1 EL IMPULSO VITAL

A los hombres prehistóricos probablemente los habría sorprendido saber que representaban cosas bellas y que, de este modo, se convertían en artistas precisamente por esa relación que mantenían con lo bello. Lo ignoramos todo, por desgracia, de lo que fueron esos hombres, ya que no subsiste nada que atestigüe su visión del mundo, su cosmogonía, su filosofía, su espiritualidad, su teología, si preferimos una palabra moderna para referirnos a algo tan antiguo como el mundo: a saber, su discurso sobre los dioses, o sea, sus relaciones con ellos.

De manera que, tras el descubrimiento fortuito por parte de unos niños de la cueva de Lascaux el 8 de septiembre de 1940, al carecer de una tabla de lectura originaria de la época susceptible de ser aplicada a esas pinturas, los espectadores proyectan sus obsesiones, incluso las de su época, para interpretar los dibujos y los grabados. No se trata de belleza, sino de significado, de sentido. El primero, el abad Breuil —formación y profesión obligan—, ve en ellos un embrión de la religión, un testimonio de lo sagrado, una demostración de que la trascendencia ya es la preocupación de esos hombres que nos parecen tan lejanos, pero que, por este motivo, nos resultarían tan próximos. De algún modo, ¡unas bellas personas que se dedicaban a preparar la llegada del cristianismo!

Georges Bataille, particularmente obsesionado por la asociación entre el sexo, la sangre y la muerte, ve en ellos la demostración de la obsesión de aquellos hombres por… el sexo, la sangre y la muerte. Diserta sobre la parte maldita, lo sagrado, la transgresión, la risa o el asesinato, sin añadir mucho más a la comprensión del arte histórico, pero revelando sus propios fantasmas.

Entrada de la cueva de Lascaux en el momento de su descubrimiento, en 1940. De izquierda a derecha: El maestro Léon Laval, Marcel Ravidat, Jacques Marsal (los dos jóvenes que descubrieron la cueva el 12 de septiembre de 1940) y el abad Breuil.

© Bridgeman Images

Cabeza de caballo, arte parietal, cueva de Lascaux (Paleolítico, época Magdaleniense, 18000-15000 a. C.).

© Granger collection/Bridgeman images

Los descubridores de la cueva: Marcel Ravidat (abajo, sentado a la derecha), Jacques Marsal (abajo, sentado a la izquierda), Georges Agniel, Simon Coencas y Henri Breuil (tercero a la derecha).

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Los años setenta del siglo XX están inmersos en el estructuralismo que enseña, más allá de la historia, o más bien a pesar de ella, si no en contra de ella, la existencia de unas misteriosas estructuras invisibles pero todopoderosas que regulan, sin saberlo, las relaciones humanas. El prehistoriador André Leroi-Gourhan ve en una cierta cantidad de signos —vulvas y falos, puntos y rayas, caballos y mamuts— la demostración… de una organización estructuralista del mundo. ¡De alguna manera en Lascaux ya se leía a Foucault!

Para Jean Clottes, que inscribe su reflexión en el final de los grandes relatos marxistas o freudianos, el arte prehistórico se revela chamánico. Unos pintores, inspirados probablemente por sustancias alucinógenas, captan el espíritu, el maná de los animales de caza, gracias a sus trazos y sus colores. Muertos ya en la imagen, se hace más fácil abatirlos a la hora de cazarlos.

En cuanto a Chantal Jèze, avanza la hipótesis de que las pinturas en las cuevas son figuraciones de constelaciones, dicho de otro modo, unos mapas del cielo que permiten orientarse en el tiempo cósmico, lo que hace posible la agricultura, la caza o la pesca, representando las estaciones apropiadas para la siembra y las migraciones de los animales de caza.

No nos sorprenderá que, en una época nihilista como la nuestra, no exista ninguna nueva interpretación del arte prehistórico.

Sala del Pozo: bisonte, pájaro y hombre con cabeza de pájaro, manos de cuatro dedos y sexo erecto. Representación única en todo el arte del Paleolítico. Cueva de Lascaux, Montignac (Dordoña).

