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Florence no era una tenista especialmente consumada, pero acometió el torneo de tenis de los Dash con entusiasmo. Si había alguien capaz de ganar solo a base de garra, esa era Florence Lightfoot.

El torneo de tenis de los Dash, que se celebraba durante dos semanas en su magnífica casa isabelina, Pedrevan Park, era uno de los acontecimientos más esperados del verano. William Dash, que había sido capitán de tenis en su época universitaria, eligió las parejas y estableció los cabezas de serie a partir de los resultados del año anterior. Florence anhelaba formar pareja con Aubrey, lo cual no era un deseo imposible ya que este era un jugador de primera clase, lo que significaba que tenía que formar pareja con un jugador de tercera clase como ella. Sin embargo, la suerte no estaba de su lado. A Aubrey le emparejaron con Elise, lo que hizo sospechar a Florence que había alguna calculadora mente femenina haciendo de las suyas. A ella la emparejaron con John Clairmont, primo de Dash por parte de Celia y un excelente jugador.

Pedrevan Park no tenía vistas al mar, ya que estaba situada tierra adentro, en medio de frondosos campos de ganado de pastoreo y de dorado trigo, pero era una casa espléndida y grandiosa. Construida a mediados del siglo xvi en piedra gris claro de Cornualles, tenía altas chimeneas, ventanas con parteluz y pequeños cristales rectangulares y hastiales holandeses. La finca era grande, con jardines secretos ocultos tras setos de tejo, un huerto y un arboreto plantados dentro del recinto de un alto muro de piedra y un lago ornamental en el que un templete neoclásico y una estatua de la diosa Anfitrite proyectaban un etéreo reflejo sobre el agua. Era sin duda la casa más imponente de Gulliver’s Bay, aunque los Dash no eran ostentosos ni engreídos; estaban agradecidos de disponer de los medios para entretenerse como lo hacían, pues ambos adoraban a la gente y no hacían distinción de clase ni de credo. Simplemente querían que todo el mundo se lo pasara bien.

Era casi imposible no pasarlo bien en Pedrevan Park y todos esperaban sus invitaciones con gran ilusión. Los Dash eran unos anfitriones muy generosos, obsequiaban a sus invitados con refrescos y abrían su hermosa casa para que pudieran disfrutar de los jardines. «A fin de cuentas, ¿de qué sirve tomarse tantas molestias para conseguir que sean tan hermosos si nadie va a verlos?», decía Celia con su aire alegre y desenfadado.

Por modestos e inclusivos que fueran los Dash, gracias a su estilo desenfadado y su despreocupada grandeza inspiraban en los demás el deseo de presentarse lo mejor posible. Por tanto, el torneo de tenis era una oportunidad para que los jóvenes lucieran sus mejores trajes blancos, y nadie se habría atrevido a llegar a Pedrevan Park con un atuendo que no fuera la vestimenta estándar del All England Club. Florence llevaba un par de pantalones cortos de tenis blancos adornados con botones de estilo marinero cosidos en fila a lo largo de las costuras de los bolsillos y un pequeño jersey de punto con mangas cortas abullonadas. Se recogió el rubio pelo con horquillas y dejó que cayera en suaves ondas sobre los hombros. Winifred, que era más convencional, llevaba un vestido de tenis con la falda plisada que le llegaba por debajo de la rodilla. Llevaba el cabello castaño oscuro corto y ondulado, que era lo único moderno en ella, pensó Florence. Las dos chicas iban en bicicleta por los estrechos y frondosos senderos con sus raquetas de tenis sujetas bajo el brazo.

Por fin atravesaron las grandes puertas de hierro y emprendieron el serpenteante camino que se abría paso por los cuidados terrenos de la finca. El apacible trino de los pájaros quedó ahogado por el repentino rugido de un motor detrás de ellas. Sobresaltadas, se apartaron al arcén para dejar pasar al coche. Se trataba de un reluciente Aston Martin rojo. Llevaba la capota bajada, lo que dejaba ver un interior de madera y cuero y un joven moreno al volante con gafas de sol. Lo reconocieron enseguida; era Rupert Dash, el hermano mayor de Aubrey.

—¡Qué maleducado! —dijo Winifred cuando el coche pasó a toda velocidad y siguió hacia la casa—. Podría haber aminorado la marcha.

—Y haber saludado —añadió Florence, acomodándose de nuevo en el sillín de su bicicleta—. En fin, ¿a qué viene tanta prisa? —Empezaron de nuevo a pedalear—. ¡No es que el torneo vaya a empezar sin él!

—Dudo mucho que juegue. No es un jugador de tenis.

