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Suzy tenía treinta y tres años. Las columnas sociales la consideraban encantadora, perfecta anfitriona, excelente jugadora de bridge, y con un savoir faire muy especial. Aunque sus orígenes eran modestos, tenía la inteligencia suficiente para aprender las reglas de oro para comportarse entre la alta burguesía mexicana, como si hubiera jugado a las canicas con sus amigas sofisticadas y ricas. Seductora como era, sabía atraer a hombres y mujeres. Además de todos sus atributos, amaba la literatura, especialmente las novelas. De todas sus amistades, era la que realmente leía, se informaba de lo que estaba sucediendo en el mundo y hablaba tres idiomas: inglés, francés y ladino. «Las mexicanas son lo más ignorante que he conocido en mi vida. Además de cursísimas, son muy provincianas, mochas e hipócritas. De todo se escandalizan, para mí que son una bola de frígidas…», comentaban muertas de la risa ella y Maruca Palomino, su amiga cronista de sociales, con la que más se divertía por mal hablada, viajada y excéntrica.

Suzy, de origen judío sefaradí, nació el 24 de marzo de 1918 en Estambul, Turquía. Sus primeros estudios los había realizado en el Colegio Americano de Sofía, Bulgaria, donde vivía con su madre, Rachel Ascher, nacida en Rumanía. Gracias a su compromiso de matrimonio llegó a México en 1941. Quienes ayudaron a Suzanne para decidirse a buscar una nueva forma de vida en México fueron sus tíos, Nissim y Mois J. Avramow, los cuales ofrecieron a Suzanne, como posible dueña de una gran dote gracias a la fortuna de Albert, su padre, la seguridad de un matrimonio estable con Paul Antebi, ingeniero químico nacido en Jerusalén, Palestina, que trabajaba en México como director de Laboratorio del Grupo Roussel, S. A., y años después fundara los Laboratorio Carnot. Antebi, de religión judía, se había establecido en México desde el año de 1935.

Suzanne deseaba vivir en México para estar cerca de su padre, a quien no había visto en años. Albert Avramow trabajaba en China como representante y apoderado de la casa inglesa Thomas de la Rue, fabricante de billetes. Los quince años que Albert Avramow radicó en el país asiático lo llevaron a obtener la ciudadanía china. Cuando Albert realizó un viaje de recreo a México, le gustó tanto el país que decidió trasladar parte de sus bienes a la capital del país. Junto con sus hermanos, Nissim y Mois, fundó el Banco Anglo-Mexicano, S. A., lo que dio a los hermanos Avramow fortuna y respeto.

La decisión de integrarse a México la manifiestan Nissim y Mois Avramow en enero de 1941, en una carta que dirigen al entonces presidente de México, Manuel Ávila Camacho. En la misiva, los empresarios comentan que, desde el año de 1939, la persecución de judíos en países europeos, sometidos al régimen totalitario, era inhumana, brutal, por lo que era necesario abandonar Europa para situarse en algún país de régimen democrático en los que se respetaran los derechos humanos de todo individuo, sus ideologías y creencias.

Cuando la madre de Suzanne le anunció el viaje a México, gracias a su compromiso con su prometido, Suzy se puso feliz. Por fin conocería dónde radicaba su padre, a quien no había visto desde hacía varios años. Su ausencia y distancia le provocaban a Suzy muchos sentimientos encontrados. Prácticamente no lo conocía. Cuando su mamá hablaba de él, siempre lo hacía en términos muy vagos. O de inmediato cambiaba de tema de conversación, o se contradecía en fechas.

Entre más evadía su mamá las dudas de su hija, más sentía Suzy que se ahondaba un hueco en su corazón. De allí que creciera con una profunda herida, la cual tardaría muchos años en cicatrizar. Para ella, su padre era un fantasma, un hombre egoísta e irresponsable. ¿Por qué siendo tan rico, como aseguraba su madre, no les mandaba más dinero? Llevaba su apellido, sí, pero no bastaba. Requería saber más sobre él. ¿Por qué se habían separado? ¿Por qué, siendo judío sefaradí, se había casado con una católica? ¿Por qué había obtenido la nacionalidad china? ¿En qué consistían exactamente sus negocios?

Acerca del segundo matrimonio de su madre, tampoco estaba muy enterada, como tampoco lo estaba su hermana Matilde a quien quería mucho y con la que se entendía muy bien. Su padrastro, Josef Cohen Calderón, judío mexicano, solía platicarles mucho acerca de México, pero ninguna de las dos sabía cómo y cuándo se habían conocido. Para casarse con él, ¿se divorció de su padre? ¡Cuántos misterios rodeaban la vida de las hermanas Avramow, cuantas preguntas sin respuesta! ¡Y cuántos secretos les faltaban aún por descubrir, especialmente de la vida de su padre!

«Odio que mi mamá me siga tratando como a una niña. Estoy segura de que me oculta algo», le decía furiosa a Myriam, su mejor amiga del Colegio Americano.

Entonces Suzy tenía quince años, cursaba secundaria y era una excelente estudiante. Además de ser una adolescente de rasgos finos y grandes ojos cafés, era muy buena para el deporte, en especial para el voleibol, y formaba parte del coro de canto. Lo que más le gustaba eran sus clases de teatro. Nada disfrutaba más Suzy que transformarse en un personaje de la literatura universal. Era una forma de dejar de ser ella misma para ser otra, vivir en una época diferente y en otro país, el cual nada tenía que ver con el suyo.

Suzy, con la ayuda de sus tíos, se trasladó a México cuando el peligro en Bulgaria era inminente. Aunque no conocía a su futuro prometido, los tambores de guerra sonaban más fuerte que su corazón. En la religión judía los matrimonios arreglados eran muy comunes. De hecho, existía la profesión, bien pagada, por cierto, de casamentera. O bien los arreglos se hacían entre familias del mismo pueblo. En el caso de Suzy Avramow y Paul Antebi, el arreglo matrimonial se realizó de un continente a otro, lo cual resultaba más arriesgado si los implicados nunca se habían visto en persona. Una vez comprometidos, ya no había vuelta de hoja, porque las presiones familiares eran constantes y además había una guerra de por medio. No les quedaba otra que aceptar el acuerdo.

Después de una parada obligada en Fortín de las Flores, muy cerca de Veracruz, donde Suzy compró un arreglo de gardenias empacada en un tronco de la planta de plátano, y un viaje de cuatrocientos veintitrés kilómetros y diecisiete horas con cuarenta minutos, finalmente llegó Suzy de Veracruz a la ciudad de México. «¡Cuánta gente, Dios mío!», pensó asomada por la ventana del vagón. Esa mañana del 19 de mayo de 1941, la estación de Buenavista se encontraba pletórica de gente que iba y venía entre vendedores ambulantes, pasajeros con niños, familiares que habían ido a recoger a sus parientes y centenas de maleteros.

Suzy, de veintidós años bien cumplidos, estaba nerviosa, por fin conocería personalmente a su prometido. Para el primer encuentro, se había puesto una blusa de algodón beige de manga larga, una falda, ligeramente amplia, con un estampado en tonos verde olivo y unas sandalias blancas que se había comprado en el puerto libre Casablanca. En su pequeña valija, con la que había viajado a Varsovia antes de la guerra para visitar a su novio, Suzy había guardado, después de una rigurosa selección de las cosas que se llevaría, sus papeles oficiales, algunas prendas de ropa (su imprescindible traje sastre azul marino hecho por su tío e inspirado en un tailleur modelo de Marlene Dietrich); un par de zapatos de tacón alto ya muy desgastados; su pequeña estrella amarilla, la cual solía usar cocida en su ropa del lado izquierdo, y que usó hasta el último día antes de tomar el barco; una fotografía color sepia de cuando su madre era joven y de su hermana Matilde, otra de Herschel y ella frente a la sinagoga, tomada antes de la guerra; su diario; cartas de amor de su amante polaco; su libro de Madame Bovary, todo subrayado; dos jabones y un enorme frasco con agua de colonia con el aroma a las rosas damascenas, las más finas de toda Bulgaria. A pesar del calor y del ajetreo del viaje, su pelo ondulado, café oscuro, enmarcaba su rostro de tez muy blanca. Prácticamente no llevaba maquillaje, salvo un poco de rouge en los labios. Sin ser una deslumbrante belleza, Suzy era muy atractiva; sus cejas negras y gruesas siempre muy bien delineadas (las peinaba con un cepillito especial) hacían juego con sus enormes y tupidas pestañas, las cuales siempre presumía porque con ellas podía sostener un cigarro sin temor a que se cayera. Sin embargo, lo más bonito de Suzy eran sus pómulos y su sonrisa.

«Ojalá que sea alto y delgado, que no sea calvo ni que use anteojos, que esté bien vestido, que no esté chimuelo, que no sea cojo, que hable bien francés», pensaba Suzy, mientras buscaba entre la multitud a Paul Jacques Antebi, de treinta y tres años.

2

La fotografía que le habían enviado sus tíos era muy pequeña y no se apreciaba mucho al novio debido al gran sombrero negro que llevaba puesto. Además, se veía demasiado cachetón. Sin embargo, la que él había recibido de Suzy, que entonces tenía 18 años, sentada al lado de su madre, en el borde de la ventana de un edificio baleado, era una foto más clara y mejor enfocada. Fue su padrastro quien tomó la foto durante una mañana de invierno. Ese día Suzy llevaba una boina oscura y aunque estaba casi en los huesos, se veía muy bonita, había posado con la mejor de sus sonrisas.

El prometido, vestido con una corbata ancha y un traje de lana demasiado caluroso para esa mañana tan soleada, corría entre la multitud, de un lado a otro, para buscar el vagón donde viajaba su prometida.

—¿Éste es el tren que vino de Veracruz? —preguntaba a los maleteros cada dos minutos.

—Sí, señor, éste es —le contestaban una y otra vez.

Igual de nerviosa estaba Suzy, preguntándose, desde la ventana del vagón, quién de todos los hombres que veía en el andén, arremolinándose en las ventanas y puertas de acceso, sería su esposo. «Mis tíos me aseguraron que vendría por mí a la estación. ¿Dónde estará? ¿Será ese señor tan pálido con cara de que está buscando a alguien? Sí, sí es él. Me lo imaginaba más alto. En fin, Il n’est pas mal. ¿Cómo lo saludaré? ¿De mano o de beso?».

—Aquí estoy —grita Suzy, sacando medio cuerpo por la ventana del vagón.

Te voilà —le contesta Paul, sumamente agitado—. Bienvenue, ma chérie!, a este maravilloso país, lleno de sol y de gente buena —le dice Paul a su prometida, en tanto baja los escalones del tren.

