
ANAKIN SKYWALKER ESTABA PLANTADO con los pies ligeramente separados y las manos a la espalda, como de costumbre.
La mano, de hecho. Uno de sus brazos era un miembro orgánico, carne de la carne de Shmi Skywalker, curtido bajo los implacables soles de Tatooine.
La otra mano era toda metal, cables y sensores, una extensión artificial que nunca acababa de moverse exactamente como quería. No era perfecta, pero cada vez la sentía mejor. Y aunque la textura de aquel remplazo mecánico era tan antinatural que se lo cubría con un guante, su mujer nunca había mostrado ninguna reticencia a su tacto, como mínimo durante el breve período que pasaron juntos tras su enfrentamiento con el conde Dooku.
Su mujer. ¿Dónde estaba en esos momentos? La senadora Padmé Amidala, siempre reunida, siempre preocupada por el prójimo. Había vuelto a Coruscant y debía de andar camino del distrito del Senado, un faro de esperanza en la gigantesca urbe planetaria.
Anakin cerró los ojos, mientras el Maestro Jedi Mace Windu seguía hablando a los reunidos, el último grupo de Caballeros Jedi recién ascendidos. Durante mil generaciones, los Jedi habían mantenido su tradición de pruebas y ceremonias para los ascensos de rango y el reconocimiento de sus méritos.
Pero eso era antes de Geonosis. Antes de que empezasen las Guerras Clon, antes de que el juramento de ejercer de guardianes de la paz se transformase de alguna manera y de un día para el otro en un rol de soldados y comandantes; un cambio que los clones no acababan de comprender, derivando en el informal título de «general» que empleaban con los Jedi en el campo de batalla. Anakin siempre había imaginado su ascenso a Caballero como un hito vital, un cambio drástico en su corazón y mente. Ya había pasado suficiente tiempo desde el nombramiento oficial para que el pelo hubiera empezado a crecer y ahora la ceremonia le parecía un mero procedimiento burocrático, una nota al pie entre los graves problemas que afrontaba la galaxia. Aquella reunión cargada de ceremonial entre las sombras del patio de entrenamiento del Templo Jedi le parecía irrelevante, tanto que tenía prisa por marcharse, por acelerar el ritmo de la galaxia y poderse reunir con su mujer esa noche.
De hecho, llevaba un regalo para ella guardado en una pequeña bolsa colgada de su cinturón.
El Maestro Windu deambulaba por el perímetro del patio, a la sombra del Gran Árbol, con Anakin junto al resto de nuevos Caballeros Jedi y los nuevos padawans detrás de ellos. Anakin tenía a la izquierda a D’urban Wen-Hurd, una tholothiana que destacaba en el entrenamiento por su doble espada láser shoto. A la derecha, Keer Stenwyt, Olana Chion y varios más. Al otro lado del patio estaban sus mentores, los disponibles al menos: Moragg Bomo, un kel dor con túnica negra y lentes azules, Siri Tachi, Ma-Dok Risto y otros.
Y, por supuesto, Obi-Wan Kenobi, recién incorporado al Consejo Jedi. Más o menos. Tras la lamentable pérdida de Coleman Trebor en Geonosis, varios Jedi ocuparían su puesto en el Consejo de manera rotatoria. Nadie sabía si este método de rotación sería permanente o temporal, una simple necesidad generada por la guerra. En cualquier caso, el Consejo había incluido a Kenobi en la rotación. Por su parte, Obi-Wan afrontaba sus tareas con la misma seriedad de siempre, tratando incluso aquel discurso pomposo con gran reverencia. Anakin no necesitaba la Fuerza para sentir el peso de la mirada de su antiguo Maestro clavada en él. Cerró los puños a la espalda, con la interfaz nerviosa de sinterred del brazo mecánico reaccionando como su mano real. Aunque no del todo. Como en la mano orgánica, sus dedos mecánicos se cerraron por la frustración, pero no le transmitían ninguna emoción, ni una leve oleada en la Fuerza que delatase sus sentimientos a Obi-Wan.
Era una mera extremidad. Funcional, más fuerte incluso que la de carne y hueso, pero no formaba parte de él.
—Sois Caballeros Jedi —la voz de Mace Windu resonaba mientras andaba, como reclamando la menguante atención de los presentes hacia su intimidante figura—. Responsabilidad. Paz. Disciplina. Sois el ejemplo que inspira a la galaxia. Vuestros éxitos llegarán a toda la República y más allá. Igual que vuestros errores. Vuestras decisiones serán determinantes para preservar la Orden en momentos de discordia. —El Maestro hizo una pausa y frunció los labios, pensativo. Anakin suponía que había ensayado aquel discurso varias veces desde Geonosis, pero podía estar improvisando—. Los iniciados os admiran. Vuestras decisiones serán importantes para ellos. Algunos tendréis padawans. Y vuestras decisiones —Mace pronunciaba cada palabra con dicción medida— también les influirán.
