2.2
Secuestrada

–Recuerda, quédate en el tanque —le dijo Zeke.

Lemon se frotó la herida de la frente, que él le había vendado.

—Sí, papá.

—Mantén la escotilla cerrada, pase lo que pase. —El realista buscó en el armero y se guardó una pesada pistola en la parte de atrás de sus sucios pantalones vaqueros—. Me da igual si alguien llama a la puerta ofreciéndote un paseo en poni gratis; tú no abras.

—Los ponis se han extinguido.

—Recuerdas lo que te enseñé sobre las armas, ¿verdad? Este es el sistema de puntería. Si está bloqueado, quitas el seguro y disparas con esto.

—Sí, sí.

—Mantén la cabeza abajo. Volveré antes de que puedas decir: «Ezekiel es el chico más valiente y guapo que conozco».

—Qué gracioso eres, Hoyuelos.

El realista se arrodilló a su lado. Se estaba riendo de su propio chiste, pero ella podía ver preocupación en sus ojos azules.

—Mira, volveré rápido, ¿vale? Me muevo deprisa, y no me cansó fácilmente. Tan pronto como consiga las baterías y un vehículo, correré de vuelta aquí.

—¿Estás seguro de que vas a volver allí solo por las baterías? —le preguntó Lemon en voz baja.

—¿Qué otra razón podría tener?

Lemon levantó una ceja, le clavó una mirada fulminante.

—No voy a volver por Eve —insistió el realista.

Vaaaaaale.

—Ella no es Ana, Lemon —dijo Ezekiel—. Nunca lo ha sido.

Lemon se mordió el labio, intentó luchar contra el peso que se había asentado sobre sus hombros cuando abandonaron Babel. Sabía que había cosas más importantes por las que preocuparse, que aquel no era realmente el momento. Pero, aun así, no pudo evitar preguntar:

—Bueno, entonces, ¿cuánto falta para que me dejes tirada?

Ezekiel parpadeó, pillado de improviso.

—¿A qué te refieres?

—Me refiero a que ese es tu plan, ¿no? —Lemon miró con dureza esos ojos fugazi—. Myriad nos contó que la verdadera Ana Monrova sigue ahí fuera, en alguna parte. Herida, quizá, pero todavía viva. Papá Monrova la escondió. Y tú estás loco por ella, así que al final irás a buscarla, ¿no?

— En realidad, no había pensado en eso.

Lemon puso los ojos en blanco.

—Regla Número Siete del Desguace, Hoyuelos. Nunca times a un timador.

El realista suspiró, miró la noche a través de la escotilla superior. En los páramos se veían algunas de las estrellas más brillantes, intentando atravesar la cortina de polución y radiactividad. La luz de las estrellas besó las mejillas de Ezekiel, destelló en sus ojos, y a Lemon le dolió un poquito el pecho al verlo. Sabía que nunca le pertenecería. Que el vértigo caliente que sentía en el vientre cuando él la llamaba Pecas nunca sería más que eso.

Pero, joder, qué guapo es…

Una diminuta luz destelló sobre su cabeza, titilando mientras caía hacia el horizonte. Lemon la vio atravesando la oscuridad, y se preguntó si debería pedir un deseo.

—Una estrella fugaz —murmuró.

Ezekiel siguió su luminosa caída con esos bonitos ojos de plástico, negando con la cabeza.

—Es solo un satélite. Hay miles ahí arriba. Restos de antes de la Caída.

—A veces me pregunto si tu creador puso algo de romance en tu alma, Hoyuelos —dijo amargamente—. Y otras veces me pregunto si te cedió demasiado.

—¿Alguna vez has estado enamorada, Lemon? —le preguntó.

—Qué va. —Lemon inhaló, se limpió la nariz en la manga sucia—. Besé a un chico llamado Chopper un par de veces. Vivía en la calle, en Sedimento, como yo. Estuvo bien. Pero después se puso un poco sobón y yo le rompí un poco la nariz.

Ezekiel le dedicó una sonrisa torcida, le echó las largas con el hoyuelo, y Lemon notó un indeseado aleteo en su vientre.

—Lo harás algún día —le prometió—. Lo sé. Y entonces lo entenderás.

—Tú estás enamorado de Ana, ¿eh? Pareces loco por ella.

—Sí —contestó el realista, con fervor en la mirada—. Bien loco por ella.

—Pero también querías a Eve.