Al poner un pie en el andén, Suzy tuvo la sensación de que en ese momento empezaba una nueva etapa de su vida. Un nuevo capítulo. ¿Qué le depararía el destino en un país tan distinto al suyo, con otro idioma, otra religión y otras costumbres? Ella era de esas mujeres que no le temían a la vida, y con esa actitud de arrojo empezaba esta nueva aventura de su viaje a México, además de sentirlo como un desafío, era como un destino al que no había que darle la espalda. «Paul será el padre de mis hijos y los nietos de mi madre».

Después de que el prometido le dio un beso en cada mejilla, a la française, n’est ce pas?, le tomó su valija y se dirigieron a la salida de la estación de Buenavista.

—¿Cómo te sientes, ma belle? Ya me habían dicho tus tíos que eras muy bonita, pero se quedaron cortos, eres ¡preciosa! ¿Te gusta que te llame así, Shoshanna o Susana? ¿O Suzy?

Suzy ya sabía que su padre no pasaría por ella a la estación, tal y como le habían dicho sus tíos, porque justo a la hora de su llegada él tenía una junta muy importante. «Parece increíble que, después de quince años de no ver a su hija, ni siquiera tenga la delicadeza de venir a buscarme a la estación. ¡Qué hombre tan insensible! Sinceramente, no me quiero hacer muchas ilusiones respecto a mi papá. Ahora que viva en México, sé que no lo veré muy seguido. Él tiene a su esposa, María Guadalupe Gutiérrez Uribe, a sus dos hijos, y su trabajo que lo absorbe todo el tiempo. Se lo dije a mi mamá, pero según ella, tengo que ser muy paciente y agradecerle la magnífica dote económica que le entregó a mi novio».

Qué feliz e ilusionado estaba Paul con la llegada de su futura esposa. En el momento en que la vio, sintió un verdadero coup de foudre. Lo primero que le había llamado la atención de Suzy fue su cuerpo bien formado y sus piernas largas y esbeltas. Además, no usaba medias. Algo que nunca se hubieran permitido las jóvenes mexicanas. Más que una muchacha búlgara que escapaba de la guerra, la novia parecía una estudiante universitaria dispuesta a comerse el mundo. Además, olía a rosas; no lo podía creer: era el mismo aroma que usaba la madre de Paul desde que él era un niño. La verdad es que había tenido mucha suerte. Paul conocía a muchos compatriotas, también sefardíes, que se habían comprometido de antemano sin conocer a la novia. Una vez que la prometida llegaba a México, no se podía regresar. ¡Cuántos matrimonios habían resultado un verdadero fracaso por la falta de amor! Y cuántos, al contrario, habían sido muy felices en un país en donde los recibían, en plena guerra, con los brazos abiertos.

—Ya verás cómo te irás encariñando, poco a poco, con este país. Una vez que nos casemos, ya verás qué fácil es conseguir la nacionalidad mexicana. En este país todo es fácil. En México todo se arregla con dinero; «mordida», le llaman. Te pasas un alto, le pagas al policía una mordida y ya estás libre, tienes que sacar un permiso, pagas una mordida y listo. Pero eso no importa ahora. La comida es muy variada y deliciosa. Te van a encantar los taquitos con sus tortillas recién hechas, que es como el pan para los mexicanos, el mole con chocolate y, como bebida, el tequila que se parece al vodka, pero mucho mejor. Los mariachis con sus trajes de charro, que llevan serenatas a las muchachas. Las pirámides de Teotihuacán y el sabor de una fruta que se llama «mango» te elevarán hasta el cielo. Aquí los mercados son una maravilla, ya verás las montañas de naranjas dulces y jugosas. Eso sí, tienes que tener mucho cuidado con el agua, porque de lo contrario, «la venganza de Moctezuma» te llevará derechito a la cama con una diarrea espantosa. Ah, una cosa muy importante es recordar el nombre del actual presidente de la República, se llama Manuel Ávila Camacho, pero el que realmente gobierna es su hermano, Maximino. No te olvides que el dólar está a 4.85 con lo que puedes comprar muchas cosas…

Paul hablaba y hablaba. Suzy lo escuchaba divertida mientras veía los frondosísimos árboles a lo largo del paseo de la Reforma, recientemente pavimentado, así como el camellón que dividía la avenida en dos.

—Mira, Suzy, el Ajusco con sus picos todos nevados —dice de pronto Paul, señalando con su dedo el volcán, el cual se dibujaba perfectamente en el horizonte. ¿Sabes cómo llaman a la ciudad de México? La región más transparente. Allí está la estatua de Cristóbal Colón, aunque aquí en México lo odian. En fin, déjame decirte, Suzy, que el clima de este país es único. ¡Siempre amanece con sol!

Paul llevó a su prometida al hotel Reforma, el mejor hotel y el más moderno de la ciudad de México. Cuando Suzy se bajó del coche y descubrió la marquesina estilo art déco con la gran R dorada en la fachada, se quedó impresionada.

—¿Verdad que es precioso? Las habitaciones tienen un pequeño vestíbulo, baño individual, un clóset muy grande, clima artificial en todo el edificio y una suite presidencial. Mira la belleza del lobby. Ya descubrirás todos sus locales comerciales de lujo, como salones de belleza, tiendas de ropa, una librería, una tabaquería y también casas de cambio —le decía Paul mientras la acompañaba a la recepción para que se registrara como huésped VIP.

En 1941, tener como cliente al hotel Reforma era un logro comercial fenomenal para cualquier importador de vinos y alcoholes, considerando que desde la apertura de sus puertas se convirtió en el mejor hotel de la ciudad. Además de administrar el mayor número de bares, cafeterías, restaurantes y salones de fiestas, sus huéspedes formaban parte de una élite internacional, mucho más atractiva y jugosa que la del Ritz, que a pesar de ser un hotel sumamente chic y prestigioso, sus clientes pagaban en moneda nacional; en cambio, los de su competidor más fuerte, en dólares. En los años anteriores a la Segunda Guerra Mundial, México era una opción turística por su patrimonio cultural e histórico, el más importante del continente. Su geografía lo acercaba a los americanos, mientras que sus políticas lo hacían neutral para los europeos. De ahí que la famosa frase de Alfonso Reyes: «Viajero, has llegado a la región más transparente», correspondía perfectamente bien a las expectativas para muchos de estos viajeros extranjeros de la época.

Un año antes de que se inaugurara el Reforma, tres mil doscientos rotarios americanos habían decidido realizar su convención en el Distrito Federal. «Necesitamos mil doscientos cuartos de hotel», solicitó el presidente del Club de Rotarios de Estados Unidos al presidente de los rotarios en México. Por más que sus congéneres nacionales se movilizaron para buscar el alojamiento necesario, se percataron de que la ciudad carecía de esta capacidad de oferta hotelera formal. A pesar de esto, optaron por no comunicarlo a la presidencia en los Estados Unidos, por temor a que fueran a cancelar la convención. Cuando, finalmente, llegaron los rotarios norteamericanos, muchos de ellos se vieron obligados de instalarse en lo que los organizadores dieron por llamar «Ciudad Pullman», una serie de vagones de tren localizados en los patios de la estación de Buenavista de los Ferrocarriles Nacionales.

Cuando Alberto J. Pani, quien fuera secretario de Hacienda y director de los Ferrocarriles Constitucionalistas con el presidente Calles, leyó en el periódico que más de trescientos rotarios americanos habían tenido que hospedarse en algunos furgones de ferrocarril —que se habían adaptado como dormitorios, baños, comedores, gimnasios, servicio médico y de correos y oficinas generales para llevar a cabo su convención, por falta de hoteles en la ciudad—, se dijo que México ya no se podía permitir negarle la hospitalidad a ningún turista del mundo. Había que ingresar, cuanto antes, al campo de la oferta turística internacional cuya demanda, por razones fáciles de explicar, se concentraba en los Estados Unidos y Canadá.

Al otro día llamó por teléfono al licenciado Narciso Bassols, quien además de ser su amigo era el secretario de Hacienda y Crédito Público. Le expuso su inquietud, a la cual fue muy sensible el secretario. «Estoy seguro de que al presidente le interesará mucho tu oferta», le dijo Bassols. Dos semanas después, don Alberto y su sobrino Mario Pani Darqui, un joven arquitecto de 24 años, sumamente talentoso, se encontraban desayunando en Sanborns de Madero. Sobre la mesa, entre platos con restos de waffles cubiertos con miel maple y de fresas con crema a medio terminar, don Alberto, quien como ingeniero había sido responsable de terminar el Palacio de Bellas Artes y de construir el tercer piso del Palacio Nacional, en una hojita de papel de su agenda trazó cómo imaginaba la construcción de un hotel moderno, con más de doscientos cuartos, que se que se encontraría, naturalmente, en el boulevard más bello de América Latina: ¡el paseo de la Reforma! ¡Qué mejor arteria en franco proceso de desarrollo para un hotel de lujo!

—¡Que se llame entonces hotel Reforma! —agregó entusiasmado su sobrino. Al escuchar lo anterior, don Alberto dibujó la letra «R» muy grande en la parte superior del improvisado croquis del edificio.

—¿Verdad que se ve muy bonita? —le preguntó a Mario.

—Tendría que estar un poquito más estilizada, tío, pero tienes razón, se ve muy elegante —agregó Mario, divertido al ver el trazo medio maltrecho de don Alberto.

—Cuando terminemos con el Reforma, comenzaremos a construir otro y otro. Ya verás como tú y yo desarrollaremos, con el tiempo, una verdadera cadena hotelera a la altura de cualquier ciudad cosmopolita del mundo. Por lo pronto yo pongo para la construcción de este hotel todos mis ahorros, 350 mil pesos —advirtió Alberto J. Pani.

Entre más lo escuchaba su sobrino, recientemente titulado en la Escuela de Bellas Artes de París, más tomaba café. La perspectiva de tantos proyectos lo ponían nervioso. No obstante, la idea de asociarse con el hermano de su padre, además de darle gusto, para él era un reto formidable que no había que dejar pasar. Aunque el tiempo que se habían fijado para la construcción era muy reducido, confiaba en el equipo del despacho de arquitectos donde trabajaba. Al cabo de una semana, Mario le dio cita a su tío en la oficina para mostrarle los planos, las aerofotos y las maquetas del magno proyecto.

—¡Me encanta! ¿Cuándo empezamos?

—Una vez que se confirme la venta del predio. Todo es un problema de papeles. Tal vez, con tus relaciones en el gobierno puedas agilizar un poco los trámites, pero por lo que a mí respecta, estoy más puesto que un calcetín —dijo Mario.

