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Wes Daniels abrió un ojo.

La luz de la farola que entraba por la ventana bastaba para que vislumbrase la figura de su sobrina de cinco años, sentada a los pies de la cama y con su sombrero de vaquero puesto. Si despertarse así no fuera algo habitual, lo habría acojonado. La primera vez, estuvo a punto de empezar a gritarle al fantasma del niño que fuera hacia la luz. Sin embargo, su sobrina se despertaba temprano y habían establecido esa rutina a lo largo del último mes.

Eso no quería decir que él tuviera que aceptarlo.

—Ni hablar. Es de noche. —Se tapó la cabeza con el edredón—. Tienes que quedarte en la cama hasta que veas en el reloj un seis, dos puntos y dos ceros, niña. Ya lo hemos hablado.

—Pero hoy no quiero ir al colegio.

—El colegio no empieza… —dijo antes de levantar la cabeza y mirar la hora—. Dios. El colegio no empieza hasta las nueve de la mañana. Faltan cuatro horas. Podrías meter partido y medio de béisbol profesional en ese tiempo.

Ella se quedó callada un momento.

—No tengo amigos en el colegio.

—Pues claro que los tienes. —Como no replicaba, Wes suspiró, extendió un brazo y encendió la lámpara de la mesita de noche, momento en el que se encontró con una niña muy seria que lo miraba por debajo del ala de su sombrero de fieltro color tostado. «¿Se puede saber cómo he acabado siendo responsable de una cría de cinco años?», se preguntaba varias veces al día, pero lo absurdo de ese acuerdo lo golpeaba siempre con más fuerza por la mañana. Carraspeó para que le saliera la voz—. ¿Qué me dices de la niña con la mochila de Minnie? Parecíais uña y carne cuando te llevé ayer.

—Su mejor amiga es Hallie.

—¿Eso quiere decir que no puede ser amiga tuya?

Laura se encogió de hombros y apretó los labios, un indicio claro de que iba a cambiar de táctica.

—Me va a doler la barriga dentro de cuatro horas.

Momento de enfrentarse a la verdad. No iba a disfrutar de otra hora de sueño. Joder, no recordaba la última vez que se había despertado siendo de día. «Si mis amigos me vieran ahora…», pensó. En un pasado no muy lejano, habría dormido la borrachera y se habría despertado justo a tiempo para volver a los bares de San Antonio con el dinero que hubiera conseguido en los rodeos. Incluso en ese momento —a un paso de cumplir los veinticuatro—, estaba en plena época de correrías.

Sin embargo, todo cambió con una llamada de teléfono. Lo habían arrancado de la vida de fiestas sin responsabilidades que llevaba en Texas y lo habían dejado en un planeta desconocido, también llamado Port Jefferson, en Long Island. Para criar a una niña.

Menos mal que era algo temporal.

Y, joder, ¿había algo que no lo fuese?

Tragó saliva para deshacerse de lo que fuera que se le había atascado en la garganta antes de sentarse en el borde del colchón y buscar la camiseta que había tirado al suelo para ponérsela.

—Vamos, niña. A ver qué anuncios hay en la tele. A lo mejor tenemos suerte y encontramos una demostración de cocina.

Laura sonrió.

—A lo mejor uno de Instant Pot.

Le agitó el pelo y la ayudó a bajarse de la cama.

—La esperanza es lo último que se pierde.

En cuanto dejó a Laura en el sofá con una manta, ella le pidió un zumo de manzana. Mientras estaba en la cocina, se inclinó hacia delante y les echó un vistazo a las diferentes hojas que tenía pegadas en la puerta del frigorífico. Había cuatro calendarios, joder. ¡Cuatro! Haber pasado de una vida sin calendario a tener que controlar cuatro era duro… y se quedaba corto describiéndolo así.

El primero: el colegio. Todos los días era el día de algo. Llevar un poema tonto que leerle a la clase. Ir de amarillo. Vestirse como un superhéroe. Por el amor de Dios, ¿no había bastante con los deberes? Ni siquiera había acabado de aprenderse qué significaban las siglas del AMPA, pero en cuanto lo descubriera, pensaba plantarse en una reunión y desvelar el misterio de quién se inventaba todas esas tonterías. Quien fuera, seguro que tenía colmillos y una risa diabólica.

