Introducción

Como todos ustedes saben, Amando de Miguel, egregio polímata, lleva décadas dedicando sus actividades plumíferas a campos muy variados. El primero que es obligatorio mencionar, naturalmente, es la sociología, ciencia que lleva impresa como profesión en sus tarjetas de visita y a la cual ha dedicado decenas de libros. Pero también le ha dado con contundencia a la política, la novela, las memorias, la historia de la literatura y la lingüística.

Junto a los libros que ha dedicado a esta última (entre otros, La perversión del lenguaje, La lengua viva, Se habla español, La magia de las palabras, Hablando pronto y mal, etc.), ha escrito un sinfín de artículos sobre las mil y una curiosidades de la lengua española, la mayor parte de ellos en Libertad Digital durante los últimos veinte años.

A una nutrida subespecie de estos artículos lingüísticos pertenecen los dedicados a entablar un diálogo con sus lectores para recoger todo tipo de errores, ocurrencias y disparates que al hablar cometemos diariamente los españoles —lo correcto sería decir los hispanohablantes—, unos por ignorancia, otros por despiste y otros, los que mayor pecado cometen, por pedantería. A estos disparates, inagotable fuente de regocijo, los bautizó trabucazos o trabucamientos.

En esta tarea colaboró el abajo firmante en algunas ocasiones, lo que llevó a Amando a lanzarle este peligroso piropo —peligroso para el abajo firmante— en un artículo publicado el 10 de junio de 2011:

Cumple mi amigo de forma tan precisa el espíritu de esta seccioncilla que, cuando yo falte, dicto que se encargue de ella Jesús Laínz.

Me hizo gracia la sugerencia, pero no la presté atención, metido como estaba hasta el cuello en otros asuntos tanto laborales como literarios. Pero en tiempos más recientes, con motivo de algunos trabucamientos recogidos en torno a 2018 y 2019, el Trabucador Mayor del Reino insistió en preguntarme por qué no escribía un libro con las perlas que iba encontrando. Ante mi respuesta de que no tenía material suficiente, me respondió al día siguiente que «puedes utilizar todo lo mío sin trabas». Y a la tercera o cuarta vez que me lo recordó, no tuve más remedio que empezar a pensar en ello a pesar de la pereza que aletarga mi pluma cada día más.

Así que no me quedó más opción que desempolvar papeles, notas y correos electrónicos en busca de los trabucamientos que había aportado en su día a los artículos de Amando. Seguía siendo poca cosa, por lo que vime obligado a lanzarme a la calle para agarrar por las solapas a una buena cantidad de familiares, amigos y conocidos que por sus profesiones —médicos, veterinarios, farmacéuticos, libreros, profesores, comerciantes…— imaginé que deberían de tener alguna experiencia al respecto. Así fue, y a su generosa colaboración debo el material recogido por toda España, a menudo desternillante, a la vez que ellos habrán de confesar que me deben habérselo pasado estupendamente refrescando anécdotas lingüísticas de las que habían sido protagonistas.

A todo ello añadí, naturalmente, muchas de las anécdotas recogidas por Amando en sus artículos trabucaires. Y cosa muy curiosa es que bastantes de ellas coinciden con las recolectadas por mis colaboradores e incluso con las oídas directamente por mí, lo que demuestra que hasta los errores tienen sus clásicos: no hay más que pensar en los quebraderos de cabeza —más bien de lengua— que los otorrinolaringólogos provocan a algunos de sus pacientes. Y lo que todos hemos oído contar en chistes, a veces se lo vuelve a encontrar uno en la realidad.

Pero no todo en estas páginas va de trabucamientos, pues a ellos —reunidos en el capítulo final como epílogo jocoso a asuntos más serios— he añadido varios textos sobre asuntos lingüísticos variados que he ido escribiendo en los últimos años, también en Libertad Digital, periódico que comenzó a publicar mis artículos hace ya una década larga. Algunos de ellos los escribí con el objetivo de pasar un buen rato yo mismo e intentar hacérselo pasar a los lectores buceando en hechos curiosos de la historia de la lengua española: por ejemplo, el primer texto en espanglish de la historia, que es bastante más antiguo —mediados del siglo XIX— de lo que en principio cabría suponer, o la inmisericorde artillería literaria que, a principios del XX, descargó su munición sobre el pobre Rubén Darío y su coro de modernistas.

Las obsesiones lingüísticas de nuestros separatistas, que ocupan un lugar de honor en la historia universal del disparate, también tienen su rincón, aunque pequeño dado que ya las traté con detalle en Desde Santurce a Bizancio. El poder nacionalizador de las palabras (Encuentro, 2011). Y también hay algunos capítulos no aparecidos previamente en Libertad Digital, como los dos primeros, los más extensos, escritos directamente para este volumen.

La mayor parte de los capítulos están dedicados a asuntos bastante más serios aunque también puedan mover a la risa si conseguimos tomárnoslos con cierta distancia: la pedantería, tan generalizada entre nuestros políticos, y la ingeniería lingüística con la que muchos de ellos pretenden modelar el pensamiento de los ciudadanos. Fenómeno éste —hay que subrayarlo— que está lejos de ser patrimonio de los hispanohablantes de ambos hemisferios, ya que se trata de un fenómeno mundial. Y esta ingeniería o manipulación lingüística aumenta paulatinamente en cantidad e intensidad debido al poder de los medios de comunicación de masas, inimaginable en tiempos pasados, para inculcar en miles de millones de personas un pensamiento único cuyos límites son cada día más difíciles de traspasar sin arriesgarse al insulto y el silenciamiento.

Acabo ya. Quede aquí inmortalizado mi agradecimiento a todos mis colaboradores, que tan generosamente han compartido conmigo sus trabucamientos y a los que no puedo nombrar uno a uno por ser muchos y por miedo a que se me olvide alguno y se enfade conmigo. Pero si se atreven a adentrarse en estas páginas, no tardarán en encontrar su huella.

Y, claro: va por ti, Amando.