De toda la familia, Pani, el Comodoro, como le decían a Mario, se había llevado el talento. Como su tío, él también siempre pensaba en grande. Lo que entonces no sabían, ni don Alberto ni su sobrino, es que unos días después de que finalmente se firmara la compra del terreno para el hotel, don Narciso Bassols, uno de los siete sabios, junto con Vicente Lombardo Toledano, Manuel Gómez Morín, Alfonso Caso y Daniel Cosío Villegas, entre otros, renunció, así como varios ministros callistas. «Por lealtad al general Calles», su padrino político había escrito en su carta de renuncia dirigida al presidente de la República, el general Lázaro Cárdenas. Meses después, don Narciso partió para Europa como ministro en Londres. Ante la Sociedad de Naciones, hizo una vigorosa defensa de los pueblos agredidos de la intervención de las potencias fascistas. Muchos años después, durante una corta estancia en la capital, se hospedaría en el hotel Reforma, viniendo de París, donde había fungido como representante del general Cárdenas en el congreso fundacional del Consejo Mundial de la Paz. «Chicho», le dijo su mujer por teléfono desde México, «con el aguacero que cayó ayer se derrumbó el techo de nuestra recámara y el de la sala. Tenemos que dormir en un hotel».

Una vez que el matrimonio Bassols se había instalado en la habitación 707, don Narciso tomó el teléfono. «Alberto, nada más te llamo para decirte que el hotel Reforma es espléndido. ¡Cuánta razón tuviste, te felicito!», le dijo entusiasta a don Alberto J. Pani.

Después de cinco años de haber estado desocupado, don Narciso y su esposa habían sido los primeros huéspedes del cuarto 707. A raíz del escándalo que se había dado en esa habitación, la dirección del hotel había dispuesto cerrarla por un tiempo indeterminado. Curiosamente, esa noche, la señora Bassols había tenido una pesadilla espantosa. «Soñé que nos mataban», le comentó mortificadísima a su marido, muy temprano por la mañana. «Ya ves, mujer, no hay nada como dormir en la cama de uno», agregó don Narciso.

Trescientos sesenta y cinco días después de aquella cita fijada entre don Alberto y Mario, su sobrino, en los Azulejos, finalmente el hotel Reforma se inauguró el 23 de diciembre de 1936. Hay que decir, sin embargo, que una semana antes de que abriera sus puertas al público, algunos de sus cuartos fueron clausurados por los inspectores oficiales. Las disposiciones sanitarias de la época prohibían en los hoteles el uso del papel tapiz en los muros y el alfombrar, de pared a pared, los cuartos. De acuerdo con el reglamento, propiciaban la cría de chinches y pulgas. El flamante hotel incurría en esas faltas sanitarias. En consecuencia, para que le autorizaran al don Alberto J. Pani inaugurarlo, fue necesario, gracias a sus espléndidas relaciones, modificar sobre la marcha esta reglamentación tan obsoleta.

«¿De verdad había llegado a un país tan maravilloso, donde los judíos no eran perseguidos por el solo hecho de ser judíos?», se preguntó Suzy mientras recorría el lobby del hotel Reforma. Un país donde había paz, con playas hermosísimas y una historia fascinante como la que le solía contar su padrastro. También ella había tenido mucha suerte con su futuro marido, un hombre trabajador, ambicioso y rico. Como primera impresión le había gustado su frente amplia, la cual denotaba a un hombre inteligente, le gustaba su sonrisa cálida y su voz muy varonil. Seguro es bueno para la cama, pensó con una sonrisa maliciosa. ¿Qué más quería? Era su salvador. Gracias a él había dejado atrás la pesadilla de la guerra. Adiós, rey, Boris III, aliado de Hitler. Adiós, soldados nazis instalados en cada esquina de nuestra ciudad. Adiós a los parques en donde no pueden entrar los judíos, adiós a los aviones desde donde disparaban centenas de balas a los civiles. Adiós a las tarjetas de racionamiento, adiós a todas las estrellas amarillas cocidas hasta en la ropa interior, adiós pueblo búlgaro, pueblo sufrido, pueblo hambriento y pueblo cercado por Hitler.

A pesar de que Bulgaria se mantuvo neutral hasta el 1 de marzo de 1941, de allí en adelante se convirtió en aliada de las fuerzas del Eje, lo que significaba participar con Alemania nazi, Italia y Japón. En Bulgaria quedaron prohibidos los matrimonios mixtos, los funcionarios judíos fueron despedidos y se instauró un numerus clausus entre los trabajadores independientes, lo que significa que solamente algunos de estos trabajadores podían laborar. Las empresas no autorizadas, incluyendo las de los judíos privilegiados, los antiguos combatientes y los huérfanos de guerra, fueron sometidas a una arianización obligatoria. Ya para entonces se hablaba de los campos de concentración, entre ellos Belzec y Auschwitz. A partir de fines de 1941, los alemanes ejercieron presiones cada vez más intensas para que los judíos fueran concentrados para su deportación.

No obstante que ya habían pasado varios días desde la partida de Suzy, la que no dejaba de llorar su ausencia era Matilde, su hermana. Jamás se había sentido tan sola y con tanto miedo. Su madre estaba cada día más angustiada y su padrastro, en lugar de tranquilizarla, gritaba, se quejaba y a la primera oportunidad se ausentaba durante horas. Justo el día en que se fue Suzy, había que devolver los teléfonos del Estado. Imposible llamarla o que ella telefoneara para ver cómo estaba la familia. Todos los días, Matilde escuchaba las noticias por la onda corta de Londres (la BBC) y de Estados Unidos (la Voz de América). Por miedo a mortificarla aún más, evitaba comentárselas a su madre. La soledad de Matilde no hacía más que aislarla aún más. De vez en cuando se encontraba con Myriam, la amiga de Suzy, cuyo tema de conversación siempre giraba alrededor de su hermana. Algunas veces le escribían juntas largas cartas, en las cuales le incluían noticias de los vecinos y fotografías de su respectiva familia.

Más que consolarla, los encuentros con Myriam la dejaban todavía más entristecida. Al llegar a su casa, lo primero que hacía era encerrarse en su recámara y llorar y llorar. A veces escuchaba la radio local, en la única estación que aún transmitía y en la cual se escuchaba música búlgara tradicional. De todas las canciones y melodías, su preferida era la que solía entonar Suzy. Cada vez que se sentía melancólica, su hermana cantaba en ladino: Adio kerida.

Adio, adio kerida

no kero la vida,

me l’amagrates tu.

Tu madre kuando te pario

i te kito al mundo

korason eya no te dio

para amar segundo.

Adio, adio kerida

no kero la vida,

me l’amagrates tu.

Va, busakate otro amor,

aharva otras puertas,

aspera otro ardor,

ke para mi sos muerta.

3

Desde que Suzy era adolescente, estudiante del Colegio Americano, descubrió, encerrada en su recámara mientras su madre preparaba un tarator a base de yagourt y pepinos, que masturbarse la liberaba. Sentía como si dos enormes alas le crecieran de la espalda, gracias a las cuales se podía elevar hasta las alturas más insospechadas. Entre más se intensificaban las manifestaciones de la guerra, más se masturbaba la joven. Sentir tanto placer era una forma de contrarrestar la pobreza en la que vivía junto con su madre y hermana, la muerte, el sufrimiento y el hambre. Era una manera de consolarse, de acompañarse y darse gusto, solitita, sin pedírselo a nadie. También su amiga de toda la vida, Myriam, sabía consentirse, sin culpa, de esta manera. A veces hasta competían, recostadas en la cama, para saber quién lograba un orgasmo más rápido. Suzy siempre ganaba. Con el tiempo se volvió experta, multiorgásmica. Nadie mejor que ella conocía su cuerpo, y nadie mejor que ella sabía escucharlo y darle placer. Nada más escuchar sonar el botoncito, como ella llamaba al clítoris, para atender su llamado de inmediato, de lo contrario, sentía que se volvía loca.

A los quince años, empezó a fumar, a pintarse las uñas y a coquetear de una manera más evidente con los chicos de su clase. Se sentía bonita, pero sobre todo distinta a sus compañeras de clase. Ella era diferente porque leía, porque hablaba ladino, búlgaro, inglés y francés, y porque su curiosidad no tenía límites. No obstante, era alumna becada del Angloamericano, Suzy adoraba todo lo que venía de Francia, especialmente en lo que se refería a la literatura. «¿Verdad mamá, que si es francés, es inteligente?», le preguntaba a su madre. Juntas escuchaban la música de Charles Trenet y de Jean Sablon, juntas iban al cine y veían todas las películas de Louis Jouvet, de Jean Gabin, Simone Signoret y especialmente de Louis Jourdan. «Cuando sea grande me voy a casar con un hombre igualito a este maravilloso actor francés», le decía a su amiga Myriam. Por las noches devoraba los libros que había sacado de la biblioteca de la escuela: El rojo y el negro, Los Miserables, Ana Karenina, Madame Bovary y colecciones de poemas de Charles Baudelaire, Alfred de Musset, Paul Verlaine y Arthur Rimbaud. A los 18 años, se aprendió de memoria todos los poemas de Paul Géraldy, los cuales le recitaba a Herschel. Aunque su novio no hablaba francés, parecía entenderlo todo porque sonreía y se conmovía conforme Suzy avanzaba con la lectura. Esto hacía que Suzy se sintiera conectada con él, la hacía pensar que las letras eran eternas y memorables, aunque la traducción ni la sonoridad fueran las mismas que en el idioma original. Herschel la escuchaba embelesado por su gracia, por su conocimiento, por su amor a un arte que para él era desconocido.

Je cherche comme le vent ton corps

Comme navire que ne trouve pas de port

Je te desire encore

Et je te désirai dehors.

Fue precisamente en sus escapadas literarias que la intimidad creció y que ella y Herschel comenzaron un noviazgo que traspasaba los límites de las palabras y llegaba hasta los confines de sus propios cuerpos. Fue en esa época que Suzy dejó de masturbarse. Hacían tanto el amor, ella y su novio, que ya no escuchaba los llamados de aquel «botoncito» que la hacía tan feliz. Gracias a él, Suzy comprendió que la satisfacción sexual era aún mayor cuando había amor y se compartía sin reservas. No había nada más pleno que la compenetración de dos seres que se aman y que llegan juntos al orgasmo. Además de compartir lecturas, juegos, escapadas secretas y padecimientos por la persecución de los judíos, compartían la felicidad de estar juntos. Juntos escuchaban música de Chopin, juntos leyeron Quo Vadis, de Mickiewicz, juntos preparaban el yougourt con leche de oveja, el mejor remedio para no envejecer; juntos iban a rezar en la Sinagoga Central de Sofía, el tercer templo judío más grande en Europa.

La relación con Hersh, como cariñosamente lo llamaba Suzy, se convirtió en un escudo que la protegía de un mundo que amenazaba con desmoronarse a cada momento. Ante la angustia, ante la incertidumbre, siempre podía refugiarse en los brazos de Hersh, sentir que junto a él el resto del universo se desvanecía. «Mientras estemos juntos no va a pasar nada. La guerra no va a llegar a Bulgaria, nuestro mundo va a estar en paz y vamos a ser felices siempre».

Los buenos deseos, sin embargo, no pudieron contra la realidad. La última carta de amor de Hersch, dirigida a Suzy, la escribió la víspera del día en que los nazis fueron a buscarlo a él y a su familia para llevárselos a Auschwitz. Suzy ya esperaba lo peor, le había sorprendido que no hubiera asistido a su cita más reciente en el lugar donde siempre se veían. «Te querré toda mi vida», le había escrito dos días antes de desaparecer para siempre.