Esta idea hizo que Anakin esbozase una tímida sonrisa. ¿Un padawan? ¿Para qué? Le parecía la peor idea de la galaxia. Y entonces sus ojos se cruzaron con los de Obi-Wan, que lo miraba fijamente.
Por supuesto, su antiguo mentor percibió su sonrisa.
Anakin se obligó a recuperar una expresión y postura neutras, inflando el pecho y levantando la barbilla para cumplir con la formalidad Jedi. De haber hablado, su voz hubiese sonado con aquel tono inexpresivo que siempre empleaba con los Jedi de mayor rango.
—Estamos en guerra. Algo sin precedentes en nuestra historia —continuó Mace—. Y sois los primeros Caballeros nombrados en tiempos de guerra. Recordad que este conflicto es como un incendio que se propaga por toda la galaxia. Y lo devora todo. No debemos titubear ante ese fuego. Somos guardianes de la paz. Somos Jedi. La República nos necesita más que nunca, por eso nuestra fe en la Fuerza y nuestra conexión con ella no deben flaquear. —Aunque Mace mantenía una expresión estoica y fría, Anakin percibió un cambio inesperado, como una gota en el océano de la Fuerza. Pero tuvo efecto, aunque muchos no pudieron notarlo. Siempre había pensado que sus sentidos estaban más conectados a las emociones que los de los demás.
Quizá porque se permitía sentirlas. Se proyectó hacia la Fuerza para distinguir mejor aquella extraña variación.
Mace Windu estaba… ¿preocupado?
Pero la ola pasó, diluyéndose como las emociones de todo Jedi. Anakin quería negar con la cabeza, convencido de que era consecuencia del enojo de Mace porque estuviera allí, por su mera existencia. Desde el momento en que Qui-Gon Jinn se lo presentó, en la reunión posterior a Geonosis, el Maestro Windu parecía permanentemente irritado con su presencia, como si creyera que aquel no era su sitio. Una vez notó que lo miraba cuando sus compañeros padawans mencionaron la profecía del Elegido, obviamente en broma, y la intensidad de sus ojos le pareció más letal incluso que su célebre pericia en combate.
Anakin lo irritaba. Siempre. Este probablemente era otro ejemplo más. El nuevo Caballero Jedi se recordó que debía superar y apartar de su mente aquellas ruindades fugaces. Respiró hondo y, aunque su mirada siguió a Mace durante el resto del discurso, su mente viajó hasta su infancia. La ceremonia era lo contrario a las noches de Tatooine en que el frío del desierto se filtraba por las grietas de su destartalado hogar. No pensaba en el grandilocuente discurso en el exquisito entorno del Templo Jedi, sino en su madre, explicándole por enésima vez la misma historia en su casucha, con la suficiente calidez en sus manos para reconfortar el cuerpo y la mente del pequeño Anakin.
«El dragón-sol vive dentro de una estrella, protegiendo todo y a todos los que ama», le contó infinidad de veces de niño. Generaciones de habitantes de Tatooine habían oído la misma historia, con variaciones familiares, pero la versión de su madre era la más conmovedora… la más apropiada para un mito sobre el corazón. «Los protegía con su fuego, manteniéndolos siempre a salvo. Lo sobrevivía todo, incluso a la muerte de la estrella. Porque el dragón-sol tiene el corazón más grande de la galaxia, un horno ardiente lo bastante potente para proteger todo y a todos los que quiere. Es el corazón más fuerte… más que el de una estrella». Le contó esta historia docenas de veces, posiblemente centenares, cuando era niño, normalmente después de alguna discusión innecesariamente brusca con Kitster o Watto, o cuando uno de sus inventos le estallaba en las narices.
Podía ver la expresión de su madre, aquella sonrisa que hacía aparecer arrugas alrededor de sus labios, aquellos ojos que nunca juzgaban, los mechones sueltos que le caían sobre la frente tras su larga jornada laboral. En momentos así, le estrechaba la mano y lo miraba fijamente a los ojos. «Tú eres el dragón-sol. Tienes el corazón más fuerte. Nunca dejes de creer en tu corazón».
De repente, la amorosa cara de Shmi Skywalker se diluyó, remplazada por el insoportable frío de la noche, el brillo de las llamas, los gritos de los moradores de las arenas.
