III

¿Y cuánto tiempo tardó usted en darse cuenta de que el silencio puede ahogar casi tanto como una soga al cuello? En el transcurso de un par de días se convirtió en un rostro tan familiar como los de Robert Luffkin y Ambrose Bird, buscando en el George and Dragon la calidez humana que su maestro no podía ofrecerle.

Durante el trabajo, los labios de John Advent, enrojecidos y despellejados por el frío, permanecían cerrados; sin esposa, sin servicio, tan distinto del resto de los hombres. Incluso yo puedo darme cuenta de que no nos observa a las mujeres como los demás, con esas miradas portadoras de un conocimiento secreto para nosotras.

Usted había intentado conocer a su maestro, por supuesto, pero todos sus intentos habían sido en vano. John Advent no explicaba si podía ahorrarse ese engorro; enseñaba con el ejemplo, y su particularidad era la de comprender sin necesidad de palabras cuándo usted precisaba de más tiempo para entender algo, momento en el cual comenzaba a trabajar con mayor lentitud.

Un hombre solo puede crearse a partir de otro hombre. De John Advent usted solo podía aprender el oficio de encuadernador; precisaba venir al George and Dragon a reunirse con tipos como Robert Luffkin y Ambrose Bird para ser partícipe también de todas las cosas necesarias para la vida: dónde nos escondemos las mujeres y cómo se nos puede seducir; cómo debe hablar y moverse un hombre; qué fortunas puede deparar el futuro si uno sabe jugar bien sus cartas; qué ocurre en el mundo ahí fuera, y cómo este es más grande que Canterbury o Londres.

Una tarde en la que el olor dulzón e inescapable del cuero ya se le aferraba al cuello, con las yemas de los dedos dormidas tras incontables y laboriosas horas y los ojos picándole de forzar la vista a la luz de las velas, osó alzar la voz. Repitió en voz alta, y en presencia de su maestro, los rumores de brujería que Robert Luffkin había comentado tantas veces en la taberna.

La respuesta inicial de John Advent no fue verbal, sino física: el cosquilleo en la punta de la nariz, seguido de los labios que se estiraban.

A sagittis Hungarorum, libera nos Domine.

Un susurro áspero como los bordes desiguales de las páginas con las que ustedes trabajaban.

—¿Disculpe?

—Líbranos, Señor, de las flechas de los húngaros —tradujo el maestro—. Hace siglos, cuando los hunos de Atila saqueaban y quemaban los monasterios de Europa, esta oración comenzó a hacerse eco en las iglesias. Quizás ahora Inglaterra deba pedir clemencia ante el maleficium de las brujas.

Usted despegó los ojos del manuscrito en el que estaban trabajando. Un hombre de razón, hablando de maleficium y de hechiceras… ¿Temió, por un momento delirante, que su maestro, después de todo, pudiese sospechar de su enfermedad?

—¿Cree usted que son reales, entonces? —tanteó—. ¿Las brujas?

La respiración de John Advent era baja y grotesca, un animal esperando tranquilo a su presa.

—¿No está escrito en el Éxodo que no se permitirá que vivan las hechiceras? ¿Y no dijo el rey Jacobo que negar la existencia del diablo es negar la existencia del Señor? —se pasó la lengua por los dientes—. No creo que mi voz sea tan alta como para alzarse por encima de las voces de los monarcas y de Dios.

Usted bajó la cabeza con la esperanza de que los rizos ocultasen el rubor que se le extendía por las mejillas. Pensó que la maldición que usted acarrea no solo ataca su salud, sino también su lengua.

—Discúlpeme, señor. No pretendía…

—No hay nada que pueda enseñarle sobre las brujas o los reyes, ni soy tampoco más conocedor que cualquier otro sobre los misterios del diablo y de Dios. Pero sobre esto —le guio la mano sobre el lomo del libro— quizá pueda ser de ayuda.

—Sí, señor.

—Si así lo desea —prosiguió John Advent, los ojos casi naranjas ante la luz de las velas—, puedo traerle de la biblioteca un ejemplar del Daemonologie del rey Jacobo. No sé si resultará una aproximación más exacta a la brujería que los rumores de una taberna, pero tal vez consiga calmar su sed de conocimiento.

