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Gulliver’s Bay, Cornualles, 1937

El reverendo Millar era una figura diminuta en el púlpito y, sin embargo, su brío hacía que pareciera mucho más grande. Su calva brillaba tanto como una bola de billar, sus mejillas tenían el rubicundo tono de un angelito y sus pobladas cejas cobraban vida cuando hablaba, como un par de orugas ebrias. Su ceceo podría haber sido cómico si hubiera pronunciado palabras menos apasionadas y sabias. El reverendo Millar era un vicario verdaderamente inspirador y tenía cautivados a todos los miembros de su congregación, excepto a uno.

Florence Lightfoot estaba sentada en el centro del banco junto a sus abuelos, Joan y Henry Pinfold, su tío Raymond, su hermana Winifred y su madre Margaret. Mientras su familia estaba sentada bien erguida y con la atención fija en el vicario, hacía rato que la de Florence se había desviado al otro lado del pasillo, donde la familia Dash estaba sentada con igual formalidad. Fingía escuchar al reverendo Millar y de vez en cuando asentía con la cabeza o se reía para demostrar lo absorta que estaba, pero en realidad solo oía ruidos sin sentido, pues toda su atención estaba puesta en Aubrey, de diecinueve años.

Florence tenía lo que su sensata hermana mayor consideraba «un encaprichamiento». Florence, que tenía diecisiete años y tres cuartos, sabía que era más que eso. Un encaprichamiento implicaba algo temporal y juvenil, como una afición infantil por las muñecas que uno superaba con rapidez y del que se arrepentía en el alma. Lo que Florence sentía por Aubrey Dash era muchísimo más profundo y sabía que perduraría. No era capaz de imaginarse dejando de amarlo. Estaba segura de que se trataba de amor; había leído suficientes novelas como para reconocer el amor cuando lo sentía.

Aubrey no miraba a Florence. Permanecía sentado muy tieso, con la misma expresión seria que el resto de la congregación, hasta que sonrió por algo que dijo el vicario y entonces en su rostro aparecieron unos pliegues alrededor de la boca y de los ojos y se echó a reír. Verle sonreír tuvo un efecto extraordinario en Florence. La animó e hizo que por su pecho se extendiera una sensación de dicha, algo tan parecido a una experiencia religiosa, que habría animado mucho al vicario si se hubiera dado cuenta. Posó los ojos en Aubrey con evidente admiración y entreabrió los labios para liberar un suspiro. Un fuerte codazo en las costillas devolvió rápidamente su atención a su banco. Se volvió hacia su hermana con el ceño fruncido. Winifred echaba chispas por los ojos mientras golpeaba con sus largas uñas rojas el libro de oraciones y le ordenaba que se concentrara en la misa. Pero Florence nunca había sido de las que acataban órdenes ni obedecían normas; de hecho, las órdenes y las normas solo la alentaban a encontrar la manera de desobedecerlas. Fijó la mirada en el vicario durante unos minutos y luego, cuando sintió que su hermana ya no estaba pendiente de ella, dejó que volara de nuevo hacia Aubrey como una paloma mensajera.

No se podía negar que Aubrey era muy guapo. Ya de niño lo era. Florence se había fijado en él desde el momento en que fue consciente de las diferencias entre chicos y chicas. Los Dash tenían una gran casa a unos kilómetros de Gulliver’s Bay, con pista de tenis, piscina y mucho terreno, ya que William Dash, el padre de Aubrey, era un terrateniente. Estaba a un corto trayecto en bicicleta de la casa de los abuelos de Florence, que si bien era más pequeña, gozaba de unas vistas impresionantes al mar y tenía su propia bahía privada. Dado que Winifred tenía la misma edad que Aubrey y que los hermanos gemelos de este, Julian y Cynthia, eran de la misma edad que Florence, las dos familias estaban abocadas a coincidir.