—Creía que Eve era Ana, Lemon.

La chica suspiró, se quitó el flequillo de los ojos.

—Mira, Hoyuelos, no pasé mucho tiempo en esa torre, pero soy lo bastante lista como para saber que una chica que creció en un palacio como ese tendría como cero en común con la chica a la que conociste en Sedimento. Eve es Eve. Riotgrrl. Mecánica. Dura como las uñas. Y aun así la querías. Yo también la quería. Así que ¿por qué vamos a dejarla atrás? ¿Por qué no volvemos ambos a por ella?

El realista pensó mucho antes de responder.

—Esta es la decisión de Eve, Lemon. Y nunca había podido tomar una antes de ahora. Sé que es duro, pero no podemos obligarla a venir con nosotros. Eso nos haría tan malos como Monrova y Silas. —Se pasó la mano por el bozo de la barbilla y suspiró—. Ana fue la que me enseñó cómo era estar vivo. ¿Y si sigue ahí fuera, en alguna parte? Tengo que encontrarla, se lo debo. Estos últimos dos años, mientras viajaba por estos páramos… A veces, pensar en ella era lo único que me mantenía en marcha.

—Bueno, supongamos que los cuentos de hadas se hacen realidad y consigues encontrarla —dijo Lemon—. ¿Y si la chica a la que encuentras no es la chica a la que recuerdas?

—Ella siempre será la chica a la que recuerdo. Ella es la chica que me hizo real.

Lemon sintió que el miedo le clavaba sus dedos helados en el interior. Desde que la abandonaron en esa caja de detergente, cuando era un moco, había temido estar sola. Había tardado años en reunir el valor para confiar en Evie, para confiar en Silas, para confiar en que no todos la abandonarían como habían hecho sus padres. Y ahora estaba a punto de perderlo todo.

—Mira, sé que ella es importante para ti —le dijo a Zeke—. Pero con Eve en Babel y Cricket FDS, me estoy quedando rápidamente sin peña. Y una cosa está clara y certificada: sin Evie, ni siquiera sé qué hago aquí. Yo soy la ayudante, Hoyuelos. No puedo cargar con la trama yo sola.

Ezekiel la miró con cariño y le apretó la mano.

—No voy a dejarte tirada, Lemon. Voy a volver, te lo prometo.

Mientras miraba ese bonito plástico azul, Lemon notó que un nudo subía por su garganta. Pisoteando las lágrimas con sus botas demasiado grandes, se quitó el flequillo de la cara y contestó, con su descaro habitual:

—Entonces escupe.

—¿Qué…?

Lemon se escupió en la palma y se la ofreció al realista.

—Regla Número Nueve del Desguace. El gargajo cierra el tajo.

Con una sonrisa, Ezekiel se escupió en la mano y selló el pacto con un apretón. Lemon sintió que el peso de sus hombros se aligeraba un poco. La noche brillaba un poco más.

—Vale —dijo, señalándole la cara con el dedo—. Ahora no seas tramposo.

Ezekiel sonrió y volvió a ponerle en la cabeza el enorme casco del artillero.

—Quédate en el tanque aunque vengan a venderte un paseo en poni. Me llevaré uno de esos auriculares, así que, si quieres algo, solo tienes que chillar, ¿de acuerdo?

Lemon presionó el botón de transmisión de su equipo de comunicaciones y gritó:

—¡Calcetines limpios! ¡Y algo para leer!

Zeke se arrancó el auricular con una mueca.

—Me lo has puesto a huevo. —Lemon sonrió de oreja a oreja.

El realista se encorvó y le dio un beso en la parte superior del casco.

—Mantente a salvo.

Ezekiel salió a la noche, tan silencioso como el resto del ambiente.

Con un suspiro triste, Lemon cerró la escotilla a su espalda.

La despertó el sonido más extraño.

Abrió los ojos de golpe y, aunque estaba sentada en la torreta de una máquina letal de alta tecnología, echó mano instintivamente a la pequeña cuchilla que guardaba en la hebilla de su cinturón. Solía usarla para rasgar bolsillos, en sus días en Los Diablos. A decir verdad, también se la clavaba a cualquiera que se pasara de la raya con ella.

Como no vio ninguna amenaza inmediata, Lemon se quitó las legañas de los ojos. Por el calor que atravesaba el revestimiento del tanque, supuso que el sol ya había salido; debía haber dormido la noche del tirón. Se había imaginado ese ruido o…

No. Ahí está de nuevo.

