Capítulo uno

TORMENTA DE TERROR

GRATIFICACIÓN TARDÍA

SANGRE VIEJA, SANGRE NUEVA

Los traidores llevaron la tormenta consigo, y el firmamento se ocultó en la medianoche. Las torres rotas de Holkenved, de kilómetros de alto, quedaron engullidas por las nubes oscuras que surgían del vacío y descendían sobre las ruinas de la ciudad colmena como una bandada de aves de presa sobre un cadáver. Igual que en una bandada así, había movimiento dentro de la nube, algo que se agitaba y se retorcía, que se abría paso por entradas y se deslizaba por viaductos.

Allá donde llegaba la miasma, una oscuridad asfixiante la seguía. Los últimos parpadeos intermitentes de los globos lumen y de las tiras de luces quedaron ocultos por la sombra que se cernía. El zumbido de los atmocirculadores se convirtió en unos golpeteos mecánicos antes de quedar en silencio y detener hasta el más mínimo movimiento, como si cada molécula hubiera quedado atrapada en un agarre gélido. Un aire muerto, congelado por la altura, se hundió por los distintos niveles de la ciudad y se metió en las grandes rendijas de metal y ferrocemento talladas mediante un asalto de ira orbital de veinte días de duración. La sombra y el frío acecharon por los pasillos de palacios y entraron en rediles de esclavos. La umbra fluyó por los cadáveres hinchados, acarició restos tiesos por el paso del tiempo e inhaló los últimos estertores que seguían flotando en el aire.

Unos zarcillos de oscuridad gélida rebuscaron entre las cimas de las torres rotas y se abrieron paso a ciegas a través de la devastación hasta encontrar los primeros rastros de vida. Poco a poco, aunque con cada vez más ansias, la oscuridad se adentró por aquellos atisbos de calidez: no era la radiación mortal de aliento o sangre lo que cazaba, sino el calor inmaterial de las almas humanas.

Las primeras presas que aquella niebla acechante descubrió fueron supervivientes desperdigados, aislados del resto de la colmena por muros derribados, pasillos rotos y conductos de kilómetros de profundidad cortados por los ataques de lanza de las naves estelares. Tales barreras atrapaban a los nobles y a los esclavos por igual. Y, para aquella nube mortal, todos eran lo mismo. Cada uno de ellos era un atisbo de alimento que sabía igual de dulce si provenía del descendiente de tres milenios de aristócratas endogámicos de Holkenved que si era del niño que limpiaba las cañerías de desechos. Algunos morían de puro miedo y sus últimos gritos tallaban unas ondas a través de la nube antes de quedar ahogados. Muchos se lanzaban hacia las profundidades o se cortaban la cabeza con los restos afilados, conducidos a ello por los susurros que presagiaban la oscuridad, incapaces de soportar más el odio hacia sí mismos que les producían las voces. Otros se ahogaban en aquel antiaire embriagador que seguía los pasos de la miasma o la sangre se les helaba cuando los zarcillos de niebla del vacío pasaban por su corazón.

Casi sin haberse podido alimentar con los bocados que proporcionaban las torres, la niebla hambrienta siguió fluyendo. A varios kilómetros más por debajo de la cima de las torres, la vida brillaba como las ascuas de una hoguera avivada en ciertas partes. Si bien ningún alma era más fuerte que otra, al estar juntas alcanzaban una fuerza mayor, una luz combinada que se oponía a la oscuridad. Por distintos lugares, aquellas llamas formaban un anillo protector cuyo centro era un oficial o un sacerdote. Sin embargo, por cada fortaleza de fe había huecos en los que el terror campaba a sus anchas. Como si estuviera guiada por una correa, la oscuridad fluía de un lado a otro por los niveles urbanos, examinaba y exploraba los límites entre los vulnerables y los fuertes, llenaba cámaras enteras de las fábricas y dormitorios de los plebeyos mientras se mantenía al margen de las catedrales y santuarios ardientes.

Cuando las partes superiores de la colmena quedaron invadidas por completo por la oscuridad, la tormenta se retorció una vez más. Unos rayos descendieron de la nube hirviente y se desperdigaron por la piel agrietada de la ciudad ancestral para hundirse en las heridas abiertas de su cuerpo montañoso. Pulso tras pulso de energía blanca partió el firmamento hasta que la cima de Holkenved se prendió fuego por los rayos y la oscuridad empezó a convulsionar con una energía inmaterial.

La columna de energía retorcida y llena de gritos se adentró más y más en Holkenved y se separó y se fusionó según recorría pasillos, avenidas y túneles. Se abría paso a través de la oscuridad, pero también formaba parte de ella.

Una nueva oleada de terror puro golpeó a las compañías que defendían los niveles medios de la colmena. A pesar de las advertencias que gritaban los comisarios, tanto veteranos como nuevos reclutas dejaron de lado sus armas para salir corriendo, y su recompensa fueron unos punzantes disparos láser por la espalda. Aquellos que no huyeron se aferraron, lúgubres, a sus armas, mientras las lágrimas les descendían por el rostro y cada pesadilla que recordaban y se imaginaban crecía en sus pensamientos. Algunos se pusieron a vomitar de puro desaliento, mientras que otros se contuvieron con unas plegarias susurradas que sonaron demasiado débiles para el silencio embriagador que se había apoderado de la colmena.

