
La supervivencia de las especies
Consejo de guerra
Otro enemigo más
Gran Strategium Boreal, 13 de Secundus
El foso del Gran Strategium Boreal relucía por las proyecciones hololíticas. Unos planetas falsos flotaban en órbitas congeladas, cada uno de ellos era una copia de Terra con una simulación de desastre distinta. Unas cascadas de texto descendían sin parar, y unos números, que solo los expertos sabían descifrar, las rodeaban en unas cintas iluminadas. Salvo por los mapas superpuestos en todo ello, con sus miles de puntos de datos que parpadeaban, las imágenes eran abstractas. No había ninguna transmisión de vídeo ni ninguna pictografía de las bombas que caían. Tal vez la falta de inmediatez de la información contribuía a la calma que reinaba en el strategium. Los cientos de personas que trabajaban en las muchas galerías del lugar lo hacían en tanto silencio que se podía oír el bombardeo, por muy amortiguado que quedara por los gruesos muros del bastión y la atenuación aural. Incluso en un lugar tan sumido en las profundidades del bastión, el ambiente estaba cargado por la energía de la actividad sin fin de los escudos del vacío. El metal que se acercaba a más metal generaba unas chispas salvajes, y el plasma frío de los fuegos fatuos se aferraba a los bordes duros.
Varios oficiales de decenas de organizaciones distintas trabajaban en una armonía perfecta, cada uno de ellos, responsable de una pequeña sección de la estrategia en general. No obstante, por mucho que la serenidad estuviera a la orden del día, la mayoría del personal contaba con la información suficiente como para hacerse una idea de la situación general de los datos que descendían por el foso. El futuro de la humanidad pendía de un hilo; todos lo sabían.
La concentración más absoluta era un remedio para el miedo, pues, a pesar de que todos creían en el Pretoriano del Emperador, no había un solo mortal dentro de las paredes del Palacio que no estuviera asustado. Los que se encontraban en el strategium solían poder reconfortarse con la presencia dorada de Dorn; notaban que su mirada pasaba por ellos cuando examinaba las pantallas desde su plataforma, situada encima del enorme conducto central.
Sin embargo, en aquellos momentos no estaba ahí.
Turia Amund era una de esas personas. Al ser una controladora de tráfico del interior del sistema a la que habían reclutado para ayudar durante la campaña bélica, se consideraba a sí misma una civil, por mucho que la frontera entre combatiente y no combatiente se hubiera desvanecido por culpa de las necesidades de una guerra absoluta. Su especialización era la monitorización etérea, una disciplina un tanto estrecha que se le daba de muerte. Observaba el vacío para ver dónde se partía la realidad para permitir que las naves entraran y salieran de la disformidad. En otros tiempos, su puesto de trabajo se hallaba muy por encima del planeta, en una estación orbital, pero dicha estación ya no existía. Al quedar desprovista de su equipamiento original para formar una batería de artillería para el señor Dorn, lo más seguro era que ya hubiera caído en manos del enemigo. Turia suponía que debía considerarse afortunada. Su clasificación era alta, por lo que la habían llevado al corazón del mando imperial. Sus compañeros menos afortunados habían acabado encargándose de las armas que habían sustituido a su equipamiento. Debían de haber muerto donde trabajaban, sordos, ahogados por la ficelina, atacados por guerreros a los que habían creado para ser sus protectores, confusos al ver que la galaxia les había dado la espalda de ese modo.
El nuevo mundo de Turia era tan solo un pequeño atisbo del conjunto de la estrategia. La red de monitorización etérea de Sol había desaparecido, lo cual la obligaba a depender solo de las máquinas sensoriales situadas en Terra. Con una fuente de información tan limitada, sus dispositivos, al igual que muchos otros del strategium, funcionaban prácticamente a ciegas. Cumplía con su deber tan bien como podía y se valía de los recursos que estaban a su disposición para vigilar aquel lugar más allá del cielo, en busca de más intrusiones enemigas.
A su izquierda, un conjunto de luces dispuestas en filas ordenadas y en forma de media luna parpadeaban en patrones que solo alguien de su casta lograría entender. Un poco más lejos de las luces, una cascada de datos numéricos proyectados, tan plateada como el agua al reflejar la luz, ofrecía cotejos de datos y correcciones para el patrón de las luces. Siete pantallas delante de ella, todas hechas de gel o cristal activo, mostraban unos senos trigonométricos danzantes y unas motas arremolinadas de hechos abstractos. A su derecha, un armario alto, abierto por la parte delantera, contenía un dispositivo intrincado, parecido a un planetario, con esferas que giraban en raíles que representaban órbitas inexistentes en el mundo material. El visor que llevaba le proyectaba más datos en las retinas y añadía información al flujo y lo enriquecía. Cada instrumento contaba con su propio ruido, un sonido leve y repetitivo de su función, ya fuera generado de forma electrónica o como consecuencia del movimiento de sus mecanismos, como el suave traqueteo de los engranajes de latón que emanaba del eteroscopio o el siseo pulsante de ruido blanco que emitía la cascada hololítica. Todo ello era hipnótico: le calmaba los nervios y la ayudaba a concentrarse. La orquesta colectiva la sumía en un estado meditativo, donde el sueño que tanto necesitaba dejaba de importunarla un poco.
El tamaño de las flotas del Señor de la Guerra la aterraba, y el de la brecha de la disformidad por la que habían entrado la aterraba más aún. Al ser hija de la secular Verdad Imperial, cuando comenzó su carrera, solo concebía la disformidad como un pasaje a través del tiempo y el espacio, pues eso era lo que le habían enseñado. A pesar de los mejores intentos por parte de la Hegemonía de reforzar ese punto de vista, los rumores se propagaron por la población mientras la guerra continuaba; unos rumores que decían que la disformidad no solo era un lugar de energía, sino también un océano mortífero repleto de criaturas enemistadas con la humanidad. En aquellos momentos, ya sabía lo suficiente como para suponer que los rumores habían estado en lo cierto.
