Algo cambió con la ausencia de John Advent. No es que existan individuos que no pertenezcan al mundo, sino que existen individuos que no pertenecen a las personas. Medio salvajes, un pie en los sueños y otro en la realidad; estudiando a los demás para tratar de comprenderlos, casi como si Dios los acabase de depositar sobre la Tierra. Todo esto usted me lo contó, y por un instante pensé si no podría usted leerme el pensamiento, pues yo misma había jugado con teorías similares sin atreverme a convertirlas en palabras. No son buenos tiempos, señor, para sentir que no hay un agujero con tu forma exacta en el mundo.
Mas, como dije, algo cambió con la ausencia de su maestro. Los síntomas de su enfermedad palidecieron, haciéndose cada vez más tenues, hasta desaparecer. A esta mejora de su condición la acompañó un abandono, también, de los nervios y la inquietud que usted a menudo sufría. Cuando le pregunté, no fue capaz de decirme cuál de las dos desapariciones fue la primera: la de la inquietud o la de la enfermedad.
Terminó la lectura del Daemonologie, y la marca en el Nuevo Testamento no volvió a moverse; los postigos permanecían cerrados según lo estipulado, y ninguna puerta amaneció entreabierta. Incluso afuera, en la calle, el aguanieve comenzaba a confundirse con los pétalos de los cerezos.
¿Sabía usted que fue Enrique viii quien trajo los cerezos a Inglaterra? Los pétalos blancos que cubren las calles de Southwark son la marca de un rey. Puede haber marcas peores, mi señor; no preciso leer el Daemonologie del rey Jacobo para estar segura de ello.
Dígame, cuando le preguntó al señor Advent si creía en las brujas, ¿temía usted que tuviese fe en el mal, y que este pudiese caminar por estas calles, entre nosotros?
Aquella novedad en su situación me alegró. No considero que este sea un pecado tan grande, tan reseñable, en la historia del mundo. Con la ausencia de John Advent usted comenzó a venir cada vez más al George and Dragon; no solo para comer, como si la suya fuese una deuda de nunca acabar, sino también para conversar con Robert Luffkin, Ambrose Bird y el resto de los hombres. Y conmigo. ¿Ansiaba usted, señor, la regularidad de semejantes encuentros tanto como yo? Por favor, no interprete mi respuesta como un acto de vanidad si le digo que creo que sí.
La ausencia de la enfermedad no fue el único cambio en usted. Se movía con más energía, como si su espíritu al fin hubiese encontrado un buen cuerpo que habitar. Nuestras conversaciones se volvieron más familiares, hasta que ya no pude comprender que una vez hubiese existido un momento en el que usted y yo apenas nos dirigíamos un par de palabras amables.
En una ocasión, la suerte del señor Luffkin tomó un rumbo más amable; encontró la inspiración o una musa, eso yo no lo sé, pero lo celebró invitando a «su familia del George and Dragon» (palabras suyas, mi señor, no mías) a ver una representación de las obras de William Shakespeare.
Macbeth. El poder de las voces de los actores me conmovió desde la primera sílaba; olvidé que estábamos en un teatro, de pie, no muy lejos de casa, y que debía estirar el cuello para poder ver el escenario sin las interferencias del resto de cuerpos junto a mí (olvidé también todos aquellos cuerpos, señor, excepto el suyo). Olvidé que Lady Macbeth, Lady Macduff y Hécate eran hombres; olvidé que el oro no era oro, sino madera pintada. Olvidé la realidad, el calor causado por la multitud y el dolor que sentía en los pies; lo olvidé todo excepto una única cosa: el deseo de haber nacido en otra cuna, o el deseo más sacrílego aún de haber nacido de otra condición, para así ser capaz de leer los manuscritos con los que el señor Advent y usted trabajan y poder escapar a otras vidas sin necesidad de asistir al teatro.
Al terminar la representación y salir a la calle, con los ojos todavía luchando por acostumbrarse a tanta claridad, no pude evitar hablar de lo que había visto, y me dio la sensación de que usted me escuchaba con atención, como hace ahora, como si lo que yo tuviese que decirle fuese algo valioso y excepcional.
Más tarde, en un momento de privacidad robada, me mentó por primera vez a las brujas. Las que caminaban entre nosotros, vistiendo las pieles de cualquier otra mujer, de modo que sus marcas malignas quedasen ocultas para los demás. Me habló del rey Jacobo y de cómo no solo le había encargado a William Shakespeare la escritura de Macbeth, sino cómo él mismo había escrito un libro sobre las hechiceras del reino. Me contó todo lo que usted sabía y yo lo escuché muy quieta, pues sus palabras se me antojaban valiosas y excepcionales.
Por supuesto, había oído hablar de brujería antes, pero el poder del testimonio de un hombre de intelecto como usted me pareció más fuerte que los rumores que nos llegan a la taberna.
—¿Fueron colgadas las brujas de Bury St Edmunds? —le pregunté, pero usted no supo responderme.
Robert Luffkin no había recibido más noticias al respecto, tampoco.
—Un juicio es un proceso largo —acordó usted.
No debe ser una tarea tan sencilla, supongo, colgar una soga a un cuello ajeno, esté este salpicado por la culpa o la inocencia.