Había alas en la tempestad, solo que no eran las de ningún cuervo. El destello escarlata de las mochilas propulsoras y el brillo de las lentes de los cascos caían con la tormenta; chispas dentro de una sombra oscura que tenía dientes que eran proyectiles explosivos y garras de plasma. Como si la tormenta los hubiera dado a luz, unas siluetas tejidas de la propia oscuridad y electricidad surgieron de la penumbra, con unos alaridos alegres y unas risotadas que llenaron el vacío de ruido. Ataviados en trajes de armadura, incluso más antiguos que Holkenved, sobre alas torcidas de poder infernal, los traidores se abrieron paso entre los defensores al tiempo que la tormenta se desataba, y su detonación redujo las cimas a cenizas y restos. Entre las descargas láser desafiantes y los disparos de los cañones automáticos, los guerreros de la tormenta devolvieron fuego con sus propias armas y, unos pocos segundos más tarde, con hojas y garras crueles.

Los Amos de la Noche.

El terror presagiaba su llegada, y la muerte navegaba en los rayos.

A Gaius le habían ordenado que hiciera caso omiso de los gritos, pero le estaba costando. Su capacidad auditiva mejorada, aumentada más aún por los sensores automáticos de su armadura, hacía que la cacofonía de aullidos llenos de terror y los alaridos de pánico que cesaban de repente fuera omnipresente.

Aun así, el marine Primaris cumplió con sus órdenes y permaneció donde estaba, junto al resto de la fuerza de asalto. Había siete más en su escuadra de Intercesores. Eran diez cuando habían aterrizado en Caldon IV. Heindal y Gestartas habían muerto durante el aterrizaje, destrozados por las armas de defensa que otrora se habían usado para proteger los dominios del Emperador, pero que en aquellos momentos se habían vuelto en contra de sus guerreros.

La escuadra era una de las seis que conformaban el grupo de asalto, el cual formaba parte de una compañía de despliegue de ciento veinte marines. Todos ellos eran Hijos Innumerables: hermanos Primaris que todavía no habían formado ningún capítulo nuevo o a quienes no los había adoptado ninguno de los que compartieran su semilla genética. Cuando habían abandonado Terra hacía tres años relativos, eran doscientos cincuenta.

Por muy Innumerables que fueran, Gaius esperaba que alguien, en algún lugar, estuviera contando los muertos.

A pesar de las ansias del orgullo de guerrero, tenía sentido permitir que el Astra Militarum y los regimientos de defensa leales de Holkenved se llevaran la peor parte del contraaterrizaje de los Amos de la Noche. ¿Los traidores habían estado esperando a que los guerreros del Lord Comandante intentaran retomar Caldon IV? ¿O acaso los antojos de la disformidad habían otorgado a los Amos de la Noche una intervención afortunada, si es que de verdad había antojos respecto a quienes servían a los Poderes Oscuros?

Gaius no se preocupaba mucho por los asuntos mayores de la Cruzada Indomitus. Ya tenía suficiente con formar parte de ella, con destruir al enemigo que se cernía ante él y deshacer sus planes. Para él, todos los asuntos mayores le parecían abstractos, como piezas que se intercambiaban en un tablero, ejércitos que se desplazaban por las estrellas y luchaban en distintos planetas mientras las flotas se destrozaban entre ellas en el vacío. Lo único que importaba era el propósito del Lord Comandante: reclamar el Imperio de las garras de sus enemigos.

—Mantened la concentración y esperad las órdenes —les recordó el teniente Astopites. Hablaba poco a poco y con calma. A pesar de que en aquel momento no se movía, su cadencia coincidía con el ritmo que usaba cuando paseaba de un lado para otro entre las filas de escuadras durante los simulacros. Gaius se imaginó a una versión espectral de su superior pasando entre la fuerza de asalto con unos pasos deliberados y supo exactamente dónde estaría si no se hubiera quedado de pie junto a las grandes puertas de la sala en la que se habían reunido. Astopites era un guerrero Primer Nacido de los Novamarines, unos centímetros más bajo y treinta décadas mayor que Gaius y sus compañeros Primaris.

»Cada grito que oís es un sacrificio. Al igual que Él debe aguantar en Terra para que el Imperio sobreviva, nosotros también debemos superar la prueba que nos espera.

Entre el ruido del sufrimiento humano y la defensa desesperada, Gaius captó el fuego lejano de los bólters y el crepitar de las armas de energía. Los Amos de la Noche se abrían paso a base de matanza.

—Deben saber que estamos aquí, hermano teniente —dijo el sargento Faulkstein de la escuadra Agresor, a la izquierda de Gaius.

—Claro que lo saben, hermano sargento.

El Imaginario Astopites se encontraba al final de la segunda línea, justo por delante de la escuadra del sargento Cormacca. Gaius se lo imaginó sin mover la cabeza desde su posición de firme, sin desviar la mirada ni echar un solo vistazo de reojo siquiera: un beneficio secundario de los procesos nemónicos de tácticas visuales incluidos en el paquete de psicodoctrina Primaris. Al poseer una cinestesia mayor que se extendía mucho más allá de los sentidos de un humano corriente, Gaius, por instinto, era consciente de la proximidad de sus hermanos de batalla. Corrían rumores de que Astopites vigilaba los datos de las lentes internas para cerciorarse de que ninguno de sus guerreros cesaba su mirada firme durante una inspección. Si aquello era cierto, ninguno de los guerreros había recibido una reprimenda por aquella razón.