Unas lecturas confusas pasaban por todas sus pantallas sin ningún sentido. La brecha de la disformidad era tan grande que bloqueaba cualquier señal que los augures etéreos de Terra, limitados y fijos, fueran capaces de detectar. Al mirarla, incluso como datos neutrales, se enfrentaba segundo tras segundo a lo que se les venía encima. No creía que fuera a ser capaz de ver algo a través de los picos de energía que pasaban en gráficos desiguales por su visor de inmersión. Suplicaba a esos dioses que le habían inculcado que no existían que esa estática desigual desapareciera, junto con los gritos y susurros que se oían a medias; rogaba que su mundo volviera a la sensación plácida de los pitidos de notificaciones comprensibles y los trayectos de entrada y salida que tenían sentido matemático.
No era lo bastante ingenua como para creer que aquello iba a suceder.
Turia dedicaba la poca atención que le quedaba a echar un vistazo hacia arriba de vez en cuando, en espera del regreso de Dorn; se atrevía a reducir la opacidad de la pantalla que tenía delante, por si el hijo del Emperador se había quedado entre las sombras. Y, cada vez que lo hacía, se llevaba el mismo chasco. En vez de al Pretoriano, lo que veía eran las filas de monitores que se curvaban alrededor del foso del strategium, los supervisores de expresión seria, los intermediarios de los grupos de batalla, los oficiales del ejército y los transhumanos de media docena de legiones, listos para transmitir cualquier dato relevante a sus respectivos comandantes. Los miembros de los regimientos de los Antiguos Cien eran quienes más predominaban, pero había muchos de otros grupos. Se quedaban junto a sus estaciones, inquietos, a la espera de que ocurriera algo.
El lugar estaba tan tenso que provocaba una letargia peculiar que flotaba sobre la sala.
Cuando Dorn por fin se acercó a grandes zancadas a su puente de observación, el ambiente cambió de inmediato. Llegó sin que nadie anunciara su presencia, lo cual no era nada común. A pesar de lo cual Turia miró arriba cuando llegó, sin ser consciente de por qué escogió ese momento en concreto para girar la cabeza. Así eran los primarcas: ejercían una influencia sobre la psiquis humana que atraía y repelía a partes iguales.
Los cien metros que separaban su estación del púlpito de Dorn no disminuían la presencia del Pretoriano. De hecho, parecía mucho más grande de lo normal, porque estaba por encima de ella y por su armadura dorada tallada en planos de azul y plata debido al reflejo de la luz hololítica. Iluminado desde abajo, sus rasgos nobles parecían indomables, y su cabello, de un color blanco reluciente. Era tan duro y frío como su planeta natal, Inwit.
Mientras los miraba, posó los ojos en Turia, y ella se sintió inferior, como si pensara que el primarca no estaba conforme con ella; no por falta de esfuerzo o habilidad, sino simplemente porque era lo que era: humana, falible, frágil.
Siguió consternada y exultante a partes iguales cuando el Pretoriano de Terra pasó la mirada más allá de ella. Al acabar su recorrido visual, se inclinó hacia delante para dirigirse a ellos.
—Sirvientes del Imperio, súbditos leales del Emperador, creyentes de la Unidad —empezó. Su voz resonaba con algo que salía de más allá de la mundana existencia humana e hizo que un escalofrío recorriera la espalda de Turia—. Al fin hemos llegado a la hora final. El Señor de la Guerra rodea el Mundo del Trono. Durante la primera milésima de este día, un minuto después de medianoche según el antiguo conteo, su bombardeo ha dado comienzo.
Ya lo sabían; habían oído los proyectiles. Aquellos que habían entrado o salido del strategium en el cambio de turno habían visto que se activaban los escudos del vacío. Todos habían notado las explosiones que habían sacudido el planeta, todos habían sufrido ese cosquilleo en el cerebro a causa de la tecnología de disformidad activa de la égida. Otro hombre, quizá incluso otro primarca, podría haber soltado un comentario jocoso sobre ello, sobre lo obvia que había sido su información. No obstante, la gracia no era una característica demasiado predominante en la composición del señor Dorn.
—Nos hemos preparado para este momento; nos hemos esforzado para anticipar los planes de los traidores. Ahora nos encontramos al borde de la aniquilación, ¡mas no debemos caer presas de la angustia! —vociferó—. No pretendemos derribar a los ejércitos de Horus, sino que solo debemos resistir. Hagamos que las defensas de Terra sean el acantilado contra el que Horus se estrelle. Hagamos que desperdicie su poderío para derrotarnos, y entonces, cuando esté agotado, cuando se haya quedado sin energía, cuando flaqueen sus fuerzas, ¡nuestra venganza caerá sobre él y erradicará su perfidia de las estrellas! —Paseó la mirada por los fosos una vez más—. No todos vosotros sobreviviréis para ver ese día, pero quiero que sepáis que somos una raza al borde de la extinción. Puede parecer que, en la ecuación que decidirá la supervivencia de nuestra especie, vuestras vidas no sean gran cosa. Pero vuestros esfuerzos, por pequeños que os parezcan, son vitales, todos y cada uno de ellos. Acudo a vosotros ahora, cuando el Emperador más os necesita, para que hagáis a un lado vuestro miedo, para que os alejéis del terror y para que le dediquéis hasta el último aliento de vuestro ser a nuestra victoria inevitable. Soy un primarca, hecho por la propia mano del Emperador, y, aun así, es por vosotros y solo por vosotros, hombres y mujeres de la raza humana, por quienes ha comenzado este esfuerzo. Nuestro Imperio no está formado por dioses ni monstruos, como pretende establecer Horus, sino por la unidad necesaria para cobijar y proteger a nuestra especie de todos los males del universo y de más allá. No penséis en vosotros mientras caen las bombas. No penséis en vuestra supervivencia mientras el enemigo se acerca. No, pensad en la perseverancia, en la persistencia, en la resistencia de la humanidad. —Alzó la voz más aún, a un volumen ensordecedor. Turia nunca había oído una voz tan pura, tan aterradora—. Pensad en las generaciones venideras. Recordad la paz que seguirá a la victoria. ¡Manteneos firmes en vuestro propósito, cumplid con vuestro deber hacia el Emperador y saldremos triunfantes!
Se produjo un instante cargado de silencio en el que no se oyó ni un solo sonido humano, tan solo el traqueteo de las máquinas. Entonces, un par de manos aplaudieron, y luego otro y otro, hasta que cada hombre, mujer y transhumano del strategium se puso a aplaudir y a vitorear. El júbilo superó al miedo. Durante un breve instante, Turia captó lo que podría ser la sensación de la victoria.
Dorn asintió una sola vez, satisfecho, le dio la espalda al conducto y se marchó.
