Prólogo

Sur de Australia, diciembre 1995

Mary Alice Delaware leyó la carta de nuevo. Era ridícula. Totalmente absurda y, teniendo en cuenta las circunstancias, impertinente. De hecho, tan absurda era que se echó a reír a carcajadas. Levantó la vista de la página y miró hacia el jardín. Solo podía ver el sombrero de su madre moviéndose entre las espuelas de caballero mientras se agachaba a arrancar las malas hierbas de los parterres y tensar la cuerda que sujetaba los largos tallos de las flores a los tutores. A sus setenta y seis años, Florence Leveson no tenía intención de bajar el ritmo. Creía que la desidia haría que sus huesos se calcificaran, igual que un viejo coche en desuso que se oxida. Sostenía que la actividad haría que su batería continuara funcionando. Eso entrañaba practicar la jardinería, dar paseos enérgicos con su perro Baz, preparar tartas, tocar el piano y, para vergüenza de Mary Alice, hacer yoga; ver a su madre vestida de licra era un espectáculo que no se lo deseaba a nadie.

¿Debería o no darle la carta a su madre?

Mary Alice decidió que la guardaría unos días. A fin de cuentas, no había prisa y lo más probable era que Florence la tirara a la basura. No es que su madre no tuviera sentido del humor; Mary Alice no conocía a nadie con más sentido del humor. Poseía la maravillosa capacidad de sanar su corazón con la risa. Y, teniendo en cuenta las tragedias que había sufrido, no era poca cosa. Mary Alice estaba segura de que si alguien podía reírse de esta absurda epístola era Florence. Sin embargo, algo le carcomía debajo de las costillas. Una duda que le advertía que tal vez este podría ser el momento en que el infame sentido del humor de Florence le fallara. Entonces Mary Alice desearía no habérselo mostrado. Y, una vez visto, no sería tan fácil ignorarlo. No, tenía que andar con cuidado.

El sobre estaba dirigido a Mary Alice Delaware, pero contenía una carta para Florence Leveson. En la nota que acompañaba a la carta, el remitente había dejado claro que correspondía a Mary Alice decidir si su madre estaba dispuesta a leerla o no. Al menos en eso, el remitente había tenido tacto. Quería que Mary Alice lo viera primero y tomara la decisión. Era obvio que lo había pensado mucho y había escrito la carta con cuidado. De hecho, era una carta preciosa. No podía negarlo. Era una carta muy bonita. Y esa era otra razón por la que dudaba; estaba claro que el remitente no era un loco ni una persona malintencionada. Era educado y honesto. Pero, aun así, la carta era muy sensible y, bueno, peculiar.

—¡¿Quieres una taza de té, mamá?! —gritó Mary Alice desde el porche.

Eran las cinco de la tarde y, como se había criado en Inglaterra, a Florence le gustaba la hora del té. Earl Grey, sándwiches de huevo y cebollino, un trozo de bizcocho o su tostada favorita de mantequilla y Vegemite. Florence no era una mujer preocupada por su figura. Antes era delgada, con una cinturita de avispa y unas piernas largas y esbeltas, pero ahora era curvilínea. El sol australiano no había dañado su piel ni tampoco el sol indio cuando era niña. Parecía mucho más joven de lo que era, con arrugas de expresión en los lugares habituales. En realidad, Florence nunca había sido vanidosa, ni siquiera cuando era una joven guapa y muy admirada. Siempre había tenido un cabello abundante y seguía siendo glorioso. Largo y suave, se lo recogía en un moño suelto y dejaba que unos mechones desordenados se deslizaran por el cuello y las sienes. De niña era rubia, pero con los años se le había oscurecido y ahora lo tenía gris, con un mechón plateado en la parte delantera que había inspirado a sus nietos a ponerle el sobrenombre de «tejón». A pocas mujeres les gustaría que las compararan con un tejón, pero a Florence le hacía gracia.

—Estupendo —respondió ella, pasándose el dorso de la mano por la sudorosa frente. Hacía calor. Le gustaría descansar a la sombra. Se quitó los guantes de jardinería y salió del parterre. Baz, que estaba durmiendo bajo un peral, se incorporó expectante—. ¿Sabes? Creo que el jardín nunca ha tenido un aspecto tan exuberante. De verdad, parece Inglaterra —dijo con una sonrisa que daba a su rostro una dulzura infantil—. Se diría que no para de llover. Y esos encantadores abejorros se pasan el día borrachos. Como el tío Raymond, de bar en bar. A nadie le gustaba tanto ir de bar en bar como al tío Raymond.