—¿Qué hace?

—¿Además de presumir? —dijo Winifred—. Creo que está en el Royal Agricultural College de Cirencester. Al fin y al cabo, va a heredar este lugar. Por lo que sé, pasa los inviernos participando en cacerías y los veranos en el sur de Francia, bebiendo champán.

—Parece divertido —dijo Florence.

—Creo que debe de ser divertido ser un Dash.

Florence sonrió y pedaleó con más fuerza.

—Tengo toda la intención de convertirme en uno de ellos —aseveró con una risita, y su hermana puso los ojos en blanco.

En lugar de subir en bicicleta hasta la casa, tomaron el familiar camino que atravesaba una avenida de tilos y que conducía directamente a la pista de tenis. La pista, segada de forma inmaculada, gozaba en parte de la sombra de un castaño de indias situado en un extremo de un extenso césped acondicionado para jugar a cróquet y bordeado de bancos de madera para los espectadores. Delante del templete se había colocado una larga mesa de caballete con vasos, jarras de limonada y platos con tarta Victoria y galletas. A la derecha, una gran pizarra en un caballete mostraba el orden de juego. El lugar estaba repleto de gente vestida de blanco y ya había dos parejas mixtas peloteando. William Dash se paseaba por el césped con sombrero panamá y chaqueta de lino, dando órdenes a todo el mundo de manera firme aunque afable. Los primos Dash más jóvenes, que no participaban en la competición, hacían de recogepelotas, y Julian Dash, el hermano pequeño de Aubrey, ya estaba sentado en lo alto de la silla verde de madera del juez, pues se había ofrecido voluntario para arbitrar el partido. Florence divisó enseguida a Aubrey, recostado con despreocupación en una alfombra, fumando, mientras su hermana Cynthia y su pareja de tenis, Elise, estaban sentadas con recato a su lado. Florence estaba a punto de unirse a ellas cuando sintió una mano en el hombro.

—Hola, compañera. —Era John Clairmont, el primo de Aubrey. La miraba fijamente, levantando la raqueta como si fuera a golpear una pelota.

—John —dijo con una sonrisa—. ¿Cuándo nos toca?

—Todavía queda bastante. Pero tenemos muchas posibilidades de ganar nuestro primer partido. Jane es una inútil y Freddie no es fiable. Es muy irregular, pero tiene algún que otro golpe ganador cuando no tiene el viento de cara. Si puedes devolver las pelotas, yo las meteré.

—Genial —repuso Florence—. No te defraudaré.

—Sé que no lo harás, jovencita. Eres una verdadera campeona. —Miró a Aubrey, que era su mayor rival. —Mi objetivo es jugar la final contra el niño bonito.

—¿Crees que llegaremos tan lejos?

—Tenemos muchas posibilidades. Este verano estoy en plena forma. No sé qué tal juega la gabacha —comentó, refiriéndose a Elise.

—Si es buena, tenemos problemas.

—Nada que no pueda manejar. Dime, ¿te apetece beber algo?

—Me encantaría. —Se encaminaron hacia el pabellón. Al pasar junto a los tres de la alfombra, Aubrey y John enseñaron los dientes; la sonrisa de dos leones que se disputan el mismo territorio.

—Hola, Cynthia —saludó Florence, intentando no mirar a Aubrey.

—Ven con nosotros, Flo —dijo Cynthia, palmeando la alfombra a su lado—. Elise necesita que la animen. Dice que no quiere jugar.

Florence se volvió hacia John.

—¿Me traes una limonada? —le pidió, dedicándole su sonrisa más encantadora para que no se enojara por haberle abandonado en favor de sus mayores rivales. Se sentó—. Soy Florence Lightfoot —le dijo a Elise, tendiéndole la mano. Elise se la estrechó con timidez. Su mano era tan pequeña como un ratón. Florence sintió pena por ella por ser tan apocada. No creía que jugara bien al tenis.

—Flo es mi mejor amiga —informó Cynthia a Elise—. Pero no le importará que le diga que se le da bastante mal el tenis.

Florence se rio. Cuando se trataba de tenis, no era orgullosa.

Elise parecía sorprendida.

—No me lo creo en absoluto —repuso con un marcado acento francés, pues Florence parecía atlética con sus largas piernas.

—Es verdad —le aseguró Florence—. Pero no doy una bola por perdida.

—Hola, Florence —dijo Aubrey, posando en ella sus ojos grises de la manera educada, aunque despreocupada, de un hombre cuyo objeto de interés está en otra parte.

