2
15 de abril
Una musiquita muy suave procedente de la mesilla de noche lo puso en contacto con la realidad. Notó la respiración sosegada de Martina y la suya propia mientras se dejaba invadir por los sonidos relajantes del móvil.
Rápido, abrió los ojos, se incorporó, alargó la mano y cogió el teléfono. Si no lo detenía, la melodía, todavía agradable, empezaría a aumentar el volumen hasta convertirse en un sonido estridente y molesto. Apoyado en el codo izquierdo observó la pantalla del teléfono con un ojo cerrado para acentuar la vista: las siete. Una hora intermedia entre el madrugón y la holgazanería, aunque para Martina cualquier movimiento antes de las diez suponía el mismo trauma que para un oso polar despertar en la Virunga. Trasladó la atención al cuerpo semidesnudo yacente a su lado. Se encontraba boca abajo con el brazo derecho sobre la almohada y la melena derramada por la cara. Respiraba plácida. En la penumbra de la habitación recorrió el atractivo cuerpo. En otro momento se habría llenado de deseos hacia la mujer dormida junto a él, sin embargo, el deterioro de la relación y el desencanto de los últimos meses lo habían llevado a sentir una total indiferencia. ¿Tendría algo que ver Inés? Apoyó la cabeza sobre el respaldo de la cama y volvió a cerrar los ojos. No imagina un día sin oír su voz sin leer sus mensajes, sin escuchar sus consejos y su risa. La relación había adquirido una dimensión difícil de explicar. Estaba repleta de lo que carecía su matrimonio: confianza, respeto, complicidad. No obstante, era una relación sin sexo. Quizá en el próximo encuentro. Aunque tal vez no ocurriera nada. Reaccionó a esta reflexión y se sentó al borde de la cama. Sí, mejor así. Mejor seguir sin sexo. Como Inés, tenía miedo de que se rompiera la magia entre los dos.
Se levanta. Cierra los ojos bajo la ducha. El agua templada le chorrea por el cuerpo. Ahora abre la fría despacio para arrastrar los últimos vestigios del sueño. De nuevo el recuerdo del email se cuela de rondón en su cerebro. Nota un pellizco en las tripas. Necesita averiguar quién está detrás de aquel maldito e inoportuno mensaje, así que investigaría la procedencia al volver de Málaga. Pero ¿cómo? Mejor contratar a un investigador privado que se haga cargo de las indagaciones. ¡Cuidado, Carlos! Esclarecer determinados temas podría sacar a la luz detalles muy comprometedores y llevarte a la cárcel.
Salió de la ducha sin enjabonarse y, tras secarse con la toalla, se puso la ropa del día anterior y colocó una bolsa de viaje sobre el taburete del vestidor. Tenía que deshacerse de aquellas ideas o iban a martirizarlo durante el viaje. Introdujo un par de camisas, un jersey azul y un pantalón chino de color hueso. Abrió un cajón y se sorprendió seleccionando la ropa interior.
No, no habría sexo. No tenía por qué. No necesariamente. No.
Contempla los bóxeres negros que sostiene en la mano. A Martina le gustan. «Son muy sexis». Los dobla y los introduce en la bolsa.
Antes de abandonar la habitación, explora unos segundos el cuerpo semidesnudo de Martina. Ni siquiera había cambiado de postura. Podría desfilar Rommel con los tanques del Afrika Korps por los pies de la cama y ella no se inmutaría. Realiza una profunda inspiración. «He soñado que hacíamos el amor esta mañana». Meses atrás había mantenido con Martina una conversación ahora rescatada de la memoria mientras se dirigía a la cocina para tomar un poco de café antes de marcharse. «Es que hemos hecho el amor», respondió él. «¿En serio?» Todavía podía recordar la mirada cínica y el comentario ofensivo: «Entonces estás perdiendo facultades porque apenas me he enterado».
—¡Alejandro! —Se sobresaltó al entrar en el salón—. ¡Pero bueno! ¿Te has caído de la cama?
Tumbado en el tresillo con la cabeza apoyada en un par de cojines y un vaso de colacao en la mano, su hijo contemplaba en la tele uno de esos documentales del espacio que tanto le gustaban. Camiseta de manga corta azul, pantalón corto blanco y calcetines del mismo color. A la altura de los pies reposaban unas zapatillas deportivas colocadas una junto a la otra.
—Hola —respuesta lacónica. Levanta el vaso sin dejar de mirar la pantalla.
—¿Vas o vienes?
Alejandro desplazó la vista con desgana y lo contempló desde el sofá.
—¿Te has dado cuenta de que no te has peinado? Vas con los pelos tiesos.
Carlos se atusó con los dedos el cabello hacia atrás.
