Éste es el mejor libro del mundo: en mi modesta opinión, naturalmente, aunque debo añadir que he leído unos cuantos. También es el más difícil de traducir porque se refiere a un estado de ánimo que está más allá de las palabras. Así como san Juan de la Cruz se quedó sin saber sabiendo, toda ciencia trascendiendo, e intentó contarlo en poemas sublimes, así los taoístas en el Tao Te Ching aluden a lo que han experimentado en su interior. Éste es un libro místico pero práctico, como corresponde al talante chino.
En el primer verso está la clave de todo: el Tao, cuando se nombra, ya no es. El Tao es anterior o está más allá, si se quiere, de las palabras: en cuanto se ponen nombres, se pierde. Nos encontramos ante un imposible: hablar de lo que está fuera de las palabras. Sólo se puede aludir: uno señala con el dedo a la luna, el dedo son las palabras, quien se queda sólo con el dedo, no verá la luna. El Tao es una experiencia interior, un estado de ánimo que se tiene precisamente cuando se detienen, vacían y expulsan las palabras de la mente. Pero así como en el yoga hindú eso se hace sentado en meditación, en el taoísmo se logra paseando por el campo y quedándose absorto –sin saber sabiendo– ante el paisaje. Un quedarse absorto que no puede forzarse, pero sí facilitarse. Hay entonces un silencio interior, una quietud, el tiempo se para y se tiene la sensación de que todo está bien; el mundo exterior que entra por los sentidos parece más blando y difuso, más maleable y suave, y, sobre todo, gozoso. Quien lo ha notado, lo sabe.
Quienes no entren en este estado interior del Tao se quedarán con las abundantes paradojas que presentan las palabras de este libro. No puede ser de otra manera: cuando se alude a la fusión de opuestos y se usa para ello palabras, lo que sale escrito son paradojas. En estas páginas que siguen, cada paradoja es una luz roja que indica: stop, aquí se alude a un estado donde A y no A se funden y por lo mismo, se confunden, pero ello sólo es confusión con las palabras, no con la realidad que éstas no logran representar, porque por definición la palabra blanco no es la palabra negro. En la realidad sí: el blanco se metamorfosea en negro porque la noche empieza a mediodía, que es cuando empieza a bajar el sol.
Tao es el modo de ser de la naturaleza que reflejado dentro del hombre es un estado de ánimo semejante al temperamento de lo natural. Tao es el conjunto de comportamientos de la naturaleza, su talante, su temperamento más sereno y estable. Tao es inexorable, imparcial, establecido, constante, leal, inalterable: es el sistema de las leyes de la física tomadas en su conjunto y tratadas como un todo; la estructura del sistema de sistemas.
Para conocerlo los taoístas chinos observan la naturaleza en estado puro, su comportamiento en cientos y cientos de actos físicos: el tornasol de los fondos marinos, el fluir de torrentes, el silencio de las cumbres inmaculadas, el correr de un zorro, la brisa, el humo, la salida del sol, la rotación de los cielos, el agua de mar batiendo contra las rocas, las formas de la arena rizada por el viento, las dunas, los huecos, las conchas, los alvéolos, las espirales, los caracoles, los troncos trabajados por el tiempo; el vuelo de las aves anilladas, como pensamientos del cielo, el azul del firmamento, el verde del prado, el fluir del agua, la penetración del viento, la serena transparencia del remanso, el suave deshacerse de las nubes, el silencio del espacio en la nevada, las formas y el musgo entre las piedras, el liquen en los troncos de los pinos, las cortezas añosas y los gritos del recién nacido. Todo lo que se mueve, lo que fluye, lo que forma y permanece, todo lo que es, con naturalidad, es el cuerpo del Tao. Sereno, calmado, leal, imparcial, perseverante, el Tao hace funcionar el mundo, como el agua que, libre, mana; varada, se remansa; cuando profunda, trasluce; cuando agitada, salta; sin atención, con naturalidad, con la misma inalterable lealtad y aceptación con que se mueve y espera toda la naturaleza en la inmensa paciencia de la belleza. Todo nos lleva, paso a paso, hacia un concierto de formas y de trazos, de ruidos y movimientos que, al concordar, aglomeran una idea de conjunto que en palabras llamamos Tao.