Bastión Bhab, 13 de Secundus
El Consejo de Defensa primario se reunió en una sala ya cargada de historia. El Bastión Bhab databa de antes de la Gran Cruzada, antes de las guerras de la Unificación. Nadie estaba seguro de cuándo se había construido, así como tampoco conocían su nombre original ni el de quienes lo erigieron. Se había diseñado para la guerra, y, cuando los arquitectos del Palacio fueron allí a derribarlo y construir algún edificio más elegante, se había negado a morir.
Dorn admiraba su tenacidad, por lo que lo había adoptado y adaptado para que fuera su centro de mando. Un lugar como aquel le iba como anillo al dedo a su temperamento.
El Pretoriano se metió en una sala llena de moquetas antiguas y de tapices de victorias ya olvidadas. Su madera y su tela estaban impregnadas del humo del tabbaq y del aroma de vinos ancestrales, perfume disipado y polvo. Bajo unos globos lumen tenues, los cuatro seres más poderosos de Terra, sin contar al propio Emperador, lo esperaban.
Un par de edecanes de los Imperial Fists cerraron las puertas tras su señor. La madera gruesa amortiguó el ruido del bombardeo, aunque sin llegar a silenciarlo.
—Hermanos —los saludó Dorn—. Capitán general, señor Malcador.
Los saludos entre ellos no se extendieron más allá de unos leves ademanes con la cabeza. Sanguinius, Jaghatai Khan y Constantin Valdor llevaban su armadura, mientras que Malcador vestía su túnica verde y simple de siempre, si bien contaba con una protección de la que ninguno de los otros gozaba. El Sigilita era el único que estaba sentado en el lugar central de la sala: una enorme mesa redonda de madera, construida a escala para los gigantes. Este había ocupado un taburete alto hecho para que los humanos corrientes llegaran a lo alto de la mesa, y, a pesar de que exudaba un aura de poder incluso en aquel asiento diminuto y ridículo, estaba más retraído que nunca y parecía más viejo.
—La situación empeora —comentó Sanguinius.
—Así es —asintió Dorn, lúgubre. Cuando se acercó, una proyección a pequeña escala del Sistema Solar parpadeó al encenderse. Se colocó junto a los demás, quienes rodearon la mesa.
»Los últimos puntos defensivos de la resistencia de Luna cayeron hace dos días. Todos los fuertes orbitales y las fortalezas celestiales adaptadas de las placas orbitales han caído en manos enemigas o han quedado destruidos. Horus tiene las riendas del espacio en el vacío cercano a Terra. Estamos acorralados.
—Imagino que lidiaste con la artillería orbital de los fuertes antes de que los ocuparan —dijo Malcador.
—Ya no podrán funcionar. En algunos casos, pudimos convencer al enemigo de destruir los fuertes en lugar de capturarlos. En otros, mis Imperial Fists y los Blood Angels de Sanguinius no dejaron nada que pudieran utilizar —repuso Dorn.
—Nos llevó demasiado tiempo. Los dos perdimos a muchos hijos para asegurarnos de que así fuera —interpuso Sanguinius.
—Basta con que no puedan dispararnos desde ahí —dijo Dorn.
—Lástima que las tácticas que empleaste en Urano no se pudieran repetir —comentó Malcador—. Supongo que debemos dar las gracias a que Horus cayera en la trampa la primera vez.
Dorn negó con la cabeza.
—Horus no habría caído en la trampa, pero la arrogancia de Perturabo es algo en lo que se puede confiar cuando no se puede confiar en nada más —dijo. Su voz solo transmitió algo de emoción cuando mencionó al Señor del Hierro al que tanto odiaba—. Pero tienes razón, no podemos valernos del mismo truco dos veces.
—El enemigo tampoco —interpuso Jaghatai Khan—. Nos enfrentamos a la verdad de la voluntad. No huiremos ni maniobraremos más; ha llegado el momento de que la piedra y el acero hablen.
—Pareces ansioso por luchar —comentó Sanguinius.
—Hasta el viento se cansa de escapar —repuso el Khan.
—La piedra y el acero hablarán —aseguró Dorn—. Los ejércitos de Horus… —Hizo una pausa, como si no pudiera creer lo que estaba a punto de decir. Un atisbo de incertidumbre pasó por su mirada—. Son de un tamaño casi incalculable. Hay representantes de cada legión traidora en el Sistema Solar. Lidera a miles de regimientos de soldados traidores; cientos de casas de Caballeros, y decenas de legios de titanes, las cuales, por mucho que vieran sus fuerzas reducidas en Beta-Garmon —Indicó a Sanguinius—, siguen superando en número a las nuestras. Ahora el bloqueo del interior del sistema ha quedado apartado, y las fuerzas unidas del Mechanicum Oscuro se dirigen a Terra desde Marte. Nos asedian desde todas las direcciones. —Señaló hacia el holograma y acercó una sección de la órbita alta de Terra.
—Estamos acorralados. Horus podría destruirnos mil veces —dijo Sanguinius—. Un ataque cometa, un bombardeo de asteroides, una salva unida de su artillería… Cualquiera de esos métodos podría reducir el planeta a escombros.
—Eso no es lo que quiere —repuso Dorn—. Si Horus quisiera destruir Terra y reducirla hasta el componente atómico más pequeño, lo habría hecho hace semanas. Terra no es su objetivo, sino el campo de batalla. —Apuntó con un dedo hacia el globo que rotaba en su eje de luz—. A lo largo de toda la guerra, algo me ha preocupado: ¿por qué tanta prisa? ¿Por qué Horus se apresura a enfrentarse a nosotros? Si hubiera sido yo quien hubiera organizado la guerra —dijo, con un tono que indicaba que había pasado bastante tiempo considerándolo—, habría retrasado el enfrentamiento final. Horus ha dejado a demasiadas de nuestras fuerzas intactas a su espalda. Sus ataques iniciales, en Isstvan y Calth, sembraron el caos y debilitaron a las legiones leales, pero seguimos contando con miles de millones de soldados en cientos de miles de sistemas intactos. Ha pasado muy poco tiempo defendiendo los lugares que ha conquistado. Al principio, vi un patrón emergente en lo que ha llamado «sumisiones oscuras». Los planetas que invadió los escogió a propósito para tener suministros y así poder avanzar. No ha sido una guerra de conquista, sino que todo lo que ha hecho ha sido para facilitar su viaje a Terra. Si bien existen muchas razones por las que podría haberlo hecho, el camino más seguro hacia la victoria, si pretende usurpar a nuestro padre, habría sido una guerra más larga, pasar tiempo domando el este galáctico, rodear Terra por el Segmentum Solar para dominar el oeste y aislar la base del gobierno imperial. Mientras nos recuperábamos de su traición, podría haber redoblado sus esfuerzos para acabar con Guilliman; en su lugar, dejó que Lorgar y Angron echaran a perder el intento. Y ahora está aquí, con Guilliman pisándole los talones. Y, aunque bien podría ganar la guerra con una sola orden… —Dorn hizo una pausa—, no lo hace.