Suspiró y apoyó la cabeza en el frigorífico un momento, tras lo cual se concentró en el segundo calendario, alias la Poderosa Rotación Alimentaria. Había un grupo de mujeres en el pueblo que se denominaba la Liga de las Mujeres Extraordinarias que, cuando se enteraron de su situación, se atribuyeron el deber de llevarles táperes etiquetados con comida a Laura y a él. Al principio, le encantó decirles que no necesitaba caridad, pero era lo bastante humilde como para admitir que habrían estado cenando pizzas todas las noches de no ser por sus comidas.

Eso sin mencionar que la organizadora de la Liga de las Mujeres Extraordinarias era Bethany Castle, y no estaba dispuesto a rechazar la oportunidad de estar cerca de ella. No, señor. Solo un imbécil lo haría. Tal vez se hubiera dado unos cuantos coscorrones cuando más de un toro lo arrojó a la arena, pero no era imbécil. Reconocía un diez cuando lo veía.

Bethany era un quince.

Lo que lo llevó al tercer calendario: niñera. Estaba escrito con la letra de Bethany, y pasó un dedo por esa caligrafía tan pulcra y femenina, sonriendo al ver el sistema codificado por colores que indicaba qué miembro de la Liga de las Mujeres Extraordinarias cuidaría de Laura hasta que él volviera a casa del trabajo. Ella nunca estaba en el calendario, claro. Los niños no eran precisamente su área de conocimiento.

«Ya somos dos, preciosa».

¿Cuáles eran las áreas de conocimiento de Bethany?

Ponerlo cachondo y sacarlo de quicio. Y se le daban de vicio.

Menos mal que él también era un experto en desquiciarla. Lo que lo llevaba a su cuarto y último calendario: el trabajo.

A partir del lunes por la mañana, tendría la oportunidad de pinchar a Bethany durante una buena temporada. Cuando llegó a Port Jefferson el mes anterior, tenía suficiente experiencia en el mundo de la construcción como para conseguir un trabajo con los dioses locales de las reformas, Brick y Morty. Y daba la casualidad de que su siguiente reforma estaba justo enfrente de la casa de Bethany. Sí, señor. A partir del lunes por la mañana, sacaría a Bethany de quicio más que nunca.

Manos a la obra.

—¡Tío Wes! —gritó Laura para hacerse oír por encima de un anuncio de mopas revolucionarias—. ¡Zumo de manzana!

—Por favor, niña. ¿De qué murió tu última criada? —dijo con sorna mientras abría el frigorífico y sacaba el táper amarillo y dorado—. ¿Quieres Cheerios? —preguntó por encima del hombro—. No esperes a que me siente para pedírmelos. Dímelo ya.

—Mmm, sí.

Esbozó una sonrisilla mientras sacaba un cuenco y echaba un puñado de cereales dentro. Tal vez distara mucho de ser una figura paterna ideal, pero tenía calada a esa niña. Tendrían que decidir qué ropa se pondría antes de las siete, porque si no, se dejaría llevar por el pánico y se derrumbaría. Frunció el ceño mientras intentaba recordar si había metido los pantalones vaqueros rosas preferidos de Laura en la lavadora.

—¡Zumo de manzana! —chilló su sobrina desde el salón.

—Ya voy —dijo mientras regresaba al sofá y le daba su taza antes de ponerle el cuenco de cereales entre las rodillas—. No derrames nada. El sofá no es mío.

Laura lo miró con nerviosismo, y él se puso de vuelta y media en silencio. ¿Por qué había tenido que decir eso? La niña no necesitaba que le recordasen que sus padres se habían largado y la habían dejado al cuidado de un tío soltero que no tenía ni idea de nada. ¿Que él los estuviera sustituyendo no era suficiente recordatorio? Después de que la relación de su hermana se fuera al traste, lo llamó diciéndole que necesitaba un respiro de sus responsabilidades, incluida la maternidad. Y aunque él no tenía ninguna experiencia en el cuidado de menores, se había subido en un avión en San Antonio con rumbo a Nueva York, para al final darse cuenta de que era una tarea complicada. Educar a un niño era muchísimo más que darle comida y techo; también implicaba leer el pensamiento, ser capaz de hacer varias cosas a la vez y tener paciencia…, todo con poquísimas horas de sueño.

Menos mal que solo estaba allí para hacerse cargo hasta que su hermana decidiera ejercer de madre de nuevo y volver a casa. «Hasta que organice mi vida», le había dicho ella, pero había pasado un mes entero sin un mensaje de texto siquiera. Sin embargo, Laura no necesitaba que él le recordase que ese apaño era temporal.