—No has contestado a mi pregunta —insistió en un intento de intercambiar algo más que palabras sueltas con él. Aunque era cierto, un día de estos olvidaría hasta ponerse los pantalones: Inés, el email, el trabajo. Demasiados frentes abiertos.
—¿Tú crees que con estas pintas puedo llegar ahora de ningún sitio, papá? —hizo una mueca de desagrado y abrió los brazos antes de concluir—. Me acabo de levantar.
—Pues… no. No creo que vayas a la universidad con esa indumentaria.
—En Semana Santa no hay clases. Voy a correr un poco antes de marcharme a la biblioteca a estudiar. Luego no tendré tiempo. —La actitud de su padre le pareció desatinada. Creía que el único que madrugaba en casa era él.
Como si cruzaran impresiones, Carlos lo mira consciente de que a veces olvida los veinticuatro años de Alejandro. Casi sin darse cuenta lo había sobrepasado en altura y había cambiado el peinado aniñado por otro más atractivo en el que destacaba varios mechones castaños desfallecidos sobre la frente. Además, el parecido con su madre resultaba cada vez más evidente: ojos negros, nariz recta y facciones, sin duda, de los Larralde.
—Voy a la cocina a prepararme un poco de café. ¿Has desayunado?
—Este colacao. —Levantó el vaso de nuevo reforzando la respuesta.
—¿Si me acompañas te preparo unas tostadas?
—Te acompaño, pero no voy a comer nada porque en cuanto me pongo a correr, me dan arcadas.
Alejandro apagó el televisor con el mando, introdujo los pies en las deportivas y se las encajó con el dedo índice. Unos minutos más tarde, el aroma del café invadía la cocina mientras su padre esperaba que las últimas gotas salieran de la cafetera y llenaran la taza.
—¿Qué tal te lo has pasado este verano? Apenas si te he visto con… ¿Cómo se llamaba esa chica? —Sin apartar la vista del café, Carlos realizaba serios esfuerzos por conectar de manera natural con Alejandro. Él, sin embargo, sentado a la mesa, lo observaba con resignación.
—Mónica. Hemos roto.
—¿Pero, había algo entre vosotros? Creí que solo erais amigos. —Retiró la taza de la cafetera y se desplazó un poco para coger el bote de azúcar de la estantería.
Alejandro prolongó a propósito el silencio mirándolo sin pestañear.
—Llevábamos saliendo un año, papá. Un día te la presenté y lo hablamos, respondió en tono cansino.
Carlos se giró. Mirada a modo de disculpa y rastreo sin éxito en la memoria en busca de alguna conversación en la que Alejandro le hubiera hablado de su novia. Nada. Solo consigue recordar vagamente que le ha presentado a algunas chicas.
Se sirvió un par de cucharadas de azúcar y tomó asiento frente a él.
—¿No ibas a prepararte unas tostadas? —preguntó Alejandro al verle ausente.
—No. Digo sí, pero mejor desayuno en la cafetería. Tengo un poco de prisa. Voy para Málaga y quiero pasar antes por la oficina.
—Vas a exponer, ¿no?
—¿Y tú cómo lo sabes? No hablamos desde… —¡La exposición! Casi lo olvida. Quería regalarle a Inés el cuadro que analizaba con atención cuando se conocieron. Según ella, Carlos no dominaba la técnica del claroscuro y él había pasado horas estudiando y retocando el cuadro para sorprenderla.
—Ayer se lo oí comentar a mamá mientras hablaba con alguien por teléfono —respondió Alejandro aumentando el tono de voz y consiguiendo atraer su atención.
—¡Ah, sí! ¿A quién?
—No sé —Alejandro atipló la voz: «Mi pintor se me va a exponer a Málaga». Soltó una carcajada.
—No me gusta que remedes a tu madre, Álex.
—Era solo una broma. Es la primera vez que oigo a mamá hablar así. Y, por favor, no me llames Álex, que me parece muy cursi —matizó con la mirada fija y penetrante, acentuada por los rasgos vascos que a Carlos siempre le recordaban a su abuelo.
Alejandro dio varios sorbos pequeños de colacaco y permaneció observándolo en espera de un nuevo comentario que le confirmara lo alejado que estaba de allí.
—¿Quieres que te acerque a algún sitio en el coche?
Alejandro resopló resignado y respondió de forma sarcástica.
—¡Papá, estás en las nubes! Voy a hacer footing. Pero si quieres podemos dar una vuelta en el coche por el circuito.
—Perdona, tengo un montón de asuntos rondándome la cabeza.
Alejandro dejó caer un «como siempre» en tono de fastidio, se anudó las zapatillas y salió corriendo por el jardín hacia la calle.
—¡Ni siquiera te has despedido, Álex! Alejandro no lo había escuchado o no se había dado por aludido, aunque antes de abrir la cancela, le pareció que levantaba la mano a la altura del hombro.
