En 1976, un joven de apariencia pobre desembarcó en lo que no era aún un ashram, sino más bien la casa familiar de Amma. Ese muchacho, cuyo nombre original era Unnikrishnan, parecía un sadhu. Había visto a Amma durante uno de sus Krishna bhavas, y le pidió permiso para seguir junto a ella. Era él quien se ocupaba del pequeño templo junto a la casa. Limpiaba y cepillaba los candelabros. Todos los días, encendía las lámparas de alcanfor. Dormía incluso en el santuario para vigilarlo. Fue el primer discípulo de un ashram que todavía ni siquiera lo era. Amma lo llamó Swami Turyamritananda Puri. A partir de 1978, otros jóvenes indios se presentaron allí: Ramesh Rao, Sri Kumar, Venu Gopal, Ramakrishnan y Balogopalan. Eran estudiantes nacidos en buenas familias. Se convirtieron entonces en discípulos de Amma y así se agrandó el ashram. Pero Sugunanandun, el padre de Amma, les prohibía dormir en el templo. Alegaba temer por la virtud de sus otras hijas, que aún no estaban casadas. Los jóvenes fueron devueltos a sus estudios. A partir de entonces debieron contentarse con visitar a Amma. Sin embargo, se mostraron asiduos y Sugunanandan terminó por autorizar a los más determinados a instalarse. Sugunanandan no veía con buenos ojos la «santidad» de su hija. Los padres de los jóvenes estimaban que Amma había hipnotizado a sus hijos, que habían caído en manos de una bruja. Los periódicos locales comenzaron a hablar de secta, para gran consternación de los primeros discípulos. Pero Amma los tranquilizó diciendo: «¿Por qué dais tanta importancia a esas palabras impresas en un periodicucho? Seguid practicando vuestra espiritualidad sin preocuparos de lo que dice la gente, porque estos que hoy se oponen a mí serán mañana mis discípulos».

Actualmente mano derecha de Amma, es una figura esencial del movimiento. Fue también un discípulo del primer momento: conoció a Amma en 1979 y ella lo convirtió rápidamente en brahmachari bajo el nombre de Amritatma Chaitanya. Escaló rápidamente los peldaños del círculo íntimo hasta convertirse en Amritaswarupunanda Puri en octubre de 1989. En una asamblea reunida delante del ashram, Amma exclamó: «Hoy estoy contenta de poder entregar a mi hijo a todo el planeta, porque ahora que le doy la sannyasa se convierte en el hijo del mundo. Agradezco a sus padres habérnoslo confiado y los saludo».

Se cuenta que la familia de Amma cambió completamente de actitud en el momento preciso en que los primeros discípulos occidentales desembarcaron en Idamannel con sus dólares. Cada uno tendrá su opinión sobre este punto, pero no olvidemos que el padre de Sudhamani era un simple pescador originario de una aldea perdida en el fondo de Kerala. De hecho, todo este asunto lo sobrepasaba. El fenómeno, por otra parte, es conocido: otros gurús que provenían de clases más favorecidas encontraban resistencia por parte de sus padres. A menudo, los estudiantes que llegaban al ashram, atraídos por el renombre de Sudhamani, eran expulsados de Idamannel por el padre de Amma. Uno de ellos, desesperado, preguntó un día: «Amma, si tu padre continúa así, ¿cómo conseguirás fundar tu ashram?». Y siguió el joven discípulo: «¡Tu padre es tan duro contigo! ¿Cuánto tiempo seguirás soportando estas humillaciones y estos sufrimientos?». Amma lo consoló con estas palabras: «No te preocupes, todo se arreglará, porque mis hijos de ultramar llegarán pronto y mi padre los acogerá con los brazos abiertos».