—Sí, señor. Gracias, señor.

Al bajar la vista de nuevo, se fijó por primera vez en el lunar sobre la piel amarillenta de John Advent, en el trozo exacto de carne entre el índice y el pulgar, y en la cicatriz en forma de estrella, ya blanquecina y difuminada, justo debajo de él.

Lo observó durante un par de segundos, pero no dijo nada, guiado más por su deseo de acceder a la biblioteca que por la sensatez. Con la expectativa del cambio en una rutina férrea, los segundos pasaron más desesperados que de costumbre. La orquesta de sonidos típicos de la casa de Southwark (el crepitar de la vela, el ulular y el golpeteo del viento contra las ventanas, el pasar de las páginas de los manuscritos) estaba más presente que nunca, casi corpórea, imposible de ignorar ni haciendo uso de los ejercicios de imaginación más testarudos.

Cuando acabaron, usted casi sentía la ropa pesada sobre los hombros, tirando de su cuerpo hacia el suelo.

John Advent emitió una inspiración ronca.

—¿Todavía vive en usted el interés por el Daemonologie del rey Jacobo?

—S-sí, señor. Si no es molestia…

El maestro asintió con un gesto, se levantó y se quitó la llave que llevaba colgada del cuello para abrir la puerta de la biblioteca. Aguardó en el umbral durante un instante de silencio, los labios entreabiertos, como queriendo dejar escapar una invitación…

—La prohibición no implica que no pueda entrar en la biblioteca conmigo —explicó.

De haberse levantado usted con más celeridad, podríamos llamar «vuelo» a la carrera. El primer paso en la biblioteca fue dubitativo, como el de un niño o un anciano. Al levantar la barbilla no se topó con la estancia rica y gigantesca que las noches en vela le habían llevado a imaginar. La biblioteca tan cuidadosamente resguardada del señor Advent se trataba más bien de una espaciosa despensa de volúmenes, algunos de ellos en tan buen estado que prometían ser trabajos recientes, mientras que otros descansaban maltratados y polvorientos. Los volúmenes se apilaban sin orden ni concierto sobre los estantes, quedando algunos de los lomos ocultos a la vista. John Advent, sin embargo, parecía capaz de reconocer cada título y cada autor únicamente por el tacto…

Daemonologie, escrito por el rey Jacobo —dijo, tras una búsqueda muy corta, y le depositó el libro sobre las manos extendidas.

Al contrario que la mayoría de los volúmenes de la biblioteca, aquel no había sido un trabajo del maestro Advent ni, de hecho, de ningún otro encuadernador. El librito cayó desnudo sobre sus manos, protegido únicamente por un trozo restante de pergamino, de la manera en la que los manuscritos se venden a los clientes para que estos puedan acudir después a profesionales como el señor Advent que se puedan hacer cargo de la encuadernación.

—Tenga cuidado al pasar las páginas —fue la recomendación del maestro—, y asegúrese de tener las manos limpias antes de tocarlo. Cuando termine con él, déjelo en mi mesa para que yo pueda devolverlo a su sitio.

Le dio un golpecito para conducirlo de nuevo al obrador. Al cerrar la puerta tras los dos, una nube plateada de polvo se levantó, casi abrazando sus palabras. La biblioteca, quedaba claro, seguiría siendo un territorio por descubrir, un punto vacío en el mapa.

Espantosa abundancia en estos tiempos, en este país, de estas detestables esclavas del diablo, las brujas o hechiceras…

Me repetía usted lo que leía cada noche, a cuentagotas, un par de páginas del Daemonologie seguidas de un par de páginas del Nuevo Testamento. Solo por si acaso. Solo por si alguna de las letras del manuscrito del rey tenía el poder, de algún modo, de convocar a los demonios y a los espíritus. Pero supongo que usted no se acuerda de eso, tampoco.

Leía hasta que la llama de la vela empezaba a peligrar, hasta que los ojos le lloraban y ya no podía continuar, hasta que el sudor de las manos amenazaba con estropear la tinta negra.

En aquellos momentos de lectura, en los que el silencio de John Advent parecía tener dientes, la casa de Southwark se erigía como un huésped más, como un acompañante invisible que miraba por encima de su hombro, susurrándole las frases al oído.