Mientras esperaba con paciencia la confrontación que se cernía sobre ellos, Gaius pensó en las tropas enemigas. Varias flotillas y compañías de los Amos de la Noche habían estado cazando en planetas a lo largo del Velo de Hierro, una zona límite al alcance de la Gran Fisura, aunque esta no la tocaba directamente. Y lo que era más importante, los planetas del velo caían en una especie de falla política, según sabía Gaius, rodeados de sistemas silvestres entre los sectores que habían estado aliados a Fenris a lo largo de su historia y aquellos que patrullaba la cruzada de Templarios Negros. Además, se curvaba en el propio límite de la terratenencia semioficial de Fuerteférreo y los Caballeros de la Casa Kamidar. Antes de la llegada de las tropas del Velo de Hierro del Grupo de Batalla Retributus, los comandantes imperiales del lugar no habían contado con aliados externos a los que acudir.

Al principio, a Gaius le había parecido impresionante que tan solo unos miles de Astartes traidores hubieran sido capaces de subyugar a una docena de planetas, aunque un comunicado de parte del Lord Comandante Guilliman había explicado cómo tan pocos habían podido conquistar tanto. No había sido gracias a la fuerza de sus armas, pues aquello habría sido imposible. No, algo mucho más devastador se había desatado sobre el Velo de Hierro: el miedo. El terror que inspiraban los Amos de la Noche era tal que la amenaza de un ataque había bastado para que los gobernadores del Velo de Hierro se hubieran postrado de rodillas ante los hijos de Curze y les hubieran pagado tributo para retrasar su llegada.

El miedo había esclavizado a doce planetas más deprisa que cualquier fuerza de ocupación.

Astopites continuó hablando y sacó a Gaius de sus pensamientos.

—Los escáneres de los Amos de la Noche, y tal vez incluso esa sucia tecnología de la disformidad que han desatado, deben poder detectar nuestra presencia. Los traidores acaban con nuestros aliados con semejante descaro para tentarnos a atacar de forma prematura. —Una pausa repentina en el ritmo del teniente dio la impresión de una pausa similar en sus pasos firmes, a unos tres metros a la derecha de Gaius—. Recuérdame algo, hermano sargento Faulkstein, ¿por qué nuestros aliados se han desplegado al frente cuando podríamos defender esa línea nosotros mismos?

Astopites era tan minucioso con sus informes como lo era con todo lo demás. Creía con total convicción que su compañía de campo, por escasa que fuera, iba a encontrarse entre las gloriosas fuerzas de oficiales del futuro. Para ello, les informaba por completo de todas las decisiones estratégicas y animaba a sus marines Primaris a improvisar de forma táctica cuando fuera necesario.

—Los Amos de la Noche emplean ataques que merman la moral, que se inician a toda velocidad y pasan de un objetivo a otro —repuso Faulkstein, con las mismas palabras del teniente—. La disposición de nuestros aliados reducirá el impulso de los enemigos y los llevará a tomar una posición dividida, con menos ventaja. Contraatacaremos cuando estén más vulnerables.

—Y ni un milisegundo antes —concluyó Astopites—. Por muchos sirvientes del Emperador que caigan. Actuar antes pone en peligro la victoria y echaría a perder su sacrificio.

Los gobernadores planetarios, los consejos de líderes y los comandantes imperiales habían tenido tanto miedo de que los Amos de la Noche llevaran a sus guerreros hasta sus tierras que ellos mismos habían propagado el miedo adrede. Tenían motivos para estar asustados: a los Amos de la Noche se los odiaba y temía casi tanto como a Abaddon, en especial a lo largo del Velo de Hierro, el cual había sufrido numerosas incursiones durante milenios. Diez mil años de asesinatos y tortura eran una advertencia suficiente de que los Amos de la Noche no se andaban con chiquitas. Toda la violencia y la humillación que afirmaban que iban a desatar sobre quienes desobedecieran estaba respaldada por milenios de pruebas. Cada retirada había acelerado la llegada de la siguiente, según cada planeta buscaba obedecer y pasar la amenaza al siguiente mundo del Velo de Hierro, a su vecino más cercano.

Si aquel primer mundo, Endlespin, se hubiera puesto firme y hubiera pedido ayuda, aquello podría haber sido el fin de los Amos de la Noche. Sin embargo, el señor regente no había culpado a los comandantes imperiales.

—El egoísmo es el compañero del miedo —había dicho—. El cataclismo de la Cicatrix Maledictum ha hecho que cada sistema crea que lucha a solas contra la oscuridad.

Al grupo de batalla se le había encomendado la tarea de liberar aquellos sistemas del agarre sangriento de los Amos de la Noche, para devolver la esperanza al Velo de Hierro. El señor Guilliman los había mandado allí con palabras firmes:

—El miedo se multiplica cuando nadie se enfrenta a él, coge fuerzas cuando nadie lo desafía, pues su poder verdadero nunca se pone a prueba.