«¿Qué te parece, Herschel, ya me voy a casar y me sigo sintiendo tu viuda?», pensó Suzy mientras se cambiaba de ropa en el baño del departamento de Paul, una vez que se retiró el fondo ribeteado de encaje que compró en Casablanca, el espejo del botiquín reflejó la parte superior del cuerpo. A pesar de su extrema delgadez, sus senos se habían conservado redondos y firmes. Suzy tenía un cuello que bien podría ser envidiado por cualquier mujer aristócrata. Sus hombros eran femeninos y muy proporcionados. De pronto, la blancura y la suavidad de su piel la sorprendieron. Hacía meses que no se veía ante el espejo con tanto detenimiento.

«¿Te acuerdas cuando jurábamos que nos íbamos a casar?», siguió pensando Suzy, recordando a su antiguo novio, «y ya ves, no fue posible por culpa de Hitler. Te habrás ido para siempre, pero sigo fiel a nuestra historia de amor. Si me vieras en estos momentos, no me reconocerías, estoy tan flaca. Ya me repondré en este país tan generoso y tan rico en viandas y frutas. Tengo veintidós años y no soy virgen. Para convertirme en una futura esposa no soy pura. ¿Se lo digo o no se lo digo a Paul? Creo que lo mejor es que se lo diga. Estoy segura de que entenderá y que hasta apreciará que le hable con la verdad. ¿Y si es muy celoso? ¿Y si es muy macho o excesivamente religioso? ¿Y si mejor se lo digo mañana hasta que nos casemos? ¿Por qué las mujeres tenemos que llegar al matrimonio vírgenes y no los hombres? Entre más experiencias prenupciales hayan tenido, para ellos es mucho mejor para ambos. ¿De verdad se imaginará Paul que soy virgen? Lástima que no hable de esto con mis tíos. Mi madre ya lo sabe y me dijo que no importaba, que lo mejor era que fuera muy receptiva y cariñosa con él. “Mira, Suzy, mientras te pongas tus gotitas de agua de rosas en las partes adecuadas del cuerpo y le permitas hacer un viaje de absoluto placer, ya verás que, para él, lo de tu falta de virginidad lo tendrá sin cuidado”». «Me las pongo», se dijo con absoluta determinación. En seguida, buscó su frasco, se puso sus gotitas y otras más detrás de las orejas. En medio de un ambiente de rosas, Suzy, vestida con su camisón blanco de lino, salió del baño, sintiéndose casi virgen.

4

Los encantos personales de la novia, más las gotas del agua de rosas, no tuvieron el efecto. Paul se comportó como un amante precipitado. Quizá fueron los nervios de su primer encuentro, pero su fogosidad resultaba un tanto brusca, y Suzy extrañó la dulzura y los sentimientos que aún tenía por Herschel. No hubo necesidad de ningún tipo de aclaración respecto a su falta de virginidad. A pesar de su religión, y habiendo sido educado en Francia como ingeniero químico, de madre francesa, Henriette Salomón, Paul debía ser un hombre mucho más liberal, e incluso más sofisticado que sus paisanos. Suzy agradeció que no mencionara nada al respecto.

Al otro día fue la ceremonia del matrimonio, en absoluta intimidad. A la sinagoga nada más asistieron el padre y los tíos de Suzy. La comida fue en el departamento de Paul, de este modo se evitaron todos los rituales de la típica boda sefaradí que bien podían prolongarse hasta siete días, ya que siete son las bendiciones (sheba berajot), número sagrado para el judaísmo. Igualmente, se evitó la exhibición del ajuar formado por joyas y artículos del hogar. Asimismo, Suzy no tuvo acudir al baño ritual para purificarse. Lo que sí hicieron los novios, antes de casarse, fue la escritura y firma del contrato matrimonial. En seguida, el rabino les impartió las siete bendiciones debajo del dosel, después de que Paul rompió la copa de cristal y escuchó a los presentes exclamar: «Mazal Tov!». En seguida, dijo muy serio: «Sé mi esposa según la práctica de Moisés e Israel, y yo te cuidaré, te honraré, te apoyaré y te mantendré de acuerdo con la costumbre de los esposos judíos que cuidan, honran, apoyan y mantienen a sus esposas fielmente. Y aquí te presento la dádiva de matrimonio que te pertenecen, según la ley de Moisés e Israel; y también te daré tu alimento, ropa y necesidades, y viviré contigo como esposo».

Para la fiesta Paul contrató a dos violinistas. El acuerdo fue que tocarían música sefaradí, especialmente la canción preferida de Suzy: Adio Kerida. Con un vestido largo y blanco, que a última hora le compró Paul en las calles Paraguay (el más sobrio y pequeño que pudo comprar), Suzy, toda perfumada en agua de rosas, bailaba en los brazos de su flamante marido con un nudo en la garganta, no podía evitar en pensar en Herschel, su novio polaco muerto en Aushwitz. No pudo evitar evocar a su madre, a su hermana Matilde y a su amiga Myriam. Y no pudo evitar derramar unas lágrimas que ella misma no entendió si eran de alegría o de tristeza.

5

Mama kerida:

Ésta es la primera letra que te escribo desde que llegué a México. Hace justo un mes les dije adiós a ti y a mi hermana. Las tres, mientras nos abrazábamos, llorábamos mares de lágrimas. Las mías, las más saladas que recuerde, no dejaron de rodar durante todo el viaje en barco. Lloraba por abandonarlas en medio de la guerra. Se me hacía injusto e imperdonable el que yo partiera y ustedes se quedaran padeciendo tantos horrores. «Te tienes que ir para casarte», me decías, mamá, cuando lo que menos quería era irme para casarme con alguien que no conocía. Tú mejor que nadie sabes que amo a Herschel, mi novio polaco, del que no he tenido noticias desde que los alemanes invadieron Polonia. Hasta la fecha, no sé si está vivo en el gueto de Varsovia, muerto en Auwschvitz o simplemente exiliado en alguna parte del mundo. Sufro al pensar en todo esto, como también padezco por lo que les puede pasar a ustedes; a Myriam, mi amiga; a nuestros vecinos, al señor Katz de la librería. En fin, pienso en todos los que rodeaban mi mundo de la infancia y de la adolescencia y ahora son perseguidos por el solo hecho de ser judíos. Necesito que me mandes fotografías de la familia y de todos los amigos. Quiero cubrir una pared con sus rostros y sus sonrisas. No quiero olvidarme de cómo eran y qué cosas hacíamos juntos antes de la guerra: nuestros paseos en el parque, los días de campo y cuando visitamos el Puente de los deseos. Todo el día escucho mi disco con la canción: Adio, Kerida. Ahora te canto a ti aquella estrofita que tengo grabada en el corazón: «Adio, adio kerida / no kero la vida / me la amargaste tu…».

Llegar a un país donde se respira paz y abundancia, y estar casada con un hombre rico, créeme, mamá, que no basta para sentirme feliz. Allí está la tristeza, pegada a mi cuerpo, como si estuviera tatuada en mi piel. Sentirme tan lejos de ustedes me provoca una culpa atroz. Dice Paul que ya no debo de estar tan arraviada con el mundo, y que debería de agradecerle a nuestro matrimonio y a este país el hecho de estar viva. Mamá, mi marido no me entiende, no me acompaña en mi pena. Él no ha vivido la guerra, por eso hay momentos en que me siento muy sola; cuando platicamos acerca de eso, es como si sostuviéramos un diálogo de sordomudos. Al pasar los días, me doy cuenta que los dos somos distintos. A mí me encanta leer y él nada más piensa en sus negocios y en comprar estatuillas arqueológicas. Como árabe judío de Aleppo, Paul fue educado por una familia muy tradicional, y por Henriette, una madre sumamente estricta y dominante. Paul no habla ladino, y yo no sé nada de hebreo. Así es que nos comunicamos mitad en francés y mitad en español. «Ya te enamorarás de él», me decías para animarme. No, mamá, no ha sucedido tal cosa, y temo que no sucederá. Esto lo sentí de una forma muy clara durante nuestra luna de miel.

(Sé que las cartas son leídas por los rusos y pasan por una censura; si leen fragmentos sospechosos, los tachan con tinta negra. De todas maneras, te escribiré con absoluta libertad. Tal vez leyéndome comprenderán mejor el corazón de las mujeres).

A pesar de que Paul se esforzaba para que gozara durante el acto, no sentía nada. No era yo la novia que yacía en esa cama con el camisón blanco recogido hasta el cuello y oliendo a rosas de Bulgaria, era una recién casada totalmente ausente. Mis pensamientos estaban en otra parte. Como tú, soy una mujer sensual, con una imaginación desbordante, pero en esos momentos pensaba sin coherencia. De pronto, se me vino a la cabeza mi heroína, Madame Bovary, precisamente en su noche de bodas con el Doctor Bovary. Así como ella fantaseaba, en esos momentos, con las protagonistas de las novelas rosas que leía con fervor, así empecé a fantasear que estaba haciendo el amor con Rudolph, el amante del que Emma Bovary más se enamoró. Entre Paul y yo nunca se dio la mínima comunión. No me sentía emocionada, menos excitada. Incluso lo sentí muy ordinario: me susurraba al oído palabras en hebreo que no entendía, tal vez un poco obscenas. Para colmo, yo estaba nerviosa por temor a que descubriera que no era virgen. Aunque no me dijo una sola palabra, me di cuenta, cuando miró de reojo las sábanas y no encontró la mancha de sangre, la manzana roja, como la llaman, que frunció el entrecejo. Sin embargo, muy poco tiempo después se durmió y hasta roncó. A lo mejor ni le importó. No obstante, los siete días posteriores, que se supone que son de júbilo en las bodas judías, lo sentí un poco lejano. Más que decepcionado, tal vez se ha de haber sentido engañado porque yo no se lo confesé anteriormente. Ignoro si mi papá colaboró con la dote, tal como seguramente se los prometieron mis tíos para animarlo más a casarse conmigo. ¡Qué horror tantos rituales en donde no aparece el amor! ¿Te acuerdas, mamá, que me decías que si Paul se enteraba de que ya no era virgen, seguramente no le iba importar porque se trataba de un hombre culto, que había estudiado en la universidad y que había vivido en Francia? «Mira Suzy, mientras te pongas tus gotitas de agua de rosas en las adecuadas partes del cuerpo, y le permitas hacer un viaje de absoluto placer, ya verás que para él lo de tu falta de viriginidad lo tendrá sin cuidado». Ésas fueron literalmente tus palabras. Si tan sólo me hubiera preguntado, después de haber tenido relaciones, por qué no habían aparecido las manchas de sangre, quizá le hubiera confesado la verdad y eso nos hubiera unido, incluso hasta nos hubiera hecho cómplices. Pero no pudo, y menos yo, temiendo que tomara mi confidencia como una provocación. Sin duda, para todos los hombres de la tierra, pero especialmente para los arabes es muy importante casarse con una virgen. ¿Cómo explicarle que el haber perdido mi virginidad cuando cumplí dieciocho años, enamorada de mi novio, nunca me provocó la menor culpa? Al contrario, siempre me he sentido orgullosa por conocer mi cuerpo y saber cómo darle placer. Es lo mejor que me pudo haber pasado con Herschel.