Mary Alice se echó a reír. A su madre le encantaba hablar del pasado y los años que pasó en Inglaterra parecían ser los más entrañables. Mary Alice entró para poner a hervir la tetera. Con el calor que hacía, cabría pensar que una limonada helada sería más refrescante que un té, pero su madre era de costumbres arraigadas, así que beberían té con leche al estilo inglés. Mary Alice puso un par de bolsitas de té Earl Grey en la tetera y sacó la tarta de la nevera. Cuando salió al porche unos minutos más tarde, Florence estaba sentada en la mecedora con Baz tumbado a su lado, con la cabeza en su regazo. Se abanicaba con una revista y tarareaba una vieja melodía que Mary Alice no reconoció.

—¿Sabes? Cuando era pequeña, el tío Raymond nos llevaba a la función de Folkestone todas las Navidades —dijo Florence, sonriendo con afecto y acariciando la cabeza del perro de manera distraída—. Era una tradición familiar y la esperábamos con gran ilusión. Era muy emocionante. Mi favorita era Peter Pan. Tuve la suerte de ver a Jean Forbes-Robertson interpretar a Peter. «¡Si crees en las hadas, aplaude!», y todos aplaudíamos con entusiasmo y Campanilla volvía a la vida. Era maravilloso.

Mary Alice sirvió el té y le dio a su madre un plato con un trozo de tarta. Baz levantó la cabeza del regazo de Florence y olisqueó el plato con interés.

—Ojalá recordara las Navidades en Inglaterra —dijo Mary Alice—. Con la chimenea encendida y con nevada. El trineo de Papá Noel se ve mejor en la nieve.

—Sí, la Navidad no es lo mismo cuando hace calor. Tiene que ser vigorizante, fría y llena de brillo, como un calendario de Adviento. ¿Cuántos años tenías cuando nos mudamos aquí, cuatro?

—Tres —la corrigió Mary Alice. Se encogió de hombros—. No se puede echar de menos lo que no has tenido. La Navidad sigue siendo especial en Australia.

Florence puso el plato en la mesa baja que tenía delante, donde Baz no pudiera alcanzarlo, y añadió un terrón de azúcar a su té.

—Solíamos pasar las Navidades con mis abuelos. Me encantaba estar con ellos. Como sabes, mi padre murió poco después de que viniéramos de la India a vivir a Inglaterra, así que mamá, Winifred y yo íbamos a Cornualles de vacaciones con sus padres. Tenían una casa grande y preciosa en Gulliver’s Bay, llamada The Mariners, con playa privada. Dudo mucho que sea una playa privada ahora, pero en aquellos tiempos la teníamos toda para nosotros. Había un pasadizo subterráneo secreto que iba de la casa a una cueva donde los contrabandistas llevaban fardos de lana a los barcos pesqueros que esperaban en la bahía y los cambiaban por coñac y encaje durante las guerras napoleónicas. Era un lugar mágico.

—Suena maravilloso —dijo Mary Alice, que ya había oído esas historias antes.

—Me encantaba la Navidad. Recuerdo la emoción de sentir el peso del calcetín al final de mi cama y oír el crujido que hacía al mover los pies. La abuela era muy generosa y nos mimaba mucho. Los calcetines estaban llenos de regalos. Winifred y yo metíamos la mano hasta el fondo y encontrábamos una mandarina, aún envuelta en su papel de plata de la frutería. Hoy en día nadie les da importancia a las mandarinas, pero en mis tiempos eran un lujo, ya que las traían en barco desde Tánger—. Florence soltó una risita, tomó un sorbo de té y suspiró después; una molesta costumbre que había adquirido con la edad—. La cena de Navidad era una delicia. —El rubor tiñó sus mejillas cuando los recuerdos se agolparon en su memoria—. El postre era mi parte favorita. Se servía justo antes de dejar que los hombres se fueran a beberse una copa de oporto y justo después de que hubiéramos comido el queso Stilton de Navidad adornado con apio y servido con galletitas de Tunbridge Wells. Siempre había bombones de Charbonnel et Walker en cajas de varios pisos con pinzas de plata y ciruelas de Carlsbad. Ah, y esas deliciosas frutas confitadas y los marron glacé de Francia, que eran los predilectos de mi madre. —Florence tomó un trozo de tarta y lo saboreó—. Mmm, está divina. No, para ti no, Baz. Bueno, solo un poquito. —Tomó un trozo del bizcocho y se lo metió en la boca—. Siempre teníamos bizcocho Victoria para el té en Gulliver’s Bay.