Los Dash eran una gran familia con primos de todas las edades que venían en tandas para quedarse durante las vacaciones escolares. A diferencia de la madre de Florence, que había pasado la mayor parte de su vida de casada en Egipto y más tarde en la India y no tenía muchos amigos en Inglaterra, los padres de Aubrey habían nacido y crecido en Cornualles y conocían a todo el mundo. Celebraban cenas y organizaban pícnics, excursiones en barco y torneos de tenis casi todos los días durante los largos meses de verano con un estilo inigualable en todo el condado. Siempre acogían a la gente en su círculo con sumo entusiasmo. Nada suponía ninguna molestia y todo el mundo era bienvenido. Si hubieran tenido un lema familiar, sin duda este habría sido: «Cuantos más, mejor». Por el contrario, Margaret Lightfoot era una criatura nerviosa que sentía un pánico atroz solo de pensar que tenía que organizar incluso la cena más pequeña, algo que se veía obligada a hacer a fin de corresponder a las numerosas invitaciones que recibía. Para estos eventos dependía en gran medida de Winifred, que era capaz, segura e imperturbable como lo había sido su difunto marido, y de su madre, Joan, que era dulce, paciente y comprensiva con los defectos de Margaret. Florence estaba demasiado malcriada y era demasiado egocéntrica para ayudar a nadie.

Aunque Margaret se las arreglaba para dar un buen espectáculo y organizar alguna que otra comida o cena para las distintas familias de Gulliver’s Bay, ninguna familia suponía un reto tan grande para su autoestima como los Dash. Celia Dash era una belleza de pelo negro con un estilo y una elegancia incomparables; hacía que Margaret se sintiera como una gallineta al lado de un grácil cisne. William Dash era tan guapo como su esposa y poseía el sereno encanto y la indolencia de un hombre cuyas mayores preocupaciones eran a quién iba a retar en la pista de tenis y si Hunter, su labrador negro, se había escapado al pueblo. El clima no preocupaba a un granjero como William Dash, ya que su riqueza heredada no procedía de sus cosechas. Y tampoco se preocupaba por el aspecto doméstico de su vida porque Celia dirigía una máquina bien engrasada formada por cocineras, criadas, mayordomos, jardineros y chóferes devotos de sus jefes. Celia tenía el don de hacer que cada sirviente se sintiera dueño y señor de sus dominios, lo que hacía que se enorgullecieran de verdad por su trabajo y tuvieran ganas de demostrar que eran indispensables. Margaret temía tener que corresponder a sus numerosas atenciones con una invitación.

Era casi inconcebible que Aubrey no sintiera los ojos de Florence clavados en él aquella mañana en la iglesia. Florence no era una belleza clásica, pero tenía un espíritu travieso que la mayoría de los chicos de su edad encontraban extrañamente seductor. Sin embargo, Florence desconocía que la atención de Aubrey la había captado una desconocida que había llegado por sorpresa de Francia para pasar las vacaciones de verano con los Dash, enviada por su madre, una vieja amiga de Celia, a fin de perfeccionar su inglés. Elise Dujardin era menuda y tenía la oscura y cautelosa mirada de un cervatillo en suelo extranjero. Fue su encantadora cautela lo que llamó la atención de Aubrey Dash. Sentada en la fila frente a él, entre sus robustas primas Bertha y Jane Clairmont, Elise era una figura ligera y singular, muy diferente tanto en aspecto como en estilo a todas las demás mujeres de la congregación.

Florence no se había fijado en ella. Si hubiera visto a la joven de pelo rizado, la habría ignorado como si tal cosa por ser poco interesante y porque sin duda no supondría ninguna amenaza para ella. Por supuesto, había varias chicas en Gulliver’s Bay a las que Florence consideraba rivales; por ejemplo, la alta y elegante Natalie Carter o la pelirroja Ginger Lately. Ambas eran un año mayores que Florence y mucho más sofisticadas. Pero la francesa de pelo rizado no había merecido que la mirara una segunda vez y Florence ni siquiera tenía idea de que Aubrey se hubiera fijado en ella.

Cuando terminó la misa, los feligreses se reunieron fuera, como era costumbre, para socializar antes de volver a casa para el almuerzo dominical. Los Dash habían invitado al vicario a unirse a ellos, como hacían casi todos los domingos.

—Estoy deseando oír tu francés. —Florence oyó por casualidad que el reverendo Millar le decía a Aubrey cuando este se detuvo un instante en la puerta para darle las gracias.

Aubrey se rio entre dientes.

—Me temo que nuestra nueva amiga encontrará muy deficiente mi dominio del idioma —respondió.

Florence no tenía ni idea de lo que estaban hablando y no pensó en ello mientras esperaba su turno para estrechar la mano del reverendo Millar y agradecerle su edificante sermón, del que apenas había oído una palabra.