Orden de la naturaleza para Occidente, que expresa en fórmulas lo que los chinos internalizan en temperamentos. Dos enfoques complementarios: todos nuestros grandes sabios han empapado el Tao en su estado de ánimo, no de otro modo intuyeron los filósofos naturales. Basta salir de la artificialidad humana, internarse en la naturaleza intacta, y el humor del Tao penetra poco a poco los temperamentos. La naturaleza, maestra única y certera de los filósofos naturales, revela al corazón puro y abierto los innumerables detalles que, en su armonía, producen la intuición del Tao sin palabras porque el Tao que se puede nombrar ya no es el verdadero Tao... El verdadero es aquella inexpresable emoción sobrecogedora de captar el conjunto en su fluir armonioso con sosiego, y someterse gozoso a esta impresión sin definirla ni nombrarla. Es preciso, pues, olvidar las palabras y penetrar calladamente en el corazón del Tao: más allá, la extensión abierta, nada sagrado.
La filosofía occidental nació a orillas del Mediterráneo, no por casualidad, sino porque el ambiente físico de cada parte del mundo conlleva una cierta manera de pensar. Se piensa con palabras, y el lenguaje, por motivos fonéticos, tiene que ver con el ritmo respiratorio corto o largo y el metabolismo vivaz o reposado del cuerpo según la altura. A nivel del mar el ritmo vital es más rápido, las palabras son cortas y las frases contienen numerosos conceptos, tendiéndose a su concatenación en argumentos; en las alturas, el ritmo es más reposado y cada palabra o concepto queda envuelto en sí mismo; los silencios separan las palabras, mientras en el mar las unen. El mar propicia una actitud argumentativa, la montaña contemplativa. No hay eremitas contemplativos cerca del mar –los que lo están, como Lulio, suben al monte de Randa– como no hay sofistas en las montañas, sólo aquellos pastores descritos por Maragall en su «Elogio a la palabra», que orientan al excursionista inquisitivo con un lacónico «aquella canal», manteniendo el silencio de las alturas en todo el valor de la palabra sola. Nietzsche subió a Sils María para pensar, como Zaratustra, su ética no aristotélica; en cambio los grandes fundadores de la filosofía griega discuten en sus ágoras junto a los muelles del Mediterráneo. Los imaginamos en un luminoso espacio nítido y perfilado con la precisión de las formas del Mare Nostrum. Paralelamente, visualizamos con la misma seguridad a los filósofos taoístas en un brumoso paisaje otoñal entre árboles colgados de las rocas y cascadas que surgen de recónditas montañas en los confines de China.
Siempre he situado el taoísmo en la alta montaña, entre abetos, musgo, rocas, torrentes y silenciosos recodos en el corazón del bosque; al Mediterráneo se adecúa el pensar apolíneo del argumento, recto y preciso como el templo griego; mis polos de sensibilidad van del mar color de vino a la niebla crepuscular del collado entre los pinos: de la lógica al taoísmo. Para pensar el mar: apolíneo, luminoso, griego, perfil recortado en azul, objeto separado en concepto, lucidez del espacio que penetra en el pensamiento para asentar el yo humano limpio, recto y claro. Para abandonarse y explorar por intuición el modo de actuar de la naturaleza: el bosque taoísta, brumoso, chino, perfil difuminado en el ocre gris, objeto no separado de su contexto, continuidad panteísta que penetra en el sentimiento de diluir el yo humano en borrosa comunión con el todo.
Dos filosofías, dos modos de conocer paralelos y diversos son la filosofía occidental y el taoísmo, que pueden utilizarse complementariamente con el provecho que siempre se deriva de los sutiles equilibrios contrapuestos. Para ello conviene conocer los propósitos y los medios de cada uno. La filosofía occidental se pregunta cuál es la verdad, el taoísmo cuál es el modo de actuar; la sabiduría es un don de acción, el conocimiento un don de pensamiento. En el fondo, conocer lleva a actuar, y ambas filosofías son, como todos los sistemas en todas las latitudes, modos de convertir el caos en orden y de reducir los procesos sobrecogedores del universo a escala humana, haciéndolos más dominables, amables y familiares.