Todavía tengo mucho que contarte sobre todo lo que he descubierto acerca de este país maravilloso, pero ya es muy tarde y mañana empiezo a tomar, por primera vez, clases de manejo. Paul me compró un auto modelo Ford Super Delux, dos puertas. Está loco.

«Mama kerida te kero mucho, te extranyo i pienso en mi ermana y en ti».

Susanna

6

Llegar a México, para Suzy, ahora señora de Antebi, fue comenzar desde cero un nuevo estilo de vida completamente distinto al que había dejado atrás en Bulgaria. Si algo le llamaba la atención a Paul, de recién casados, era la enorme capacidad de adaptación de su esposa. A pesar de que se daba a entender sin problema, ya que el ladino es muy semejante al español, Suzy decidió inscribirse a un instituto de idiomas para reafirmar su castellano. A pesar de que ya contaba con servicio doméstico perfectamente uniformado (recamarera, cocinera y chofer), decidió tomar clases de cocina, de conducir y de bridge. Nada le gustaba más que manejar el flamante coche que le había regalado su marido por las calles y avenidas de la zona eminentemente residencial: las Lomas de Chapultepec (la publicidad del fraccionamiento decía en 1922: «Compre usted en Chapultepec Heights y el Bosque será su jardín»). A veces, Suzy estacionaba su coche y caminaba hasta lo que había sido, en la década de los veinte, el Salón Social La Swastika.

Un año después de casada, en 1942, nació el hijo de Suzy, Albert, el 20 de junio. Por este nacimiento, Paul le regaló a su esposa un prendedor de brillantes, comprado en la joyería más prestigiada de la ciudad, La Perla, en la calle de Madero. Con los señores Dienner los políticos compraban las joyas más caras y exclusivas del mercado. Para no caer en confusiones con los regalos de su respectiva amante (movida) del momento, terminaban comprándole la misma joya a su esposa oficial. Lo mismo sucedía con la adquisición de las pieles.

Andando el tiempo, Suzy era cada vez más invitada, primero a las reuniones de la comunidad sefaradí, y después a los eventos de la sociedad mexicana. Fue así que empezó a conocer a algunas de las señoras que se encontraban fotografiadas en el libro del duque de Otranto: Los trescientos y algunos más…, forrado en terciopelo rojo y cuya primera página estaba dedicada a la primera dama, doña Beatriz Velasco de Alemán.

Nuestro propósito ha sido, y ojalá lo hayamos logrado, poner de relieve, con esta obra, el ejemplo de las personas, quienes haciendo el honor a sus antecedentes, han mantenido incólume el prestigio, y limpia la fama, que no es de la exclusiva propiedad de nadie, puesto que algún día será la herencia de nuestro hijos, con el objeto de que ellos continúen la obra solidaria de la civilización en marcha nunca interrumpida de la familia humana, que va hacia su origen, hacia la eternidad, se lee en el prólogo de esta obra indispensable para conocer quién es quién en la alta burguesía mexicana durante el alemanismo. Por más que Paul Antebi le suplicó al autor que incluyera la fotografía de Suzy, no lo convenció. «Para la siguiente edición, con mucho gusto», le dijo el cronista de sociales de la manera más educada, a sabiendas que no habría jamás una segunda edición.

Esta exclusión dejó totalmente sin cuidado a Suzy. Al contrario, lo festejó. Para ella no había reuniones más aburridas y provincianas que las organizadas por esas damas tan apretadas, tan chismosas y cuyas vidas resultaban totalmente estériles. «Me divierto mucho más en las reuniones que organiza mi amigo Blumi en el Ciro’s, en los cocteles de las embajadas y en mis tardes de bridge», le comentaba a su marido. Paul le daba la razón, y él también procuraba evitar este tipo de reuniones sociales. Sin embargo, en el fondo, le gustaba que su mujer saliera retratada en los diarios en todo tipo de eventos. Tener una esposa tan guapa, bien vestida y solicitada, le daba estatus, lo cual era bueno para sus negocios.

Pero una cosa era la señora Suzy de Antebi, quien solía gastar veinticinco mil pesos mensuales con el diseñador francés, Henri de Chatillon, y otra, Suzy Avramow, quien llegó a la ciudad de México en 1941, de Bulgaria, en plena guerra con una pequeña valija con muy pocas prendas de vestir de medio uso. Había algo que no embonaba con su aparente vida resuelta y en technicolor, y que en su fuero interno le provocaba un terrible vacío. En esa época, Paul empezó a viajar aún más que de costumbre. El marido atento y comedido que la recibió en México se transformó de repente en una persona distante. ¿Cómo había sido posible tal cambio? ¿Fue culpa de Suzy? ¿Se equivocó en algo? ¿Había algún código no escrito en aquel país que la recibía con tanto afecto y que ella, sin darse cuenta, había roto?

Todo empezó desde que se convirtió en madre. Después de que tuvieron a sus hijos, su marido había cambiado mucho: ya no era cariñoso y cada vez se mostraba menos atento con Suzy. Lo extraño era que había sido precisamente Paul el que insistió en tener descendencia lo más pronto posible. Suzy deseaba complacerlo y, además, en el fondo, a ella también la ilusionaba la posibilidad de ser madre. Pensaba en su familia en Bulgaria, en su madre, y en cómo muy pronto ella misma estaría a cargo de formar su propia familia. Se preguntaba qué pensaría su mamá al respecto. Si estuviera allí con ella, seguro estaría emocionadísima y, como buena madre sefardí, la estaría llenando de consejos, leyendo juntas el poema Eshet jail, que en español se traduciría como Una mujer valiosa, donde se alaba la maternidad, el respeto por los padres y la íntima relación entre las madres y Dios.

Qué falta le hacía en esos momentos su mamá. A su pesar, Suzy reconoció que se hubiera sentido más tranquila y apoyada con su madre cerca. Las cosas habían cambiado tanto desde su llegada a México, y su marido se había ido transformando poco a poco en un hombre desconocido. Se irritaba por cualquier tontería y, de vez en cuando, entre gritos e insultos, le recordaba el que no hubiera sido virgen, o bien, le echaba en cara sus modestos orígenes. Le recordaba, además, el hecho de que el padre de Suzy no los hubiera apoyado ni los tomara en cuenta para nada.

El permanente mal humor de su marido se le había filtrado al corazón de Suzy. Ya no jugaba con sus dos hijos pequeños, al contrario, la irritaban sobremanera. La institutriz y el resto del personal la sacaban de quicio con sus chismes y sus constantes quejas. Estaba cansada de jugar el papel de la perfecta maîtresse de maison, esposa del rico industrial Paul Antebi. Necesitaba amor, ternura y mucha comprensión. Alguien con quien hablar, a quien contarle sus cosas y compartir sus melancolías y miedos. Empezó entonces a masturbarse como solía hacerlo en Bulgaria, y a soñar con un amante. Al principio, mientras se masturbaba, se le venían a la cabeza imágenes de Hersch, su novio polaco. Sin embargo, últimamente, no era el pasado el que animaba sus fantasías, sino el presente: últimamente, cada vez con mayor frecuencia, se le aparecía el rostro del beau Robert, como llamaban al bello Robert Gilly, el mejor amigo de Paul Antebi.

7

Más que la decoración lo que importaba en el Ciro’s era la asistencia. Era un lugar para ver y ser visto. Se decía que era el primer centro nocturno alfombrado, porque la gente vestía de gala para ir a Ciro’s. Se ponían sus joyas. Salían retratados en los periódicos. Hablaban de ellos. Se mezclaban con los llamados internacionales. Los hombres iban de smoking, y ellas, de largo y de vestido de coctel. No era obligatorio, pero sí muy bien visto. La gente empezaba a llegar a las diez de la noche. Se bailaba. Y se cenaba. Se comía rico. Se bebía vinos de cosecha. Se discutía sobre los últimos chismes de la temporada. Tocaba la orquesta Everett Hoagland. Se tocaba blues, música lenta, suave. Romántica. Bailaban las señoras cheek to cheek.

El Ciros tenía también una zona privada: el Champagne Room. Un sitio exclusivo, centro de la crème de la crème de la sociedad mexicana, donde se reproducían los murales de Diego Rivera, su época de los alcatraces. Una indígena desnuda con una canasta gigante llena de alcatraces. Allí había una cantante chilena, Malú Gatica. Alfred C. Blumenthal, el dueño del lugar, conocido por todos como Blumy, la trajo a cantar a su centro nocturno, aunque tiempo después, Malú se fue a Hollywood de sirvienta. Interpretaba canciones románticas y cantaba en francés. Con una voz muy chiquita. Era guapa. Ella comentaba que pertenecía a una familia de alta alcurnia de Chile.

Uno de los personajes más relevantes era Rico Pani, el derrochador hijo del dueño del hotel Reforma. En muchas ocasiones, Rico cerraba el Champagne Room para fiestas particulares. La familia Pani, propietaria del hotel Reforma, el mejor hotel de la ciudad en su momento, había ofrecido la operación a Blumenthal, quien operaba como director general el Ciro’s y sus servicios complementarios: bares, cabarets, todo. El hotel Reforma pertenecía a Blumy en arrendamiento bajo contrato.

«Oye, Blumy, todo lo que se tome en este momento corre por mi cuenta», ordenaba Rico Pani. En respuesta, Blumy lo adulaba, lo atendía, lo utilizaba. Quería quedar bien con él y era perfecto para sus objetivos, independientemente de que el gigantesco gasto que hacía se deducía de la renta del hotel.