Era un día soleado en Gulliver’s Bay y el viento soplaba desde el mar como era habitual. La iglesia de piedra gris se construyó en el siglo xiii, pero había sufrido varias reformas a lo largo de los años, que habían culminado con un tejado de pizarra en el siglo xix, sobre cuyo caballete se posaban tres gaviotas argénteas que observaban con desinterés lo que ocurría abajo. La torre era original, coronada por un parapeto almenado con cuatro altos pináculos en las esquinas que habían resistido siglos de fuertes lluvias y vendavales. Ahora gozaba de la radiante luz de principios de verano, acariciada por la sombra proyectada de alguna que otra nube blanca que pasaba de vez en cuando por delante del sol. Pero lo que le daba vida era el movimiento y el parloteo a sus pies. Al tratarse de una comunidad pequeña, todos se conocían y sus voces, sobre todo las de las excitables jóvenes, llenaban el aire igual que el graznido de las gaviotas. A fin de cuentas, habían sido unos meses repletos de acontecimientos los que precedieron a aquel alegre verano y había mucho de qué hablar; el rey Jorge VI había sido coronado, Neville Chamberlain había sucedido a Stanley Baldwin como primer ministro en un gobierno de coalición y el canciller alemán Adolf Hitler había declarado su decisión de invadir Checoslovaquia. Pero la guerra no podía estar más lejos de sus mentes, porque sin duda después de la última nadie quería volver a sembrar semejante devastación en el mundo. Solo los ancianos y los sabios, como sabuesos experimentados que perciben el olor del zorro, captaban algo amenazador en el aire.

Florence observó mientras Aubrey se abría paso entre la multitud, saludando de manera respetuosa con la cabeza a quienes se cruzaba, antes de unirse a tres mujeres jóvenes que charlaban en la hierba. Florence reconoció a Bertha y a Jane Clairmont, pero no a la morena criatura que permanecía tímidamente entre ellas. Ni por un instante sospechó que Aubrey había cruzado el patio por ella.

—Esa es Elise Dujardin, mi querida Florence —dijo la señora Warburton, también conocida en la comunidad como Radio Sue, la viuda pechugona en quien se podía confiar para descubrir y, por ende, difundir los chismes locales, sin el más mínimo remordimiento.

—Hola, señora Warburton —dijo Florence. Por lo general, Florence se desvivía por evitar a la mujer, pero Radio Sue tenía algo que quería: información—. Parece francés —comentó, recordando lo que Aubrey le había dicho al vicario sobre su dominio de la lengua francesa.

—De hecho, es francesa —confirmó la señora Warburton—. Su madre y Celia se conocieron en La Sorbona. Elise se va a quedar con ellos todo el verano. No me imagino tener a una invitada en casa tanto tiempo. En mi opinión, los invitados son como el pescado, que apesta a los pocos días. Pero los Dash parecen tener un aguante sin límites, ¿no es así? La muchacha no es gran cosa, pero esos franceses tienen algo. —La señora Warburton entrecerró los ojos y reflexionó sobre ese «algo» imposible de definir que confería a Elise su sereno encanto.

Florence se inclinaba a estar de acuerdo con la primera parte de la frase, pero no iba a hablar mal de nadie sin tan siquiera conocerlo y haberse formado su propia opinión. Desde luego, no iba a dar copia a Radio Sue de sus transmisiones. Incluso a la tierna edad de diecisiete años, Florence era lo bastante astuta como para percibir a una falsa amiga en la señora Warburton.

—Qué amable por parte de Aubrey mostrarse tan galante con ella —dijo, sonriendo con ternura al ver la galantería con la que hablaba con aquella tímida desconocida—. Debe de sentirse muy fuera de lugar aquí.

La señora Warburton soltó una risita y los botones de su chaqueta lavanda se tensaron; daba igual lo que se pusiera, porque siempre parecía que era de una talla más pequeña.

—Es a las calladas a las que no hay que perder de vista —comentó, bajando la voz como si estuviera urdiendo un complot con un cómplice—. Aubrey Dash es un buen partido. No creerás que madame Dujardin ha enviado a su preciosa hija al otro lado del Canal solo para practicar inglés, ¿verdad?

—Aubrey tiene diecinueve años —adujo Florence, ofendida, pues ¿cómo podía Radio Sue insinuar que iba a casarse con alguien como Elise Dujardin cuando era evidente que iba a casarse con ella?

—Hay mucha competencia y tonta es la mujer que le quita el ojo de encima a la pelota. A un joven atractivo como Aubrey Dash te lo quitan de las manos antes de que te des cuenta y detrás de la pugna habrá una madre resuelta y decidida. Acuérdate de lo que te digo, que yo sé estas cosas. He casado a mis cuatro hijas con gran éxito. No dejé nada al azar.