Gaius y sus hermanos habían acudido allí a desafiar aquel miedo, al igual que miles de guerreros más por todo el Imperio quebrado.

La energía de la tormenta de terror fluía a través de Ektovar y lo llenaba de vitalidad al tiempo que el reactor de cristales de su mochila de propulsión proporcionaba energía a su servoarmadura. Él era la tormenta y la alimentaba del terror de sus enemigos mientras esta lo sustentaba a él al mismo tiempo. Su abrazo incandescente le acariciaba la armadura, su hambre insaciable lo llenaba de deseo y le rozaba el vacío de su alma hasta que se llenaba de un fuego que solo se podía saciar mediante una matanza gloriosa.

Como miembro de la Acometida Oscura, tenía el honor de encontrarse en la vanguardia del asalto, de convertirse en las fauces de la tormenta de terror conforme esta se alimentaba del pánico de los habitantes de la colmena. Él y sus compañeros vestidos del color de la medianoche habían pasado demasiados días esperando en la órbita, listos para desatar su matanza celestial, solo que las correas de sus amos los habían contenido. Día sin fin tras día sin fin, seco y polvoriento, con su sed de vida sin saciar y cada vez mayor. Cada hora que transcurría había sido una agonía de deseo, hasta que por fin había notado el primer atisbo de energía de almas cuando el brujo Ke’Hiva había canalizado la miseria de los lacayos del Emperador y se había convertido en el conducto de la tormenta de terror.

Al principio, la oleada repentina de sorpresa y pánico le había hecho alzar el vuelo y había enviado unas descargas de placer por el cuerpo de Ektovar incluso antes de que la punta de su espada hubiera perforado la carne de sus víctimas para sacarles la sangre. La Acometida Oscura atacaba como Carroñeros en los lagos subterráneos de Nostramo, siempre cubiertos por la noche. Organizaban ataques raudos y aniquilaban sin ninguna elegancia mientras sus sentidos se tambaleaban por el influjo de la desesperación.

Una vez que hubo saciado un poco su deseo, Ektovar había empezado a buscar unos bocados más específicos. Al contar con la habilidad para saborear el terror gracias a su vínculo con Ke’Hiva, el Carroñero siguió las curvas ondulantes del miedo que atravesaban la niebla viva que lo había llevado a él y a los demás hasta la ciudad colmena. Gemidos y sollozos, el dulzor enfermizo producido al liberar hormonas, el atisbo de movimiento en su visión periférica… Todo ello confirmaba la presencia de nuevas presas.

Un disparo láser lo alcanzó de refilón en la pechera, con un brillo rojo entre las energías de color blanco y azul pálido que recorrían la ceramita ancestral. Siguió su trayectoria, mientras su deseo crecía, pero Felskas encontró a la mujer escondida antes que él, y las alas de su mochila no le dejaron ver cuando los gemidos de la mujer se convertían en un aullido de desesperación que hizo estremecer tanto la tormenta como al Carroñero.

Ektovar continuó su avance mientras filtraba los aromas para distinguirlos y dirigirse hacia el rastro de hormonas de miedo más fuerte. Avanzaba a través de la oscuridad, y su lengua bífida lamía el aire que pasaba por la rejilla modificada de su visor.

Con unos saltos silenciosos, los Carroñeros buscaron a sus presas. Junto a ellos iban unos compañeros sombríos que revoloteaban en el borde de la niebla de ébano que se adentraba por las grietas del ferrocemento y se colaba por las tuberías rotas. A partir de los dedos fisgones de la tormenta de terror, Ektovar notó un aumento de esperanza sintética: estimulantes corticales para mejorar el razonamiento y aplacar el miedo. Tras llegar a una sala amplia y semicircular, los Carroñeros se encontraron con un repentino aluvión de disparos láser y el traqueteo más lento y grave de un cañón automático. Justo por detrás de Ektovar, Serius gritó en medio del sonido de la armadura al resquebrajarse y las alas al romperse.

Hermano de la ruina —jadeó a través del comunicador al tiempo que Ektovar activaba su mochila propulsora y saltaba hacia el destello del arma pesada—. Mi carne sufre. ¡Susténtame!

Ektovar notó el espíritu de su compañero de la Acometida Oscura moribundo, como uñas que rascaban una puerta, insistentes, exigentes. Apartó el pulso psíquico de su mente, como si se estuviera deshaciendo de una mosca molesta. Había pasado demasiado tiempo hambriento; no pensaba compartir su festín con nadie.

Un par de segundos más tarde, Serius se dio cuenta de que iba a morir, abandonado por sus hermanos de la ruina, solo en la oscuridad. Su propio miedo se alzó, y, en unos instantes, Nordra y Elizir se abalanzaron sobre su compañero caído para arrancarle sus alientos cargados de miedo de los pulmones, mientras unas espadas sierra le abrían la armadura y el cuerpo y se alimentaban de su desesperación final.