Para buscar la verdad nuestra filosofía observa y argumenta, analiza y deduce, es decir, actúa para conocer; el taoísmo conoce para actuar y no llega al conocimiento por una acción previa, sino por una no-acción. Si observar y argumentar son los instrumentos del conocer occidental, la naturalidad y la espontaneidad son los medios del actuar taoísta. Nosotros buscamos información para actuar después en función del conocimiento adquirido: los taoístas practican el abandono a la naturalidad y la espontaneidad para actuar directamente, sin mediar conocimiento.
Esta actitud está contenida en los dos conceptos básicos del taoísmo que son: wu-wei (acción sin intención), y tzu-jan (conocer nada). La no-acción creativa del wu-wei es la pura naturalidad. El no conocer del tzu-jan es la pura espontaneidad. Conviene analizar cada uno de estos dos conceptos y señalar sus análogos, que los hay, en la filosofía occidental.
El taoísmo es un pensamiento y un modo de hacer que pretenden reflejar y seguir el modo de ser de la naturaleza. Simplificando mucho, podría decirse que el taoísmo es la filosofía de la naturalidad y la espontaneidad puras en la acción. Ahora bien, escudriñar el modo de ser de la naturaleza también lo ha hecho la filosofía natural de occidente durante milenios: ¿dónde reside la diferencia? Los chinos taoístas, para saber cuál es el modo de actuar, emplean el método de abandonarse a la naturalidad y espontaneidad; los occidentales, para actuar, desean conocer antes y su método consiste en argumentar con el cerebro y observar con sentidos e instrumentos. En occidente, entre el estímulo y el acto cae la sombra –en metáfora de T. S. Elliot– del pensamiento. En los taoístas, entre estímulo y acto hay una respuesta inmediata, espontánea, sin conocimiento, con pleno abandono a la reacción más natural, pero habiendo trabajado el estado de ánimo hasta ponerlo en resonancia con la serenidad y aceptación del Tao. El occidental trabaja hacia fuera preparando el experimento, el taoísta trabaja por dentro preparando el temperamento.
De ahí el wu-wei (acción sin intención) y el tzu-jan (conocer nada), que llamaremos, para castellanizar los términos, naturalidad y espontaneidad; podemos dividir a su vez cada uno en dos componentes. El wu-wei o hacer nada, que llamamos naturalidad, implica 1) seguir la línea de menor resistencia y 2) esperar el momento del retorno. El tzu-jan o conocer nada, que hemos llamado espontaneidad, implica 1) la mente en blanco o no-mente y 2) el reflejo, en el sentido ambivalente de espejo y músculo.
Sobre el wu-wei o naturalidad, Chuang-Tse comenta: «El reposo del sabio no es lo que el mundo llama inacción. Su reposo es resultado de su actitud mental: toda la creación no podría alterar su equilibrio: de ahí su reposo. Cuando el agua está quieta, es como un espejo, da la precisión del nivel y el filósofo la toma como modelo. Y si el agua deriva su lucidez de la quietud, ¿cuánto más las facultades de la mente? La mente del sabio, por estar en reposo, deviene espejo del universo, espéculo de toda la creación. Reposo, tranquilidad, quietud, naturalidad, son los niveles del universo, la perfección última del Tao». La no-acción wu-wei es un equilibrio dinámico, un contrapeso de facultades, que no puede confundirse con el no hacer nada. Es hacer con tan perfecta naturalidad que parece no hacer, que las cosas se hagan por sí solas. Y las cosas se hacen por sí solas siguiendo ciertos modos de ser, que en occidente llamamos leyes naturales.
La filosofía natural de Occidente, desde el Renacimiento, ha pretendido, y logrado en buena parte, formular en leyes precisas y exactas el modo de ser de la naturaleza; ideas expresadas poéticamente en la física europea. La diferencia estriba en que el hombre europeo no se siente vinculado en su comportamiento a observar las leyes de la física, mientras que el taoísta sí acepta seguir a la naturaleza como modelo de sabiduría. La ética en Occidente se delimita por consenso y por racionalizaciones religiosas e ideológicas: en China se remite a la observación de la naturaleza y a la integración con ella; en este sentido es una ética ecológica.