El olor de la sangre.
Mientras pensaba todo eso, seguía estoicamente plantado junto a sus compañeros Caballeros Jedi, esforzándose por mantener sus sentimientos a raya. Le llegó otro recuerdo acompañado de sorpresa, uno que aplacaba las heridas aún abiertas de Tatooine. Lo sentía con una intensidad tan real como cuando se produjo…
Las fuertes manos de Qui-Gon Jinn sobre sus hombros, susurrándole palabras de consuelo al oído.
No era la primera vez que percibía la presencia del difunto Jedi. Ya fuera en un destello de un recuerdo profundo o un truco de la Fuerza, aquella presencia siempre lo serenaba, a diferencia de los sermones de Obi-Wan.
—Ha llegado la hora de que sirváis a la galaxia y la República —dijo Mace—. Que la Fuerza os acompañe. —El grupo empezó a aplaudir, mientras Mace caminaba decididamente hacia su puesto, junto al Maestro Yoda. Obi-Wan echó un vistazo al patio y miró a los demás Maestros. Anakin detectó un raro instante de confusión en su antiguo mentor.
Obi-Wan, capaz de improvisar y negociar para salir de cualquier apuro con elegancia y diplomacia, parecía aturdido por un presunto problema de agenda. «Típico de Obi-Wan Kenobi», pensó, lanzando un suspiro sarcástico. «Preocupado por el protocolo y las formalidades en plena guerra». Vio que Obi-Wan se pasaba los dedos por el pelo, muy crecido desde Geonosis, apartando grandes mechones hacia sus hombros.
—Bien, parece que los invitados llegan con retraso —dijo, colocándose ante el grupo. Por «invitados» se refería al canciller Palpatine, algunos senadores y varios comandantes clones presentes en el planeta, una mezcla de ceremonial y deber para todos ellos—. No tardarán. Entretanto…
Un pitido electrónico resonó en el patio, con suficiente urgencia para que Yoda extendiera una mano hacia el panel de holocomunicaciones de la pared del fondo. Allí apareció Palpatine, aunque como holograma en medio del patio, no en persona. En vez de hacer un discurso superficial sobre el deber, el canciller se dirigió específicamente a Yoda y Mace, no a todos los reunidos.
—Maestro Yoda. Maestro Windu. Tenemos noticias urgentes e importantes para la guerra. Han atacado Cato Neimoidia.
Yoda y Mace se miraron, inmóviles. Obi-Wan reaccionó de forma más activa, como mínimo entre los Jedi más veteranos… inhaló tímidamente y se llevó una mano a la barba. Las reacciones del resto estuvieron entre esos dos extremos, pero la atmósfera general cambió. Yoda dio unos golpecitos con su bastón en el suelo.
—Esto padawans e iniciados no necesitan. Marcharse para seguir con sus estudios deben.
Obi-Wan se acercó y les indicó que salieran. Anakin dio un paso adelante instintivamente, hasta que notó una mano sobre el hombro. Obi-Wan le habló en un tono más cordial que el que solía usar siempre que reprimía sus instintos.
—Tú no. Ahora eres Caballero Jedi, ¿recuerdas? —Miró a los padawans, que empezaban a desfilar—. Ahora somos iguales —añadió, con una leve sonrisa forzada bajo la barba.
Anakin se preguntó si la torpeza de aquel gesto se debía a las alarmantes circunstancias de Cato Neimoidia o si su antiguo Maestro aún no estaba habituado a verlo como algo distinto a un aprendiz.
—¿Debo llamarte Maestro? —preguntó, con más sarcasmo del que hubiera deseado. Se sonrojó, delatando su reflejo automático de querer discutir con Obi-Wan sobre reglas y justicia en cualquier situación.
—Mientras no olvides cuál es tu lugar —contestó Obi-Wan, pero ahora su sonrisa fue sincera, casi complacida con aquellas tiranteces. El patio se vació de padawans y los Jedi se congregaron frente al holograma del hombre más poderoso de la República.
—¿Atacado? —preguntó Mace a Palpatine—. ¿Cómo? ¿Quién ha sido?
—Aún estamos recibiendo información, pero las primeras noticias indican que la catástrofe supera todo lo que Cato Neimoidia ha vivido antes. Es…
Un comandante clon apareció en la imagen.
—Disculpe que lo interrumpa, canciller, pero tenemos más detalles. —Palpatine asintió y el clon prosiguió—. Parece que un atentado con bombas ha seccionado los puntales de todo un distrito de la ciudad de Zarra. Ha quedado completamente destruido.