Mientras disparaba su pistola ornamentada, Ektovar aterrizó entre los defensores de la colmena; las garras de su bota arañaron el rostro de un artillero, y el pomo de su espada le abrió el cráneo a otro. El cañón automático cayó cuando el Carroñero aterrizó, pues su trípode se hundió bajo el peso de la armadura y su ocupante. Subido en el metal hecho añicos, Ektovar permitió que la niebla se echara atrás para revelar su aspecto ante su verdadera víctima. Los alaridos del artillero sin rostro crepitaron en los sensores del Carroñero, y unos rayos recorrieron su armadura en respuesta. Sin embargo, el miedo del soldado estaba mancillado por el dolor, por lo que le resultó vigorizante, aunque no lo satisfizo.

Se volvió hacia el oficial que lideraba el pelotón de defensa, engalanado con una chaqueta larga y gris con una pechera plateada atada sobre aquella tela gruesa. Por mucho que no fuera un comisario, seguía siendo un bocado digno. Un águila imperial estaba moldeada en la armadura, y, por un momento, Ektovar se preguntó si el Emperador Cadáver también gozaba de la misma sensación de plenitud con aquellos que consumía Él.

Ektovar fijó las lentes de su casco contra su presa y dejó que el hombre se viera a sí mismo en su reflejo rojo como la sangre. Desafiante, el oficial alzó una espada ancha y una pistola. El Amo de la Noche le permitió disparar una sola vez, un rayo azul que acertó en un lateral de su casco y provocó un atisbo de esperanza en el lacayo imperial, una esperanza que hizo que el miedo repentino fuera mucho mayor cuando el Carroñero soltó un alarido agudo y se abalanzó sobre su víctima.

A Gaius no le gustaban mucho los pensamientos estratégicos, más allá de la necesidad de saber que debía acabar con los traidores. Como sargento de su escuadra, se centraba en algo más concreto: hacer todo lo que estuviera en sus manos para crear una unidad de combate efectiva para cada situación. Su tarea se había complicado durante los últimos meses de batalla contra los Amos de la Noche, pues solo él y otros tres miembros de su escuadra habían sobrevivido de la unidad que se había desplegado en un principio con la Flota Primus; más de once veces aquel número de marines habían luchado y muerto a su lado.

Si bien los Amos de la Noche no habían estado dispuestos a combatir en una batalla a gran escala, en lugar de abandonar los planetas que habían convertido en víctimas y que estos volvieran a estar en manos imperiales, habían instigado unas revueltas generalizadas que habían convertido lo que debían haber sido misiones de reconexión en reconquistas sangrientas. El agarre que tenían sobre sus presas era tan férreo que los planetas vasallos preferían enfrentarse a la ira de la Armada del señor regente que a un ataque de venganza por parte de los Amos de la Noche. Los tres planetas del Velo de Hierro que habían retomado hasta el momento les habían exigido recursos militares valiosos, puesto que el Astra Militarum y los grupos navales y del Adepta Sororitas habían sido necesarios para asegurar a la población y a sus gobernantes que estaban a salvo de la venganza de los Amos de la Noche.

Y entonces, tras más de medio año terrano de evasiones y asaltos, los Amos de la Noche se habían lanzado sobre Caldon IV con todas sus fuerzas. Que hubieran llegado cuando los aterrizajes de las tropas desde la órbita daban comienzo no podía haber sido ninguna coincidencia.

—Estimación de un minuto hasta que comience el contraataque —informó el teniente Astopites a las tropas, con calma y confianza—. Última comprobación de armas.

Conforme arrancaba el motor de su espada sierra y desenfundaba su pistola, Gaius notó las ansias de batalla que crecían en su interior. Desde que se habían alejado de los aterrizajes, sus guerreros y él habían sufrido por la falta de acción obligada para esconder sus fuerzas y conservar tanto vidas como material bélico.

Holkenved era la colmena capital, el asiento del comandante imperial, y había indicado su rendición ante las fuerzas imperiales incluso antes de que estas llegaran a la órbita. Aun así, no era más que una isla en un mar de insurrección, dado que los gobernadores de las ciudades colmenas rivales se habían sumado a los Amos de la Noche y a los rebeldes para echar del poder a sus adversarios ancestrales. En aquellos momentos, parecía que los Amos de la Noche querían acabar con toda resistencia y con sus refuerzos con un solo ataque devastador. Si Holkenvend caía, Caldon IV iba a volver a pasar a pertenecer a los traidores, y, con la misma certeza con la que la nieve caía en Fenris, todo el Velo de Hierro iba a verse inmerso en una revolución absoluta de nuevo.

No podían permitir que ocurriera. El Lord Comandante lo había dejado más que claro.

Los habitantes de Holkenved pagaron con sus vidas por su lealtad, y lo mismo ocurrió con los buenos sirvientes del Emperador. Las naves eran esenciales para la supervivencia continuada del Grupo de Batalla Retributus, mientras que la arquitectura y las personas no lo eran. Las personas al mando habían fingido ser débiles para no asustar a sus enemigos y habían dispersado la flota como si huyeran del ataque: un depredador que actuaba como presa, que se hacía el muerto. Aquella jugada había significado que contaban con menos apoyo desde la órbita, y Gaius no pudo evitar preguntarse si Heindal y Gestartas seguirían vivos si se hubiera lanzado un bombardeo de saturación sobre la zona de aterrizaje antes del descenso.