Carlos subió rápido al despacho a recoger el cuadro. Con la sensación de ansiedad royéndole las entrañas, se dirigió al garaje para sacar el coche. Inevitable. El distanciamiento con Martina empezaba a afectar a la relación con sus hijos. Paradójico. Ahora que ya no pasaban tanto tiempo juntos, valoraba lo importante que era Alejandro para él. Cada vez estamos más alejados, se dijo comparando la relación con Nerea, cuyo carácter alocado e inmaduro le permitía acercarse a ella de una u otra forma. Sin embargo, con el chico no lograba conectar. A pesar de que estudiaba arquitectura, jamás le había pedido un consejo. Laconismo cuando intentaba sacar el tema de los estudios: «¿Cómo lo llevas?». «Bien». «¿Necesitas…?». «No». Ante el stop del final de la calle, Carlos continuaba recuperando fragmentos de conversaciones con Alejandro: «Sabes que puedo echarte una mano en…». Nunca aceptaba ayuda. No quería copiar su modo de trabajar porque prefería desarrollar un estilo propio, ser original y Carlos no podía reprocharle esta forma de pensar que él mismo le había inculcado: «Un buen arquitecto debe ser creativo», le había repetido en muchas ocasiones. Sus propias palabras se erigen como un muro entre ellos y, aunque sabe que lleva razón, le duele que no cuente con él para nada. Ese empecinamiento en hacerlo todo por sí mismo era marca de la casa. ¡Genética de los puñeteros Larralde!
Aceleró despacio para incorporarse a la avenida principal de la urbanización en Encinar de los Reyes. El agua de los aspersores despertaba el césped dormido mientras una cuadrilla de jardineros podaba los setos de las aceras. Un poco más adelante vio media docena de barrenderos con monos naranjas recogiendo las hojas de acacias y liquidámbares que orillaban la avenida vistiéndola de verde y rojo. Abrió la ventanilla y el olor a césped recién cortado invadió el habitáculo. Al salir de la urbanización aceleró.
Como casi siempre a esas horas, el caudal automovilístico de la M-30 fluía lento. Al igual que las ideas, los vehículos se alineaban en interminables filas sin prisa por llegar a algún sitio. Martina, Alejandro, Inés… ¡Qué fácil le resultaría quedarse con lo mejor de cada uno y componer así una persona ideal!
Pero ¡qué estupidez, Carlos! Sorprendido por esas ridículas cavilaciones, compone una mueca que pretendía ser sonrisa recordando un sueño recurrente en la adolescencia: quería tener poderes sobrenaturales para transformar el mundo. Llegaría a clase de «mates» y corregiría al profe en la pizarra ante el asombro de Luisa, la chica de ojos azules y sonrisa angelical a quien jamás fue capaz ni siquiera de acercarse. En el partido de fútbol del recreo cogería el balón desde el medio campo, driblaría al delantero centro, regatearía a los defensas y pegaría un chute tan fuerte que rompería la red. Así los capitanes anhelarían tenerlo en su equipo y no le pondrían más de portero por ser un pésimo jugador.
Un cartel a lo lejos: Estación de Chamartín. Intermitente; carril derecho para salir de la M-30 en dirección Plaza de Castilla. Paseo de la Castellana abarrotado: pitidos, caras de enfado, algún grito. En fin, la rutina de cada mañana.
Admiró las torres KIO y cuando pasó bajo ellas volvió a mirarlas por el espejo retrovisor. Cuestión de contrapesos, valoró encogiéndose de hombros.
Unos cuantos semáforos más adelante abandonó la Castellana y divisó a los lejos el edificio donde tenía ubicado su estudio. Aunque no era tan espectacular como las KIO, lo había diseñado él y había recibido varios premios por su avanzada tecnología. Un cubo de cristal inteligente de noventa y seis metros de altura cuyas ventanas cambiaban de color dependiendo de la temperatura exterior y de la inclinación de los rayos solares para aprovechar al máximo el calor del sol. Una central termosolar en la parte superior proveía el ochenta por ciento de energía. Ralentiza la marcha y contempla orgulloso el inmueble mientras centra la mirada en la sexta planta. Allí estaría esperándole Nacho, su aparejador. Cambió el semblante. Por una u otra razón, siempre acababan discutiendo. Nacho significaba sinónimo de polémica. «¡Uf!».
Inteligente, determinado y muy ambicioso. Desde el caso Hospisa, Nacho Andrade no le inspiraba confianza. No obstante, por temor a que pudiera denunciarlo, había decidido mantener su responsabilidad, pero controlando con meticulosidad de relojero todas las decisiones que tomara. El contacto entre ellos era mínimo y, aun así, los encuentros acababan siempre en discusión.