Se sentó junto a la niña y la pegó a su costado. Esperó unos minutos, pero se le cayó el alma a los pies cuando no la vio comerse ni una sola cucharada de cereales. La metedura de pata con el comentario era otro ejemplo perfecto de su incapacidad para hacer eso. Para estar ahí, intentando cuidar a un niño. Le quitó un arito, consciente de que así la animaría, y se lo metió en la boca.

—Oye —protestó ella.

—Cuando se come en el sofá, esto es lo que pasa. Si quieres la comida para ti sola, te sientas a la mesa. Todo el mundo lo sabe.

—No.

Se encogió de hombros.

—Será mejor que te los comas rapidito, antes de que meta de nuevo la mano.

Laura volvió el cuerpo para proteger el cuenco de cereales secos y se metió un puñado en la boca. Eso estaba mejor. Todavía seguía masticando cuando enderezó la espalda y señaló la televisión.

—¡Aaah! Instant Pot.

Wes se repantingó en el sofá.

—Esto ya es otra cosa, niña. —Esperó a que estuviera distraída con el anuncio para poner en práctica su vudú mental—. A ver, no soy experto en eso de hacer amigos. Pero si estuviera en clase, pegando macarrones en un cartón y demás, haciendo mis cosas… y una de mis compañeras imitara a la perfección a Scooby-Doo, la querría en mi mesa de manualidades. Asegurado.

Ella se quedó sin aliento.

—Yo imito a Scooby-Doo muy bien.

—Ah, vaya. —Chasqueó los dedos—. Es verdad. ¿Cómo es?

—Scooby-Dooby-Dooooo —chilló, poniéndose un poco bizca—. ¿Eso?

Si pensaba que un ojeador de talentos debería llamar a su puerta, ¿estaría siendo objetivo?

—Una imitación increíble, Laura. Es como si estuviera con Scooby ahora mismo.

Ella sonrió de oreja a oreja.

—Ahora tú.

Lo hizo fatal a posta.

—No puedo competir. Tú eres la maestra.

—Gracias. —Su sobrina se salió de debajo de su brazo y le apoyó la cabeza en el pecho—. Pero ya no pegamos macarrones en cartones en el colegio. Ahora tenemos iPads.

En vez de replicar al comentario de que estaba desfasado, Wes le miró la coronilla, paralizado. Eso era una novedad. Nunca se había acurrucado contra él.

Sin saber muy bien qué hacer, relajó los brazos que la rodeaban, se acomodó con ella en el sofá y se concentró de nuevo en la tele. Si acaso llegó a experimentar un extraño vuelco en el pecho, pasó de él. Seguramente fuera cansancio o algo así.

Bethany atravesó el salón de su casa con el cepillo de dientes en la boca. Mientras se lavaba con una mano los blanquísimos dientes, pasó la otra por los cojines de intensos colores que decoraban su sofá, admirándolos. Clavó los dedos de los pies en la gruesa alfombra blanca y suspiró feliz mientras se cepillaba las muelas con fuertes movimientos circulares.

La reunión de la Liga de las Mujeres Extraordinarias de esa noche empezaría dentro de una hora. La Pizarra del Optimismo estaba colocada en un ángulo perfecto en el salón y las persianas venecianas estaban abiertas en la posición óptima para que entrara la luz justa de esa tarde de sábado otoñal. Había copas en la encimera de la cocina, que luego llenarían con el burbujeante champán. Al volver de la peluquería, encendió una vela con olor a manzana de caramelo, y el interior de su casa recordaba a la feria de la cosecha de un pueblecito.

—Dios, qué buena soy —dijo, aunque las palabras le salieron mal por el cepillo de dientes. Un hilo de espuma le resbaló por la barbilla, y se lo limpió con una mano—. Puaj, Beth.

Subió la escalera corriendo hasta el cuarto de baño de su dormitorio, donde la luz de sus velas de vainilla preferidas se reflejaba en los azulejos blancos, escupió en el lavabo y se enjuagó la boca. Después se miró el perfil bueno en el espejo y sonrió mientras se atusaba con cuidado el pelo rubio.

—Bienvenidas. ¿Qué olor? Ah, ¿la vela? La compré en un mercadillo callejero en los Hamptons mientras buscaba obras de arte con las que decorar nuestra última reforma. —Se inclinó hacia el espejo y se pasó la lengua por los dientes superiores—. ¿Glamurosa? ¿Yo? No. Tú que me miras con buenos ojos.