Prácticamente sin encontrar resistencia, los Amos de la Noche habían atacado la colmena desde la órbita. Los escudos del vacío habían caído durante el segundo día, y los láseres y misiles de defensa, durante el cuarto. Los siguientes dieciséis días que habían transcurrido no habían servido para ningún propósito militar más allá de asegurar la erradicación total de vida en lo alto de las torres.

—Cebo —había advertido el capitán Veirsturm, cuando le habían preguntado por qué permitían que los Amos de la Noche infligieran semejante muerte y miseria a la ciudad colmena—. La colmena es la cabra joven que se ata en el claro, y sus compañías de asalto son la flecha colocada en el arco, listas para alzar el vuelo. Torturan a los habitantes para provocar nuestro ataque, y, si mostramos unos colmillos demasiado grandes para ellos, se retirarán.

El sargento pensó en las imágenes pictográficas y de vídeo que el teniente había usado durante el informe. Si bien estaban pensadas para una evaluación táctica, mientras Astopites había hablado sobre la disposición de pasadizos y el daño que absorbían los distintos materiales, Gaius había clavado la mirada en las manos que sobresalían de los escombros, en los rictus de los niños cubiertos por la ceniza de sus padres, en los heridos que caminaban y rebuscaban entre pilas de restos con sus dedos ensangrentados. Las imágenes, tanto las fijas como las que se movían, estaban en silencio, pero los gritos de ayuda, los gemidos desesperados y las muertes en voz alta habían sido la banda sonora de Holkenved durante los últimos dieciséis días, tan solo oculta por el estruendo de los bombardeos de las naves estelares y el siseo irregular de los ataques con lanza que provocaban más devastación todavía.

Gaius se aferró a su espada sierra con más fuerza al pensar en la venganza sangrienta. La idea de que unos guerreros creados para ser el filo de la espada del Emperador se vieran obligados a esconderse tras un escudo de civiles, guardias imperiales y soldados de defensa le sabía amarga.

Cada día, cada hora y cada minuto que pasaran esperando le otorgaría más velocidad y fuerza a su brazo cuando por fin pudiera desatarlo.

Escuadras a la espera: patrón de ataque alfa.

El capitán Veirsturm transmitió las palabras que los Hijos Innumerables habían estado esperando.

Las escuadras situadas a la vanguardia empezaron a correr y adelantaron al teniente Astopites. Gaius y sus Intercesores se encontraban en la tercera fila. Sin soltar palabra alguna, emprendieron la marcha tras otros cuatro segundos, a cuarenta y cinco metros por detrás de las escuadras que tenían delante. Conforme aceleraba hasta alcanzar la velocidad de batalla, Gaius fue consciente de la más diminuta diferencia de peso en su cintura, provocada por el libro que había pasado a llevar en uno de sus compartimentos de munición. Aunque tal vez no era el peso físico, sino la carga emocional lo que lo hacía ser tan consciente de su nueva pertenencia.

Una disrupción en la rutina de la doctrina previa al desembarco provocó una perturbación momentánea por la plataforma de reunión. Las comprobaciones de equipamiento y la reunión de escuadras perfeccionadas a lo largo de trece desembarcos previos sufrieron un retraso de un segundo cuando los marines allí reunidos reaccionaron a la presencia extraña que se había adentrado en sus grupos.

Nadie tuvo que comentar nada para que se percataran de la presencia del intruso: había una respiración extra en el himno, un movimiento donde debía haber quietud y quietud donde debería haber movimiento. Miradas de reojo que provocaron una duda de décimas de segundo en pleno protocolo de armamento. Para cualquiera que no fuera un marine, aquello no habría sido nada reseñable, quizá ni se habría dado cuenta; pero a Gaius le pareció como una percusión estridente y repentina en medio de la sinfonía previa a la batalla, un sonido discordante que creció al percatarse de que se acercaba a él.

Una silueta vestida con un uniforme militar gris bastante sencillo, diminuto entre los gigantes, se abrió paso entre los conductos de energía y los cables de carga que serpenteaban por el suelo de la sala de reunión. Echó un vistazo a una escuadra y a otra y las observó con cuidado, como si estuviera valorando una sala de antigüedades interesantes. Sin embargo, para los sentidos transhumanos de quienes se encontraban en aquella sala, sus nervios se mostraron en una decena de modos distintos, por discretos que fueran.

El intruso contuvo un respingo cuando el hermano Kemi alzó un rifle bólter para apuntar hacia él.

Solo calibro mi mirilla, historiador —dijo el Intercesor, con una pequeña carcajada, antes de bajar su arma.

El adepto esbozó una sonrisa carente de humor y miró en derredor, en busca de su objetivo. Apresuró el paso al posar la mirada sobre la escuadra de Gaius.

Historiador Mudire —lo saludó el sargento, junto con un ademán de la cabeza—. ¿Qué te trae a la reunión? ¿Te apetece desembarcar con nosotros?

Se produjo una pequeña pausa cuando Mudire controló un espasmo involuntario.

Por mucho que disfrute de la emoción de lanzarme hacia un planeta destrozado por la guerra y dejarlo todo en manos de unos cuantos centímetros de armadura y del funcionamiento de un propulsor trasero, lamento decir que no —respondió el historiador. Se dio un momento antes de continuar hablando y parpadeó deprisa hasta que se acordó de lo que había estado pensando—. Después de Gelsepllan… Cuando me… Cuando tú…

Tragó en seco y posó la mirada más allá de Gaius cuando sus recuerdos lo llevaron a otro lugar y sus labios formaron un mohín.