El reproche de Martina, años atrás:
—No comprendo por qué tienes al frente del estudio a un individuo como ese. Yo no me fiaría de él. Según tú, es insoportable, discute tus órdenes y te saca de quicio.
Él:
—Bueno, no es para tanto. También me aporta algunas directrices para los proyectos y se encarga de las obras.
No quiso darle más información porque, además de hijo de Fermín Andrade, conserje del edificio y amigo de su padre desde la infancia, había sido el aparejador del catastrófico proyecto Hospisa y conocía el caso al dedillo por haber estado involucrado en la resolución del problema.
De forma mecánica apretó el mando y las puertas del garaje se desperezaron despacio. Conforme avanzaba entre las columnas del aparcamiento subterráneo, los tubos fluorescentes iban encendiéndose. El sistema de ventilación del garaje también era innovador: unos pequeños ventiladores atraían los humos hasta un tubo gigantesco que disminuía la sección a mitad de camino, donde una conducción colocada en este punto los sacaba del garaje sin apenas consumir energía gracias al efecto Venturi. Un poco más adelante se detuvo en el aparcamiento 6-00. La idea de que Nacho estuviera detrás del mensaje revoleteó unos segundos por su cabeza. ¿Cómo iba a conocer Nacho la relación con Inés?
En ese momento, un recuerdo: al día siguiente del incendio retiró la carpeta del proyecto y la documentación con las especificaciones y la ocultó hasta que el juzgado cerró el caso por falta de pruebas. Más tarde la guardó al fondo de la caja fuerte. En realidad, no tenía sentido preservar aquellos documentos incriminatorios. O quizá sí. Prueba irrefutable de su irresponsabilidad, los conservaba como un cilicio mortificante para ayudarle a expiar la pena.
No soy culpable de aquella desgracia. La frase plúmbea, cargante, repetida continuamente, no conseguía desvanecer la pesadilla del terrible incendio que acabó con la vida de varias personas. Ni un solo día sin recordar las imágenes difundidas hasta la saciedad en televisión, causándole un inmenso dolor. El incendio se originó porque alguien, sin consultárselo, había cambiado de lugar unos transformadores de corriente para alimentar la sala de rayos X. Se cubre la cara con ambas manos intentando justificar la cadena de negligencias que le mantiene amarrado a la tragedia. Ni Nacho, aparejador de la obra, ni el arquitecto del Ayuntamiento, ni él, como responsable último, detectaron el cambio de ubicación de los transformadores. Después de la catástrofe, estudió con detenimiento cada uno de los detalles del proyecto y encontró que, además, se habían modificado las especificaciones del cableado. Conocía muy bien al autor de esa negligencia.
Agarró el bolso de lona de un puñado, se apeó del vehículo cerrando de un portazo, como si pretendiera dejar enclaustrados en el interior los fantasmas de aquella pesadilla que lo perseguían cada día y lo acosaban cuando iba al estudio.
—¡Dios!
La intervención del padre de Martina, determinante. Gracias a su amistad con el concejal de Urbanismo, de inmediato se elaboró un nuevo proyecto cambiando las especificaciones que el juez consideró adecuadas. El edificio se demolió enseguida y el seguro acalló las voces de los afectados con una buena indemnización. Aunque ya no se podía hacer nada por quienes habían muerto.
Avanzó hacia el ascensor y esperó paciente después de apretar el botón de llamada mientras las sombras de aquel desgraciado acontecimiento aparecían otra vez envueltas en el mensaje de la noche pasada. Leve temblor en las manos. Necesitaba calmarse. El timbre anuncia la llegada. Las puertas se deslizan hacia los lados. Inspiración antes de entrar. «0-Vestíbulo». Vuelven a cerrarse las puertas. Cuando se abran de nuevo aparecerá Fermín, el conserje y padre de Nacho. Ojos claros y acuosos, bajo y regordete, cabellos grises peinados hacia atrás con esmero para intentar ocultar la calvicie. En el edificio todos lo consideran una bellísima persona. Aunque a su hijo no le hacía ninguna gracia verlo por el estudio, en momentos de trabajo acuciante en la oficina, lo llamaban para ayudar a fotocopiar los planos y montar carpetas con la documentación de los proyectos. Siempre dispuesto, Fermín aceptaba de buen grado. A Carlos le gustaba saludarlo antes de subir a la oficina. El calor humano desprendido por aquel hombre era inversamente proporcional a la soberbia transmitida por Nacho. El ascensor se detuvo y las puertas se ocultaron en los laterales, sin embargo, no lo encontró allí. Ni en el vestíbulo ni en el mostrador del conserje. Carlos giró sobre sí mismo en busca de algún vestigio de Fermín, pero nada del entorno lo conectó con él. Se encogió de hombros y regresó al ascensor. Estaría repartiendo la correspondencia por las oficinas del edificio, acción que realizaba con prontitud y diligencia cada mañana. Casi siempre vestía un traje azul salpicado con algunas motas de caspa sobre los hombros, camisa blanca, corbata granate y un bolígrafo con capuchón dorado en el bolsillo superior. Le pesaba no haber entablado unos minutos de conversación con él antes de subir a la oficina. «Buenos días, don Carlos». «Buenos días, Fermín. Lo veo cada día mejor» —mentía. Había adelgazado mucho y la depresión le había quitado las ganas de hablar y relacionarse—. ¿Cómo se encuentra?». «Ahí vamos, tirando. Ojalá y Dios me lleve pronto al lado de mi Engracia. Yo aquí ya no pinto nada sin ella». Engracia había sido operada de corazón a vida o muerte por el eminente doctor Andrés de Irazábal y, a pesar de haber salido bien de la intervención, dos meses más tarde murió de repente. Desde entonces había caído en una profunda depresión y aún no había levantado cabeza. «Muy bien, don Carlos». «Deja de llamarme don Carlos, ¿quieres?».