En 1979 desembarcó Neal, un estadounidense llamado familiarmente Nealu, del que hemos hablado antes. Había oído hablar de Amma a un amigo, profesor de Matemáticas, natural de Kerala. A menudo, cuando encontramos al o a la que se convertirá en nuestro gurú, el desencadenante se produce más tarde. Neal tuvo su primer darshan, un intercambio de pocas palabras con Amma, recibió su primer abrazo y luego Sudhamani le pidió que se marchara. Era la época en que aún se negaba la divinidad a Amma. Neal volvió entonces a Thiruvanamalai, donde residía en aquel momento. Pero con el paso de los días, el recuerdo de los instantes pasados con Amma no dejaba de atormentarlo. Sentía un «calor en medio del corazón». Algunos días más tarde recibió una carta de su amigo matemático diciéndole lo siguiente: «Cuando vi a Amma, le pedí que te diera su darshan interior. Entonces ella cogió el tridente que suele tener cerca durante los satsangs y, cerrando los ojos, te envió sus bendiciones». El matemático escribía también: «¿Has sentido algo?». Aquella misma noche, Neal soñó que Amma se le aparecía y le hacía comprender que era la Madre divina encarnada.
La segunda vez que fue al ashram —o al futuro ashram—, le dijo a Amma: «No quiero marcharme, quiero quedarme contigo para siempre y convertirme en tu humilde servidor». Amma respondió: «Hijo mío, nada me pertenece y ni siquiera tengo un trozo de terreno para instalarte, pero pídele permiso a mi padre». Para la enorme sorpresa de todos, Sugunanandan regaló una parcela de terreno a la comunidad. Los discípulos se apresuraron a construir con hojas de coco una cabaña modesta cuyas dimensiones no sobrepasaban los doce metros cuadrados, y ese rincón fue dedicado a la cocina.
En enero de 1980, Neal se instaló finalmente en el ashram en compañía de una discípula de Ramana Maharshi, la australiana Gail Tredwell, conocida más adelante como Gayatri. Neal construyó con sus propias manos la primera cabaña del ashram. Pero como muchos discípulos del primer momento, estaba atraído, sobre todo, por el pequeño templo de Amma, un lugar cargado de energía y de luz, restaurado por Unnikrishnan. Neal dice en sus memorias cómo le impresionaba el amor de Amma por sus vacas. Hasta el punto de que había dividido el primer templo en dos: la mitad del espacio estaba reservado a las vacas, a las que podía acariciar mientras rezaba. En la India, la vaca es el símbolo de la sabiduría. Actualmente, algunos estados prohíben su matanza, lo que no deja de crear tensiones con los musulmanes, que, en su caso, las sacrifican para celebrar sus festividades.
A partir de 1980, los nuevos discípulos que asistían a los bhavas fueron campesinos y aldeanas. Existen descripciones de esos momentos únicos en los que Amma entraba en trances espectaculares. Los campesinos llegaban hacia las cinco y media de la tarde. Encontraban a Amma sentada en el templo, con los ojos cerrados. Luego, comenzaban los bhajans al son de címbalos y trompetas. Al cabo de una hora, Amma se levantaba. Acompañada por la música, se colocaba frente a la estatua del dios Krishna y seguía cantando un bhajan que le dedicaba. De repente, Sudhamani saltaba, como picada por una serpiente. Se volvía hacia la multitud. Entonces todo su cuerpo vibraba, sus manos formaban mudras y las campanillas sonaban en sus tobillos, como movidas por una energía invisible. En ese momento, los campesinos estaban convencidos de que Krishna acababa de encarnarse en el cuerpo de Sudhamani. Los devotos unían sus manos, las lágrimas subían a sus ojos, algunos se prosternaban.
En la tradición hindú, cuando un gurú está en trance, los discípulos le colocan una guirnalda de flores alrededor del cuello y luego mueven ante su rostro una bandeja donde queman alcanfor. Esta tradición se respetaba cuando Sudhamani estaba en trance. Más tarde, al cabo de algunos minutos, Amma reabría los ojos. Parecía que se despertaba. Miraba a todos con sorpresa. Una gran sonrisa iluminaba su rostro. Los discípulos se sentían encantados. Alguien tocaba el armonio, se abrían las puertas del templo. Los niños, que esperaban fuera con los rezagados, se ponían en fila para recibir el darshan de Amma.