—Y no lo hará —dijo Malcador—. Debe enfrentarse a su padre. Ese es el propósito del ataque.
Dorn asintió.
—Yo he llegado a la misma conclusión; y la falta de un bombardeo decisivo contra el Mundo del Trono lo confirma. —Dorn miró al regente imperial—. ¿Hablas de la disformidad?
—Así es —contestó Malcador—. Horus libra una guerra que va más allá del reino material. Hay varios factores en juego que se escapan de tu comprensión.
—Intenta explicármelos, entonces —le pidió Dorn—. El uso de la brujería por parte de Horus me confunde cada vez que ocurre. No puedo librar esta guerra con profesores tan malos.
—Hijo mío —dijo Malcador, cansado—, no puedes entenderlo porque tu padre no te otorgó la capacidad de comprender los menesteres del reino espiritual. Te lo podría explicar largo y tendido, y tú lo entenderías menos que nadie. ¿No crees que, si fuera posible, tu padre o yo te lo habríamos explicado ya? Te habríamos hablado de la amenaza de la disformidad desde el principio.
—Lamento mucho que no lo hicierais —repuso Dorn.
—El resultado habría sido un desastre —explicó Malcador.
—Se podría decir que no contárnoslo ha sido peor —insistió el Pretoriano.
—¿Ah, sí? —preguntó Malcador en voz baja—. De acuerdo. Te usaré como ejemplo, Dorn. Naciste para liderar el reino material. Nada de este mundo se escapa a tu alcance. Sin embargo, el conocimiento sobre la disformidad nunca habría podido ser tuyo. Al ser un hombre que desea alcanzar la maestría en todo, te habrías visto tentado a estudiarla y, al hacerlo, habrías caído ante el Caos. Eres resistente a los peligros de la oscuridad, pero nadie es inmune. —Hizo una pausa—. Solo uno de vosotros contaba con el temple necesario al principio como para resistirse a los susurros de los dioses. A él se lo contamos.
—¿A quién? —preguntó Dorn, sorprendido—. Tenía entendido que no se lo habíais contado a ninguno.
—¿Quién podría haberlo sabido? —pensó Sanguinius en voz alta—. ¿Jaghatai?
El Khan negó con la cabeza. La falta de aviso no le preocupaba tanto como a sus hermanos.
—No fui yo.
—¡Se podría haber evitado mucho sufrimiento! —exclamó Sanguinius.
Malcador le dedicó una mirada muy seria al Gran Ángel y pareció crecer, como una llama que se aviva ante una brisa inesperada.
—No creas ni por un instante que vuestros desafíos habrían sido menos arduos si lo hubierais sabido todo desde el principio. Sé que lo has pasado mal, Sanguinius. Hay espacio en los infiernos de los dioses para más de un ángel rojo.
Sanguinius se puso pálido, lo cual sorprendió a Dorn en gran medida.
—Malcador —intervino el Pretoriano, sin emoción—, no te pases de la raya.
El Regente Imperial se hundió en sí mismo con un suspiro.
—Mis disculpas. Los tiempos que corren son duros, y hasta yo tengo mis límites. Todos vosotros sabéis que sois como hijos para mí. Solo quería que me entendierais. —Miró a Sanguinius—. Perdóname.
—Lo entiendo —le respondió Sanguinius—. Estamos en paz, tío Malcador.
—A quién se lo contó el Emperador no es lo que importa. Incluso ahora es mejor que no lo sepáis —continuó Malcador—. Nombrar los poderes de lo empíreo es llamar su atención. Solo saberlo ya es algo que corrompe; eso es lo único que debéis saber ahora, y mucho más de lo que debíais saber por aquel entonces.
—Sigo pensando que nos habría venido bien más información. Por mi parte, nunca habría retirado a mis Bibliotecarios si hubiera sabido a qué nos enfrentábamos —insistió Dorn—. Reprendí a Russ por negarse a seguir el edicto de Nikaea. Incluso discutí con el Khan cuando se negó a ello también.
—Padre no siempre tiene razón —interpuso el Khan.
—Te creó para decir eso —dijo Malcador.
—Quizá sí —repuso el Khan—. Pero quizá también debería haber mirado más allá de los usos que tenía pensados para nosotros y debería haber confiado en nosotros. Es un padre distante.
—Mira cómo se le ha recompensado su afecto. —Malcador dio un golpe en el suelo con su bastón dorado, y las llamas que rodeaban el ojo que tenía en lo alto se avivaron—. El destino nos ha llevado a este momento. La guerra de la disformidad, la telaraña y el materium son facetas distintas de una batalla más grande. Tu hermano lo sabe.
Sanguinius, sin quererlo, volvió a pensar en las campañas de Davin y Signus, donde se enfrentó al Caos puro en sus muchas formas.
—Así es —dijo él—. No sé si padre cometió un error de cálculo o no, pero la verdad es que estamos aquí, librando una guerra que no se pelea solo en el reino de la carne.
—Esa es la única guerra que yo sé librar —interpuso Dorn—. Esas criaturas del más allá, las pesadillas que sufre toda la población… ¿Cómo puedo prepararme para eso?
—No puedes, pero la guerra de las balas y las espadas también debe librarse, al igual que la de las almas y la brujería —respondió Malcador—. Debes cumplir con tu papel, y yo, con el mío, cuando llegue el momento. —Al ser uno de los pocos hombres capaces de mirar a un primarca a los ojos sin estremecerse, Malcador le devolvió la mirada a cada uno de los tres hijos leales por turnos—. Todos vosotros tenéis un papel que cumplir en esta batalla. —Le dedicó una sonrisa triste a Sanguinius, y el Ángel apartó la mirada—. No son los papeles que vuestro padre os escribió, pero de todos modos son los más apropiados para vosotros, para el Ángel, el Pretoriano y el Halcón Guerrero. —Al decirlo, les dedicó una mirada cargada de orgullo propia de un padre—. Tres campeones. El Emperador y yo tenemos fe en que podréis con ello.