—Entonces, ¿sabe qué clase de familia son los Dujardin?

—Rica —respondió la señora Warburton con un respingo—. Muy rica. Por supuesto que ya no estamos en el siglo xix, pero cuesta acabar con las viejas costumbres. Un buen partido es un buen partido, y poderoso caballero es don Dinero. Eso es algo que nunca cambiará.

Florence nunca había considerado la riqueza de su familia como una ventaja o una desventaja en el mercado matrimonial. Nunca había pensado en ello. Su padre había sido militar. Había servido en la Gran Guerra y había perdido a dos hermanos. Más tarde, en la India, había servido en el decimoséptimo regimiento de Punjab, que era donde en realidad empezaban los recuerdos de Florence. Aparte de la grandiosidad del Himalaya nevado visto desde su casa de Simla, recordaba la enfermedad de su padre. Su amarillenta palidez y su rostro demacrado. Contrajo el esprúe, una rara enfermedad tropical que afectaba al aparato digestivo y que le dejó inválido. Le mandaron de vuelta a Inglaterra y se jubiló con una exigua pensión. Florence sabía que sus abuelos maternos eran ricos, porque su casa de Gulliver’s Bay era grande y tenían muchos criados, y suponía que era su abuelo, y no las disposiciones del testamento de su padre, quien las mantenía desde que este falleció. Se preguntó si eso jugaría en su contra mientras miraba a Elise Dujardin con más interés y un atisbo de celos. ¿Estaban Celia Dash y madame Dujardin tramando un complot que amenazaba con echar por tierra el suyo?

Se lo preguntaría a su hermana en cuanto volviera a casa; seguro que Winifred lo sabía. Sin embargo, el señor Foyle, el constructor local, la detuvo a la salida de la iglesia y habría sido una grosería interrumpirle. Cuando Florence llegó al salón de The Mariners, estaba lleno de humo y olía a jerez. Su abuelo, Henry Pinfold, y su tío Raymond, el hermano soltero de su madre, estaban en el mirador fumando cigarrillos, mientras su abuela estaba en el sofá hablando con Margaret y con Winifred. Así solía repartirse la familia; los hombres a un lado de la habitación y las damas al otro. A Henry le interesaba poco la conversación de las mujeres, mientras que Raymond solo sentía verdadero cariño por una: su madre.

Iba a pasar un buen rato antes de que Florence fuera capaz de abordar a Winifred a solas. Se sentó de mala gana en el sofá junto a su hermana. Estaban analizando en profundidad el sermón del reverendo Millar. Florence exhaló un suspiro y parecía aburrida, pues tenía poca paciencia para las conversaciones que no le concernían.

—¿Qué te ha parecido el sermón, Flo? —preguntó Winifred con una sonrisa. Sabía muy bien que Florence no se había enterado de nada.

—Ya me han hecho tragar bastante religión en la escuela. Lo último que necesito en las vacaciones de verano son más sermones desde el púlpito.

Margaret lanzó una mirada nerviosa a su hija.

—No digas eso delante de tu abuelo —le advirtió—. Parecerás una ingrata.

—No he dicho que no me guste la escuela, solo que no me gustan las misas escolares. Tendrías que haber oído al viejo reverendo Minchin hablar sin parar todos los domingos. Y, ¿sabes?, algunas chicas asistían no a una, sino a tres misas: comunión temprana, maitines de media mañana y vísperas. Aburrido hasta decir basta. Es suficiente para hacer que una se convierta a otra religión.

Ni Margaret ni su gentil madre, Joan, sabían de qué manera tratar a Florence. La muchacha era testaruda e irreverente y se empeñaba en crear drama, que era la razón por la que la habían enviado a un internado. Cierto era que le había servido de algo, pues había aprendido modales y etiqueta y, hasta cierto punto, le había inculcado cierta disciplina. Sin embargo, sin un padre que la guiara (y la frenara), se estaba convirtiendo en algo preocupante.

—He oído que participaste en la obra de fin de curso —dijo Joan, sonriendo a su nieta con la esperanza de encaminarla hacia un tema más positivo.

A Florence se le iluminaron los ojos.

—Sí —respondió, porque cuando se trataba del teatro, Florence era todo entusiasmo—. Fui la protagonista de Noche de Reyes.

—¿Viola? —preguntó Joan.

—Sí. Mi actuación fue soberbia —añadió Florence con una sonrisa, pues sabía que había estado espléndida.