El ascensor frenó en la sexta planta. La vista en el suelo mientras caminaba por el iluminado pasillo hasta que una placa de metacrilato al fondo lo detuvo. «Estudio de arquitectura Duarte & Larralde».
Inspiró, aguantó la respiración como si fuera a sumergirse en la piscina y abrió la puerta con cuidado, dejándose envolver por la luz natural que empezaba a invadir el estudio, un espacio abierto de doscientos metros cuadrados con media docena de mesas de dibujo enfrentadas en el centro y otras tantas con ordenadores repartidas por los laterales, fotocopiadoras, estanterías llenas de rollos de papel muy bien colocados, planos, papeleras, taburetes giratorios, lámparas de brazo articulado ensambladas a las mesas de dibujo y otro sinfín de objetos. Al fondo, dos habitáculos acristalados: su despacho y el de Nacho Andrade.
A la entrada, en el escritorio colocado a modo de recibidor, Charo, «la secretaria para todo», como se autocalificaba, aporreaba con afán el teclado del ordenador con manos regordetas de uñas cortas, pero siempre pintadas de rojo sangre, gafas a mitad de la nariz, sujetas al cuello con un cordón que cada día cambiaba para combinar con la ropa y la vista pegada a la pantalla. Responsable, metódica, de escaso atractivo físico, pero rebosante de calidad humana, trabajaba en Larralde & Duarte desde siempre y había sabido ganarse la confianza y el respeto de Carlos.
—Un momento, enseguida le atiendo —indicó concentrada en el trabajo.
—No hace falta, conozco el camino, Charo —el tono sarcástico empleado por Carlos rompió el ensimismamiento de la secretaria.
—¡Carlos! Perdona, no…
—No te justifiques, mujer. Sabes que no tienes por qué hacerlo. —Sonrió dando un par de golpecitos sobre la tapa de la mesa y formuló la pregunta de rigor casi sin detenerse—. ¿Cómo está el panorama por aquí?
Charo resopla, resignada. Sus gestos, un medidor perfecto del ambiente que se respira en el estudio cada día.
Respuesta a modo de parte médico objetivo:
—Llegada puntual de don Ignacio, encierro en el despacho y música de guerra.
«¿Don Ignacio? ¿Qué se habrá creído este?», piensa Carlos.
—Nachito, no dejas de sorprenderme. —Carlos arquea las cejas resignado mientras levanta la palma de la mano para despedirse de Charo y avanza por el pasillo saludando a los delineantes y al resto del equipo, sorprendidos de verlo por allí. Cada uno trabajando en silencio y en las mesas solo el material que están utilizando. Las normas impuestas por Nacho se cumplían a rajatabla, comprobó. Demasiado estricto, pero, imponía orden en el estudio.
Inmerso en el trabajo, Nacho no había reparado en su llegada. A través de las cristaleras, Carlos lo observó en el despacho. Parecía sacado de un catálogo de muebles de oficina: cada detalle colocado con la minuciosidad de un belenista. Frente a la cristalera, estanterías negras repletas de archivadores, carpetas y planos contrastaban con el blanco inmaculado del resto de la oficina. A la derecha, un amplio escritorio también negro, ordenador y soporte con varios CD. Él, de pie en el lado opuesto, con los brazos separados y las manos apoyadas en el tablero de dibujo, estudiando con atención unos planos. Alto y delgado, musculatura fibrosa. Pantalón oscuro de corte perfecto, camisa blanca remangada a medio brazo y una corbata a rayas reflejada en la pared acristalada de enfrente. Impecable, como siempre. Justo lo opuesto a su indumentaria. Excepto cuando tenía que asistir a algún coctel o reunión importante, Carlos solía vestir un pantalón vaquero descolorido y alguna camiseta informal que tanto detestaba Martina.