—He oído hablar mucho de Gulliver’s Bay. Me encantaría ir allí algún día —dijo Mary Alice, que se sentía como si ya hubiera estado.

—Por desgracia, soy demasiado vieja para volver. De lo contrario, te llevaría yo misma —dijo Florence, de pronto con aire melancólico—. No sé de quién es la casa ahora. Dios mío, incluso podría ser un hotel o una pensión. ¿Verdad que sería horrible? Supongo que hoy en día la gente no quiere casas grandes con puertas tapizadas de tapete verde para separar las dependencias de los criados del resto de la casa. La gente ya no tiene criados, ¿verdad? ¿Quién puede permitírselos? Pero así era en aquellos tiempos. Mis abuelos eran victorianos y muy convencionales. Y un poco grandilocuentes, he de añadir. Dábamos por sentado que había criados, pero ahora que lo recuerdo, me pregunto cuánto trabajaban. Nunca tenían mucho tiempo libre y tampoco creo que les pagaran mucho. Era un mundo exclusivo que por supuesto acabó con la guerra. —Suspiró y comió otro trozo de tarta, saboreando su dulce sabor. Baz empezó a babear, pero Florence se dejó llevar por una oleada de recuerdos y ya no se dio cuenta de que miraba la tarta—. Los dos hermanos de mi padre murieron en la Primera Guerra Mundial. Nadie pensó que volveríamos a librar otra guerra, y menos tan pronto. Qué pérdida tan enorme. Cabría pensar que hubieran aprendido después de la primera, pero la gente nunca aprende. Esa es la verdadera tragedia.

Mary Alice volvió a llenar su taza de té.

—Cuéntame más sobre Gulliver’s Bay —le pidió. No quería seguir a su madre por el camino que llevaba a la guerra. Sabía adónde la llevarían esos recuerdos. Solo a la infelicidad.

—Nunca fui muy religiosa, pero me gustaba ir a la iglesia —prosiguió Florence—. Me agradaba el vicario, el reverendo Millar. Era bajo, gordo, calvo y ceceaba, y tenía un carácter de lo más enérgico. Daba igual lo que dijera, hacía que todo sonara muy emocionante. No he vuelto a conocer a un vicario como él. Tenía auténtico carisma y vigor. Si todos los vicarios fueran como él, las iglesias estarían llenas a reventar. —Sonrió con picardía—. Pero no voy a fingir que el vicario era el único que me inspiraba cada domingo por la mañana. No, era Aubrey Dash.

Mary Alice sonrió sobre su taza de té. Había oído esta historia miles de veces. Sin embargo, no iba a negarle a su madre uno de sus recuerdos más preciados.

—Hasta el nombre es romántico —dijo Mary Alice.

—Solía escribir una y otra vez en mi diario «Aubrey Dash» y luego escribía «Florence Dash» para ver cómo quedaría mi nombre de casada; resulta curioso teniendo en cuenta cómo terminó todo, ¿verdad? —Florence se rio y sus ojos verdes brillaron—. Pero apenas se fijaba en mí. —Se encogió de hombros y bebió otro sorbo de té.

—No entiendo por qué no. Eras muy guapa, mamá.

—No olvides que era muy joven. Y me gusta pensar que me desarrollé tarde. Yo me sentaba en nuestro banco y él en el suyo, con su familia, como era natural. Le veía brillar como una estrella por el rabillo del ojo. Me costaba Dios y ayuda no mirarle. Me cronometraba para que mis miradas no fueran demasiado seguidas. Cinco minutos, seis minutos, a veces incluso quince. Lo mejor era cuando nos poníamos de pie para ir a comulgar, ya que a veces estaba justo delante o detrás de él y podía sentirle cerca de mí, como si irradiara calor. Cuando me miraba, como hizo una o dos veces, me ponía como un tomate. —Se metió el último trozo de tarta en la boca y se chupó los dedos con fruición—. Lo siento, Baz, se acabó. —Baz suspiró con resignación y volvió a apoyar la cabeza en su regazo—. Era endiabladamente guapo, incluso de niño. Era alto, aunque sus contemporáneos aún eran bajitos, y tenía unos preciosos ojos grises con unas largas pestañas negras. Y unos labios carnosos. Según descubrí, los labios carnosos son muy poco frecuentes en Inglaterra. Pero Aubrey tenía una boca preciosa.