¿Cuando te salvé la vida, historiador? —lo ayudó el Primaris.

Mudire asintió y se volvió a centrar en Gaius. Posó la mirada en la hombrera del sargento, y Gaius recordó que había sido esa pieza de armadura la que se había llevado lo peor de los disparos cuando había protegido a Mudire durante una emboscada de herejes en Gelsepllan.

Me preguntaste si teníamos algo del mundo de vuestro padre genético —dijo el historiador con brusquedad—. Algo «auténtico», dijiste, que os conectara con aquellos tiempos ancestrales.

El gran Cawl nos proporcionó muchas cosas durante nuestro largo sueño —explicó Gaius, y alzó un dedo metido en guantelete para darse un golpecito en una sien—. Hechos y cifras. Historias verificadas. Informes y crónicas. Nada…

No lograba encontrar una palabra que describiera lo que buscaba: una conexión que fuera más allá de la manipulación genética y los datos históricos. Separó los dedos y se encogió un poco de hombros, con lo cual su armadura soltó un chirrido.

¿Espiritual? —propuso Mudire.

Gaius asintió, aunque oyó unas risas contenidas por parte de un par de sus hermanos de escuadra situados tras él.

Como fuente, no es primaria —explicó Mudire, mientras metía una mano en un morral. Sacó un libro pequeño pero grueso, con páginas amarillentas y desgastadas y sin tapa—. Pero sí que es casi contemporánea a la época de la Primera Fundación. Y, si bien el tono es un tanto complicado y arcaico, no requiere de traducción.

Tengo ganas de leerlo cuando regresemos —respondió Gaius.

Es para ti —dijo Mudire, antes de tenderle el libro, avergonzado de repente—. Es… un regalo. He podido conocerme más desde lo que ocurrió en Gelsepllan. Tal vez te ayude a conocerte más a ti mismo también.

Gaius se quedó mirando la mano estirada y el papel delgado que se agitaba ante la brisa de la ventilación.

No es necesario, historiador —dijo—. Cumplí con mi deber y nada más.

Gozo de cierta influencia entre las filas de historiadores —explicó Mudire, quien se enderezó y endureció la mirada—. Me ha llevado un esfuerzo considerable buscarlo para dártelo, como muestra de mi agradecimiento. Sería poco diplomático negarte. Considéralo un premio, una muestra de reconocimiento de parte de mi organización.

Poco diplomático, ¿eh? —interpuso Heindal, tras colocarse junto a Gaius—. Será mejor que lo aceptes, hermano sargento, o Mudire se quejará al Lord Comandante.

La mirada de Mudire era fija e inquebrantable. Todavía sostenía el libro con una mano firme. Gaius lo aceptó y leyó los detalles de la página frontal.

Sonrió.

Es perfecto, historiador —le dijo a Mudire—. Muchas gracias.

El miedo era contagioso, pues pasaba de una mente débil a la siguiente y recorría unas venas invisibles de necesidad mutua. Cada vez que una línea de defensa caía, la determinación de la siguiente se veía mermada, y los asaltos de Ektovar y sus compañeros no tardaban en seguir el hedor del terror. Los agudos alaridos de muerte de los esclavos del Emperador, los aullidos salvajes de los Carroñeros y los chirridos sobrenaturales de los espíritus de la tormenta llevaban el contagio del terror a las mentes de quienes estaban delante.

—La matanza nunca ha sido tan fácil —presumió Lenthe mientras destripaba a un soldado de defensa que no dejaba de moverse. Tras sacar las garras del cuerpo de su víctima, el Amo de la Noche hizo un ademán hacia los cadáveres destripados y decapitados que abarrotaban el pasillo—. Su defensa parece mal preparada, como guiada por el azar. Si se hubieran enfrentado a nosotros como debe ser, el desafío habría sido mayor.

—Son débiles porque no comprenden la naturaleza de su enemigo —graznó Keslos, al aterrizar junto a Ektovar con su mochila propulsora brillante—. No cuentan con el poder de la tormenta de terror.

Si bien los defensores no habían seguido un orden preciso en cuanto a dónde se colocaban y cómo reaccionaban, Ektovar seguía teniendo suficiente sentido común en medio de las ansias de cazar como para preguntarse si se debía a la incompetencia o si era adrede. La tormenta de terror, así como la miasma que ocultaba y desmoralizaba, sí que era algo que los habitantes de la colmena no habían visto nunca, por lo que su defensa por capas era más vulnerable. Sin embargo, dudó mientras los demás avanzaban hacia la puerta de seguridad medio cerrada por delante de la escuadra.

—No son los humanos quienes guían los actos aquí, sino la mano del Hijo Descarriado —les explicó a sus compañeros. Notó el último escalofrío del alma del cadáver que tenía a sus pies y se detuvo para notar cómo su presencia se adentraba en la niebla oscura que empapaba su carne—. Organizarán un contraataque.

—Deberíamos indicar a la fuerza principal que comience el asalto —dijo Keslos—. Su ataque repentino aplastará el espíritu de los supervivientes y mermará las fuerzas del contraataque enemigo.