Se apartó de la encimera de mármol, se dio media vuelta y salió al dormitorio. Tenía dos conjuntos sobre la cama. Un jersey de cachemira de color crema que le dejaba un hombro al aire, combinado con unos leggins de cuero negro, y un vestido rojo de cuello alto. Dado que la opción de calzado con el vestido eran unas botas y no iba a salir de casa, se decantó por la primera opción y se puso unas bailarinas doradas para completar el conjunto.

—Estás pasable —susurró mientras se miraba en el espejo con ojo crítico—. Pero ya te lo has puesto antes.

Se rascó el cuello de camino al vestidor. El pulso empezó a latirle con fuerza bajo los dedos y se obligó a dejar de rascarse antes de que le salieran marcas. Ya no tenía tiempo para cambiarse de ropa. Georgie y Rosie llegarían en cualquier momento a fin de ayudarla a organizarlo todo para la reunión…

La puerta principal se abrió y se cerró en la planta baja, y las voces de su hermana menor y de su mejor amiga flotaron hasta ella.

Tomó una honda bocanada de aire para calmarse.

—¡Bajo enseguida! —gritó con voz alegre al tiempo que descolgaba perchas y hacía una lista mental de todos los conjuntos que se había puesto desde la creación del grupo de apoyo femenino. Si las demás participantes supieran que estaba tan agobiada por la ropa, se reirían de ella. Le dirían que estaba siendo tonta. Pero si algunas habían ido a las reuniones siempre con la misma ropa aunque haciendo pequeños cambios, ¿no?

Claro que no eran Bethany Castle.

No. Ellas eran muchísimo más auténticas.

Al darse cuenta de que estaba rascándose el cuello otra vez, se obligó a parar. Encontró un vestido suelto de seda color esmeralda en un extremo de la barra, con las etiquetas todavía puestas en una manga. Se las quitó y se puso la prenda para después echar a andar a toda prisa hacia la escalera. Antes de bajar, se colocó el pelo detrás de una oreja y se abanicó la irritada piel del cuello. Después, mientras deslizaba los dedos por el pasamanos, saludó a Georgie y a Rosie con una sonrisa.

—Parece que necesitáis un cóctel.

Georgie se echó a reír, ya sentada en un taburete de la cocina.

—Estoy en ello —dijo su hermana al tiempo que descorchaba una botella de champán que ella había colocado en un cubo plateado con hielo junto a las copas.

—Y yo estoy con la comida —añadió Rosie, que metió en el horno una bandeja con algo que tenía una pinta estupenda—. Beth, tenemos que hablar en serio con Georgie.

—Que estoy aquí —protestó la aludida—. No podéis pasarme por alto.

—A ver si lo adivino. —Bethany aceptó una copa de champán y bebió un sorbo—. Es por la fiesta de la despedida de soltera.

Rosie asintió con la cabeza.

—Se niega a hacer planes. No hay manera.

Georgie levantó las manos, derramando champán en la isla de la cocina.

—No quiero celebrar ninguna despedida. La boda es la fiesta. No necesito una fiesta prefiesta.

Bethany hizo un puchero.

—Las prefiestas tienen una función. Evitan que bebas demasiado y que bailes como un pato mareado el chachachá el día de tu boda. Ya te habrás quitado la espinita. —Secó las gotas de champán con un paño de cocina doblado—. Además, ya la tengo planeada. Tengo una carpeta con etiquetas de colores y todo.

Rosie resopló contra una muñeca.

—Lo sabía.

—¿Cómo? —balbuceó Georgie antes de quedarse callada un momento—. Los detalles, por favor. —Se removió en el taburete—. Ya sabes…, para que pueda negarme. Rotundamente.

Bethany disimuló la sonrisa bebiendo un sorbo de champán.

—No te negarás.

Tenía motivos para sentirse tan segura. Como interiorista profesional para la empresa familiar, Rick y Morty, su propósito en el mundo era planear, ejecutar los planes y embellecer. Cuando se le presentaba un lienzo en blanco, tenía en cuenta la luz, las sombras, el espacio, el sentido práctico y el factor sorpresa…, y convertía un cascarón vacío en un hogar. No daba puntada sin hilo ni había un libro fuera de lugar. La perfección. Había algo en su interior que siempre ansiaba coronar esa cima. Conseguir la reacción de asombro que recibía al final de su trabajo. Ese subidón de éxito.

En algún momento, esa búsqueda de la perfección se había filtrado a todos los aspectos de su vida, y cada vez iba a más, pero eso era algo positivo. ¿Verdad?