Aún no había llegado la época de los abrazos, pero ya se presentaban ante ella, y ella sonreía a cada uno. Los adultos recibían una flor y los pequeños un trozo de plátano o una golosina. En esta época la familia de Sudhamani se había resignado a la beatitud de su hija. Las primeras ayudantes de Amma, efectivamente, parecen haber sido sus propias primas; la vestían, la protegían de los lugareños excitados y preparaban el templo para sus trances.
Al cabo de cierto tiempo, comenzaron a llegar visitantes de ciudades alejadas. Sufrían, habían perdido a un ser querido o estaban enfermos: deseaban recibir el darshan de Amma. Sin duda, fue entonces cuando aprendió para sus futuros millones de darshans. Consolaba con palabras, secaba las lágrimas, sonreía a la gente; y también les gastaba bromas, como hacía Krishna.
La madre de Sudhamani preparaba las comidas de los jóvenes que asistían a los bhavas. Sin embargo, su número no dejaba de crecer, lo que creaba tensiones entre Amma y su madre, y al final esta decidió dejar de cocinar para tantas personas. Furiosa, Amma cogió sus petates y fue a instalarse en la cabaña del pobre Neal. ¡Era apenas una choza! Se construyó un anexo para transformarlo en cocina. ¡Pero qué cocina! Una estufa de keroseno reposaba en el suelo. Había estantes suspendidos con cuerdas. El fregadero no tenía ni agua corriente ni evacuación. Amma se instaló en un rincón de la casa donde debía acurrucarse para dormir. En el rincón opuesto dormían pies contra cabeza Neal y Gayatri. No llevaban pijama ni camisón; dormían con la ropa que habían usado durante todo el día. Gayatri fue nombrada jefa de cocina y, como no conocía gran cosa sobre el tema, atravesó el río para observar cómo cocinaban los aldeanos. Aprendió así qué especias acompañaban tal verdura, en cuánto tiempo se cocía el arroz blanco, cómo preparar el dal con cilantro y guindillas verdes.
Cuando se emancipó de su familia, Amma decidió gestionar ella misma las donaciones económicas recogidas en sus veladas bhavas. En la India, cuando uno va a un templo y encuentra a su gurú, realiza una ofrenda que puede ir desde algunas rupias hasta miles de euros. El célebre templo de Tirupati, por ejemplo, recaudó veintinueve millones de rupias, que equivalen a cuatrocientos millones de euros. En los templos tradicionales indios se encuentran hundis, los equivalentes de los cepillos de la iglesia. En el pequeño templo precario de Amma, un bol de bronce funcionaba como hundi. Los fieles depositaban una moneda de cincuenta paisas —menos de un céntimo de euro—, otros un billete de cinco rupias. Esas ofrendas podían alcanzar las doscientas rupias, una suma enorme para la familia de Amma, que no traía más de cincuenta rupias a casa los días de buena pesca.
En cuanto los bhavas terminaban, el hermano y el padre de Amma se precipitaban para apoderarse del bol de bronce. Amma no veía nunca el dinero depositado como ofrenda. Sabía que su padre no podría aceptar que ella se ocupara de recoger ese dinero y por eso le rogó un día a Gayatri, su secretaria australiana, que se encargara de eso. Al día siguiente por la noche tuvo lugar un Krishna bhava. Escondida en un rincón del templo, Gayatri esperó que Amma saliera del trance. De repente, cogió el bol, adelantándose a Sugunanandan. Solo debía huir en la noche. Desdichadamente, fuera se topó con la madre de Amma, que trató de arrancarle el preciado bol. Pero Gayatri era fiel a su gurú y se lo impidió. Damayanti, llorando, corrió a ver a su hija y se apresuró a acusar a Gayatri de robo. Tartamudeaba: «Madama, madama, madama...», que quiere decir «la extranjera». Pero Sudhamani se negó a escucharla. El cisma familiar se había consumado. Sin embargo, no duró mucho tiempo. De hecho, el número de fieles aumentaba cada día y sus donaciones permitieron a Amma mantener a su familia. El padre dejó de salir a pescar a las cuatro de la madrugada, las mujeres dejaron de cocinar y limpiar.