Los primarcas guardaron silencio durante unos instantes.
—La fe no bastará —dijo Dorn—. Nuestras comunicaciones no son fiables, y el caos de la disformidad impide la astrotelepatía. Estamos solos. No sabremos nada de lo que ocurre más allá de la órbita de Luna. Mi hipótesis es que las flotas fronterizas sobrevivirán durante varios meses. Entre los últimos mensajes que nos llegaron estaban los comunicados de la almirante Su-Kassen: el resto de nuestras naves se han reunido con todas sus fuerzas, entre ellas, muchas de tus flotas Halcón.
Jaghatai Khan inclinó la cabeza.
—«Todas sus fuerzas» siguen sin ser suficientes para vencer a Horus. Cuenta con muchos más elementos del vacío que nosotros. Deberíamos haber dejado la Falange aquí —dijo Sanguinius, refiriéndose a la enorme nave insignia de Dorn, la cual había alejado de Terra para formar el núcleo de las flotas fronterizas, bajo el mando de Su-Kassen—. Por sí sola, la nave habría aumentado nuestra capacidad defensiva en gran medida. Habríamos podido asestarle un buen golpe a Horus.
—Y entonces la habríamos perdido, junto con todas las demás naves y elementos orbitales —contrapuso Dorn—. No tenemos fuerzas suficientes como para enfrentarnos a la armada que Horus ha reunido alrededor de Terra, es por eso que alejé a las naves de guerra que quedaban. La Falange las liderará hasta que llegue el momento apropiado para que ataquen.
—No la retiraste por eso —replicó Sanguinius.
—La decisión está tomada —insistió el Pretoriano, convencido—. Y me reafirmo.
—Que así sea —dijo Sanguinius—. Pero no sé si la estrategia de mantener la Falange como un vector de escape para el Emperador surtirá efecto.
—Si Terra cae, el Emperador debe sobrevivir —repuso Dorn—. Todos estamos de acuerdo en que el objetivo de Horus es el Emperador, no Terra. Y la Falange es nuestra mejor oportunidad de conseguir que pueda escapar. Solo mi nave insignia es capaz de abrirse paso dentro y fuera del sistema para alejarlo de aquí. En cualquier otro caso, las naves del perímetro se mantendrán al margen de las batallas hasta que Roboute esté cerca. Las órdenes que recibió Su-Kassen fueron abrir paso cuando las flotas orientales salgan de la disformidad. Perturabo y sus hijos bastardos todavía no se han adentrado en las esferas internas del sistema. Si actúa como siempre, él y su legión fortificarán los límites exteriores contra Roboute. No podemos permitir que ningún círculo de hierro que puedan desplegar ralentice el avance de quienes vienen a rescatarnos. Su-Kassen se encargará de ello.
—¿Qué sabemos de las fuerzas de Guilliman? ¿Tenemos alguna noticia de su progreso? —quiso saber el Khan.
—Ninguna —respondió Dorn—. Debemos confiar en que sigue avanzando hacia Terra y que no se ha quedado sin fuerzas. Los Iron Warriors ocupan las rutas del vacío más rápidas como si fueran minas de contacto, y, cuando hayan superado todos los demás escollos, Roboute deberá abrirse paso a través de la retaguardia que Horus haya dejado en Beta-Garmon antes de poder dirigirse al Sistema Solar.
—Y lo hará —sentenció Sanguinius, decidido—. Horus ha traído a la mayoría de sus ejércitos aquí, y las fuerzas de Roboute son formidables. La última vez que lo vi estaba ocupado dando la orden de que vaciaran Ultramar y todo el Segmentum Ultima. Más tropas se dirigen hacia él por el camino, entre ellas elementos de la legión de Corvus Corax y de la de Vulkan, las cuales creíamos perdidas. Cuando llegue, lo hará a la cabeza de una fuerza capaz de enfrentarse a la de Horus.
—La Gran Reunión le arrebató mucho —interpuso Dorn—. Le faltarán los recursos que perdimos allí.
—El arrepentimiento no va contigo —comentó el Ángel.
—No es arrepentimiento —respondió Dorn—, sino un hecho. Si me arrepiento de algo, es de que las circunstancias de esta guerra nos obliguen a tomar unas decisiones tan desagradables. Perdimos mucho en la Gran Reunión, pero fue algo necesario.
—Hice lo que pude en Beta-Garmon —dijo Sanguinius, con la voz un poco tensa.
—No te pongas a la defensiva, hermano, no pretendía ofender —se disculpó el Pretoriano—. Retrasaste al Señor de la Guerra y lo hiciste sangrar. Eso fue lo que te pedí. Hiciste todo lo que era posible. Todas las tareas que nos proponemos ahora son para retrasar su avance.
—¿Y los demás? ¿Sabemos algo del Lobo o del Cuervo? —preguntó Jaghatai—. ¿Sabemos si Russ y Corax siguen con vida?
Dorn hizo una mueca al oír el nombre de Leman Russ, primarca de los Space Wolves, lo cual hizo que Sanguinius se apresurara a contestar.
—Nada. No sé nada de Leman desde la campaña de Beta-Garmon —dijo Sanguinius—. Los hijos sin honor de Abaddon y Alpharius lo mantenían a raya en Yarant.
—Pero ¿lo atraparon? ¿O se escapó de su red? —quiso saber el Khan—. ¿Y el Cuervo sigue con vida?
—Aunque no podemos saberlo a ciencia cierta, no creo que ninguno de los dos haya muerto —repuso Sanguinius en voz baja—. Creo que me habría enterado si hubiera sido así. Mi alma se ha vuelto más sensible últimamente.
—Entonces, ¡buenas noticias para nosotros! —exclamó el Khan.
—Vivos o muertos no pueden hacer nada por nosotros aquí, tal como le dije a Russ antes de que se fuera —dijo Dorn—. Y el León tampoco.
Con un suspiro de puro cansancio, Malcador se puso de pie. La luz de su bastón danzó por la sala.
—El León hace lo que puede.