—Hola, Aubrey —respondió Florence, volviéndose hacia Elise con una sonrisa—. No tienes que preocuparte por jugar con Aubrey. Es el mejor jugador, así que lo único que tienes que hacer es quedarte en la red y hacerte lo más pequeña posible. Déjale hacer todo el trabajo y pasarás directamente a la final.

Aubrey se echó a reír, haciendo que su cara se llenara de encantadores pliegues. Florence apenas podía apartar los ojos de él.

—Elise se llevará una gran decepción cuando descubra que no soy tan invencible como tú dices, Florence.

—Pues claro que lo eres, Aubrey —insistió Florence, sintiendo que el rubor encendía su rostro—. Nadie juega tan bien como tú, y lo sabes.

—John no es fácil de derrotar —dijo, dando una calada a su cigarrillo con indolencia—. De hecho, yo diría que tenéis muchas posibilidades de llevaros el trofeo este año.

—Lo dudo mucho —adujo Florence—. Seguro que le decepciono.

Cynthia le brindó una sonrisa a Elise.

—Verás, no todo el mundo es un mago en la pista. De lo que se trata es de divertirse. No de ganar. A Aubrey tampoco le importa perder, ¿verdad, Aubrey?

—Desde luego no en dobles mixtos. Pero creo que sí me molestaría que John me ganara en un partido individual. —Miró a Elise con amabilidad—. No te preocupes. No me importa cómo juegues. Es solo diversión. Algo con lo que entretenernos durante estos largos meses de verano. Si nos eliminan en la primera ronda, podemos jugar al cróquet.

—De acuerdo —dijo Elise con una voz tan suave como el brie—. Jugaré.

—Magnífico —intervino Cynthia.

—Sí, estupendo —convino Florence.

—¿Sabes que el cróquet lo inventaron los franceses? —dijo Aubrey, sin dejar de mirar a Elise.

Elise se encogió de hombros.

—¿De veras?

—Sí, se llamaba jeu de mail. Los británicos lo robaron y los escoceses lo transformaron en el golf. —Se rio entre dientes—. Ahí tienes un poco de información irrelevante.

—Me encanta la información irrelevante —repuso Florence—. Parece ser que el tenis también empezó en Francia. Golpeaban una pelota con la mano, lo que dio lugar a la pelota a mano.

Aubrey estaba impresionado.

—¿Cómo sabes eso, Florence?

Ella se encogió de hombros.

—Voy aprendiendo cosillas aquí y allá. En realidad, me lo dijo el abuelo. Él lo sabe todo.

John apareció con la limonada de Florence.

—Lo siento —dijo al tiempo que le daba el vaso—. Me ha entretenido tu hermana. Vendré a buscarte cuando nos toque—. Florence lo vio alejarse y volvió a fijarse en Aubrey, pero, para su decepción, estaba muy ocupado conversando con Elise y parecía que era imposible unirse a ellos sin resultar desmañada, así que en su lugar habló con su vieja amiga Cynthia.

Florence se distrajo entonces al ver a un joven que deambulaba con paso indolente por el césped. No estaba vestido para jugar al tenis, sino que llevaba un pantalón gris claro de pata ancha y un polo azul de manga corta. Llevaba el pelo castaño oscuro peinado hacia atrás, dejando ver un pico de viuda que confería un aire glamuroso a su arrogante rostro, como el de una estrella de cine. Era Rupert Dash.

Rupert era guapo y alto como todos los Dash, con una nariz aristocrática y un tanto aguileña y una boca carnosa y malhumorada. Sin embargo, su atractivo carecía del desenfado y del júbilo tan típicos de los Dash, y lo envolvía algo sombrío, una sensación de peligro. Florence lo observó con interés, pues destacaba entre la multitud de jugadores como un lobo entre ovejas.

—Tu hermano casi nos atropella en el camino —le dijo a Cynthia.

Cynthia se rio.

—Está encantado con su coche nuevo —dijo.

—Es muy bonito —aceptó Florence—. Aunque hace mucho ruido.

—Es increíblemente popular entre las chicas.

—Ya lo imagino. —Florence siguió observándole. Él se paró junto a la pista, con las manos en los bolsillos, y comenzó a interesarse por el partido que se estaba jugando. Pero llegó demasiado tarde. El partido había terminado y los jugadores se estaban dando la mano. John se acercó corriendo con expresión entusiasmada y llamó la atención de Florence.

—Nos toca —le dijo, encantado.

—Buena suerte, Flo —le deseó Cynthia mientras Florence se levantaba. Aubrey y Elise estaban tan absortos el uno en el otro que no se dieron cuenta de que se marchaba.