—Seremos la punta de la espada que se clava más aún con su peso para llevarnos más adentro, directa al corazón —añadió Elizir.

Ektovar sabía de qué hablaban sus compañeros. La tormenta de terror notaba el nudo frío de los marines del Emperador detrás de las líneas defensivas, a la espera de que llegara su momento. Un color gris descendía sobre sus sentidos conforme los cadáveres se enfriaban a su alrededor, y el terror de su muerte alzaba el vuelo hasta quedar absorbido por la niebla semiconsciente.

—Adelante —decidió, mientras odiaba el vacío de su alma que lo roía en el borde de su conciencia—. El Maestro del Terror descenderá, y nosotros lideraremos la marcha.

Cortó el entramado de hierro de la puerta con dos movimientos de su hoja reluciente y la cruzó, mientras su comunicador crujía por el efecto de la transmisión de largo alcance de Elizir. A unas pocas decenas de metros más adelante, el siguiente enclave de defensores los esperaba, rodeado por los apéndices tanteadores de la tormenta de terror. Notó disciplina allí, una solidez que no había captado en muchos de los otros defensores.

Iba a pasárselo bien quebrándola.

El techo del pasillo era demasiado bajo como para usar su mochila propulsora, por lo que Ektovar avanzó a grandes zancadas, empujado hacia delante por la miasma de la disformidad. Su espada dejaba una estela de energía azul pálida a su paso, y de vez en cuando parpadeaba en un arco reluciente cuando la energía alcanzaba un lumen expuesto o un conducto de energía.

Con más nitidez que cualquier auspex, la tormenta de terror le mostraba el camino a seguir y lo guio desde el pasillo principal hacia un pasadizo de acceso más pequeño. Sus alas soltaron chispas al rozar contra las paredes metálicas conforme recorría el conducto, agachado un poco para evitar chocar con el techo delineado por cables. Aquel túnel de mantenimiento lo condujo hasta la sala donde los imperiales esperaban, a varias decenas de metros por encima de ellos.

Ektovar atravesó una rejilla oxidada sumido en una nube oscura. Su mochila propulsora respondió a su deseo como las alas de un murciélago y lo hizo descender en espiral hacia los defensores en pánico mientras unos hilillos de la tormenta envolvían su descenso.

Más de cincuenta soldados se habían afincado en unas barricadas improvisadas establecidas por la sala para bloquear dos salidas. Un grito procedente de una de ellos le llamó la atención: una comisaria ataviada con una armadura caparazón bruñida con un sombrero de pico, una espada de energía en una mano y una pistola en la otra.

La pistola bólter de Ektovar soltó su furia y derribó a los soldados que rodeaban al objetivo que había seleccionado para aislar a su presa. Por detrás de él, los demás abrieron fuego, y los proyectiles explosivos iluminaron las expresiones de sorpresa de los soldados con unos destellos repentinos de color amarillo. Los guerreros descendientes supieron por instinto lo que deseaba su líder, por lo que dirigieron sus ataques contra las otras partes de la línea de defensa, dado que el muro de muebles al revés, puertas desmontadas y cajas de raciones apiladas no eran ninguna barrera contra un asalto vertical.

El pánico se alzó como una marea que subía para encontrarse con Ektovar mientras este descendía. Su siguiente proyectil de bólter alcanzó a la comisaria en el tobillo. Ella cayó al suelo y emitió un grito agudo, pues el proyectil le había destrozado su pie con bota y la parte inferior de la pierna. Y, aun así, el grito solo contenía dolor; el estoicismo inculcado por la formación de la comisaria era como una fortaleza que protegía un cofre dorado que seguía fuera de su alcance.

La mente de la comisaria no era como la de un marine; la voluntad férrea de los hijos del Emperador era fría y seca, sin nada nutritivo en ella. Los muros mentales de la comisaria eran gruesos, aunque no impenetrables, por lo que abrirlos iba a ser una delicia en sí misma antes de acabar liberando el rico bocado que contenían.

La escuadra de Gaius giró hacia el este y se dirigió hacia el flanco izquierdo del contraataque. La puerta de ferrocemento crujió bajo sus pisotones fuertes y las paredes delineadas con plastiacero reverberaron como un tambor de guerra inmenso. El sonido de los disparos que se producían delante de ellos se había tornado más silencioso, aunque todavía había gritos de miedo y de dolor más que de sobra.

Gaius comprobó los datos del auspex mediante el receptor que tenía en el antebrazo.

—Varios objetivos a ochocientos metros de distancia —confirmó a su escuadra.

Los augures confirman la llegada inminente de una segunda oleada de enemigos. Responded como sea necesario, pero mantened los objetivos estratégicos —ordenó el hermano teniente Astopites a través del comunicador.

—Ha llegado el momento —dijo Gaius, mirando a sus compañeros. Corrieron a tal velocidad por el pasillo que los lúmenes parecían parpadear sobre su armadura de color azul grisáceo. Alzó su espada sierra y la arrancó de modo que sus dientes rugieran.

Recordó una línea del libro y le dio voz a un antiguo grito de batalla cuando los Hijos de Russ cargaron hacia la batalla.

—¡Vlka Fenryka!