Blumy era judío, de baja estatura, no manejaba bien los cubiertos, medio ignorante, no tomaba partido en términos políticos, corriente, tenía un cutis con acné, ojos chiquitos, nariz grande, mal vestido. Siempre usaba corbatas, pero de mal gusto, gruesas, blancas, con rombos, medio nacaradas. Usaba el saco blanco del smoking. Era corriente, sin embargo, sabía perfectamente con quién quedar bien y tenía un extraordinario sentido del humor. Además, sabía muy bien quién era quién. Quién ostentaba. Quién olía a dinero. Hacía la barba a los VIP. Quedaba bien. Blumy era discreto, inteligente, seco, sabía secretos, conocía vidas privadas, des histoires, como dicen los franceses. Sabía que Pedro Corcuera en realidad se llamaba Pedro Loizaga y que había heredado la apostura de su abuelo, un gran abogado hispano que se hiciera de enorme clientela en Guadalajara. Sabía que el apellido Corcuera, vasco, venía de su madre. Sabía que en el país Vasco había ferreterías y negocios de venta de chatarra que se llamaban Casa Corcuera. Sabía el nombre personal de las secretarias privadas de los ministros. Sabía el cumpleaños de sus clientes más asiduos. Sabía a cuánto ascendían sus cuentas bancarias. Sabía quién podía y no podía pagar las cuentas del Ciro’s. Sabía quién debía sus consumos. Sabía quién era amante de quién, quién se acostaba con quién, quién tenía casa chica, quién era amigo de Miguel Alemán, quién tenía un origen turbio y quién estaba en la lista del FBI. Sabía quién era hija o hijo natural. Sabía los verdaderos orígenes de la fortuna de los Béistegui. Sabía qué matrimonio se llevaba bien. Qué marido le pegaba a su mujer. Cuánto les había costado su residencia en Acapulco. Sabía quién de todos los secretarios, con y sin cartera, compraba abrigos de pieles para sus amantes. Sabía a cuánto ascendían las herencias. Sabía a quién de todos sus clientes había que retratar para que salieran en los periódicos y a quién no. Sabía a quién darle una buena mesa. Sabía a quién ofrecerle vino importado y a quién darle vino del país. Sabía quién era judío y quién lo negaba. Sabía quién era espía y quién lo negaba. Sabía quién era aristócrata y quién era un farsante. Sabía quién era homosexual. Sabía quién consumía cocaína. Sabía qué número de caballo ganaría en las carreras de cualquier domingo. Sabía de los amores platónicos. Sabía quién se pintaba el pelo y quién usaba peluquín. Sabía de los amores de Miguel Alemán y de las tristezas de doña Beatriz. Sabía a quién había que fiarle y a quién no. Sabía quién era influyente de verdad, y quién un charlatán. Sabía a quién mirar de frente y a quién no confrontar. Sabía a quién servirle, por cortesía de la casa, champagne o sidra. Sabía quién se había peleado a golpes con quién y la razón. Sabía cuántos años tenía la chica que vendía los puros y los cigarrillos. Sabía qué joyas eran buenas, y cuáles, falsas. Sabía que Nika Rothschild no pertenecía a la familia de los banqueros Rothschild de Francia, sino que era rica y normalmente fea, como escribiera Agustín Barrios Gómez, su gran amigo y su alumno en el savoir faire. Sabía quién se había operado la nariz y el rostro. Sabía quién era franquista, stalinista, nazista, alemanista, comunista y corcuerista. Sabía quién era dueño de su propiedad y quién la tenía hipotecada. Sabía a quién le iba bien en los negocios y quién estaba a punto de quebrar. Sabía la vida privada de la aristocracia mexicana, de los diplomáticos, de los políticos, de los financieros, de las niñas bien, de los nobles en decadencia, de los millonarios, de los corruptos, de los avilacamachistas, y de los periodistas. Sabía quién era lambiscón. Sabía quiénes dejaban buenas propinas y quiénes eran los clientes tacaños. Sabía quién de todos sus clientes habría tenido intenciones de quedarse a dormir en el hotel Reforma. Sabía invertir el menos tiempo posible en hacer una reservación de una habitación con cama matrimonial. Sabía si sus huéspedes se bañaban en regadera o en tina. Sabía si alguno de ellos padecía de insomnio. Sabía el nombre verdadero del Raffles. Sabía como se llamaba la abuelita de Miguel Alemán. Sabía qué marca de automóvil tenía cada uno de sus clientes. Sabía quién de sus clientes tenía su fortuna en bancos Suizos. Sabía quién de todas las familias de sus paisanos habían pasado por el campo de concentración. Sabía quién de ellos tenía tatuado, en el antebrazo izquierdo, su número de identidad. Sabía quién de todos sus huéspedes dormía con o sin piyama. Sabía cuántas Coca-Cola se vendían en el país. Sabía que cuando llegó a México, en la ciudad había l,757,530 habitantes. Sabía que llegaba, tal como lo había sugerido Alfonso Reyes, «a la región más transparente del aire». Sabía que gracias a que Miguel Alemán «chorreaba encanto» y que «siempre andaba sonriendo», eso traería más turistas a México, uno de los objetivos del hotel Reforma. Sabía que María Félix se había construido un pasadizo subterráneo desde su casa de Polanco hasta la residencia oficial de Los Pinos. Sabía que su presidente, que no Truman, es decir Miguel Alemán, estaba enamoradísimo de la bellísima brasileña Leonora Amar con la que se paseaba por los aeropuertos de todo el mundo. Sabía que Miguel Alemán se quería reelegir. Sabía que Jorge Pasquel era un gran contrabandista. Sabía que gracias al gobierno alemanista, tenía permiso de entrarle a la mordida. Sabía que aunque habitados por iguanas y víboras de cascabel, había que comprar algunos terrenitos en el nuevo fraccionamiento del Pedregal de San Ángel. Sabía que de alguna manera él también estaba haciendo patria al fomentar, gracias al hotel Reforma, el turismo en México. Sabía que había que invertir en Acapulco, que allí había que tener muchos negocios, para poder comprar muchas playas. Sabía que Alemán pensaba en millones. Sabía que en este país se podía expropiar cualquier extensión de tierra, sin la menor dificultad. Sabía que aquí se podían comprar los jueces. Sabía que aquí no funcionaba la libertad de expresión y que todos los diarios del país estaban coptados por el gobierno. Sabía que en Tijuana o en Ciudad Juárez o Temixco, uno se podía divorciar pagando dos pesos. Sabía que el regente de la ciudad, Fernando Casas Alemán, quería ser presidente de la República. Sabía que vivía en un país donde la mentira era institucional. Sabía que en este país se podía comprar un acta de nacimiento en menos de diez minutos. De los artistas de Hollywood, también sabía todo acerca de sus vidas. Sabía que Linda Christian tenía un padrastro mexicano muy importante. Sabía que Marlene Dietrich fue el primer caso de anorexia. Sabía que Cary Grant era bisexual. Sabía que cuando Van Johnson vino a México se enamoró de una niña bien mexicana. Sabía que Orson Welles se había enamorado de Dolores del Río cuando el actor tenía once años. Sabía que la mamá de Dolores del Río había funcionado como alcahueta entre Welles y ella. Sabía que el actor de Citizen Kane le había regalado a la actriz mexicana cuatro docenas de camisones de seda pura y hechos a mano. Sabía también que Dolores del Río nunca se ponía dos veces el mismo vestido, también los amoríos de la actriz con el matador de toros español, Gallito.

Blumy hablaba inglés, francés, español e italiano. No bebía, ni fumaba. No tenía vicios. Rutinario. Muy trabajador. Se fijaba en todos los detalles. A cuarenta metros veía un cenicero sucio. Estaba al tanto de los gustos de las personas, las mesas que les gustaban, qué preferían comer, quién estaba peleado con quién para no mezclarlos. Conocía los gustos y las fobias de la gente. El who is who. Presentaba las mujeres más bellas a los hombres mexicanos más importantes. Era el conseguidor, pero de categoría, aunque también conocía a muchas gold diggers, buscadoras de oro.

Blumy nunca hablaba de su persona, aunque todos sabían que era protegido de Miguel Alemán. No se le veía andando con señoras, pero era amigo de mujeres muy bellas y ejercía una gran influencia sobre ellas. Ser amigo de Blumy, en esa época, era muy importante. Tener acceso a la mejor mesa en el Ciro’s podía arreglar los negocios más jugosos del mundo.

8

Hermana kerida:

Muero de remordimiento por no haberte escrito desde que llegué a este país. Te pienso y te extraño todos los días. México es un país muy extraño, así como le abren las puertas a los judíos que vienen huyendo de la guerra, hay muchos mexicanos que simpatizan con los nazis. Bien a bien, no acaban de entender lo que está pasando en Europa con la Segunda Guerra Mundial.

Estar casada tiene sus ventajas, pero también sus desventajas. No me gusta que me griten, que me insulten, que me den órdenes, que me hagan sentir tonta; no me gusta ser la señora de Antebi, ni de nadie, no soy una propiedad. Me gusta ser Shoshanna a secas. No me gusta tener que estar en la casa antes de que llegue el señor. No me gusta que Paul me pregunte qué hice todo el día y no me gusta que lea el periódico frente a mis narices durante el desayuno. Odio tener que pedirle dinero hasta para comprarme un chocolate. Y odio no poder contarle mis inseguridades y miedos. «Tu exagères, ma chérie!», me dice todo el tiempo. El que exagera es él, por no escucharme y preguntarme por qué me siento triste o qué es lo que me pasa. Sí, Matilde, hermana kerida, extraño la libertad que vivía intensamente en Sofía antes de la guerra. Pero lo que más extraño de todo es a Herschel. No sé si has insistido en llamar al número de teléfono que te di antes de venir a México. Como sabes, es de la tía de Herschel que vive en Varsovia y está casada con un hombre con muchas influencias nazis. Otra opción podría ser que le pidas por favor a tu amigo que toca piano en un bar que por favor vaya a las oficinas del Consejo Judío, encargado de llevar el registro de los que están encerrados en el gueto y que busque si en sus listas aparece el nombre de Herschel Chartorisky. Dime que no estoy loca, hermana, y que es normal, en plena guerra, querer saber si mi novio polaco está vivo o no. Dime que reacciono como cualquier chica preocupada por tener noticias de él. Y dime que no pierda las esperanzas de reencontrarme con el amor de mi vida.

Ay, hermana kerida, a veces me siento tan triste como no te puedes imaginar. No tienes una idea de cómo extraño nuestras pláticas y nuestras carcajadas, nuestras idas a los conciertos y a ver viejas películas rusas. Hay días en que extraño todo, hasta los cafés y sus terrazas donde tomábamos chocolate vienés con mucha crema chantilly. ¿Te acuerdas? Y, claro, extraño a mi madre y su maravilloso gyuvech. ¿Qué daría porque estuvieras aquí conmigo? Mientras tanto, recibe todo mi cariño, mi nostalgia, mi tristeza y mi corazón.

Tu hermana que te adora,

Shoshanna

9

La primera vez que se vieron solos Suzy y Robert fue en la terraza del hotel Majestic. A pesar de que ambos convivían desde hacía algunos años en fiestas, comidas y reuniones sociales muy diversas, nunca antes se habían dado cita para encontrarse tête à tête. No es que antes no hubiera hablado con Robert miles de veces, pero cuando lo hacía era porque quería hablar con Paul o para ponerse de acuerdo para ir los dos matrimonios juntos a una fiesta. Para Suzy reconocer la voz de Robert era más que suficiente. Se hubiera dicho que en esos instantes rejuvenecía diez años. Se sonrojaba. Se alisaba el pelo con las manos. Le brillaban los ojos. Cambiaba el timbre de su voz. Hablaba quedito. Subía la voz. Se contradecía. Hablaba en inglés, francés y en español. Tartamudeaba. Se reía. Y se despedía como si nada. Con esta misma emoción había recibido, la semana pasada, la llamada de Robert: «Tú pon el día, el lugar y la hora. Yo pongo lo demás…».

