los elfos conocen a Nobak.

 

** Nombre dado por los enanos a Nobak.