Pero aún no había llegado ese momento. Para que el ashram creciera, otro discípulo indio propuso a Amma construir dos cabañas suplementarias. Swami Premananda Puri, también llamado Madhu, un francés de La Reunión, también hijo de pescadores, se estableció en una de las nuevas viviendas: hoy dirige el centro de La Reunión. En sus memorias, Gayatri recuerda a ese joven, corpulento, que Amma había rebautizado Ganga. La otra cabaña fue ocupada también por un francés, llamado Jacques Albohair.

Madhu era uno de los discípulos de los primeros tiempos. Reunionés de origen indio, pertenecía a una familia de emigrantes que habían ido a trabajar en el siglo XIX en las plantaciones azucareras con un estatuto casi de esclavo liberado. Había estudiado en la Sorbona y nada lo destinaba particularmente a la espiritualidad, pero durante un viaje a la India, cuando buscaba sus raíces, conoció a Chandru, discípulo de Amma, y luego a Gail Tredwell. Madhu se convirtió en monje bajo el nombre de Swami Premananda Puri, y en 1987 Amritanandamayi lo envió a fundar un centro Amma en la isla de La Reunión.

Otros jóvenes también llegaron para unirse al ashram: Balu y su joven hermano Venu, así como Sri Kumar. Según Gail Tredwell, Venu era el discípulo preferido. Amma lo trataba como a un hijo, porque practicaba el yoga y la meditación además de estudiar el sánscrito. Gail recuerda un detalle divertido: cuando Amma la enviaba a buscar a Venu, a menudo lo encontraba haciendo el pino, en la postura clásica de sirsasana, o bien haciendo pranayama.
Otro estudiante se unió a la comunidad: Rama Krishna. Era un muchacho bien vestido, bien peinado y siempre sonriente que había trabajado en un banco. Fue seguido por Rao y su amigo Pai. Así se formó un círculo de íntimos alrededor de Amma. Esos jóvenes iban a convertirse en los swamis más importantes y en grandes autoridades de un movimiento que ha adquirido hoy una dimensión internacional.

Nacido en París, descubrió muy pronto la literatura espiritual india, en particular la del filósofo Krishnamurti. En 1968, partió hacia la India a pie y en autostop, con unos pocos francos en el bolsillo. Tenía veinticuatro años cuando encontró a Amma. Ella lo hizo monje y le dio el vestido de color ocre. En 1984, lo envió a Francia para preparar su visita a ese país. Jacques pasaría así ocho años recorriendo Europa para dar conferencias y propagar la gloria de Amma. Pero en 1993, cuando se acercaba a los cuarenta años, renunció a sus votos monásticos, se casó y se estableció en Suiza, donde hoy dirige obras humanitarias.

En los años ochenta, la pequeña comunidad gozaba de un ambiente tranquilo y sano. No había hora fija para las meditaciones o las comidas, ni siquiera reglas particulares. De hecho, lo pasaban bien, a menudo reunidos alrededor de un fuego de leña; los jóvenes tocaban la tabla, cantaban o improvisaban música.