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Sala de los Toros: pintura parietal, representación de un uro (bóvido desaparecido) de la pared norte, rodeado de caballos y de un ciervo. Cueva de Lascaux, Montignac (Dordoña).

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Embrión de la religión; escena de sexo y de muerte; esquema estructuralista del mundo; cartografía cósmica de cazadores, pescadores, recolectores, agricultores; conjuración chamánica... todo es verdadero, o al menos verosímil, lo que también quiere decir que nada lo es verdaderamente. En cualquier caso, los analistas no acreditan que este arte tenga relación alguna con la belleza: si este arte es bello, no lo es porque los pintores o los escultores en hueso hayan perseguido la belleza, sino un sentido que se nos escapa, y porque han dejado unas marcas sagradas para ellos que nosotros consideramos bellas. Lo bello llega a posteriori. No estaba a priori.

Precisemos, de paso, que lo que nos queda del arte prehistórico no es lo que fue todo el arte prehistórico, sino lo que ha subsistido en el tiempo de los trazos de entonces: dibujos o grabados en las paredes, esculturas realizadas en asta de ciervo o en hueso. Pero todo lo que fue labrado en soportes perecederos: madera, tierra, arena, materiales vegetales, pieles animales, el cuerpo —tatuajes, danzas, ceremonias, cantos y músicas—…, todo esto, por supuesto, ha desaparecido completamente…

Mamut esculpido en un hueso de ciervo, encontrado en la cueva de Montastruc, Tarn-et-Garonne (Paleolítico, 11000 a. C.).

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Ídolos realizados en hueso y piedra, Almizaraque, España.

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Cueva de las Manos, Patagonia, Argentina.

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Hay un hecho que me desconcierta y me permite avanzar la hipótesis de que el arte no busca tanto representar lo bello como obedecer al poder incoercible de un impulso vital. Este hecho estético es el de las manos positivas o negativas. En momentos distintos1 y en lugares alejados que entonces ningún medio de transporte permitía enlazar —es decir, en una configuración espaciotemporal en la que estos gestos no se aprenden de un maestro que los transmita—, unos hombres que no se conocen representan de la misma manera un mismo signo: unas manos colocadas sobre murales de pared.

Las hay de dos tipos: negativas o positivas. En la negativa, la mano seca es colocada sobre la piedra; alguien, quizá aquel a quien le pertenece, sopla un polvo rojo sobre ella y luego la aparta: queda la marca de una mano ausente. En la positiva, la palma está untada de polvo y luego es colocada sobre el muro para dejar la marca de una mano presente. Podemos imaginar que la marca de una mano ausente representa la de un muerto o la de una persona desaparecida físicamente y que la de una mano positiva está asociada a la de una persona realmente presente. Este juego de manos expresaría, pues, una tensión entre los vivos y los muertos, los ausentes y los presentes, los espíritus y los cuerpos, el alma y la carne, el soplo y la materia.

En algunas cuevas, esas manos parecen mutiladas: se observan unos pulgares aislados, unos dedos doblados. Aquí también, de nuevo, no faltan las hipótesis. Van desde una lectura simple y simplista —la mano estaba realmente mutilada, debido al hielo, al accidente, al rito— hasta una hipótesis más simbólica y elaborada —cada dedo habría tenido, como ocurrió en Occidente, una simbología asociada que hacía del pulgar algo más que el pulgar, del índice algo más que el índice, etcétera—. De modo que, y aquí suelto mi hipótesis de la dialéctica entre presencia y ausencia, o dicho de otro modo, entre presentificación y, si se me permite el neologismo, ausentificación, esos signos constituyen lisa y llanamente un lenguaje. El significante y el significado —el auricular que dice esto, en una mano positiva que dice aquello…— permitían a los iniciados captar un mensaje de naturaleza propiamente cosmogónica, metafísico, sagrado, religioso. Los hombres prehistóricos no daban, pues, ninguna importancia a lo bello, sino que se la daban ya incontestablemente al sentido.

Arte rupestre de la prehistoria, cueva con marcas de manos. Periodo Neolítico, cueva de Santa Cruz, Argentina.

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