Winifred, que estaba bebiendo una copa de jerez, dio un respingo.

—Un poco exagerada, en mi opinión.

—¿Qué sabrás tú? No has actuado en una obra de teatro en tu vida —dijo Florence malhumorada.

—A mí me pareció magnífica —adujo Margaret—. De hecho, escuché a un padre de la fila de delante que decía que eras la mejor Viola que había visto nunca. Aun mejor que en el West End.

—Debía de estar bromeando —dijo Winifred.

—No, hablaba muy en serio —afirmó su madre.

—Voy a ser actriz —les recordó Florence.

Joan desvió la mirada hacia su marido, que seguía junto a la ventana absorto en la conversación con Raymond.

—Creo que descubrirás que hay cosas más interesantes que hacer que eso —dijo con suavidad.

—Oh, no, estoy segura. Voy a ser una actriz famosa.

—A tu padre no le habría gustado que su hija fuera actriz —dijo Margaret, mirando a Winifred en busca de apoyo.

—Es indecoroso, Flo —coincidió Winifred.

—¿Indecoroso? ¡Por Dios, Winnie! ¿Porque soy una joven educada? Supongo que preferirías que me presentara en la corte con un bonito vestido blanco y un ramillete de flores en mis manos enguantadas. —Florence se rio con desdén—. Sigues viviendo en la Edad Media. Admiro a las mujeres que hacen cosas con su vida en lugar de quedarse sentadas esperando a casarse.

—Pensé que habías dicho que te ibas a casar con Aubrey Dash.

Florence miró a su hermana con el ceño fruncido. Ella irguió la cabeza.

—¡Una puede casarse y tener una vida, Winnie!

Joan levantó una mano al ver a la criada en la puerta.

—Chicas, es hora de comer. —Miró a Florence y sonrió de nuevo con la esperanza de calmarla—. Querida, estoy segura de que cuando te cases tendrás otras cosas en la cabeza aparte de ser actriz.

Florence no quería discutir con su abuela. Tal vez no respetara mucho a su madre y a su hermana, pero tenía un respeto innato hacia sus abuelos.

—¿Qué es eso que he oído de actuar? —dijo Henry, apagando el cigarrillo y fijando su formidable mirada en su nieta más joven. Su bigote se meneaba como el de una morsa—. No quiero ni oír hablar de eso. Tu padre se revolvería en su tumba. ¿Ser actriz? —Caminó con ella hacia el vestíbulo mientras sus lustrosos y elegantes zapatos repiqueteaban en el suelo de madera de camino al comedor—. No soy tan anticuado como para prohibir que mi hija o mis nietas trabajen. Al contrario, creo que es algo muy bueno tener algún tipo de ocupación. La mente de una mujer debe estimularse igual que la de un hombre. —Le dio una palmadita en el hombro a Florence—. No te preocupes, encontraremos algo útil que puedas hacer.

—Abuelo, quiero trabajar en el teatro. No voy a cambiar de opinión.

—Ya hemos tenido esta discusión antes, querida. Dedica un año a aprender a ser una dama y luego retomaremos el tema si crees que es lo que realmente quieres hacer. Me atrevería a decir que para entonces ya te habrás fijado en otra cosa. —Se rio mientras imaginaba el matrimonio, los bebés y otros intereses típicamente femeninos.

—Cuando yo tenía tu edad quería ser bombero —dijo Raymond detrás de ellos.

Florence se echó a reír.

—¡No te creo!

—Supongo que era un poco más joven.

—Creo que mucho más joven se acercaría más a la verdad, tío Raymond. Pasar de querer empuñar una manguera a contemplar antigüedades en Bonhams es todo un salto.

—Y ahora tiene su propio negocio —adujo Henry con orgullo—. Siempre puedes ir y ocuparte de sus archivos o de prepararle el té, ¿verdad, Raymond?

—Por supuesto. Cuando quieras un trabajo, será un placer para mí contratarte, Flo.

—No se me ocurre nada peor —replicó Florence riendo—. No es que no fuera a disfrutar de tu compañía, tío Raymond, pero creo que me resultaría aburridísimo pasarme el día entero contemplando objetos inanimados. Me entra el sueño solo de pensarlo.

—También tenemos nuestros dramas, te lo aseguro —respondió.

Ocuparon sus lugares en la mesa y permanecieron de pie para recibir a Grace.