—Atormentar a los planetas natales de los traidores es una venganza prematura —dijo Dorn—. Tendría que estar aquí.
—No has visto lo que he visto yo —replicó el Ángel—. Sé que combatiste contra un demonio a bordo de la Falange hace tan solo unos días, pero te quedaste aislado por tus murallas y tus armas de los horrores que acechan entre las estrellas. Lo que presenciaste fue tan solo un atisbo de la magia oscura que desafía la racionalidad. Esta guerra ha pasado a ser una guerra de brujos, distinta a cualquiera de las que libramos durante la Cruzada. Cada planeta traidor erradicado por la legión de los Dark Angels es un golpe contra los planes de nuestros enemigos.
—Solo es algo simbólico —gruñó el Pretoriano.
—Los símbolos tienen poder —respondió Malcador—. ¿Ves ahora que no puedes entenderlo, Rogal?
—Entonces, ¿dónde está el León en estos momentos? —preguntó Dorn, el Pretoriano—. No sabemos nada de él desde que destruyó Barbarus.
—¿Quién sabe? Si nosotros no lo sabemos, el enemigo tampoco —dijo el Khan—. Creo que Sanguinius tiene razón. Yo mismo me he enfrentado a los Nuncanatos. Ya sabes que no siguen la lógica de nuestro reino, que son unas criaturas salvajes. Las flotas de Mortarion todavía no han llegado; quizá eso se deba a las actividades del León. Si la suerte de la batalla está a nuestro favor, es posible que la Death Guard no llegue nunca.
—¿Es posible que Mortarion haya cambiado de parecer? —se preguntó Sanguinius en voz alta—. Sé que muy pocos de nuestros hermanos se esperaban acabar en el bando de los demonios, y Mortarion menos que nadie. Ya sabéis cuánto odia la disformidad.
Dorn entornó los ojos y pensó en Alpharius Omegon por un momento. Cuando el vigésimo primarca se había infiltrado en el Sistema Solar, había hablado con Dorn, y lo que le había dicho podría haberse interpretado como arrepentimiento. Dorn no le había hecho caso y lo había matado en Plutón, hecho que todavía no había desvelado a sus hermanos.
—Ninguno de ellos cambiará —dijo Dorn—. Son corruptos y traicioneros, todos y cada uno de ellos. No podemos salvarlos, y no merecen que lo intentemos.
—Hablé con Mortarion en las ruinas de Prospero —les contó el Khan—. Su odio hacia el Emperador es demasiado profundo; está obsesionado con matar a nuestro padre. Vendrá.
—Así que no cambiarán de parecer —concluyó Sanguinius—. Entonces, ¿dónde está el resto de nuestros hermanos caídos?
—He pasado la noche examinando la disposición de la flota de Horus —explicó Dorn. Ninguno de ellos había dormido desde hacía bastante tiempo. Si bien los primarcas no solían hacerlo, los tres estaban cansados por las cargas que soportaban. La luz del proyector hololítico acentuaba las líneas bajo los ojos de Dorn.
»Sabemos que Perturabo está aquí —comenzó. El mapa alejó la vista para abarcar todo el sistema de Sol. Dorn señaló hacia un punto iluminado—. Su última posición confirmada fue en la batalla de Urano, y no tenemos ningún indicio de que haya salido de la Primera Esfera. Si sigue sus patrones habituales, los Iron Warriors fortificarán la Puerta Khthónica y la Elísea. Pero su orgullo no le permitirá delegar dicha tarea, me odia tanto que acabará viniendo a Terra, aunque solo sea para ver cómo se derrumban las murallas que he erigido, para dejar claro a todos que él es mejor.
»La nave insignia de Angron está aquí —continuó, y pasó el dedo por encima de miles de millones de kilómetros del vacío—, cerca de la Espíritu Vengativo, al otro lado de Luna, donde aguarda la mitad de la flota traidora. Debemos asumir que, allí donde va la Conquistador, Angron también va. Pese a que contamos con unos informes contradictorios en cuanto a la Orgullo del Emperador, son lo bastante numerosos como para que también debamos esperar la presencia de Fulgrim en la batalla que se avecina. Imagino que está con Horus. De Alpharius Omegon no sabemos nada. —Dorn hizo caso omiso de la mirada que le dedicó Malcador mientras hablaba. Era de lo más obvio para el primarca que el anciano conocía de sobra lo que había ocurrido con Alpharius, pues era imposible ocultarle algo al Regente—. Es probable que Magnus haya muerto —continuó—, aunque la abertura de la brecha del sistema tiene toda la pinta de ser parte de su brujería.
—Magnus no ha muerto —respondió Malcador.
—¿Y cómo puedes estar tan seguro?
—Su alma es demasiado brillante como para ocultarla del todo. El Emperador sabe que su esencia persiste, y, por tanto, yo también lo sé —contestó él—. Estoy seguro de que Magnus el Rojo marcha junto al Señor de la Guerra.
—Malas noticias para nosotros —comentó Sanguinius—. Tenía la esperanza de que, si había sobrevivido, se mantuviera al margen del conflicto.
—No se tomó demasiado bien su castigo —explicó Malcador.
—Al menos sabemos dónde está Konrad Curze… —intervino el Khan—, porque lo empujaste al vacío, Sanguinius.
—Varios informes confirman la presencia de la Anochecer y de tal vez una docena de naves capitales —reveló Dorn—. Sus hijos están aquí, aunque él no esté.
—¿Y Lorgar? —quiso saber el Khan—. Su legión es vasta, pero el número de sus soldados presentes en la armada del Señor de la Guerra sugiere que solo una parte de su fuerza total ha acudido a Terra.
—¿Él también está ausente? —se preguntó Sanguinius en voz alta.
—Lo que se desconoce no puede asumirse —dijo Dorn—. Que no esté aquí ahora no significa que no vaya a venir más adelante o que no esté esperando para tenderle una emboscada a nuestro hermano Guilliman. Deberíamos prepararnos tanto para su llegada como para la de Mortarion. Por el momento, debemos dar las gracias de que no estén aún aquí.
—Los demás anuncian su presencia —comentó el Khan—. Muestran su desafío abiertamente: Angron, subido en el casco de su nave; Fulgrim, con su falsa modestia, es un anuncio en sí mismo; y es obvio que, si Magnus no quisiera que supiéramos que está aquí, no nos habríamos enterado.