Florence se sentía atractiva en pantalón corto. Sabía que tenía buenas piernas porque habían admirado mucho su bonita forma torneada. Mientras peloteaba con Jane, que era aún peor tenista que ella, se fijó en que Freddie le lanzaba las pelotas a John y que este se las devolvía con tranquilidad, como si apenas realizara esfuerzo alguno. No cabía duda de que John era un jugador espléndido, pensó con gran alegría. Si era capaz de devolver la pelota, podría confiar en que él ganara los puntos. También se fijó en Rupert, que estaba fumando un cigarrillo mientras los observaba a través de la malla metálica.

El partido comenzó con Freddie al saque. Florence apretó los dientes y observó con atención la pelota mientras se precipitaba hacia ella. Llevó la raqueta hacia atrás, pues sabía que Freddie había sacado con fuerza y solo tenía que hacer contacto con la pelota y esta rebotaría contra su raqueta con la misma velocidad con la que él la había sacado. John la observaba con inquietud, deseando que no se equivocara, pero no tenía por qué preocuparse. La pelota rebotó en su raqueta y pasó por encima de la red, junto a la oreja izquierda de Jane. Freddie se quedó con la boca abierta. Estaba claro que esperaba ganarla.

Florence oyó unos aplausos detrás de ella.

—¡Bravo! —Era Rupert y se estaba riendo—. Así se devuelve el saque de un hombre que ha olvidado sus modales. ¡Con interés!

—¡Bien dicho! —coincidió William, uniéndose a su hijo mayor en la red—. Freddie Laycock, te agradecería que recordaras tus modales la próxima vez que sirvas a una dama.

Florence sabía que en Pedrevan Park había reglas tácitas y la galantería era una de ellas.

El partido continuó y Florence consiguió devolver la mayoría de las pelotas. Sin embargo, durante la mayor parte del partido le dijeron que se quedara en la red, donde no tenía nada que hacer, porque incluso cuando podía alcanzar las pelotas que pasaban, no tenía el valor de golpearlas. John quería que se implicara lo menos posible en el juego. Una o dos veces cruzó la mirada con Jane, que obviamente había recibido las mismas instrucciones de Freddie, e intercambiaron una sonrisa comprensiva desde sus posiciones entre las líneas laterales. No fue un partido muy reñido. Freddie perdió los nervios, gritó a Jane cuando esta falló un revés y vio cómo su juego decaía. Su derecha, que tan formidable parecía al principio, perdió su garra y la mayoría de sus golpes iban fuera.

—Otra vez se está pasando de la raya —dijo Rupert lo bastante alto para que lo oyera Florence, que ahora servía para ganar el set—. Métela, cielo, y será juego, set y partido.

Florence lanzó la pelota. Describió un lento arco e impactó en el cuadro de servicio de Freddie. Este, ahora furioso, fue a restar, pero solo consiguió golpearla con la parte plana de la raqueta y sacarla fuera. Rupert sujetó el cigarrillo entre los dientes y volvió a aplaudir.

—Bravo por la Bella y la Bestia —vitoreó. Luego se volvió hacia su padre y le dijo—: Esto es más divertido de lo que pensaba. Puede que me quede.

—¡Bien hecho, compañera! —exclamó John alegremente mientras Florence y él caminaban hacia la red—. Buen partido. Has jugado bien. Sigue así y ganaremos también la siguiente ronda.

Florence estrechó la mano de Freddie, que frunció el ceño, y de Jane, que se mostró muy amable.

—Merecías ganar, Flo. Y, por cierto, John cree que es el mejor, pero yo diría que eres su arma secreta.

Salieron de la cancha. Rupert sonreía a Florence. Sus ojos azul grisáceo recorrieron sus piernas de arriba abajo con mal disimulado aprecio.

—Ha sido un placer verlo —dijo.

—Gracias —respondió.

—Eres Florence Lightfoot, ¿verdad? Has crecido en el último año.

—Eso es lo que suele ocurrir —repuso Florence, apartándose el pelo.

Él esbozó una sonrisa satisfecha.

—Lo has hecho bien en la pista.

—Defensa personal, sobre todo.

—Espero que ganes el trofeo.

—¿Por qué?

—Porque así Aubrey no lo ganará.

—¿Por qué no juegas tú? Así podrás ganarle tú mismo.

—Porque soy malísimo.

—Pues me parece que te vas a llevar una decepción. Aubrey gana todos los años, da igual con quién juegue.

Rupert tiró la colilla al suelo y la aplastó bajo el zapato.