El silencio del estudio quedaba matizado por la melodía escabullida desde el interior del habitáculo. La cabalgata de las valquirias de Wagner. Charo la había descrito a la perfección: música de guerra. Carlos enseguida la asoció con la famosa secuencia, recreada por Ford Coppola en Apocalypse Now, del bombardeo a un poblado vietnamita al ritmo de esta composición potente, demoledora, espectacular. Solo alguien retorcido podría trabajar escuchando ese tipo de música.
—Buenos días, Nacho —irrumpió en el despacho abriendo la puerta con determinación, aunque sobrecogido por las imponentes notas de la ópera, concentradas en un entorno extrañamente armónico.
Sorprendido por la inesperada visita, pero sin perder la compostura, Nacho respondió al saludo tendiéndole la mano con estudiada naturalidad mientras los metales y la percusión se añadían a la potente melodía de La cabalgata.
—¿Qué tal va todo? —a propósito, empleó un tono firme para afianzar ante Nacho el papel de jefe. Dejó el bolso de tela sobre la mesa, consciente de que distorsionaba el orden que Nacho imponía.
Y, sin dejarle responder, le preguntó dónde estaba su padre, extrañado de no haberlo visto en el hall del edificio.
—De vacaciones. Él siempre en Semana Santa pasa unos días en la casa del pueblo —justificó el aparejador como si hablara de un desconocido.
A Carlos le tranquiliza saber que Fermín dispone de unos días libres. En los últimos meses su estado de ánimo era muy vulnerable y temía que otra vez cayera en la profunda depresión de la que aún no se había recuperado.
Las enérgicas notas de la melodía repetían el leitmotiv de las valquirias primero en si menor para descender a fa mayor, cuando Nacho se acercó al escritorio a bajar el volumen. Luego, con un leve nerviosismo que Carlos percibió, recogió los planos de la mesa de dibujo y extendió otro asegurando que el proyecto pendiente estaba casi terminado.
—Ya puedes firmarlo, solo quedan algunas anotaciones para mandarlo al Ayuntamiento —concluyó.
La mirada de Carlos se posa unos instantes en el arquitecto técnico, pero enseguida se centra en ojear los planos del proyecto con minuciosidad. «¡Ay, Nacho! Te conozco lo suficiente. Tu predisposición a enseñarme el trabajo con tanta urgencia es sospechosa». Lo oye hurgar entre los planos de la estantería. Seguro que volverá con el rollo de otra parte del proyecto, lo colocará encima del que estaba sobre el tablero de dibujo y empezará a señalar con el dedo los puntos para desviar la atención.
—Voy a explicarte.
—Espera, espera, deja que compruebe estas riostras. —Le costaba concentrarse en los trazos del papel, pendiente de interpretar sus movimientos por la desconfianza que le producía.
De reojo, observó que se había colocado el rollo bajo el brazo y limpiaba nervioso las gafas con la punta de la corbata, gesto que utilizaba bien para ganar tiempo mientras buscaba respuestas a las preguntas, bien para ocultar el nerviosismo cuando detectaba algún fallo. No podía consentir más errores en ningún proyecto, debía revisar él mismo cada detalle. La sensación de que siempre intentaba engañarlo lo angustiaba. Se inclinó sobre el tablero, apretó las mandíbulas y empezó a seguir con la punta del dedo índice los trazos del papel mientras comprobaba los valores especificados en el membrete. Tragó saliva. ¡Qué ganas tenía de salir de allí, montarse en el coche y acelerar en busca de Inés! No le gustaba aquello, no. Quería terminar cuanto antes.
Con decisión, se enderezó y le pidió los planos de los forjados.
—Ya están hechas las modificaciones, Carlos. Me parece que deberías de ver estas.
—Los forjados, Nacho —con la cabeza ladeada disfrutó echando por tierra su arrogancia. Sin embargo, el aparejador le mantuvo unos instantes la mirada con descaro. Estudies lo que estudies, cuando quiera te busco la ruina, parecía transmitirle con la expresión firme del rostro marcado por unos profundos ojos azules, nariz recta y boca bien dibujada.
Al cabo, se giró en busca de los planos.
«Tiene carácter y es insolente. Nada que ver con Fermín», contrasta Carlos a la vez que lo observa rebuscando entre los rollos de la estantería. Detrás de ese aspecto de Adonis griego, que hacía suspirar a algunas afroditas del estudio, se escondía una personalidad tan compleja como la del compositor de la música que escuchaba. Llaman su atención los mocasines Lottusse negros siempre brillantes, en apariencia recién estrenados. Los compara de manera ingenua con los suyos, marrones, de piel vuelta. No recordaba la última vez que les pasó un cepillo. ¿Lo había hecho alguna vez?
