Londres, 1662

Una habitación pequeña (una bodega, en realidad) iluminada por unas velas cuya cera empezaba ya a apilarse en formas grotescas, las llamas amenazando con apagarse. El olor era tan profundo, tan característico, que casi podría decirse que tenía presencia propia, un alma en busca de un cuerpo que habitar.

Al principio había un muchacho (un pie todavía en la niñez, el otro en la edad adulta) que se despertaba en mitad de una terrible agitación, casi como arrancado de cuajo del sueño, la frente perlada por el sudor y los ojos enormes y febriles. Al principio había una muchacha observándolo, llevándose un dedo a los labios para que el ruido repentino no alertase a los clientes de la taberna. Otros tipos de ruido, sin embargo, podían ser una salvación; la puerta de la bodega estaba entreabierta, dejando que entrasen los sonidos típicos del George and Dragon (las risas, los pasos, el crujir de las tablillas de madera y el traqueteo de los platos). No estaban solos, por lo tanto, en el sentido más estricto de la palabra; con la tabernera entrando regularmente a comprobar el estado del muchacho, la suya era una soledad, una intimidad, solo aparente. De existir, el suyo solo sería un pecado muy pequeño.

Había pecados peores.

—¿Se encuentra bien? —siseó la chica, extendiendo el brazo para pasar un paño húmedo por la frente del muchacho.

Un par de cejas temblorosas.

—¿Qué…?

—Sufrió un desmayo, mi señor. Robert Luffkin lo trajo en la noche.

El muchacho se humedeció los labios. Escudriñaba la bodega un tanto alterado, casi queriendo encontrar aquel nombre que le resultaba tan poco familiar entre las botellas vacías y las cajas de madera.

—¿Qué hora es?

—Van a dar las cuatro.

—¿De la tarde?

—De la madrugada. Lleva un día durmiendo.

Una sombra de preocupación reptó por la cara salpicada de pecas del muchacho.

—¿He sufrido un ataque?

La voz disminuyó al pronunciar esa última palabra, casi como si quisiese retirarla enseguida, como si esperase que el silencio fuese a enterrarla hasta desaparecer. La chica tragó saliva; tras un instante de duda, negó con la cabeza.

—No, mi señor. ¿No recuerda…? —Sacudió la cabeza—. ¿Sabe usted mi nombre?

El muchacho estiró los labios en una mueca parecida a una sonrisa.

—Me temo, señorita, que no tengo la fortuna de poder decir que sí.

La chica le devolvió el gesto.

—Judith Vintener, mi señor. ¿Sabe usted su nombre?

La respuesta llegó rápida, segura; una flecha lanzada con precisión.

—Lawrence Skoefield —dijo, y tomó la mano de Judith para llevársela a los labios.

La joven se mordió las mejillas para contener, suprimir, la risa que amenazaba con salir.

—Es la primera vez, señor, que tengo la suerte de conocer dos veces al mismo caballero.

—No debía conocerme muy bien la primera, señorita, si se refiere a mí como «caballero». Discúlpeme, pero… debido a mi salud…

Judith no le permitió continuar, ignorando las normas de cortesía en las que normalmente se amparaba.

—¿Qué es lo último que recuerda, mi señor?

La frente de Lawrence Skoefield se cuarteó de arrugas.

—Me despedía de mi maestro…

—¿El señor Advent?

—No, el señor Franncis. Me disponía a viajar para conocer al señor Advent, de hecho, pero…

Judith desvió la mirada; bajo la influencia de las llamas de las velas, sus ojos marrones brillaban naranjas.

—Al señor Advent lo conoce usted bien. Hace semanas que trabaja con él en el obrador.

Lawrence se ayudó de las manos para reincorporarse. Estudió de nuevo las sombras alargadas que, en la penumbra, podía discernir.

—Entonces… esto… ¿Esto es Londres?

Judith arqueó los labios.

—No su parte más elegante, mi señor, pero sí.

Lawrence hizo amago de levantarse, pero ella se lo impidió colocándole una mano en la muñeca, y la otra sobre el hombro descarnado.

—No es prudente. Debe descansar. El doctor llegará enseguida.

—Pero…

—Le contaré lo que ha ocurrido, mientras tanto —agregó.

Con la fuerza de aquella pequeña frase, Lawrence se recostó de nuevo, los ojos fijos en las facciones angulares de la muchacha.

—Empezó con las últimas nevadas del invierno. El frío tenía dientes…

Al principio había un muchacho (un pie todavía en la niñez, el otro en la edad adulta) que se despertaba en mitad de una terrible agitación, casi como arrancado de cuajo del sueño, la frente perlada por el sudor y los ojos enormes y febriles. Al principio había una muchacha observándolo, llevándose un dedo a los labios para que el ruido repentino no alertase a los clientes de la taberna…

No. Como dijeron los santos, al principio existía la palabra…