II

–Dos brujas, colgadas en Bury St Edmunds.

Una voz baja y rasposa, como la de un lobo, pero que sabía transmitir una suave atracción. Usted pensó que encarnaba la calidez y el bullicio del George and Dragon, y casi se sorprendió al girarse y ver que pertenecía no a un gigante, como Goliat en la Biblia, sino a un simple hombre, de mediana edad, con arrugas como paréntesis enmarcando una sonrisa a la que le faltaban todos los dientes anteriores. Estaba sentado junto a la chimenea, y la luz del fuego no era amable con sus facciones.

—¿La horca? —se le escapó a usted.

¿Se le tiñeron las mejillas de rojo, entonces, o supo esconder su vergüenza tras una expresión conocedora?

El hombre le sonrió. No son difíciles, las amistades de taberna. Las he visto muchas veces. Pero, mi señor, esta no es mi historia…

—El juicio acaba de empezar —le explicó—, pero no hay otra salida, ¿eh, chico? Es lo que tiene bailar con el diablo, que te lleva muy alto.

Y alzó un índice ancho y salpicado de tinta hacia el techo. Luego hizo uso de esa misma mano para tendérsela a usted.

—Robert Luffkin —se presentó.

—Lawrence Skoefield —dijo usted, levantándose para poder estrecharle la mano.

—Un nombre nuevo para una cara nueva. ¿De dónde se ha perdido, si no es osado preguntar?

—Canterbury. —Ante la ceja arqueada de Robert Luffkin, se vio obligado a agregar—: Aproximadamente. Llegué esta noche. Aprendiz de encuadernador.

—Mercader.

Por supuesto, no le dijo la verdad. Estos días, la vergüenza camina siempre por delante de Robert Luffkin, aunque supongo que te puedes considerar un mercader si consigues que el dueño de un teatro te pague por una obra que nunca logras terminar, el sonido de tu nombre ya un débil susurro en las páginas de la historia.

Pero, discúlpeme, me estoy desviando del relato. Usted no dudó de su palabra, de eso estoy segura, y de todas maneras, aunque hubiese querido, no habría tenido tiempo para ello, dado que uno de los hombrones de la barra ya se estaba girando hacia ustedes dos para apuntar:

—¿Encuadernador, dice? Debe estar usted con John Advent, entonces.

—Con el mismo, sí.

El hombrón profirió un ruido que podría haber sido una carcajada o lo opuesto a esta.

—Pasará un buen rato bajo su instrucción, no cabe la menor duda. Un tipo extraño.

—Dejo ese tipo de apreciaciones a las mujeres —rio Robert, dirigiéndole a usted un movimiento amable de cabeza—. Soltar la lengua puede llevar muy lejos a un hombre.

—O muy alto —puntualizó su compañero de la barra.

—O muy alto.

—Al viejo Advent Bury St Edmunds no le debe quedar muy lejos de casa, originariamente, ¿eh?

—No a juzgar por su acento, eso está claro —dijo Robert, ambos ya convertidos en los protagonistas de una conversación en la que usted tenía un papel cada vez más pequeño—. Hace más de diez años que lo conozco y a Dios gracias que tengo un nombre con el que referirme a él —emitió un ruidito explosivo para llamar su atención—. Vaya a una taberna cercana a los muelles y se enterará de cosas más interesantes, amigo. Lo que entra y sale de Londres. Noticias de las colonias. El rumbo del mundo. Aquí solo lo entretendremos con cuentos de viejas.

Dicho aquello, alzó la barbilla nuevamente, y sin dirigirse a nadie en particular, repitió:

—Dos brujas, colgadas en Bury St Edmunds… Matthew Hopkins debe estar regocijándose en su tumba.

El compañero de la barra le chistó.

—No mentes las sepulturas.

—Ambrose Bird, mi querido amigo, no temo al diablo ni al espíritu de Matthew Hopkins. Si Dios está de nuestro lado… ya sabes que solo juro lealtad al rey Carlos.

—Solo juras lealtad a la bebida.

Y usted apartó la mirada antes de que los rufianes de Robert Luffkin o Ambrose Bird pensasen en volver a incluirlo en la discusión. Pude verlo, sí, desde mi escondite en esta misma bodega, observándolo a través de la estrecha rendija de la puerta entreabierta. Tenía usted la mirada fija en el plato de gachas de avena, todavía humeante. Por supuesto, usted, como también yo, había oído rumores del cazabrujas Matthew Hopkins; cuentos terribles y sombríos que hablaban de las más de cien hechiceras que había llevado a la horca. Pero aquellos tiempos, los tiempos de nuestros padres, habían sido terribles y sombríos en sí mismos. Hace ya dos años que el rey Carlos ii entró, triunfante, en la capital; tras décadas en las que el trono aguardó vacío, es su cabeza la que porta ahora la corona de Inglaterra, Escocia e Irlanda.

Pero hay muchas más sillas en el reino, mi señor. Sillas de muy poca importancia, desprovistas de lujo, arañadas de una historia que no roza el triunfo. ¿Y no puede un hombre de razón permitirse pensar, aunque sea por un segundo, si no se sentará el diablo en alguna de esas sillas vacías, su voz una familia de garras? Al menos eso me pregunto yo, en ocasiones, pero no soy un hombre, y la razón no es algo que comúnmente se atribuya a las mujeres de mi condición.