—Lástima —dijo—. Pero a todo el mundo se le acaba la suerte en algún momento. Me atrevería a decir que a Aubrey también. —Se marchó y Florence se quedó sorprendida por su desprecio. Se preguntó por qué Rupert, que era dos años mayor que Aubrey y el heredero de Pedrevan, estaba celoso de su hermano.

Fue al templete a tomar un vaso de limonada.

—Bien jugado, Flo —dijo Bertha Clairmont, hermana de su pareja de tenis, John, que se estaba comiendo un trozo de tarta—. Tu resto le ha borrado la sonrisa a Freddie. —Se rio, escupiendo migas al aire.

Celia Dash había salido a ver la diversión. Iba muy elegante, con un vestido amarillo pálido con cinturón y el pelo corto peinado a la moda en lustrosas ondas negras. La falda larga realzaba su esbelta figura y la hacía parecer más alta. De hecho, era la viva imagen de la sofisticación y el glamur, y Florence interrumpió su conversación para contemplarla.

—La señora Dash debería haber sido una estrella de cine —le dijo a Bertha.

—Tiene demasiada clase para eso —replicó Bertha, comiendo otro bocado de tarta.

—Se parece a Joan Bennett.

—¿Quién es Joan Bennett?

—No importa. —Florence miró de nuevo hacia la pista de tenis y vio que Aubrey entraba en ella con Elise—. Quiero ver este partido. ¿Vienes?

—¡Pues claro! —Bertha se metió el resto de la tarta en la boca y la siguió.

Parecía que todos querían ver el partido de Aubrey. Los jugadores de cróquet interrumpieron su juego y aparecieron jóvenes de todos los rincones del jardín, como gallinas a la hora de comer. Florence tenía curiosidad por ver qué tal jugaba Elise. Imaginaba que no jugaba muy bien. Al fin y al cabo, había estado a punto de retirarse.

Empezaron a pelotear. Aubrey estaba muy distinguido con unos pantalones blancos y un polo de algodón piqué. Golpeaba la pelota con facilidad y estilo, sonriendo todo el tiempo y diciendo a su oponente «buen golpe», aunque no fuera demasiado bueno. Elise no era tan mala como esperaba Florence. Tenía un aspecto sofisticado, con su vestido de tenis y con su ambarina piel bronceada, que resplandecía bajo el sol. Parecía sorprendentemente hábil y logró algunos buenos golpes. Sus rivales eran James Clayton, de nivel medio, y Ginger Lately, que no solo era guapa, sino también deportista. Sin embargo, aunque Ginger jugaba bien, Aubrey no golpeó la pelota ni una sola vez ni hizo lo que la mayoría de los hombres, ignorar a las chicas y lanzar solo al otro chico. Elise cometió muchos errores y todas las veces le pidió disculpas a su pareja. Sin embargo, Aubrey no la trató con condescendencia. Se limitaba a decir: «Mala suerte, compañera» o «Por poco», y continuaba el juego con su típico buen humor. Florence, que más bien había deseado que Elise jugara mal, ahora deseaba que jugara mejor, porque le irritaba la amabilidad que Aubrey le mostraba.

Fue un partido divertido para los espectadores, ya que hubo mucha charla, risas y bromas. Celia aplaudió con entusiasmo a las dos parejas desde su privilegiada posición en uno de los bancos mientras que Rupert solo vio un juego antes de marcharse, presa del aburrimiento. John se acercó a Florence.

—A esto nos vamos a enfrentar —susurró—. Aubrey se las ingenia para que su rival cometa un error. Bueno, nosotros también podemos jugar a eso. —Florence deseó que fuera un poco menos competitivo. La astucia en el juego de Aubrey resultaba muy atractiva.

Cuando terminó el partido, Aubrey le dio un beso en la mejilla a Elise. Florence se quedó de piedra. Era costumbre que los jugadores se dieran la mano.

—Supongo que eso es lo que hacen los franceses —comentó Bertha con una risita.

—¿Tú crees? —dijo Florence, sintiéndose un poco mejor al respecto.

—Lo justo es que Inglaterra conquiste Francia —dijo John riendo.

—¡Ay, por Dios, John! ¡Qué ordinariez! —repuso Bertha. Sin embargo, no pudo evitar reírse también.

Florence no se rio. No le hacía ninguna gracia. La competencia se había intensificado y Aubrey ni siquiera sabía que la hubiera. Florence suspiró y se cruzó de brazos. La verdad era que Aubrey apenas se había fijado en ella. Pero Florence no era una chica que se rindiera ante el primer obstáculo. Tenía todo el verano para conseguir su atención y lo haría, de una forma u otra.