Cuando se dio cuenta de que apretaba el tallo de la copa con demasiada fuerza, la soltó con una floritura y sonrió.

—Empezaremos con un desayuno tardío en el Four Seasons, seguido de una tarde de mimos (te casarás sin un solo pelo y reluciente, de nada) y acabaremos con una noche de orgía inofensiva. ¿Cómo no te va a encantar?

—Para. Ay, Dios. —Georgie tosió y se le llenaron los ojos de lágrimas—. Champán. Me quema la nariz. Duele mucho.

—Qué mala eres, cuéntale el plan de verdad —la reprendió Rosie, que estaba conteniendo una sonrisa.

Bethany puso los ojos en blanco.

—Muy bien. Vamos a acabar la noche combinando la despedida de soltero con la de soltera en una cena en Buena Onda. Papá y mamá también estarán allí. Sabía que eso era lo que querrías. Travis y Georgie para siempre. Blablablá. Me pones mala.

Georgie se levantó de un salto y la abrazó por la cintura.

—Me encanta. A eso no me niego. —Chilló e intentó aplastarle las costillas a su hermana—. Gracias. Es perfecto.

Bethany la besó en una mejilla y agitó una mano.

—De nada.

Sonó el timbre. Bethany recuperó la copa de champán, sujetándola con gesto despreocupado, y esbozó una sonrisa deslumbrante de buena anfitriona de camino a la puerta. Los detalles eran importantes. Todos los detalles eran importantes. De manera que abrió la puerta con un gesto hábil de muñeca, apoyó la mano en el marco de la puerta, se echó el pelo hacia atrás antes de beber un teatral sorbo de champán, y las mujeres que había en el porche vieron lo que ella quería que viesen: una mujer que lo tenía todo controlado.

Una mujer que hacía que todo pareciera muy fácil.

Diez minutos más tarde, más de veinte mujeres estaban acomodadas en su salón; unas sentadas en el sofá, otras sentadas con las piernas cruzadas en el suelo y algunas de pie. Bethany ocupó su lugar delante de la pizarra y levantó el marcador, haciéndolo girar entre los dedos mientras miraba a las presentes con expresión astuta.

—¿Empezamos con nuestra canción?

Se oyeron vítores en el ambiente ya festivo. Su canción no podía ser más ridícula, la habían ideado después de beber más de la cuenta y se cantaba con la melodía de «Jingle Bells», pero era suya. Ese club era suyo. Costaba creer que todo surgió con las tres que habían tenido la desgracia de llegar antes de tiempo a una clase de zumba y habían llegado a… eso.

Aquel día estaba hasta el moño de la población masculina, ya que un director de teatro le había puesto los cuernos. Se había dado cuenta de que sus amigas estaban en una situación similar y decidió apuntalar su camino hacia una vida sin hombres con un club en el que las mujeres se apoyaran entre sí. A esas alturas, eran un montón de mujeres de bandera que se reunían todas las semanas para hablar de sus objetivos y para apoyarse las unas a las otras en dicho camino. Había visto que las tímidas se volvían valientes en esa misma estancia, había sido testigo de los éxitos profesionales de su hermana y de su mejor amiga, que habían hecho sus sueños realidad.

Todas las semanas se plantaba delante de la pizarra y anotaba los logros de cada una para que pudieran verlos negro sobre blanco. O en dorado metalizado, que era lo que usaba.

Si seguía asombrándolas con las pruebas de sus propias hazañas, a lo mejor seguían pasando por alto el detalle de que sus propios éxitos nunca aparecían escritos en la pizarra. Ah, sí, había hablado muchísimo sobre la idea de trabajar por su cuenta en el mismo sector que su familia.

«Quiero derribar algo con una maza».

En aquel momento, lo dijo en serio. Y seguía diciéndolo en serio. Sin embargo, todavía no había derribado nada.

Juntó los talones y sujetó el marcador como si fuera un micro.

—Empiezo yo. —Carraspeó con gesto exagerado, arrancando unas cuantas carcajadas—. Ovarios, ovarios, no nos faltan…

Todas continuaron por donde ella lo había dejado.

—Si un desafío parece muy grande, ¡hazlo por partes!

—¡Olé! —terminó Georgie.

Con las últimas palabras todavía resonando en el aire, Bethany le dio unos golpecitos a la pizarra con las uñas.