El ejemplo que ponen los taoístas para explicar la naturalidad es el agua, que fluye aceptando y adaptándose a las exigencias del terreno, ora saltando en cascada, ora corriendo en pendiente, ora serpenteando perezosa o remansándose quietamente en el llano. «El espíritu del valle, el eterno femenino, prevalece sobre el masculino por su inercia, estando quieta y tomando la posición más baja. La razón por la cual el Río y el Mar son reyes de los cien valles es porque les superan en tomar la posición más baja.» En occidente, el Principio de Hamilton afirma que toda materia, en su movimiento, tiende a seguir la línea de menor esfuerzo, lo cual equivale al mismo pensamiento que los chinos expresan por la metáfora del agua. La fuerza de la gravedad es el cauce del torrente en la filosofía occidental. «El mayor bien es como agua, porque el agua beneficia las mil criaturas sin disputar con ellas y se remansa en lo más bajo.»
Hay un segundo aspecto en la naturalidad que no reaparece tan claro en Occidente hasta la dialéctica hegeliana: es la idea de esperar el punto de retorno. «El movimiento del Tao es el retorno, la suavidad el medio que emplea», afirman con insistencia los filósofos chinos, y ello implica una concepción cíclica de la naturalidad: lo natural es que todo vuelva, que se alcance un punto máximo y se pase a la cualidad contraria como el ardor que siente la mano al apretar el hielo. Que cada cosa se torna, a la larga, en su contrario es pura dialéctica hegeliana, que, como sabemos, Hegel tomó de los chinos. La naturalidad consiste en actuar siguiendo la línea de menor esfuerzo y esperando el momento de retorno de la tendencia deseada. Quien logra perseverar en este comportamiento se acerca a la naturalidad del wu-wei, el no hacer del Tao.
Si el paradigma de la naturalidad es el agua, la espontaneidad o tzu-jan, en sus dos aspectos de mente en blanco y reflejo, se explica con la metáfora del espejo. La espontaneidad del no conocer es una mente en blanco que refleja como un espejo, desinteresadamente, todo lo que se pone delante de él. «El agua del remanso no piensa reflejar los ánades que le sobrevuelan; los ánades no tienen intención de dejar sus siluetas en el agua.» «Entro en el remolino con la corriente y salgo con ella, sigo el camino del agua en vez de imponer mi curso, lo hago sin saber cómo lo hago.» Chuang-Tse y Lie-Tse concuerdan en afirmar: «Si nada en tu interior está rígido, las cosas exteriores se abrirán por sí solas. En movimiento, sé como agua; cuando quieto, como un espejo. Responde como un eco». Agua y espejo, imágenes de la naturalidad y espontaneidad, son claves arquetípicas para penetrar en el sentimiento intuitivo del Tao; Chuang-Tse las une en la metáfora espléndida del remanso: «cuando el agua está quieta, es un espejo». Nadie se mira en aguas turbias, el agua deriva su lucidez de la quietud; así la mente sólo refleja con precisión lo exterior cuando está calmada, vacía, desinteresada y limpia.
La naturaleza se mueve sin esfuerzo con el Tao, no así el hombre, que ha de buscarlo y, además, sin forzar; buscarlo sin buscar; encontrarlo como el «yo no busco, encuentro» de Picasso. Es imposible esforzarse por ser natural. De ahí que el Tao penetre lentamente, como por ósmosis, entre el cuerpo y el mundo sin que ambos presionen ni empujen para forzar el proceso.
Poco puede argumentarse de modo sistemático y lógico en una búsqueda que no puede ser programada ni forzada. Es preciso intuir, y entre los medios de espolear la imaginación se cuentan, además de la naturaleza, la pintura paisajista, la poesía china, y algunos tratados de filosofía: el Tao Te Ching de Lao-Tse, el libro de Chuang-Tse y el libro de Lie-Tse.
El Tao Te Ching es el clásico del taoísmo, tradicionalmente atribuido a un cierto Lao-Tse contemporáneo de Confucio, aunque posiblemente el libro sea una antología de proverbios compilada hacia el siglo IV a. C. Más que místico, su tono es moral, pragmático, exponiendo en imágenes poéticas y aforismos precisos el conjunto de actitudes que forman el modo de ser taoísta. El libro del Tao es profundo, poético y enigmático, de una belleza formal realzada por su aparente simplicidad, que oculta uno de los pensamientos más avanzados que la humanidad haya producido. Puede decirse sin exageración que es uno de los tres o cuatro libros básicos que existen en el mundo; la mejor prueba de ello es el número de veces que puede ser releído, encontrando cada vez en él luces nuevas.