Era raro. Una especie de gorgoteo burbujeante. Con creciente alarma, Lemon se dio cuenta de que venía de su propio estómago.

—Ohhhh, mierda…

Se inclinó hacia delante y vomitó por todo el suelo. Era el tipo de malestar que te hacía sentirte como si te hubieran vaciado con una cuchara. Gimiendo, se limpió los restos de la barbilla justo antes de vomitar de nuevo. Con los ojos llenos de lágrimas y los dedos de los pies contraídos, le devolvió al mundo la lata de Neo-Carne© que se había zampado la noche anterior.

Arggg —gimió al final—. Qué asco.

Tomó un par de inhalaciones trémulas, intentando descubrir si iba a vomitar de nuevo. Decidiendo que por el momento era seguro, agarró su botella de H2O, se enjuagó la boca y se dio cuenta demasiado tarde que no había ningún sitio donde escupir.

Ezekiel le había ordenado que no abandonara el tanque.

Había sido muy específico al respecto.

Con las mejillas hinchadas, Lemon aporreó la consola, activando las cámaras de la torreta. Fuera podía ver los restos de la machina de los saqueadores, la piedra caliza desmoronada, a Cricket despatarrado allí donde había caído.

Parece bastante seguro.

Decidiendo que Hoyuelos se habría mostrado un poco más indulgente de saber que estaría atrapada allí con el hedor del vómito reciente, Lemon abrió la escotilla, asomó la cabeza y escupió. Se enjuagó la boca y escupió de nuevo, se bajó las gafas para protegerse los ojos de la luz cegadora y miró la cañada que la rodeaba.

El sol acababa de aparecer en el horizonte, pero el aire ya se estaba ondulando. Iba a ser un día feroz. Lemon examinó las rocas una vez más pero, al no ver problemas, salió del tanque para escapar del olor. Le dolía la barriga con fiereza, y las manos le temblaban un poco.

Saltó a la tierra y se dio la vuelta para verle la cara a Cricket. Su nueva cabeza estaba diseñada como el casco de un guerrero clásico de un docuvirtual histórico: un protector facial liso, mandíbula cuadrada y frente pronunciada. Sus ópticas, antes de un azul brillante, estaban ahora apagadas.

—¿Crick?

Lemon oyó un zumbido en su oreja y ahuyentó a un gordo moscardón que estaba dando vueltas alrededor de su cabeza.

—¿Me oyes, pequeño fuga?

El robot no respondió. La chica suspiró, frotándose el estómago. Había vomitado todo lo que había comido, pero todavía se sentía vomitástica, con la piel humedecida por el sudor. Tomó un sorbo experimental de agua, se lo tragó con una mueca. Nunca antes se había encontrado una lata de Neo-Carne© en mal estado; esa cosa tenía más conservantes que comida de verdad. Quizá había pasado demasiado tiempo encerrada en el tanque.

El moscardón regresó, trazando círculos perezosos alrededor de su cabeza. Lemon le lanzó otro manotazo desganado, pero cuando el bicho pasó zumbando por delante de su cara, la chica se dio cuenta de que no era una mosca: era un gordo abejorro con cara de enfado.

Solo los había visto en los docuvirtuales de Historia. Siempre le habían dicho que se extinguieron antes del Terremoto, así que era verdaderamente raro ver uno allí, en el páramo. Su cuerpecito peludo tenía rayas amarillas y negras, un aguijón brillante. Lemon dio un manotazo de verdad, casi golpeándolo en el aire. Zumbando furiosamente, el abejorro se retiró con rapidez hacia la pared del barranco.

—Sí, eso es —gruñó Lemon—. Y díselo a tus amigos, coleguita.

Se preguntó dónde estaría Ezekiel, cuánto se habría acercado a Babel. Al darse cuenta de que solo tenía que preguntárselo, trepó de nuevo al tanque y buscó su casco en el interior. Cuando se lo puso en la cabeza, vio que el abejorro había regresado, que se había posado en la escotilla junto a su mano. Agitó las alas, emitió un zumbidito furioso.

—Has vuelto a por más, ¿eh? —Lemon frunció el ceño—. Has tomado una mala decisión, pequeñín.

Se quitó la bota despacio y la levantó sobre su cabeza… justo cuando otro abejorro apareció zumbando en el cielo y aterrizó en la punta de su nariz.