—¿Quién quiere empezar? —Miró con los ojos entrecerrados a Cheryl, que quería cambiar de trabajo, pero de momento sin suerte—. ¿Cómo te fue la entrevista de esta semana?

—Bien. —Cheryl apretó los labios—. En realidad, muy bien. La otra empresa me hizo una oferta y la usé para sacarle un aumento de sueldo a mi jefe actual. Así que… he reservado un viaje a Barbados. —Se llevó las manos a la cara—. ¿A que es una locura? Llevo cuatro años sin vacaciones.

—¡No es una locura! —exclamó Georgie, de vuelta de la cocina con una botella de champán helado en las manos—. Te has ganado el derecho a estar tumbada en la playa bebiendo ron de un coco. O del ombligo de un instructor de buceo. ¡Tú eliges! ¡Tres hurras por Cheryl!

Los aplausos y los silbidos resonaron en el salón.

Bethany escribió «aumento/Barbados/beber del ombligo» en la pizarra y se volvió hacia las presentes.

—¿Quién qui…?

—¿Y tú qué, Bethany? —preguntó Cheryl, que seguía ruborizada por los aplausos—. Estabas emocionada por la idea de reformar una casa tú sola, sin que tu familia te estuviera atosigando. Pediste los permisos de obra hace meses, ¿no? ¿Te los han concedido ya?

Mantuvo la sonrisa, pero tuvo la sensación de que un tornillo se le soltaba del ombligo y caía al suelo. En su cabeza, veía el grueso sobre que había guardado en una maleta que a su vez metió en el fondo del vestidor. Llevaba allí semanas, burlándose de ella.

«¿En qué estabas pensando al creer que podías hacerlo tú sola?».

Desde que se graduó en la universidad, ella era la encargada del interiorismo de las casas reformadas de Brick y Morty, pero una parte de sí misma se empezaba a impacientar con las muestras de pintura, los paneles de revestimiento y las plantas, porque no tenía ni voz ni voto en la distribución.

Estaba segurísima de que quería que eso cambiara.

—No, todavía no sé nada de los permisos —susurró, y clavó el pulgar en el marcador al oír que su voz no era del todo normal—. Pero tendré noticias pronto, ya verás. No me gustaría tener que recurrir a pedir favores, pero a grandes males… —Una gota de sudor le recorrió la columna—. ¿Alguien más quie…?

—Es un poco raro, ¿no? Stephen no tarda mucho en recibir los permisos —siguió Cheryl, refiriéndose al hermano mayor de Bethany, también conocido como el gerente de Brick y Morty, que quería que todo (incluida Bethany) estuviera en su lugar. La mujer señaló por la ventana del salón—. La casa que hay al otro lado de la calle se puso en venta el mes pasado. ¡Me he enterado de que empiezan con la reforma el lunes! Seguro que está sobornando a alguien en el departamento de urbanismo.

Bethany empezó a oír un zumbido en la cabeza.

—Perdona, ¿has dicho que Brick y Morty van a empezar una reforma enfrente de mi casa este lunes?

—Puede que mamá me lo comentará durante la prueba final de mi vestido de novia —dijo Georgie con una mueca, desde donde estaba apoyada en la pared—. Lo siento, Beth. Creía que Stephen te lo habría dicho.

—Pues no, pero no pasa nada. A ver… —dijo y soltó una carcajada despreocupada al tiempo que se colocaba un mechón de pelo detrás de la oreja—, con una cuadrilla de obreros al otro lado de la calle, supongo que tendré que ponerme pantalones para vaciar el buzón cuando me lleguen cartas. Irritante, pero lo superaré.

Las carcajadas resonaron en el salón, y Bethany aprovechó para desviar la atención de ella. Sin embargo, dirigir lo que quedaba de reunión no fue fácil, porque su mente no dejaba de darle vueltas a dos hechos alarmantes.

Uno: ya no podía retrasarlo más. O empezaba su propia reforma, o renunciaba a la idea…, y eso último no era posible si quería conservar el orgullo.

Dos: Wes Daniels, el hombre que la sacaba de quicio con su acento de Texas y esos ojos que la observaban con demasiada atención, estaría trabajando al otro lado de la calle durante una buena temporada. Lo veía en las obras durante las fases finales, cuando iba a medir para saber qué muebles elegir o para darles instrucciones a los pintores. Pero estando enfrente de su casa, sería imposible esquivarlo.

El vuelco que sintió en el estómago le dijo que la Tercera Guerra Mundial se avecinaba.

Pues que así fuera.