Chuang-Tse fue a Lao-Tse lo que San Pablo a Jesús: es el fundamento del taoísmo; vivió dos siglos más tarde que Lao-Tse, ocupando un pequeño puesto de oficial en una ciudad de provincias; una de las grandes mentes chinas, filósofo, metafísico, moralista, poeta; su registro abarca todas las octavas del intelecto: puede ser profundo, paradójico, alegórico, moralista, ingenioso, todo en un mismo capítulo. Enemigo declarado del confucianismo, prefería la libertad espiritual y la «acción en la no-acción» de su maestro que las virtudes formales de Confucio, de modo que su influencia en el pensamiento chino ha sido siempre un complemento al ideal confuciano.
Lie-Tse es otro sabio semilegendario reverenciado por los taoístas desde su aparición hacia el siglo III a. C. Su libro es una colección de dichos e historias, la mayoría escritas hacia el 300 d. C., aunque tomadas de siglos anteriores; versan sobre el valor de la espontaneidad, la identidad de sueño y realidad, la reconciliación con la muerte, las limitaciones del conocimiento natural, la relatividad de los estándares de conducta; más sencillo y menos enigmático que el Tao Te Ching, es una buena introducción al taoísmo.
Hay un último aspecto que hace al taoísmo un pensamiento inesperadamente relevante en el momento actual; su convergencia con el movimiento ecologista. Por ser el Tao una filosofía de la naturaleza pura, su pensamiento organicista coincide con las corrientes occidentales que contraponen al excesivo mecanicismo del siglo XIX una filosofía organicista fundamentada en las ciencias de la vida y de la naturaleza orgánica. El libro del Tao es un manual ecologista avant la lettre, y como tal ha tenido una profunda resonancia en los últimos tiempos. En realidad no necesitaba esta moda: entre los muchos avatares del devenir humano, el taoísmo tiene asegurado un puesto de privilegio entre las pocas cosas fundamentales que se han pensado sobre la condición humana y su postura frente al mundo.
«El propósito de las palabras es transmitir ideas, cuando las ideas se han comprendido, las palabras se olvidan. ¿Dónde puedo encontrar un hombre que haya olvidado las palabras?, con ése me gustaría hablar.» Lao-Tse no quería hablar. Viejo pero vigoroso, cansado pero despierto, lúcido pero desengañado, había emprendido viaje hacia las cordilleras del oeste para acabar sus días en paz. El guardián del paso de Kuang-shi le observaba curioso mientras departían en silencio la comida frugal del soldado y las nueces del viajero. Tu-Fu, el solitario centinela del paso de las montañas, había vivido lo bastante para intuir que aquel anciano reticente era un sabio: sus ojos lo delataban, y el gesto de sus manos al sentarse, y la presencia que emanaba de aquel cuerpo, tan a gusto en sí mismo y tan aposentado. Se veía que su casa era el ancho mundo, la tierra su almohada, las estrellas sus sábanas. Olía a silencio y soledad como el viento de los espacios siderales.
Lao-Tse no decía nada. Amanecía y el guardián tomó una resolución desesperada: empuñando el arma se colocó frente al paso.
–No os dejaré marchar si no me dais una parte de vuestra sabiduría.
Lao-Tse había intuido hacía rato los pensamientos del soldado y, aposentándose, sacó pincel, escupió en la negra placa, comenzó a trazar caracteres sobre la túnica de seda que le ofreciera el soldado. Aquel cendal que envolviera a su amada sería ahora cubierto por el peso abrumador de la sabiduría, destilada en ochenta poemas con la experiencia más sensata de la raza humana. Lo tituló «Libro del Camino y la Virtud»: Tao Te Ching.
Desde el inicio advierte: «El Tao que se puede nombrar no es el verdadero Tao», pero Tu-Fu quería palabras y Lao-Tse hizo lo que pudo: un libro que se lee, relee y trabaja durante toda la vida, un libro de consulta que cambia con los años, como el vino añejo, destilando nuevos sabores, perfumes impensados, pensamientos no descubiertos, revelando lentamente un sentido de la vida más profundo, sabio y exacto que cualquier otro libro que hasta hoy se haya escrito. Si tuviera que elegir un solo libro en el mundo, sin vacilar escogería éste. Su inspiración es inagotable.
LUIS RACIONERO