Mary Alice se echó a reír.

—Oh, mamá, eres muy graciosa.

—Los labios son importantes, Mary Alice. No es muy agradable besar a hombres con boca de tiburón.

Ambas se rieron.

—No, no me lo imagino —dijo Mary Alice—. Me encanta que recuerdes los detalles.

—¿Tú no recuerdas tu primer amor, querida?

—Supongo que sí. Pero no de la misma forma que tú.

—Cuando llegas a mi edad, los recuerdos te asaltan de repente. Puedes estar desempolvando el más antiguo y… ¡zas!, de repente tienes ante ti algo en lo que no habías pensado en años, como una burbuja que surge de tu subconsciente y estalla. Y pensar en ello hace aflorar los sentimientos que lo acompañaban y te juro que parece que estés allí en el pasillo, de pie detrás de Aubrey Dash, esperando la sagrada comunión y deseando que se vuelva a mirarte. —Florence sacudió la cabeza, asombrada de su yo más joven—. ¡Qué poco sabe el corazón cuando no eres más que una niña! ¡Cuánto tiene que aprender!

Mary Alice sintió que la carta en su bolsillo empezaba a desprender calor. Como si exigiera que le prestaran atención. Dejó la taza y metió la mano en el bolsillo. En ese momento vio a lo lejos una nube de polvo en la carretera rural. Aumentaba de tamaño a medida que el camión se acercaba y el sol hacía brillar con intensidad el metal que rodeaba los faros.

—Bueno, debe de ser David —dijo sacando la mano del bolsillo. La carta tendría que esperar. Se levantó.

—Será mejor que vuelva al jardín —repuso Florence, levantándose de la mecedora con un gemido.

—¿No crees que deberías dejarlo por hoy?

—Solo son las seis. Lo mejor está por llegar. La luz dorada de cuando empieza a anochecer. Es mi momento favorito del día. —Florence exhaló un profundo suspiro y recorrió con la mirada el jardín con satisfacción—. Me encanta el sonido de los pájaros en los árboles. Me recuerda a Gulliver’s Bay. Por supuesto, aquí tenemos pájaros diferentes, pero ejercen el mismo efecto en el ánimo. Nada me hace más feliz que el canto de los pájaros.

Mary Alice puso las tazas y los platos en la bandeja y regresó a la cocina. Cuando volvió a salir, David había aparcado bajo un eucalipto y estaba cruzando el césped para saludarla.

—¿Has tenido un buen día, cariño? —le preguntó desde el porche, ofreciéndole una lata fría de cerveza.

Su marido era fuerte y atlético para tratarse de un hombre de unos sesenta años. Jugaba con frecuencia al squash y al tenis, y cuando tenía tiempo, le gustaba salir a correr y hacer senderismo. Cuanto mayor se hacía, más consciente era de su figura y más se esforzaba por mantenerla.

Subió los escalones de dos en dos y besó a su mujer.

—Justo lo que necesito —repuso, agarrando la cerveza y dejando la bolsa en el suelo. Se sentó en la mecedora de forma pesada, puso los pies en la mesa sin quitarse las deportivas rojas y abrió la lata con un chasquido. Luego bebió un trago y se relamió—. ¡Es genial! —exclamó pasándose una mano por el pelo. Aún tenía una buena mata castaña y rizada, aunque las canas que le iban saliendo estaban ganando poco a poco la batalla a los cabellos castaños.

Mary Alice se sentó en la silla de la que se había levantado y le escuchó mientras le contaba qué había hecho durante el día. David era copropietario de una empresa de construcción en la ciudad con su antiguo compañero de clase Bruce Dixon y siempre tenía historias divertidas que contar sobre sus clientes cuando volvía a casa. En condiciones normales, Mary Alice habría compartido la carta con él; solía compartirlo todo, pero no podía compartir esto. Era demasiado extraño. Él se reiría y le diría que la tirara. Una parte de Mary Alice quería hacerlo y olvidarse de ella, pero Florence tenía derecho a verla. ¿Quién era ella para decidir lo que su madre podía leer?