Es verdad que la propuesta la tomó por sorpresa, sin embargo, se sobrepuso:

—El próximo jueves a las cinco de la tarde, en la terraza del Majestic —dijo con un tono sumamente mundano.

—Era Agustín Barrios Gómez. Nos vamos a ver para tomar un café —le comentó a su marido, la gran actriz Susana Avramow.

Paul sólo encogió los hombros, sin preguntar nada. Últimamente parecía más lejano que nunca, como si en su cabeza volaran incansables pensamientos que no se atrevía, o no le daba la gana, compartir con su esposa.

La elección del lugar no fue casual. Siempre que paseaba a turistas por el Centro Histórico, Suzy invariablemente los llevaba a comer o a tomar una taza de té a la terraza del hotel Majestic. Pensaba que desde allí se apreciaba una de las vistas más espectaculares de la ciudad. El hecho de que el encuentro se diera en un sitio turístico y abierto para todo público, le quitaba la posibilidad de una mala interpretación en el caso de toparse con alguien conocido. Si efectivamente llegara a suceder esta circunstancia, el encuentro casual no sería de ningún modo tergiversado. Al contrario. En ese contexto, encontrarse a Suzy y a Robert como dos buenos amigos hubiera parecido totalmente normal. Si el compromiso se hubiera fijado en un bar o en un cafecito desconocido, entonces sí hubiera provocado todo tipo de rumores.

Suzy fue la primera en llegar. En su reloj Vacheron Constantin faltaban dos minutos para las cinco de la tarde. Estaba guapísima. Muy temprano en la mañana había ido a la clínica Elizabeth Arden, ubicada en avenida Juárez y Alameda. Hacía apenas un mes que la acababan de inaugurar, gracias a la bendición personal del Excelentísimo Reverendo Señor Arzobispo de México, doctor don Luis María Martínez. Cuando telefoneó para hacer la cita con la dermatóloga Anita de Benavides, enviada desde la casa matriz en Nueva York, ésta le recomendó hacerse el nuevo tratamiento facial firmo lift. Mientras una de las encargadas, la señorita Lourdes Vallejo, le colocaba la crema especial para dilatar los poros y le platicaba de «este sensacional hallazgo», Suzy pensaba en su rendez-vous.

«¿Qué me pongo?», era una de sus dudas diarias y constantes. Tenía tanta ropa que a veces terminaba usando la más demodé con tal de no seguir atormentándose ante la incertidumbre. Era tal su afán por verse bien arreglada, por ser aceptada, por ser admirada y envidiada por sus amigas, que en varias ocasiones tendía a exagerar en su arreglo. «Será dizque la “mejor vestida de México”, pero a veces es cursísima»; «Lo que no me gusta de Suzy es que siempre está overdressed»; «Para mí que se arregla como la típica judía, siempre lleva demasiadas joyas, pieles. Además, se maquilla exageradamente», comentaban algunas de sus conocidas. Dijeran lo que dijeran, ninguna de ellas podía negarle a Suzy su porte tan chic y su gran habilidad para sacarse el mejor de los partidos. Lugar al que iba, lugar en el que llamaba la atención, ya fuera por sus ensembles o por sus accesorios siempre originales y de buen gusto.

No hay duda que para esa cita tan especial, necesitaba una toilette fuera de lo común. Tenía que ser discreta, pero atrevida a la vez. Clásica, pero juvenil. Sencilla, pero no tanto. Muy femenina, pero sin exagerar. Muy de moda, pero sin ser estrafalaria. Sofisticada, pero sin ser demasiado lujosa. Quería verse como una señora muy elegante, aunque teniendo el cuidado en no aseñorarse demasiado.

«¿Qué me pongo?», se volvió a preguntar con cierta ansiedad. «Si sigue el día así de bonito como cuando salí de la casa, podría ponerme el saquito de piqué blanco, con la falda negra de gabardina. O bien, mi robe manteau azul marino con botones dorados. ¿Y si pasara de volada a la boutique Vogue para ver qué les ha llegado?».

Suzy tenía una relación muy especial respecto a las cosas materiales. En su muy personal lista de prioridades ponía en el mismo lugar las ganas de amar, con sus deseos de poseer. Sin darse cuenta vinculaba todos sus estados de ánimo con el dinero. Cuando estaba deprimida, sentía una imperiosa compulsión por comprar y comprar. Pero lo mismo le sucedía cuando estaba contenta. En este caso era su euforia lo que la llevaba a consumir compulsivamente. Pensaba que, al embellecer su físico, de alguna manera, embellecía sus sentimientos. Así como Suzy estaba ávida de amor, lo estaba también en relación con sus apetitos extravagantes de lujo. He allí uno de sus peores pecados, su extremado narcisismo fomentado por su inseguridad. «Sí, sí, saliendo de aquí me voy corriendo a Vogue y me compro un vestido precioso. Tengo que estrenar. Estrenar siempre trae buena suerte…».

Sumida como estaba en sus múltiples cavilaciones, de repente vino a saludarla una señora que la había reconocido a pesar de su mascarilla de algas marinas y de la toalla en forma de turbante que tenía alrededor de la cabeza.

—Suzy, ¿cómo estás? —le preguntó Jessica de Campero, con su bata blanca y el rostro cubierto de un ungüento azul turquesa— ¿Irás esta noche a la recepción que les ofrecen a los condes de Orlowski?

Curiosamente, en esa ocasión Suzy no estaba invitada.

—Me invitaron. Pero no puedo ir. Paul y yo tenemos otro compromiso—dijo con tal aplomo que parecía absolutamente verdad lo que acababa de afirmar. Dos mentiras dichas en tan sólo sesenta segundos. Últimamente mentía con una facilidad apabullante. Bastaba con que su marido le preguntara en dónde había estado por la tarde para que respondiera: «en mis clases de bridge», cuando en realidad había ido al cine con Robert. Lo mismo sucedía cuando contestaba el teléfono, especialmente en esas últimas semanas. En varias ocasiones había sonado el aparato, después de las diez de la noche. «Era Miroslava Stern. Quería saber el número de teléfono de la costurera», le decía a su marido. O bien inventaba que la llamada había sido para la institutriz Melle Mann, siendo que había sido Robert simplemente para decirle, muy rapidito, algo como: «Bonsoir jolie madame».

Suzy se despidió de la señora Campero, no sin antes advertir de un vistazo, y con un ligero dejo de envidia, la bolsa de cocodrilo Hermès que tenía su conocida a los pies del camastro. «Nos llamamos», exclamaron las dos al mismo tiempo, sabiendo perfectamente que no lo harían nunca. En el fondo no se simpatizaban. Jessica no le tenía ninguna confianza a las llamadas internacionales y, por añadidura, judías. Por su parte, Suzy encontraba a la señora Campero aburrida y tontísima.

«Espero que le haya gustado nuestro tratamiento firmo lift. ¿Sabe usted? Es un método integral de belleza y de salud para la mujer. Ya verá que los resultados, además de maravillosos, son inmediatos. Aquí la esperamos, madame Antebi. Muchas gracias por su visita», decía de una forma sumamente profesional Anita de Benavides mientras acompañaba a Suzy a la puerta. En la parte superior izquierda de su bata rosa, aparecía su nombre bordado, antecedido de Docteur en Dermatologie.

Al salir Suzy de la clínica, el cielo se había cubierto. «¡Qué barbaridad! En un dos por tres tengo que pasar a la boutique Vogue. Espero que me dé tiempo…», se dijo con cierto nerviosismo en tanto se encaminaba hacia Madero. Estaba a punto de llegar a la esquina de San Juan de Letrán cuando, súbitamente, salió a su encuentro un joven. ¡Clic!, hizo su cámara fotográfica. «Merde!», exclamó Suzy molesta. Con un gesto rápido, tomó el cartoncito que le ofreció el fotógrafo para que fuera a buscar, dentro de tres días, su foto. «Desmaquillada como estoy, seguramente voy a salir horrible», pensó cuando atravesaba la avenida.

—Suzy, Suzy. —Escuchó que la llamaban por la espalda. Era el ingeniero Teodoro Amerlink, vestido muy elegantemente con traje de gis blanco y sombrero gris Oxford. Sobre sus zapatos llevaba sus eternas polainas—. ¡Qué gusto de verte! Justamente les íbamos a telefonear para que tú y Paul vengan a una cena que vamos a dar por el Año Nuevo chino. Mi mujer ya compró los palillos chinos. Ya tenemos el menú: sopa de gallina con hongos, cuya receta nos dio la hija de los embajadores de China, arroz frito sub gum con té de la China, pollo frito a lo chino, ensalada de verduras Shanghái, dulce de cacahuate y la rosca de Reyes. Vine a ver cómo va la construcción de la Torre Latinoamericana. Desafortunadamente todavía nos falta mucho. Apenas está el esqueleto. ¿Sabías que será la torre más alta de México? Va a tener 44 pisos, una torre de radio-televisión, un mirador, un acuario y muchas oficinas.

El presidente de la Compañía de Fianzas la Latonal, consejero de importantes empresas, no dejaba de hablar. Para colmo, tartamudeaba. Dos veces tuvo Suzy que ver su reloj para darle a entender que llevaba un poco de prisa.

—Dile a Josefina que me llame y con mucho gusto vamos —dijo para interrumpirlo de una forma que no se viera tan grosera. En seguida, se despidieron.

Suzy caminaba con prisa. A la altura de la iglesia de san Francisco atravesó Madero. Nunca lo hubiera hecho. En ese momento salía Mimí del brazo de la doctora Chapa, del Sanborns de los Azulejos.

—Suzy, ¿cómo estás? ¿Ya conocías a la doctora Esther Chapa, ¿verdad? —le preguntó refiriéndose a la intelectual de izquierda y gran luchadora desde los años treinta en pro del voto de la mujer—. ¿A dónde vas con tanta prisa? ¿Cómo está tu marido? ¡Qué bueno! Oye, ¿de casualidad no te sobrarán dos boletitos para el concierto de Claudio Arrau en Bellas Artes? Va a tocar con la Sinfónica dirigida por José Yves Limantour. Dicen que va a estar precioso.

Suzy le dijo que no tenía boletos ni para ella.

— ¿Por qué no le llamas a tu amigo, Carlos Denegri, seguro él te los puede conseguir? —le propuso Mimí antes de despedirse a la carrera.

—Suzy es judía. Su marido es mi-llo-na-rio, pero también es judío. Pobres, si vieras que en el fondo me dan lástima. ¡Vete tú a saber cuántos de sus familiares se han de haber muerto durante la guerra! Tiene razón. Le voy a llamar a Carlos Denegri. Seguro él, con sus relaciones tan importantes, puede conseguirme boletos para Bellas Artes. Por cierto, ¿leíste su última columna?

