CAPÍTULO UNO_

Jyn Erso, 8 años

Jyn Erso se escondió en la oscuridad.

No tenía miedo de la oscuridad. Solía tenerlo, sí, pero ya no. Conocía esta oscuridad. Llevaba horas en ella.

Desde que había visto a su madre morir asesinada.

La cueva era angosta, pero no tanto como se suponía que tenía que ser. Ella, su madre y su padre habían practicado los simulacros, y cuando habían fingido que el Imperio llegaba y era el momento de esconderse, lo habían hecho juntos.

Ahora Jyn estaba sola.

Tenía una bolsa con ella, llena de las pocas posesiones que había metido cuando su madre le dijo que era la hora. Abommy el Gig no estaba ahí. Lo había dejado debajo de la cama, donde la protegía de monstruos que ella, por ser lo suficientemente mayor, sabía que no existían. Deseó tenerlo ahora; deseó poder acariciar su suave pelaje sintético que olía a la loción para después del afeitado de su padre.

Jyn sacudió la cabeza. No. Un juguete no le proporcionaría consuelo. Era estúpido desearlo. No podía ser tan cría.

Se aferró al colgante que su madre le había dado momentos antes de morir. Cerró los ojos con fuerza. Se preguntó si la muerte dolía. Supuso que sí.

Estaba MUY oscuro.

Jyn encendió una linterna. Las sombras bailaban en el interior rocoso de la cueva.

Le recordaron a los soldados enfundados en negro.

—Papá vendrá —se dijo a sí misma, y su voz sonó pequeña y frágil en la oscuridad.

«Confía en la Fuerza», le había dicho su madre. Jyn lo intentó. Intentó creer. Intentó tener esperanza.

La escotilla que había sobre ella repiqueteó. Jyn contuvo un grito de miedo cuando la puerta se abrió y el rostro de un hombre miró hacia abajo.

Se le escapó un sollozo. ¡Saw! ¡Había venido a salvarla!

Pero no a su madre. Había llegado demasiado tarde para su madre.

—Ven, mi niña —dijo él—. Tenemos un largo camino por delante. —Extendió su mano hacia el interior de la cueva para ayudarla a levantarse.

Jyn miró a Saw a la cara, dudando solo un momento de si coger su mano. La última vez que le había visto, les había traído a ella y a su familia a Lah’mu para que pudieran tener un nuevo comienzo después de dejar Coruscant. Mamá y papá le habían enseñado a actuar en las distintas situaciones que podían darse si el Imperio... No, cuando el Imperio los encontrara.

—Y esto —le había dicho su madre, enseñándole cómo manejar la torre de comunicaciones—. Si pasa lo peor y necesitas ayuda, pero ni papá ni yo estamos cerca, aprieta este botón de aquí y Saw Gerrera vendrá.

Y cada vez, Jyn estiraba la mano hacia el botón, ansiosa por presionarlo al momento.

—¡Nunca nos visita! —se había quejado mientras su madre la apartaba de ahí, recordándole en tono reprobatorio que solo debían llamarle en casos de emergencia.

Ahora la mandíbula de Saw dibujaba una línea severa. No había una sonrisa en sus labios, ni alegría en sus pupilas, como la última vez que se habían visto. Una larga cicatriz surcaba su ojo izquierdo y hacía que le colgara el párpado. Sus ojos sobresalían ligeramente y sus labios estaban torcidos. La lluvia golpeaba su calva. Parecía enfadado.

Jyn se incorporó y deslizó su pequeña y pálida mano sobre la suya, oscura y callosa. Él apretó sus dedos con gentileza y ella le devolvió el gesto, sujetándose como si se estuviera sumergiendo y él fuera el cabo que la estaba devolviendo a la orilla.

—Tenemos que irnos —dijo Saw.

Jyn se tragó su miedo, su pena. Asintió.

El aire olía a limpio, estaba fresco después de la lluvia helada, y ellos corrieron a través del campo de vuelta a la casa de Jyn. Se le hacía sumamente raro que el mundo siguiera durmiendo a su alrededor, igual de bello y tranquilo que siempre, pero que su madre estuviera...

—Había soldados —dijo Jyn, tirando de la mano de Saw. Se mordió el labio inferior mientras, en silencio, se reprendía a sí misma. Tendría que haber contado cuántos soldados habían ido a la granja. Estaba el hombre de blanco, el hombre con el que su padre había trabajado a veces. Y los soldados de armaduras negras. Y…

Tendría que haber prestado más atención. Pero todo había sucedido tan rápido.

—Aquí no hay nadie más —señaló Saw.