—Se esconde solo lo suficiente como para mostrar su presencia — explicó Malcador—. Su poderío psíquico permanece intacto.
—Fulgrim, Perturabo, Angron y Magnus; sin contar, claro, al más traicionero de todos, nuestro querido Horus, el Señor de la Guerra. —Dorn prácticamente escupió el título—. El Architraidor. Cinco primarcas, algunos de ellos transformados por los seres a los que sirven, y lo más seguro es que el sexto esté en camino.
—Seis contra tres —resumió Sanguinius—. ¿Dónde están los demás primarcas leales al Trono?
—El León, incomunicado como de costumbre —repuso Dorn—. Roboute Guilliman, de camino. Corax, perdido. El cabezón y testarudo de Leman Russ, perdido. Ferrus Manus, muerto. Y Vulkan, muerto. Nos quedamos sin aliados.
—Así que seis contra tres, sí —repitió Sanguinius—. Con dos más en camino.
—Horus siempre fue el más carismático de todos —bromeó el Khan, irónico.
—Hay más de vosotros de los que creéis —apuntó Malcador.
Valdor, quien había guardado silencio hasta el momento, miró al Regente.
Una expresión traviesa cubrió el rostro de Malcador.
—Vulkan vive —dijo este.
La sorpresa que se reflejó en el rostro de Sanguinius, Dorn y el Khan alegró al Sigilita, quien sonrió como un prestidigitador complacido por el efecto de su truco.
—¿Cómo dices? —preguntó Dorn.
—¿Qué quieres decir, Malcador? —quiso saber Sanguinius—. Lo vi muerto en Macragge. ¡Vi con mis propios ojos cómo sus hijos cargaban con su cadáver!
—El cadáver de Vulkan no es como los demás cadáveres. Los Salamanders se lo llevaron de vuelta a Nocturne, donde pudieron devolverlo a la vida. Vulkan cuenta con… ciertas habilidades, al igual que el resto de vosotros —explicó Malcador—. Tú tienes tus alas y tus presagios, Sanguinius. El Khan goza de una naturaleza que lo cuestiona todo y una mente aguda. Dorn tiene su moralidad, su genio para las creaciones del vacío y un talento para construir que no tiene parangón.
—Vulkan era herrero —mencionó el Khan.
—Y su otro don es ser particularmente resistente —repuso Malcador.
—¿No está muerto? —preguntó Sanguinius, sin mostrar ni la expresión angelical de antaño ni la pena persistente que llevaba encima desde hacía un tiempo, sino tan solo sorpresa.
—¡Increíble! —se rio el Khan.
—En ese caso, ¿dónde está? —exigió saber Dorn—. ¿Está en camino? Valdor y Malcador intercambiaron una mirada.
—Ya está aquí —anunció Valdor—. Surgió de la Telaraña antes de que regresara el señor Sanguinius. La protege en estos mismos momentos.
—¿Qué? —exclamó Dorn, más pálido que nunca.
—Pero si eso fue hace meses —señaló Sanguinius—, ¿por qué nos lo contáis ahora?
—¿Qué? —repitió el Pretoriano.
—Ha estado ahí desde entonces. Sigue con vida —explicó Valdor.
—¿Por qué no se ha dejado ver? —preguntó el Khan, el único de los tres hermanos a quien parecía hacerle gracia la situación, lejos de sentirse enfadado por los secretos de Malcador.
—Al igual que vosotros, tiene un papel que cumplir. —Malcador se aferró al mango de hierro negro de su bastón, y la corona de llamas psíquicas parpadeó. Pareció que, en parte, los efectos de la edad le desaparecían del rostro. Al Regente le encantaba la intriga—. Decidme, ¿cuánto sabéis del proyecto de vuestro padre en la Mazmorra Imperial?
Ansioso por demostrar que al menos sabía un poco, Dorn fue el primero en hablar. Ese deseo de reclamar parte de su honor, aunque fuera solo a sus propios ojos, hizo que el Khan sonriera todavía más.
—Nuestro padre dejó la Gran Cruzada para venir aquí. —Más que hablar, Dorn recitaba la información—. Su intención era construir un puente desde Terra hasta la Telaraña, la red construida por los eldars ancestrales. Al no pertenecer al materium ni al inmaterium, la Telaraña está libre de los efectos de ambos reinos. Después de confiar el final de la Gran Cruzada a Horus, nuestro padre regresó al Mundo del Trono para completar su proyecto. Si tenía éxito, el Imperio dejaría de depender de la disformidad para viajar y comunicarse. —Hizo una pausa—. Cuando me lo contó, para que pudiera protegerlo mientras trabajaba, creí que se trataba de un método más eficiente. Con lo que sé ahora… —Miró a sus hermanos.
—Nos habría protegido de los poderes que nos atacan ahora mismo —siguió Sanguinius—. Casi no sabía nada de eso.
—Y yo menos —interpuso el Khan. Ambos miraron a Dorn.
Este clavó la vista al frente.
—Soy el Pretoriano del Emperador y debo conocer todas las amenazas para poder proteger a nuestro padre.
—Bravo, Rogal —lo felicitó Malcador—. Sí que estabas prestando atención. Aunque, si me permites una corrección, la Telaraña es más antigua que los aeldari. Ellos fueron tan solo los últimos que la ocuparon, antes de que su civilización se viniera abajo. Un destino al que nos estamos acercando demasiado.
—¿Por qué no puedo ver a Vulkan? —preguntó Sanguinius—. Debería haber notado su presencia o haber visto algo.
—Vuestro padre esconde su presencia.
—Entonces, ¿por qué no se nos ha informado de nada de esto? —insistió el Gran Ángel.
—¿Sinceramente? Porque, cuantos menos lo sepan, mejor. —Malcador alzó una mano para impedir la protesta de Sanguinius—. Da igual quienes seáis, no es cuestión de falta de confianza. El enemigo cuenta con incontables métodos para averiguar la información que necesita. Al principio, mantuvimos el proyecto en secreto para protegerlo de nuestros enemigos, y, ahora, por la amenaza que representa.
—¿Qué quieres decir? —quiso saber Sanguinius.
—Padre fracasó —respondió Dorn.
—Se desató el desastre cuando el Emperador estaba a punto de acabar. —Valdor retomó la historia—. Vuestro hermano Magnus, si me permitís el comentario, era leal, pero también arrogante. Y su arrogancia lo llevó a valerse de la brujería para advertir al Emperador de la traición de Horus. La brujería que usó, la que se le había prohibido, destruyó las protecciones del puente, y todos los enemigos de la humanidad se abalanzaron sobre nosotros.
