Por supuesto, no osaría embellecer o distorsionar ni un solo detalle, por pequeño que pareciera en primera instancia. Si cometo algún error, será un error de mi memoria, aunque esta suele ser aguda, señor, y rápida. Pero ¿qué poder podrían tener mis palabras? Incluso cuando María Magdalena alzó la voz, tras visitar el sepulcro de Su Señor al tercer día, lo hizo para contar una historia que no era la suya. ¿Y quién puso por escrito el libro de Esther, si las Escrituras están inspiradas por Dios? ¿Quién habló por primera vez de Judith y de Holofernes? Tenga paciencia conmigo; se me da mejor tejer la lana que las palabras.
Pero, sí, el frío tenía dientes. La mañana había roto con nieve, algo inusual a aquellas alturas del año y que tuvo como consecuencia el retraso de la diligencia primero y del coche de alquiler después. Para cuando usted dio con sus huesos en Southwark ya era lo más oscuro de la madrugada, varias horas más tarde de lo que usted había acordado con su maestro, el señor John Advent. Pero usted no temía a la noche, o así al menos me lo aseguró; no, ciertamente, de la manera más sensata de todas: no temía a la oscuridad ni al frío, y no temía a los ladrones ni al rugido del Támesis, con sus aguas negras como la tinta. Usted, con la nariz roja de la helada, temía al sueño, y fue la perspectiva de sufrir uno de sus ataques en mitad de unas calles desconocidas por las que deambulaban también personas desconocidas la que lo empujó a encaminarse a la casa de su maestro a aquellas horas intempestivas y tan poco corteses.
Llamó a la puerta con los nudillos. Una colección casi inagotable de pasos. Cuando la puerta, al fin, se abrió, usted no se topó con las facciones redondas y bonachonas de una sirvienta, como había esperado, sino con el rostro barbudo, y endurecido por los años, de John Advent.
—¿Señor Skoefield? —le dijo, pues John Advent no es un hombre que acostumbre a perder el tiempo con saludos y cortesías.
Se le atragantó a usted esa palabra, «señor»; se le hizo grande y poco apropiada. No crea que me burlo cuando me dirijo a usted con ella; un señor es un señor sin importar la edad o la experiencia.
Quiso disculparse, sí, quiso explicar la serie de desafortunados acontecimientos que habían dado lugar a aquel imprevisto. Estas explicaciones, sin embargo, no fueron alentadas, ni mucho menos apreciadas. John Advent ya se había dado la vuelta, indicándole con un gesto de la mano que lo acompañase. Y tras cerrar la puerta y colgarse la bolsa con sus pocas pertenencias al hombro, lo siguió.
Inmediatamente le dio la bienvenida un olor cálido y dulzón con el que usted ya estaba familiarizado: el del cuero que se utilizaba para encuadernar los libros. Era aquel un aroma que se pegaba a cada rincón de la vivienda como un fantasma caprichoso y que casi constituía una entidad en sí mismo.
—Lamento de nuevo la tardanza, señor Advent —insistió usted—. La diligencia…
Mas el interés de su maestro por los detalles del viaje era relativo, y así se lo hizo saber, con un gesto impaciente de la mano. ¿De verdad no recuerda cómo, bajo la luz de las velas, los ojos estrechos del señor Advent parecían arder?
—Acostumbro a estar de pie antes que el sol —le dijo entonces, utilizando la misma mano para señalar las escaleras—. Su habitación está a la izquierda. Puesto que ya hemos perdido una jornada, le recomiendo que guarde sus enseres y baje enseguida para comenzar la instrucción. Si se le antoja algo para calentar el estómago, el George and Dragon, al otro lado de la calle, abrirá en unas horas. Tiene derecho a tres comidas al día a cambio de sus servicios.
Usted asintió, y esperó un par de segundos a que su maestro se le adelantase. Cuando no lo hizo, tomó el candelero que se le ofrecía y comenzó a subir, cada escalón más ruidoso, más descarado que el anterior.
—Solo tengo una norma —agregó John Advent, casi como una reflexión espontánea, antes de que usted llegase al piso superior—. Los postigos deben estar cerrados siempre que brille el sol, para preservar las encuadernaciones. Postigos cerrados en todas las ventanas, desde el alba hasta que caiga la noche, ¿comprendido?
No queriendo descuidar unas formas de las que, por lo visto, su maestro carecía, usted se dio la vuelta y le sostuvo la mirada.
—Sí, señor.
—No se demore y reúnase conmigo en el obrador. Dejaré la puerta abierta para usted, y le encomendaré una llave. La biblioteca, sin embargo, permanecerá cerrada, y tiene usted terminantemente prohibida la entrada si lo que desea es continuar con su instrucción. —Los labios finos se arquearon en algo parecido a una sonrisa, o a una mueca—. Si demuestra estar a la altura de las referencias que lo han traído hasta aquí, quizá logre ganarse el privilegio de sostener en las manos alguno de mis trabajos.
Estas indicaciones, que pecaban de caprichosas e irracionales entonces, pronto acabarían cobrando un sentido especial para usted. Pero no nos adelantemos: toda buena historia debe empezar por el principio. Por el momento, volvamos a aquella madrugada accidentada, y a las escaleras en las que usted esperaba, el sudor deslizándosele por la espalda como la cera de la vela descendía hasta caer sobre la superficie del candelero.
—Sí, mi señor. Gracias por su amabilidad —se aclaró usted la garganta; las palabras parecían arañarle la carne blanda y roja al intentar salir—. Señor… no deseo ser impertinente, pero… en la carta del señor Franncis… ¿Se le informó…?
—Se me informó a la perfección de su situación, y de las peculiaridades que esta podría ocasionar.
Un asentimiento corto. En la distancia entre el maestro y usted parecía habitar un aire tan denso que podría haber podido cortarlo con un cuchillo, de haber tenido uno al alcance de la mano.
No son buenos tiempos, señor, para vivir en los márgenes del mundo.
—Solo… —insistió usted—. Solo quería que supiese que no tendrá ningún problema por causa mía, mi señor. Y si uno de mis ataques le perturba el sueño…
—Tengo un sueño ligero. Estoy perfectamente al tanto del mal que le achaca, señor Skoefield. No es usted la primera persona que conozco que lo sufre.
Esperó usted una vez más. Esperó por una explicación más intensa. Esperó en vano.
No ha tenido usted la indecencia, señor, de darme detalles sobre su alcoba. Sé que se acercó usted a la ventana, en cuanto entró, y que, envueltas en la oscuridad de la noche, las calles de Southwark se le aparecían como un conjunto de tinieblas alargadas. Sé que cerró los postigos, a pesar de que aún quedaban valiosos minutos para que saliese el sol, y que bajó enseguida al encuentro de su maestro.
Cuando llegó a Londres, señor, ¿se imaginó usted tan pícara fortuna? ¿Una casa de oscuridad obligada y sin servicio? ¿Un maestro taciturno que parecía desconocer las normas más básicas de cortesía a las que todo caballero inglés debe atenerse?
Pero un condenado no puede quejarse de la suerte que el Señor, en su infinita misericordia, le ha otorgado. John Advent, un hombre de razón, si los rumores sobre él eran ciertos, constituía su única oportunidad de participar en el mundo, de aprender un oficio, de hacerse su camino en la historia. Gracias a John Advent, solo lo atormentarían las garras de la enfermedad.