Amma tenía la costumbre de llamar a esos primeros discípulos «mis hijos», pero vigilaba para que reinara en esta pequeña comunidad un ambiente a la vez espiritual, amistoso y fraternal. Fue entonces cuando los adeptos que vivían en el exterior del ashram invitaron a Sudhamani a pasar dos días en su casa. El renombre de Amma comenzó a crecer, primero en Kerala, luego en el resto de la India. Como faltaba dinero, el mundillo del ashram se embarcó en un autocar con Amma. Los discípulos occidentales que iban en ese viaje descubrieron entonces Kerala, sus pueblos, sus costumbres, su alimentación y su cultura ancestral.
La marcha se había fijado a las cinco de la mañana. Se atravesaba el río con un ferri. Se llegaba a la pequeña ciudad para subir en un autobús local que se detenía cada trescientos metros para recoger pasajeros. El ambiente era alegre. Amma era considerada casi como una hermana, o una amiga, lo cual hoy sería imposible. Los discípulos occidentales se maravillaban al ver la acogida de las familias. Se podía creer que Dios había entrado en sus casas. Cada vez, una jovencita la esperaba a la entrada de la casa con una vasija de agua para lavarle los pies o cubrirlos de pétalos de rosa. Luego la madre o la abuela de la casucha hacía un aarti, una puja en honor de la divinidad presente. Durante la ceremonia, se agitaba delante del rostro de Amma una bandeja en la que, entre las flores y las frutas, ardía una lámpara de aceite. Luego, depositaban sobre su frente un poco de ceniza y pintura bermellón. La habitación que le reservaban era en general modesta, pero siempre equipada con una lámpara de aceite y perfumada con incienso de madera de sándalo. Aun cansada, Amma se sentaba con los miembros de la familia y discutía con ellos mientras una de las hijas le masajeaba los pies con mantequilla de coco.
En la India, la tradición es alimentar al gurú, que, entonces, se ve obligado a comer más que lo que necesita. Las mujeres de la casa pasaban horas en la cocina, preparando comidas que no terminaban nunca. Amma comía todo sin renunciar a su sonrisa. Ese fenómeno también se observa en otros gurús, como pude darme cuenta durante un viaje con Sri Sri Ravi Shankar. Se trata casi de un ritual sagrado. Las mujeres de la casa desfilan trayendo platos y el gurú está forzado a probarlo todo. El alimento tiene un papel considerable en la India. Se ofrece a los dioses en los templos, lo que es una manera de magnificar y honrar aquello de lo que la naturaleza nos provee tan generosamente. Amma no podía escapar a esta práctica.
Los aldeanos que asistían a los bhajans de Amma eran cada vez más numerosos. Y como el canto es muy importante en la India, su aura se amplificó aún más. Sin embargo, se seguía notando una cierta hostilidad en las casas de alrededor. Para algunos, la familia de Amma trataba de obtener un beneficio económico de esta celebridad. Cuando Amma tomaba el ferri, a veces los jóvenes se burlaban de ella. «¡Ja, ja —se burlaban—, tenemos a Krishna en la barca!» Ella ignoraba estas burlas y no respondía. Siempre hacía todo lo posible por evitarlos, absteniéndose, por ejemplo, de cruzar la calle principal de la aldea.
Un día supo que unos gamberros, los goondas, planeaban invadir el templo durante el siguiente Krishna bhava. Esa noche, mientras el templo estaba lleno, uno de los discípulos vio con terror que unos cincuenta jóvenes se acercaban con cadenas y palos. Gayatri, la asistente de Amma, cometió el error de querer apoderarse de una de esas cadenas, lo que enfureció a la pandilla. Por suerte, un discípulo había tomado la precaución de cerrar el templo con llave. Los goondas se pusieron a golpear la puerta con todas sus fuerzas. Dentro del templo, todo se había detenido: la música, los tambores, los cantos. Amma quería salir para calmar a los agresores. Hubo que retenerla físicamente y ella protestó chillando. ¿Sus gritos asustaron a los goondas? En todo caso desaparecieron y la bhava pudo continuar.