—Oh, mieeeerda —susurró.

Contuvo el aliento, miró con los ojos bizcos la negra y brillante mirada del bichito.

—¿Sabes? Cuando te dije que se lo contaras a tus amigos, solo me estaba haciendo la valiente.

Oyó el sonsonete de unas alas perezosas en el calor del sol. No se atrevió a moverse, con los ojos fijos en el afilado trasero del invasor de su nariz. Pero, cuando el zumbido se hizo más fuerte, miró a su alrededor, con cuidado de no mover la cabeza. Vio una docena de abejorros más en las paredes del barranco, trazando círculos perezosos a su alrededor. Moviéndose despacio, pulsó el botón del transmisor en el sistema de comunicación de su casco.

—Esto… ¿Hoyuelos? —comenzó—. Hoyuelos, ¿me recibes?

Escuchó el breve crepitar de la estática, la tenue respuesta de Ezekiel.

—¿Lemon? ¿Va todo bien?

—Uhm, eso depende. ¿Qué comen las abejas?

—¿Qué?

—En serio, ¿qué comen?

—Bueno, no es que yo sea un experto ni nada de eso, pero creo que probablemente comen miel.

—… ¿No comen gente?

—Noooo. Creo que es seguro afirmar que no comen gente. ¿Podría preguntar por qué?

El cielo estaba ahora lleno de abejas, un enjambre oscilante y ondulante que llenaba el aire de zumbidos. Lemon oyó pasos suaves y arrastrados arriba, y estiró el cuello lentamente para mirar las paredes del barranco sobre su cabeza. Vio a una extraña mujer en el saliente, mirándola.

Era alta, guapa, con la piel de un profundo tono marrón. Llevaba el cabello trenzado en largas y pulcras rastas. Sus ojos eran de un extraño y resplandeciente dorado; Lemon suponía que debían ser cibernéticos, de algún tipo. Llevaba una larga capa terracota a pesar del calor, un extraño fusil colgado a la espalda. Debajo de la capa vestía un traje de lo que parecía vinilo negro, polvoriento tras un largo viaje, ceñido y moldeado con extrañas protuberancias y crestas sobre algunas curvas importantes.

He visto ese tipo de traje antes…

Lemon se mantuvo inmóvil, con la abeja todavía posada en su nariz y los ojos clavados en la desconocida de arriba. La mujer se tiró del cuello alto del traje, exponiendo la garganta. A Lemon se le heló la sangre en las venas al darse cuenta de que la piel de la mujer estaba picada por docenas, quizá centenares, de diminutos agujeros hexagonales.

Como un panal…

Más abejorros reptaban por su cabello, por su rostro, por su sonrisa. Y, mientras Lemon miraba, docenas más emergieron de la piel de la extraña mujer.

—Oh, que me den trastrás por detrás —susurró la chica.

La mujer miró a Lemon con un destello en sus ojos dorados.

Lemonfresh —dijo—. Hemos estado buscándola.

Dunas interminables y rocas escarpadas y polvo hasta donde el ojo podía ver. Ezekiel atravesaba los páramos a largas zancadas; los kilómetros desaparecían bajo sus botas. Estaba haciendo un buen tiempo, y calculaba que llegaría a Babel para la puesta de sol. Podía ver la torre más adelante, elevándose sobre el horizonte en su espiral de doble hélice, con su sombra estirándose hacia el este.

La verdad era que no sabía qué haría cuando llegara allí. Si Gabriel y Faith se habían recuperado de las palizas que se habían llevado, si Eve…

Eve.

Tampoco sabía qué hacer con ella. No le había contado a Lemon la última conversación que tuvieron justo antes de abandonar la torre, las amenazas veladas que la realista recién recuperada había vertido. El peligroso brillo en el ojo de Eve cuando pronunció aquellas últimas y aciagas palabras.

«La próxima vez que nos veamos... no creo que sea como tú quieres».

No estaba seguro de qué había querido decir. Eve estaba furiosa, él lo sabía. Por las mentiras que Silas y Nicholas Monrova le habían contado. Por la vida falsa que le habían construido. Tenía derecho a estar enfadada. Con ellos. Con él. Pero Lemon había tenido razón: aunque quisiera a Ana, una parte de él también quería a Eve.

¿Por eso vas a regresar?

¿Tan poco tiempo después de marcharte?