Su casa y el equipo de granja —una torre de comunicaciones, unidades de irrigación y un droide recolector—, eran los objetos más altos en aquel mar ondulante de maíz estelar. Una camisa flotaba en lo alto, atrapada por la brisa, se elevaba como un fantasma contra el firmamento nocturno y luego descendía.

Jyn estaba bastante segura de que la camisa era de su padre, la que estaba deshilachada en los puños y siempre olía como él, a una mezcla de yema de clavero, suciedad, grasa y algo más, algo frío y duro. Pero antes de que pudiera coger la camisa y envolverse en ella, el viento la tomó y se la llevó lejos.

Cuanto más se acercaban a la casa de Jyn, más colada se perdía en la brisa, desperdigándose sobre las laderas y desapareciendo en la noche. Y entonces vio la cesta de la ropa y la hierba aplastada manchada de sangre.

La esperanza surgió en el corazón de Jyn. El cuerpo de su madre no estaba allí.

Pero ella lo sabía, en el fondo sabía que no era debido a que su madre hubiera sobrevivido. Nadie sobrevivía a un disparo de bláster en el pecho como aquel.

Jyn se mordió el interior de la mejilla y sintió el sabor metálico de la sangre, pero no dijo ni una palabra.

Saw avanzó con determinación y abrió la puerta de la casa. Jyn le siguió en silencio y un amargo olor a humo le hizo arrugar la nariz. Los soldados habían abierto fuego y los impactos todavía chisporroteaban en la cocina, chamuscando la reluciente pared y dejándola de un color negro como el hollín.

Saw sabía dónde mirar… El armario de trabajo, las esquinas recónditas y los recovecos, las tarimas debajo de la alfombra. Todo estaba vacío.

Soltó una maldición.

—Se lo han llevado todo —gruñó.

«Y a él también se lo han llevado —pensó Jyn, presa de una ligera conmoción—. Se han llevado a papá».

Sus ojos se humedecieron, pero no fue por el humo. Incluso aunque había sido Saw quien había ido a salvarla y no su padre, había mantenido la esperanza de que tal vez él estuviera ahí, escondido, esperándola.

Pero no estaba. Se había ido.

La vajilla rota estaba esparcida por el suelo. Jyn sabía que su padre había intentado destruir su trabajo antes de decirle que echara a correr. No habría dejado nada. Su padre no habría permitido que nada se quedara allí.

Saw entrecerró los ojos y se volvió hacia Jyn.

—¿Tu papá tiene algún escondite secreto? ¿Algo que el Imperio no pueda saber?

Su hogar había sido saqueado, y aunque su madre había podido destruir algunas de las investigaciones de su padre, el Imperio había llegado demasiado deprisa. Ella señaló hacia donde estaba escondida la caja fuerte en la habitación de sus padres, pero estaba vacía. El cuaderno no estaba y el banco de archivos de su padre había desaparecido. Le echó un vistazo a su propia habitación. Los soldados de negro le habían dado la vuelta a su cama y habían desmenuzado sus muñecas en busca de más cosas de su padre. Pero de todas formas eso no importaba; todo estaba en el cerebro de papá. Y ahora lo tenían.

—Necesitamos hacer un salto planetario —dijo Saw con brusquedad—. Piensa, Jyn. ¿Hay algo más del trabajo de tu padre que pueda estar aquí?

—No —musitó ella.

—Entonces nos vamos.

Jyn quiso ir hacia su habitación, pero Saw le puso su pesada mano en el hombro, deteniéndola.

Ella tragó saliva y movió la mano para agarrar el colgante que su madre le había dado. Ya lo había dejado todo una vez, cuando su familia abandonó Corsucant. Podía hacerlo de nuevo. Por lo menos tenía su bolsa.

Jyn dejó la granja primero, y oyó algo metálico y pesado caer sobre las tarimas de madera de la casa antes de que Saw cerrara la puerta. La cogió por el codo y la llevó con él. Casi tuvo que correr para mantener el ritmo de sus amplias zancadas. Estaban a solo unos cincuenta metros cuando la casa explotó. Jyn trastabilló ante el estruendo y sintió la ráfaga de calor sobre ella. Lo que quedaba del último sitio al que había llamado hogar ardió. Las llamas amarillas y anaranjadas lamían la hierba de color pálido y amenazaban con empezar un incendio en la ladera.

Saw no dejó de caminar. Ni siquiera se giró para mirar al fuego o a Jyn. Su lanzadera los esperaba, y Saw subió a la rampa de embarque. Jyn se detuvo, mirando hacia el humo.

Allí no quedaba nada para ella.