Una vez que Amma estaba de visita en casa de una familia en el norte de Kerala, un joven que lloraba posó la cabeza sobre sus rodillas. Ella le habló, le acarició la frente. Era un día de bhava y los discípulos de Sudhamani temían perder el autocar para volver al ashram. Uno de ellos quiso apresurar a Amma, pero Neal, que tenía un papel de mentor, le dijo en voz baja: «No debes cuestionar a Amma. Al contrario, debes abandonarte a su voluntad. Cuando esté lista, ya lo dirá». Algunos minutos más tarde, ella exclamó: «¡Vamos chicos! Amma está lista, vamos a tomar el autocar». Abrazó a cada uno de los miembros de la familia y luego todos salieron y corrieron hacia la estación de autobuses.
Amma y sus discípulos utilizaban a menudo el autocar para sus desplazamientos, pero también podían apretujarse siete u ocho en una Ambassador, que era el único vehículo disponible en la India en los años setenta y ochenta. Tardaban una hora en volver al ashram —cuarenta y cinco minutos en coche y quince minutos para atravesar el lago en barca.
Al principio, como contábamos antes, era un pequeño ashram compuesto por construcciones rústicas: la casa familiar, el establo, el templo improvisado y la cabaña construida por Neal. Los lavabos estaban fuera, al borde de la laguna. Pero fueron años felices. Se vivía con sencillez. Los discípulos de la primera época no han olvidado nunca esos tiempos marcados por la salida del sol, los rezos y las archanas, las pujas, las meditaciones, los bhajans, durante los cuales todos eran tratados por Amma con la misma ternura. Algunos recuerdan sobre todo los bhajans de la noche, que, tras una jornada de sewa, permitían que la mente se relajara y aceptara la vida tal como es. Muchos de esos testimonios nos han llegado; todos evocan experiencias espirituales intensas que permitían que los participantes alcanzaran la divinidad, tuvieran la intuición del infinito y de la inmanencia. Hablan de la suerte que tuvieron por haber estado presentes en esos días de gracia. Amma entraba con frecuencia en trance. A menudo, los discípulos la veían salir del templo nerviosa, gesticulando o gritando a veces, con el rostro irradiado por el éxtasis. Se precipitaba hacia la plantación de cocoteros, donde se quedaba horas repitiendo el nombre de Krishna. Los discípulos la vigilaban sin atreverse a acercarse demasiado. En cuanto a su familia, seguían creyéndola loca y su padre corría gritando: «¡Sudhamani! ¡Sudhamani! ¡Acaba con este lío! ¿Te has vuelto loca?». A veces incluso la abofeteaba. Y seguía gritando: «¡A ver si vuelves a la realidad!». Un día que había golpeado a Amma muy violentamente, un seguidor se interpuso: «Padre, no está loca. Está solamente en trance. Es un estado divino. Así que, por favor, déjala tranquila». Los otros discípulos, con valentía, decidieron intervenir en la pelea. Y el padre, por primera vez, consintió y se retiró. Se marchó mascullando injurias. Cuando Amma volvió en sí, los discípulos le contaron lo que había sucedido. Entonces ella tuvo este simple comentario: «Es un padre. Es normal que se inquiete. Actúa por amor».
Los discípulos eran jóvenes, inocentes, llenos de entusiasmo, y en cualquier circunstancia, en cualquier lugar, sus pensamientos iban dirigidos hacia la gurú. Esto que podía desencadenar intuiciones. Uno de ellos, que cocinaba el arroz de la comida, pensó de pronto: «¡Hay que llevarle agua a Amma!». Corrió a llevarle un vaso de agua justo en el momento en que ella decía: «Tengo sed».