—Supongo que todo es relativo —admitió Florence, aunque dudaba que el drama del mundo de las antigüedades pudiera compararse con el del teatro.

Florence no consiguió pillar a Winifred a solas hasta después de comer. Se encontraban en el jardín y Winifred estaba fumando uno de los cigarrillos de su madre. Desde allí tenían una amplia vista del mar, que brillaba a la luz del sol bajo un despejado cielo azul.

—¿Verdad que es precioso? —dijo Winifred, y suspiró—. ¿Sabes? Me encanta esta época del año, cuando acabamos de llegar y tenemos todo el verano por delante.

—A mí también —convino Florence—. Ojalá viviéramos aquí. No sé por qué no lo hacemos. ¿Por qué mamá tiene que vivir en Kent cuando su familia está aquí?

—Fue donde se conocieron papá y ella y donde vivieron al volver de la India.

—Menuda estupidez. Mamá debería vender y comprar una casa aquí.

—No creo que quiera.

—Es imposible que siga aferrándose al recuerdo de papá. No después de tantos años. En realidad, cabría preguntarse por qué no se ha vuelto a casar.

Winifred sacudió la cabeza.

—A veces tu ingenuidad me asombra, Flo.

Florence se ofendió.

—¿Por qué? Hace años que papá murió.

—Siete, para ser exactos.

—Es mucho tiempo.

—No lo es para los adultos. Además, es probable que no quiera casarse de nuevo. Amaba a papá. Es imposible reemplazarlo.

—¿Tú le echas de menos, Winnie?

Su hermana asintió.

—Todo el tiempo—. Dio una profunda calada a su cigarrillo antes de expulsar el humo por un lado de la boca.

Florence frunció el ceño.

—Me gustaría decir que le echo de menos todo el tiempo, pero no es así. Era una figura ausente incluso cuando estaba en casa. Solo recuerdo que estaba enfermo.

—Supongo que eras muy pequeña. Los recuerdos que yo tengo de él sin duda son más vívidos.

—¿Era rico?

Winifred la miró con asombro.

—¡Qué pregunta tan rara!

—Bueno, ¿lo era? Nadie habla nunca de dinero. ¿El abuelo paga todo o papá le dejó algo a mamá en su testamento?

Winifred entrecerró los ojos.

—¿Con quién has estado hablando?

Florence miró hacia el mar.

—Con nadie. Estaba pensando en ello en la iglesia. ¿Se nos considera un buen partido a ti y a mí?

—¿Un buen partido? —Winifred se rio—. Has estado hablando con alguien.

—Bueno, vale. Radio Sue mencionó a esa chica francesa…

—Elise Dujardin.

—¿Sabes algo de ella?

—Por supuesto. Se aloja con los Dash.

—Bueno, al parecer es muy rica y su madre y la señora Dash están emparejando a Elise y Aubrey. —Florence tomó aire. De repente sentía una opresión en el pecho.

La expresión de Winifred se suavizó.

—Ah, ya veo a qué viene esto. Bueno, no sé si Elise Dujardin posee o no una buena fortuna, como diría Jane Austen. Pero puedo decirte que el abuelo es lo bastante rico como para satisfacer a una mujer como Celia Dash.

A Florence se le levantó el ánimo de golpe.

—¿Es muy rico el abuelo? —preguntó con gran entusiasmo.

—No, pero Celia Dash no es una esnob ni le interesa especialmente el dinero. Resulta que tiene mucho. Me imagino que aceptaría a una criada como nuera si su hijo se enamorara de una. Así que, mi querida hermana, no se trata de que seas o no un buen partido, porque la riqueza o la clase no son de interés para los Dash. Lo que necesitas es que Aubrey se enamore de ti. —Se rio, aunque no de forma cruel—. Y eso podría ser un reto demasiado grande, Flo.

Florence levantó la cabeza. Si el dinero y la posición no tenían importancia, entonces había igualdad de condiciones.

—Tengo todo el verano para trabajar en ello —dijo con confianza.

—Pero la edad no juega en tu favor —repuso Winifred.

Florence sonrió.

—Oh, mujer de poca fe —respondió—. Puede que no tenga la respuesta a todo, pero lo que sé es que creceré. Cumpliré dieciocho años en septiembre y diecinueve el año que viene. Después tendré veinte, luego treinta, más tarde cincuenta, luego setenta y, si Dios quiere, puede que incluso llegue a los ochenta. Y entonces, ¿qué nos importarán a Aubrey y a mí una diferencia de edad de dos años?