No se trataba solo del hecho de que Eve fuera la doble de Ana. Eve tenía una fuerza y una determinación que nunca había visto en la Ana original, un fuego y unos recursos forjados tras años buscándose la vida en un basurero como Sedimento. Pero, si Eve unía sus pasos a los de Gabriel, o peor aún, a los de su hermano Uriel, si usaba ese fuego para ayudar a sus hermanos a librarse del mundo de los dinosaurios que era la humanidad…

¿En qué se convertiría?

—Esto… ¿Hoyuelos? Hoyuelos, ¿me recibes?

El realista aminoró el paso, pulsó el receptor de su auricular.

—¿Lemon? —preguntó—. ¿Va todo bien?

—Uhm, eso depende. ¿Qué comen las abejas?

—¿Qué?

—En serio, ¿qué comen?

Ezekiel se frotó la barbilla, preguntándose de qué estaría hablando la chica.

—Bueno, no es que yo sea un experto ni nada de eso, pero creo que probablemente comen miel.

—… ¿No comen gente?

—Noooo. Creo que es seguro afirmar que no comen gente. ¿Podría preguntar por qué?

—Oh, que me den trastrás por detrás…

—¿Pecas? ¿Estás…?

—¡Hoyuelos, ayuda! —fue su crepitante súplica—. ¡Hay una cr…!

Un chirrido de estática atravesó el auricular y la transmisión se cortó.

—¿Lemon? —Ezekiel le dio un golpecito al auricular—. Lemon, ¿me oyes?

Nada. Ninguna respuesta. Pero había captado el miedo y la adrenalina en la voz de Lemon y, con una maldición, se giró y comenzó a correr de vuelta por el camino por el que había venido. No con una zancada fácil esta vez, sino en un sprint furioso y a todo pulmón. Apretando los dientes, acompañando la zancada con el brazo, golpeando la tierra con sus botas. Gritó su nombre al sistema de comunicación, no obtuvo respuesta y el miedo floreció en su vientre con un pánico helado.

Le había dicho que se quedara en el tanque. Debería haber estado segura allí. ¿Qué diantres podría haber llegado hasta ella en el interior de un vehículo con blindaje antirradiación?

A menos que hubiera salido…

No deberías haberla dejado atrás.

Corrió. Tan rápido como pudo. Nunca, en su corta vida, se había esforzado tanto: su corazón latía con fuerza, sus venas bombeaban ácido. Era la cumbre de la perfección física, generado en GnosisLabs para ser más que humano. Pero, al final, era solo hueso y músculo, sangre y carne. Incluso golpeando el polvo tan rápido como podía, habían pasado horas cuando llegó; el sol ardía alto en el cielo, y tenía la piel y la ropa empapada en sudor. El barranco estaba letalmente silencioso. Como una tumba. Como esa celda en Babel minutos después de que sus hermanos y él asesinaran a la familia Monrova, cuando apuntó con el arma a la cabeza de Eve y susurró aquellas dos palabras sin sentido:

«Lo siento».

El tanque estaba justo donde lo había dejado, pero la escotilla estaba abierta y, lo que era peor, no había ni rastro de Lemon o Cricket. Ezekiel empuñó su pesada pistola y trepó por las rocas, utilizando sus sentidos mejorados para escuchar con atención pero sin oír nada. Saltó al tanque, miró el interior y vio que lo habían destripado parcialmente: el equipo informático, la munición del cañón y el equipo de radio habían desaparecido. Habían intentado abrir el armero, pero no consiguieron atravesar el metal con fuego.

Delante de la puerta calcinada del armario estaba el casco de Lemon, salpicado de vómito y de algunas gotas de sangre. Y, junto a este, había un par de bichos aplastados.

No… No eran bichos…

¿Abejas…?

Se arrodilló junto a los pequeños cadáveres, los recogió y los acunó en su palma. Sus ojos eran lo bastante buenos como para contar todas las pecas de la cara de una chica en una fracción de segundo, para rastrear una polilla en el cielo a medianoche. Miró los insectos con los ojos entornados y vio que era una pareja de gemelos: no solo similares, sino idénticos, incluso en el número de vellosidades de sus cuerpos y en las facetas de sus ojos. Y, al darles la vuelta sobre su palma, el realista descubrió que las franjas de sus abdómenes estaban dispuestas siguiendo un diminuto patrón.

Un código de barras.

Ezekiel cerró el puño.

—BioMaas —susurró.