Los primeros devotos reconectaban con esas profundas experiencias espirituales que la India conoce desde hace siglos. Por ejemplo, tenían la impresión de «salir de su propio cuerpo», de verlo como se lo observa de un modo incorpóreo. Hoy, la ciencia médica acepta analizar ese tipo de experiencias: se sabe que muchas personas consideradas como muertas flotan por encima de su cuerpo, deciden volver a la tierra y regresan efectivamente a su cuerpo, en general por la parte superior de la cabeza. O bien conocen, simplemente, el éxtasis espiritual durante una meditación o un bhajan; entonces todo se vuelve tranquilo, los pensamientos se espacian, el corazón y el intelecto se vuelven uno solo. Ese es el objetivo de la práctica del yoga: pasar de la cabeza al corazón.
Los primeros años, el ashram de Amma estaba prácticamente vacío, salvo las noches de bhava, cuando apenas una treintena de personas se amontonaban en el templo. Los primeros ashramitas, entre ellos los occidentales Neal, Gail, Ganga y otros, eran libres de meditar, sentarse bajo un árbol, leer o rezar en el templo. El viernes por la mañana las mujeres del pueblo iban a rezar al templo. Se quedaban todo el día, ayunando y en silencio. Solo se movían sus labios, porque pronunciaban hasta el infinito el nombre de Krishna y de la Madre divina. Neal le preguntó un día a Amma: «¿Por qué vienen solamente el viernes? ¿Cuál es la razón de ese silencio y del ayuno?». Amma respondió que el viernes era el día dedicado a la Madre divina y que rezaban por la salud y la larga vida de sus maridos. Esta absoluta fidelidad al esposo no dejaba de sorprender a los occidentales.
A mediados de los años ochenta, la comunidad comprendía solamente tres mujeres ashramitas: la danesa Gretchen y las australianas Gayatri y Swomia. Gayatri era la secretaria de Amma, Swomia la servía durante sus Devi bhavas. Esas mujeres se tenían una admiración mutua. Gretchen mostraba una gran devoción, era capaz de meditar durante horas. Gayatri repetía su mantra todo el día, incluso mientras trabajaba con Amma. De las tres, Swomia era la más intelectual; después de asistir a una lección con Amma, volvía a su casa y, de memoria, escribía todo lo que había escuchado de boca de la gurú.

El saludo al sol, o surya namaskar, consiste en once posturas diferentes. Se dice que, si lo practicas todos los días, harás trabajar todas las partes de tu cuerpo y adquirirás una agilidad que se prolongará mucho tiempo. Es una manera de agradecer al sol que ilumina y calienta nuestras vidas cotidianamente, pero también al cuerpo que nos sostiene durante toda una vida. También es una manera de unir lo mental, la respiración y el ser físico en una sola plegaria al más allá.

Gretchen había estudiado el hatha yoga en Estados Unidos. Un día, Amma la invitó a su habitación y le rogó que le hiciera una demostración. Gretchen comenzó por el saludo al sol. Lo hizo tan perfectamente que los ashramitas presentes se quedaron fascinados. Encadenó la postura del gato, luego la sirsasana, sin duda, una de las posturas más difíciles del hatha yoga. Para terminar, Amma le pidió que se sentara en la posición del loto. Ella misma realizó rotaciones y estiramientos, atrayendo a Gretchen hacia ella hasta que su frente casi tocó el suelo; Amma estaba en extensión y su cuerpo rozaba el suelo. Aceleró el ritmo y todo el mundo se sorprendió de la elasticidad que tenía para ser una persona de su corpulencia. A partir de entonces, Amma pidió a Gretchen que enseñara cada mañana el yoga a todo el ashram.
Cuando se viaja por la India, por la mañana, en los pueblos se ve a las mujeres lavar la ropa en las lagunas, enjuagarla en esa misma agua y extenderla al sol directamente en el suelo. Este uso recuerda a las lavadoras de antes. Ahora han desaparecido, y es una pena, porque tenían un rol social importante. En el ashram de Amma, la colada se hacía en un grifo del jardín, utilizando grandes piedras. Las mujeres —las sadhikas— traían dos cubos de agua y una barra de jabón. Luego, se ponían a trabajar. Remojaban la ropa en el primer cubo, la enjabonaban sobre la primera piedra, y seguían haciéndolo hasta que se volvía blanca; luego, obedeciendo a una técnica única en el mundo, tomaban un extremo y la golpeaban violentamente sobre la piedra. Lo mismo hacían del otro lado, al menos veinte veces. Tras ese tratamiento, la ropa estaba limpia.