¿Fue la lectura o la falta de sueño la que despertó su enfermedad? De la reaparición de esta eran testigos los postigos de la ventana, que aparecían abiertos incluso cuando usted tenía la certeza de haberlos cerrado. El Nuevo Testamento, también, se abría en páginas que usted no recordaba, dejando que un rayito de sol peligroso iluminase los versículos señalados.

Y en aquellos días los hombres buscarán la muerte, pero no la hallarán; y ansiarán morir, pero la muerte huirá de ellos…

Las puertas de las habitaciones y del obrador amanecían entreabiertas. Incluso el cielo parecía conocer las peculiaridades de su enfermedad y, para acompañarlo, se rompía en nevadas cada vez más pesadas y testarudas.

John Advent parecía ignorar o ser inmune a todos estos pequeños cambios en su casa. Usted, claro, no comentó nada al respecto, consciente del temor y de la sospecha que suele despertar en los demás su condición. Me lo contó a mí, solo a mí. Sé que no conocerá la respuesta ahora, ¿pero lo hizo porque confiaba en mí, porque vio algo en mi interior que le aseguró que no desvelaría el secreto, ni pensaría menos de usted? ¿O pensaba que no era más que una sombra oscura, la hija de los taberneros, escondiéndose en los rincones del George and Dragon, demasiado pequeña e insignificante para que nadie le preguntase jamás su opinión? No importa. Me agradaba, ser la elegida para guardar aquello que usted no le habría confesado a ninguna otra persona.

Me contó los detalles de su enfermedad y yo le creí, y la imagen que tenía de usted en mi cabeza no cambió. Me habló del trance, de despertarse de pie, en un lugar de la casa lejano a su habitación. De no recordar. De no tener sueños, ni buenos ni malos. De los años de su infancia, cuando las sirvientas se asustaban de su condición, de cómo sus hermanas lo llamaban «el hechizado» en susurros. Por fortuna, su padre era un hombre de razón, y guardaba más fe en los doctores en medicina que en los rumores del pueblo.

Aun así, aun conociendo tan íntimamente las vicisitudes de su enfermedad, aun siendo ella y usted casi amigos, en aquellos momentos, dudó. Rezó incesantemente. Se arrodilló hasta causarse moretones en las rodillas. Ayunó, porque el hambre puede ser sagrada si uno tiene el privilegio de poder abrazarse a ella voluntariamente.

Bajo la influencia de la lectura del Daemonologie, la enfermedad parecía convertirse en maldición.

Al terminar la semana, durante el atardecer del día del Señor, su maestro le comunicó que se ausentaría un tiempo, que debía viajar a Suffolk por negocios y que confiaba en usted para «guardar la casa como yo la he guardado». Aquellas fueron sus palabras exactas.

—¿A Suffolk, señor? —preguntó usted, y las facciones de John Advent se suavizaron.

—No me llaman las brujas, sino la ley. Hemos recibido un encargo de máxima importancia, un texto legislativo que he de ir a recoger enseguida.

Las dudas, sí, las dudas burbujearon en su estómago, señor, sin que ninguna de ellas fuese tan osada como para salir a la luz. Aquella era, a todas luces, una situación anómala en la rutina a la que ya se había acostumbrado. Debía tratarse de un encargo de un valor excepcional si requería que el maestro viajase tan lejos con el único cometido de ir a buscar el manuscrito. Y los clientes, también, debían tener unos requisitos excepcionales que los empujaban a confiar en el señor Advent y solo en el señor Advent, habiendo en Suffolk tantos encuadernadores de talento.

—Continúe trabajando en los encargos que tenemos entre manos —le ordenó John Advent, tendiéndole la llave del obrador—. Si los termina, guárdese de entregarlos hasta que llegue yo, y tome nota de cualquier otro encargo que recibamos durante mi ausencia. Deje el Daemonologie sobre mi mesa cuando lo termine, como acordamos, y no olvide que las normas de la casa son de obligado cumplimiento, esté yo para ser testigo o no.

Las instrucciones fueron escuetas, y las despedidas, desnudas de cualquier sentimiento. Cuando el señor Advent se fue, lo hizo con las llaves de la biblioteca todavía colgándole del cuello.