Nacho volvió con un rollo, lo desplegó y colocó unas pinzas en cada lado para mantenerlo abierto.
—Estos son los planos de forjados —golpeó el tablero con la mano y se hizo a un lado para dejar sitio a su jefe. Carlos observó las marcas de sudor que habían dejado los dedos sobre la mesa de dibujo. Este detalle junto con la voz ronca confirmaba las sospechas de que algo había hecho mal. Se avecinaba una discusión que no le apetecía. Antes de enfrascarse en el estudio del proyecto, se percató de las tenues ojeras que se vislumbraban bajo las gafas. Alguien de la oficina le había comentado que estudiaba por las noches para sacar la carrera superior de arquitectura. Volvió la cabeza hacia el tablero y se concentró en repasar con cuidado las especificaciones. Entre aquellos trazos estaba escondida alguna impronta de Nacho.
Se giró, trasteó en la bolsa de tela que había dejado sobre la mesa y sacó la tableta para buscar el archivo «Proyecto piscina cubierta de Alcalá de Henares».
Nacho se acercó hasta casi rozarlo y señaló con el dedo unas vigas de carga asegurando que había aumentado la sección de los forjados para evitar acortar la luz del vano.
Sin embargo, Carlos no le prestaba atención, sus ojos iban de la tableta al plano comprobando los datos que le ofrecía la pantalla. Al cabo de unos minutos se enderezó.
—¿Por qué demonios tengo que estar siempre repitiendo lo mismo, Nacho? —el aparejador realizó un movimiento para retirarse un poco—. No es la primera vez que hablamos de esto. Quiero que los datos queden especificados al lado de cada elemento para que no haya margen de error.
—Pero si hay dos elementos iguales, no creo que tenga importancia. A fin de cuentas, la estructura —en este momento había arrugado el entrecejo para enfatizar los argumentos— está diseñada para soportar casi el doble de peso. Así que creo…
—¡Me da igual lo que creas! Es mi responsabilidad y mi proyecto. Cuando tú seas arquitecto haz lo que te dé la gana, pero mientras yo sea quien firme, se hace como yo diga. Mira —sacó un rotulador negro del bolso de tela y comenzó a realizar círculos en varias partes del dibujo—. Quiero que consten las secciones de los forjados en cada elemento, sean iguales o parecidos —empezó a enumerar con los dedos—: riostras, pilares, vanos de los pórticos…
—Pero…
—¡No quiero peros! —muy enfadado lo interrumpió sin permitirle explicar lo que pretendía y continuó ojeando los dibujos del forjado—. No quiero dejar nada al azar. Cualquier constructor desaprensivo, por ahorrarse unos euros, sería capaz de cambiar las especificaciones argumentando que no constaban en el proyecto.
Eso era casi imposible porque revisaba las obras él mismo, comprobaba una y otra vez la densidad del hormigón y, sobre todo, las secciones de los hierros de la estructura, que era donde los constructores trataban de aminorar los gastos del proyecto. Sin embargo, quería dejar bien claro quién era el jefe y evitar que se tergiversaran los términos debido a sus grandes ausencias.
—Enséñame los planos del cableado eléctrico.
La ansiedad se iba apoderando de Nacho, cuya respiración se aceleraba a la velocidad de quien sube corriendo las escaleras.
—Voy a pedir que lo impriman.
—Pero ¿no me has dicho que ya estaba para firmar?
Nacho se volvió con violencia. La irritación era tan visible como el anuncio de una valla publicitaria.
—Los planos de cableado, fontanería y desagüe están en el ordenador principal. Se crean de forma automática al introducir los datos del proyecto, para eso te has gastado una burrada de dinero en ese programa sueco. ¿Ya se te ha olvidado?
Llevaba razón. Dos meses atrás, había invertido un dineral en un programa para elaborar las secciones de cableado, tuberías y otros elementos de cualquier proyecto tras incorporar algunos datos referentes a volumetría, edificabilidad y plantas. De nuevo, el fantasma Hospisa revoloteaba sobre su cabeza produciéndole una fuerte punzada.
Las miradas se cruzaron.
Nacho apretaba los puños y jadeaba indeciso.
Carlos masticaba sus miedos e inseguridades. Se contuvo y tragó saliva antes de continuar. Los trabajadores al otro lado de las cristaleras estarían oyendo la discusión y no le interesaba menoscabar la autoridad del arquitecto técnico y jefe del estudio cuando él no estaba.