La abuela de Sudhamani tenía entonces ochenta años. Se colocaba en la cola, curvada por la artrosis, con la cara arrugada y la sonrisa sin dientes. Cuando llegaba delante de Amma, sus ojos brillaban. Tenía prisa por que Amma le uniera las manos con su chal amarillo, como para hacerla prisionera; luego Sudhamani la invitaba a sentarse a su lado; cada tanto, echaba algunas gotas de agua en su garganta; y antes de que se marchara, cogía dos flores de su guirnalda y las colocaba en el agujero de sus orejas, que se habían vuelto grandes como un dedo con la edad y el peso de los anillos.
En On the Road Freedom, Pilgrimage in India, Neal Rosner cuenta preciosas anécdotas sobre el renombre del que Amma gozó en sus comienzos. Evoca especialmente a Mahatma —«alma grande»—, un célebre sadhu keralí de los años setenta, uno de los primeros en reconocer la divinidad de Amma. Su verdadero nombre era Prabhakara Siddha Yogi y se decía que tenía más de cien años. Sin embargo, se dirigía a Amma con deferencia, diciéndole siempre: «¡Tú eres la Madre divina!». Una de sus célebres conversaciones llegó hasta nosotros:
—¿Eres tú quien me ha hecho venir aquí? —le preguntó un día.
—Sí, ¿cómo lo sabes?
—Vi en sueños una luz brillante, la seguí y llegué hasta ti.
Amma sonreía de placer. Sin embargo, el sadhu no era perfecto. Se cuenta que se desnudaba y comenzaba a perseguir a las muchachas del pueblo gritando como un loco. Pero Amma le perdonaba todo: «No se puede juzgar a un yogui con nuestros criterios», explicaba.
La India tuvo muchos yoguis aún más excéntricos. Neem Karoli Baba, por ejemplo, un gran santo del Himalaya que vivió en la década de 1980, tuvo muchos seguidores occidentales. Tenía el aspecto de un payaso, negociaba con los rickshaws, comía como un glotón y, sin embargo, poseía una inmensa sabiduría. Nuestros criterios de juicio, en general, son muy superficiales. Nuestra mente solo ve la apariencia y juzga constantemente. No es apropiado juzgar a un yogui. Fiel a sus impulsos, Prabhakara Siddha Yogi trató un día de atrapar a Amma, que entonces era muy bonita. Ella le cogió el brazo y lo riñó con estas palabras: «¿Acaso no sabes quién soy, yo que conocí a tu padre, a tu abuelo e incluso a tu bisabuelo?». «Oh, sí —respondió él, temblando—, lo sé.» Y volvió a vestirse.
En 1984, Amma cayó gravemente enferma. No dejaba de vomitar. Pensaron que iba a morir. Algunos discípulos le rogaron que anulara su darshan cotidiano. Se negó, y a pesar de su debilidad, recibió a los aldeanos que venían a hablarle de sus problemas o a pedir sus bendiciones.
Se decidió que había sido envenenada. Varias personas fueron sospechosas, entre ellos un vendedor de leche que era ateo, como muchas personas en Kerala. Lo confrontaron con Amma, que le dijo al oído: «Yo sé que eres tú». Sorprendido, preguntó: «¿Tú has bebido la leche sabiendo que estaba envenenada?». Ella respondió: «De lo contrario, el devoto que me la ofreció se hubiera ofendido. Así que decidí beberla». Abrumado, el vendedor de leche se arrodilló a los pies de Amma y se convirtió en uno de sus discípulos.