Florence saludó a David desde el parterre. Luego retomó su trabajo mientras canturreaba tan contenta por lo bajo. Se detuvo un momento para observar a las abejas zumbar sobre la lavanda. Eran una delicia, tan orondas y atareadas, pensó con placer. Entonces, una se echó a volar y se preguntó cómo podía hacerlo con unas alas que parecían tan endebles. Las voces de Mary Alice y David eran un murmullo lejano, ahogado por el clamor de los pájaros que se peleaban entre las ramas por conseguir un lugar donde posarse. El sol se ocultaba lentamente, inundando la llanura de una nebulosa luz rosácea y dorada. Pronto brillaría la primera estrella en el cielo y la noche cubriría el jardín y lo silenciaría todo salvo a los grillos y a los búhos. Florence se quedaba fuera todo el tiempo que podía. Le encantaba sumergirse en la naturaleza. Desde que se había mudado de la ciudad para vivir con Mary Alice y con David en este hermoso rancho de Victoria, había disfrutado con placer de cada uno de sus días. En la ciudad tenía un apartamento con un amplio patio que había llenado de macetas con plantas y árboles frutales, pero su corazón anhelaba el campo. Lo que más echaba de menos era la tranquilidad. El susurro de la brisa agitando las hojas, el aliento suave y regenerador de la naturaleza y, en lo más profundo de su ser, la sensación de formar parte de ella.

Baz se levantó y se estiró. Florence sabía que era hora de entrar.

—Vamos, viejo amigo —le dijo a su perro, y los dos subieron los escalones y entraron en la casa por la puerta principal. Los grillos componían ya una cacofonía con sus cantos. Los pájaros se habían callado. El anochecer había cubierto la llanura de paz con un intenso velo añil.

Mary Alice estaba en la cocina preparando la cena. David había subido a ducharse. Florence se sirvió una copa de vino. Agarró un puñado de hielo y lo dejó caer en la copa.

—¿Quieres?

—Me encantaría una copa, gracias.

Florence sirvió otra.

—¿Te puedo ayudar en algo?

—No, tú descansa.

—Creo que voy a darme un baño.

—Buena idea.

—Me encanta tomarme una copa de vino mientras me doy un baño. Es muy decadente. Me hace sentir joven otra vez. Después de la guerra, solo se podía llenar la bañera hasta los tobillos. Todavía es un lujo darse un baño.

Mary Alice se apartó de la estufa. Metió la mano en el bolsillo y sacó la carta.

—Mamá, hoy ha llegado esto para ti. Quería dártela, pero se me había olvidado.

Florence no era tonta. ¿Desde cuándo a alguien se le olvidaba entregar el correo?

—¿De quién es? —preguntó, entrecerrando los ojos. La expresión de su hija le dijo que no era una carta cualquiera.

—Creo que es mejor que lo leas tú —adujo Mary Alice.

Florence tomó el sobre y frunció el ceño al leer la letra. Desde luego, no la reconocía.

—Bueno, me la llevo arriba —dijo—. Una copa de vino, un buen baño y ahora una carta misteriosa. El día acaba de mejorar.

Mary Alice tomó aire.

—No estoy tan segura de eso…

Florence le dio la vuelta y vio que estaba abierta.

—¿La has leído?

—Así es.

—¿Y?

—Es raro. Pero deberías leerla de todas formas.

—Ahora has captado mi atención. ¿Debería leerla aquí contigo por si acaso me desplomo y estiro la pata?

Mary Alice se rio entre dientes.

—No, puedes leerla en el baño. Aunque a lo mejor necesitas llevarte la botella contigo.

—Tan malo es, ¿eh?

—Simplemente es raro —repitió Mary Alice.

Florence le tomó la palabra a su hija. Con la botella en una mano y la carta y la copa de vino en la otra, subió despacio las escaleras. Una vez sumergida en el agua perfumada, se secó las manos con una toalla pequeña, se puso las gafas de leer y sacó la carta del sobre.

—«Estimada señora Leveson, permita que me presente…»