—El dinero que emplee en programas es cosa mía. —bajó un poco la voz y echó el cuerpo hacia delante—. Por favor, limítate a cumplir lo que te pido. Cuando asegures que un proyecto está para firmar, lo quiero listo y encuadernado. No me basta con que coloques ante mí solo los planos que a ti te interesen, quiero verlos todos: alzado, sección, fachada…
«No comprendo por qué tienes al frente del estudio a un individuo como ese. Yo no me fiaría de él». El recuerdo de las palabras de Martina acentuó la preocupación. «¿Por qué?». «Porque es insoportable, porque según tú cambia las especificaciones de los proyectos, discute tus órdenes y te saca de quicio».
Tomó aire y lo expulsó despacio.
—Se acabaron las discusiones, Nacho. Llámame cuando el proyecto esté listo para revisar y firmar. Pero no te duermas en los laureles, la semana próxima tiene que estar en el Ayuntamiento. Lo quiero todo conforme a la legalidad. Léete bien el PGOU, para que no haya discordancia con los técnicos de urbanismo.
Nacho no esquivó la mirada furibunda de Carlos.
—Nadie cumple el Plan General de Ordenación Urbana al pie de la letra.
—¡Me da igual, nosotros siempre actuamos conforme a la ley! —enseguida se arrepintió de la frase porque presintió la respuesta.
Los labios de Nacho se estiraron apenas un instante para componer una mueca que, aunque podría haberse confundido con una fugaz sonrisa, estaba llena de agresividad.
—No siempre —puntualizó y lo observó sin pestañear. La sonrisa se esfumó.
Un pellizco en las entrañas de Carlos.
La sangre se congela en las venas y nota un escalofrío por la columna vertebral. Pese a todo, le sostiene la mirada con descaro. Intento de Nacho por esbozar de nuevo la sonrisa, aunque la tensión del momento solo le permite componer un rictus desagradable. Alguna vez tenía que acabar con aquello, piensa Carlos. No iba a permitir estar en manos del aparejador toda la vida. Quizás la solución estaba en cerrar el gabinete. Vuelve la cara hacia los planos para evitar que Nacho le vea tragar saliva, coge la tableta y la mete en la bolsa de tela.
—Hoy salgo de viaje, cuando regrese quiero sobre mi mesa el proyecto encuadernado con las correspondientes copias, listo para firmar. —Salió del despacho sin mirarlo y cerró las cristaleras de un portazo.
Atraviesa el pasillo entre las mesas de dibujo con la vista puesta en el suelo. El silencio es sepulcral. Imagina al equipo trabajando sin atreverse a levantar la cabeza. Llevaba muchos años con ellos como para cerrar el estudio de arquitectura. ¡Pero qué demonios, ya buscarían otro trabajo!
Abandonó el gabinete con una fuerte punzada en las sienes. Ni siquiera se había despedido de Charo. Estaba convencido de haberla escuchado pronunciar «Adiós, jefe» al pasar frente a su mesa, igual que una voz de ultratumba procedente del más allá, de otra dimensión. Hizo intención de volver, pero el ascensor llegó y entró en el reluciente habitáculo. Sudaba. Apretó el botón del garaje y permaneció mirando el del vestíbulo. «Tendría que haberme despedido de Fermín». No, Fermín estaba de vacaciones en el pueblo. «Mejor». Cuando llegó al coche, lanzó la bolsa de tela al otro asiento y arrancó.
Carlos no lo vio, pero justo cuando pasaba con el coche frente a la entrada principal del edificio, Nacho salía y echaba a andar por la acera. Al llegar a la esquina se detuvo y encendió un cigarrillo. Tras expulsar la primera bocanada de humo sacó el móvil del bolsillo y marcó un número. Media docena de timbrazos más tarde, una voz barnizada aún por los vapores del sueño musitó un «sí» alargado, letal para el receptor.
—Hola, Martina.
—(…)
—¿Estás bien?
—No. ¿Quién eres? —balbució en un tono que parecía procedente del más allá.
—¿Cómo que quién soy? Nacho, ¿quién si no?
—¡Ah!, perdona. Aún estoy dormida y no veo la pantalla del teléfono. ¿Por qué me llamas a estas horas?
—¿Cómo que por qué te llamo a estas horas? —Nacho tomó aire y apretó la mandíbula entre impotente y furioso. No había quién la entendiera. Ella misma le había pedido que la llamara cuando Carlos apareciera por el estudio y ahora se molestaba. Pensó que estaba siendo utilizado, un objeto en manos de aquella mujer sin escrúpulos, pero, sin duda, el camino adecuado para quitar de en medio a Carlos.
—¡No me chilles, por favor, no me chilles! Ahora tendré jaqueca el resto del día. ¿Ya se ha marchado? —el cambio hacia el tono meloso, tan familiar para él, le ponía en guardia. Aunque se reconocía como un títere, cuyos hilos sabía ella manejar a la perfección, no le importaba seguirle los juegos de seducción si al final lograba sus propósitos.
—Sí, se acaba de marchar. No volverá en varios días. ¿Quieres que cenemos esta noche?