—Ahí es donde pasaron tanto tiempo los hombres de Valdor cuando volvisteis, hermanos —les explicó Dorn a Jaghatai y Sanguinius.
Si bien el rostro apuesto de Valdor no solía expresar ninguna emoción humana, en aquel momento pareció esbozar un gesto de disculpa.
—El Emperador me ordenó personalmente que no hablara del tema.
—Así que mandó a Russ a castigar a Magnus sin motivo alguno —comentó Sanguinius.
—No sin motivo —explicó Malcador—, pero el castigo no tendría que haber sido tan duro. Decidimos mandar al Rey Lobo a buscar a Magnus para traerlo a Terra y reprenderlo por desafiar lo que dictaminó el Consejo de Nikaea. Horus manipuló la orden.
—Otro secreto más que acabó en desastre —soltó Sanguinius.
—El Emperador tiene sus motivos para no desvelar sus planes —lo defendió el Sigilita—. Aunque en este caso estoy de acuerdo. El mal carácter de Leman le jugó una mala pasada y empeoró la catástrofe, y así perdimos a dos legiones leales a Terra: una obligada a entregarse a los brazos del enemigo y la otra sin fuerzas, de modo que Russ, iracundo, no pudo pasar por alto la llamada del honor y fue a enfrentarse a Horus a solas.
—Muchos perdieron la vida para contener la marea de demonios, pero la guerra de la Telaraña ha acabado por el momento. —Valdor miró a Malcador en busca de permiso antes de seguir hablando. El Regente negó con la cabeza.
—Ya lo explico yo, Constantin —intervino Malcador, e hizo una pausa para ordenar sus ideas antes de continuar—. Lo que ninguno de vosotros sabe es que vuestro padre está atrapado en el dispositivo que él mismo creó para mantener abierto el puente hacia la Telaraña. Se suponía que debía ser una medida temporal, hasta que el Mechanicum lograse estabilizar el conducto, pero todo su trabajo ha quedado destruido. Si se aleja del Trono ahora, las puertas de la disformidad se abrirán, y Terra se ahogará bajo una marea de Nuncanatos con su malicia infinita.
—Pensaba que estaba intentando remediar los daños… La situación es mucho peor de lo que creía —expresó Dorn.
—Y es peor aún, Rogal —continuó Malcador—. El Emperador es poderoso, sí, pero incluso sus habilidades tienen límites. Vulkan aguarda ante la puerta, como centinela, por si el Emperador fracasa.
—¿Es probable que eso ocurra? —preguntó Dorn.
—Es posible —admitió el Regente.
—¿Vulkan cuenta con el apoyo de sus hijos? —quiso saber Sanguinius, todavía sorprendido—. ¿Lo acompaña la Legio Custodes, capitán general?
—Vulkan está solo —repuso Valdor en voz baja—. Mis guerreros se encuentran en el Palacio Interior. Los Diez Mil perdieron a demasiados miembros en la Telaraña.
—¿De qué servirá un solo primarca contra todo el mal de la disformidad? —preguntó Sanguinius.
—No parece mucho, ¿verdad? —Malcador se encogió de hombros—. Tienes razón, así que diría que lo mejor será que ganemos.
El Khan se inclinó hacia delante para mirar a Malcador más de cerca.
—Eres mayor pero astuto, por mucha fragilidad que aparentes, Sigilita —le dijo—. Dime que tienes algo parecido a un plan, que tus soldados de gris van en busca de nuestra victoria, que las ruedas que has puesto en marcha siguen girando según tus planes.
—Mis Caballeros Errantes no están —respondió Malcador—. Su propósito, su misión, está en otros lares. Vosotros sois el plan, vosotros tres. Ya sabéis todo lo que tenéis que saber. Vuestro padre libra una guerra en un plano de existencia más alto, uno que debería haber pertenecido a la humanidad y que ahora está a rebosar de enemigos. La batalla de este reino pasa a vuestras manos. El tablero está dispuesto, y ya no podemos valernos de más secretos. Vuestra misión está aquí, igual que la de Vulkan es enfrentarse a la oleada del Caos si logran entrar en la Mazmorra. Y la de Roboute es llegar hasta aquí antes de que hayamos muerto todos. Debéis defender estos muros de piedra como vuestro padre defiende los del reino espiritual. Combatid con vuestras armas, con vuestros hijos, con los incontables dones que vuestro padre os ha otorgado. Usadlos bien, hijos del Emperador. —Los miró a todos con una expresión seria—. Usadlos para darles más tiempo a vuestro padre y a vuestro hermano.
La magnitud de la tarea que tenían por delante pesaba sobre los hombros de los tres. En el exterior, el estruendo de la artillería de Horus resonaba sin cesar.
—Gracias, Malcador, por dejar tan claros nuestros objetivos —dijo Dorn, al tiempo que manipulaba el proyector hololítico con los vínculos neurales de su armadura para que mostrara un mapa detallado del Palacio y de sus muchas defensas—. Ha llegado el momento de debatir la realidad de nuestra supervivencia.
Gran Strategium Boreal, 13 de Secundus
Turia Amund pasó su mirada agotada por encima de sus instrumentos, y le pareció que era la millonésima vez que lo hacía.
El tintineo de una campana de latón, una de las tres docenas que pendían de lo alto del eteroscopio, la hizo salir de su ensimismamiento. La miró a tiempo para ver que otras empezaban también a repiquetear. Un pitido rápido surgió desde detrás de la fila de luces, seguido de una alarma más urgente que se activó en la pared de pantallas.
—¡Mi señor! —llamó a su oficial supervisor. Dada la confusión de señores, generales y aristócratas, todos ellos de rango distinto, necesitaban apelativos distintos, y el de «mi señor» siempre era la opción más segura.
Alertado por los pitidos, el oficial en cuestión ya iba hacia allí. Frunció el ceño al asimilar las advertencias que cantaban desde el escritorio de Turia y llamó a alguien más.
—Contacta con el señor Dorn —dijo, sin apartar la mirada de la estación de trabajo de la controladora de tráfico—. Dile que he recibido una confirmación directa de la llegada de una nueva flota. Posible identidad: la XIV Legión. La Death Guard.