A pesar de que Mimí y la doctora Chapa atravesaban la calle San Juan de Letrán repleta de coches que iban y venían, la señora Carmona no dejaba de hablar y de hablar y de hablar.

Estaba Suzy a punto de poner un pie en Madero 20, cuando de repente se topó con Margot Pagliai. «¡Qué milagro! ¿Cómo estás, Suzy? ¡Estás delgadísima! Acabo de llegar de Acapulco. No sabes cómo nos quedó la casa de bonita. Es igualita a la de Gone with the wind. Bruno está feliz. Oye, a propósito, contamos contigo y con Paul para la inauguración, ¿verdad? Quiero que sea una gran party. Yo te llamo sin falta».

A Suzy le dio mucho gusto encontrarse a la señora Pagliai, pero más complacida se sintió al saber que los invitarían a la soirée. Sin duda, sería espectacular. Doreen Feng, su amiga china, ya le había contado que tenían, en su nueva mansión de Acapulco, una colección de magníficas pinturas europeas, tanto renacentistas como del pincel de artistas contemporáneos.

«Ojalá que inviten también a los Gilly», pensó al penetrar en los grandes salones de la boutique.

—Suzy, ¿cómo estás? ¡Qué bueno que viniste! Nos acaba de llegar ropa nueva. Está divina. Muy chic. ¿Necesitas un vestido para el coctel de Maruca Palomino? —le preguntó Lupita Arenas con su voz ronca tan característica.

—Más bien necesito algo menos informal —le dijo Suzy mientras ambas se encaminaban hacia donde se encontraba la ropa de las últimas colecciones.

—Mira estas blusas de seda con estos prints tan bonitos —le decía Lupita vestida toda de negro y luciendo un collar de perlas de tres hilos, maravilloso. La señorita Arena tenía un tipo tan aristocrático que daba pena verla convertida en una vendedora de ropa para señoras ricas. Lupita era una niña bien de cincuenta años, soltera, y una fumadora empedernida. Para muchas señoras, Lupita era todo un verdadero enigma, no se explicaban por qué nunca se había casado y por qué vivía sola en el hotel Ritz. Se decía que había sido la petite amie de Frida Kahlo, cuando muy jóvenes trabajaron juntas como empleadas de la joyería La Perla. Tener como clienta a la señora Antebi era un privilegio para cualquier establecimiento comercial. De ahí que siempre fuera tratada con muchas consideraciones.

—No sabes la prisa que tengo. Quiero algo no muy formal. Para una cita muy especial. —Iba a agregar algo más, pero no se atrevió.

—¿Te parece bien un petit tailleur? ¿Cómo ves este traje sastre? —le preguntó a la vez que descolgó un traje en casimir inglés—. Mira este diseño de mascota con sus vivos en rojo. ¿Verdad que hace un contraste precioso? Es una creación de Marcel Bloch que nos acaba de llegar de París. Es el que usó Rebeca Iturbide en nuestro desfile de moda otoño-invierno —comentaba Lupita entre fumada y fumada a su cigarrillo Camel.

Suzy sabía que el diseñador era el mismo que había hecho los vestidos de María Félix para la película Doña Diabla. Bloch vestía a las artistas de Hollywood, tener uno de sus vestidos era una garantía de elegancia y distinción indiscutible. No lo pensó dos veces. Se lo probó. Le quedó justo. Se lo compró. En el momento de firmar la nota en la caja, se acercó la vendedora corriendo.

—Suzy, aquí tienes el sombrero que va con el traje. Es de antílope color rojo. Lo fui a buscar a la bodega. También nos acaba de llegar. Te vas a ver guapísima.

Suzy lo tomó entre sus manos enguantadas y lo examinó. Lo que más le gustó del sombrero fue el velito negro chispeado con lunares negros. No acababa de acomodarse el velo frente al espejo que cubría una de las grandes columnas de la boutique, cuando Lupita exclamó:

—Ay, Suzy, te ves adorable. Pareces de figurín. Y eso que no estás maquillada, ¿eh? Te queda precioso. Ya ves que yo nunca halago mucho. Pero eso sí, siempre digo la verdad. Te ves guapísima.

Tenía razón la señorita Arena. El color frambuesa, además de darle mucha luz al rostro de Suzy, la hacía verse particularmente femenina. «¿Se lo ponemos también en su cuenta, ¿verdad?», le preguntó la cajera con una mirada cómplice.

—Muchas gracias, Lupita. Eres un ángel. ¿A ver qué día nos vamos a tomar un café? —le propuso, como siempre lo hacía, a pesar de que nunca se llegaba a concretar la invitación.

En tanto Suzy firmaba los dos recibos, Lupita, en un pequeño cubículo cerca de la caja, metía el traje sastre en una caja grande de cartón, envuelto en papel de China. El sombrerito iría en su sombrerera, en donde se leía Vogue con grandes letras doradas.

—Oye, Suzy, ¿no prefieres que te mandemos tus compras a tu casa? —preguntó la empleada.

—Ay, no. Mejor yo me lo llevo —respondió Suzy un poco agitada.

—Como tú quieras. Bueno, pues aquí tienes tu shopping. Enjoy it —le dijo Lupita con una sonrisa muy misteriosa al mismo tiempo que le entregaba las dos cajas. A pesar de que Suzy se dio cuenta del tono con que Lupita le había hecho esa recomendación tan a la gringa, no quiso darle importancia. Tenía demasiada prisa. Tomó las dos cajas. Se despidió de ella de beso y dio la media vuelta.

Lupita la observaba detenidamente mientras se dirigía hacia la puerta de la salida. Quién sabe en qué pensaba. Por su parte, la cajera abrió la carpeta de su contabilidad. Buscó el nombre de Suzy de Antebi y en seguida introdujo, en el compartimiento que le correspondía, los dos recibos recién firmados, junto con otros que esperaban su liquidación desde hacía varios meses. Para ese momento, el total de la señora «mejor vestida de México» ascendía a nueve mil ochocientos veinticuatro pesos.

Cuando Suzy llegó a la avenida Juárez, para esa hora de la mañana ya estaba llena de gente que iba y venía. A pesar de lo estorboso que le resultaba llevar esas dos cajas de cartón en las manos, sus pasos eran rápidos y firmes. En la banqueta por la que caminaba se veían algunos boleros dando grasa a zapatos de señores vestidos con trajes muy formales, con el riguroso sombrero de la Casa Tardan, que mientras tanto leían el periódico. «Ese señor se parece a Arturo de Córdova. Il n’est pas mal», pensó Suzy al mirar a un hombre de bigotito quien también la miró.

—Señora Antebi, mis respetos. —Escuchó que decía, a sus espaldas, un hombre bajito, completamente calvo, a la vez que se retiraba su sombrero con un gesto muy ceremonioso. Llevaba un traje de solapas muy anchas y una corbata anchísima de rombos negros y dorados.

—Ay, señor Vogler, me asustó.

—Discúlpeme, señora, no era mi intención. Iba usted muy pensativa —dijo Otto Vogler, engolando la voz, con un fuerte acento alemán—. El otro día le telefoneé para avisarle que ya estaba listo su prendedor de brillantes que me mandó a hacer. ¿Acaso no le dieron el recado?

Suzy se puso nerviosa. Había algo en la personalidad del alemán que la disgustaba enormemente.

—Claro que sí, señor Vogler. Prometo pasar a verlo la próxima semana. Discúlpeme, pero en estos momentos llevo mucha prisa. —Al despedirse, el señor Vogler, hizo una caravana un poco ridícula.

“¡Qué barbaridad!, ya se me había olvidado por completo lo del prendedor. Espero que no me salga muy caro. Paul odia a este señor. Según él, cuando el viejo era maestro del Colegio Alemán decían que era el gauleiter de Hitler. Ya me imagino todos los informes que le ha de haber reportado al psicópata durante la guerra. ¡Qué horror, no sé por qué me hice su clienta! Fue Mimí quien me lo recomendó. Paul no va a querer que le compre ni una sola joya. Y ahora, ¿qué hago? El bridge, el bridge es lo único que me puede salvar de mis deudas. Ojalá que me inviten pronto a jugar».

En todo esto pensaba Suzy en tanto se mezclaba entre los peatones. Las que se destacaban entre algunos señores con aire de notario y hombres de negocios eran las parejas acompañadas, seguramente, por la madre de la novia. Ellas vestidas de traje sastre y sombrero. Sus hijas, con tacones muy altos, presumiendo sus medias de nylon Van Raalte con planta y talones negros. Algunas de ellas llevaban, en las manos, bolsas de El Borceguí o de El Palacio de Hierro.

Finalmente llegó al estacionamiento del hotel Alameda. Guardó las cajas en el cofre. Bastó con que se instalara frente al volante para percatarse de cuán cansada estaba. Más que fatigada, se sentía excitada. Faltaban cuatro horas y veinte minutos para su cita. Se vio en el espejito del retrovisor. El tratamiento firmo lift sin duda había sido muy eficaz. Su piel se veía radiante. Poco a poquito se fue retirando los guantes. Sacó la llave del coche. Prendió el motor. Y arrancó.

10

Suzy manejaba su Packard color vino sintiéndose un poco intranquila por la hora. Era la una y cuarto de la tarde. De pronto, frenó. Estaba en alto. «Ay, qué raro, si en esta esquina no había semáforo», pensó. Tenía razón. Casas Alemán, el regente de la ciudad, acababa de instalar, sobre Juárez, varios semáforos. Eran los primeros signos de la modernidad. Aunque entonces apenas circulaban en la ciudad algo más de ochenta mil autos, en el centro, y a esas horas, la circulación ya era considerable. Despacito como iba Suzy, de pronto, advirtió a uno de sus amigos en la acera de enfrente. «Ahí va Juan Sánchez Navarro, caminando con don Manuel Gómez Morín… Tan lindo Juan, siempre tan educado. Tan seductor. El sí que sabe tratar muy bien a las mujeres. Es todo un caballero. Han de estar, seguro, conversando acerca de las próxima elecciones». A pesar de que Suzy no era muy conocedora respecto a temas políticos, de todas sus amigas era la que estaba mejor informada. «Yo no sé cómo en su país todavía no pueden votar las mujeres. Les aseguro que el día que lo logren, México será otro. En Bulgaria nos permitieron hacerlo en medio de la guerra. Y en Israel, las mujeres pueden votar desde que se creó el Estado, es decir, desde 1948. En cambio, aquí en México, la mujer no cuenta».

Desafortunadamente, Suzy nunca encontraba eco en este tipo de reflexiones. ¡Cuántas veces no intentaba, en sus reuniones de bridge, hablar un poco sobre la situación política en que se encontraba el mundo! Pero a ninguna de esas señoras les interesaba ni la guerra que se estaba librando en Corea, ni mucho menos los procesos de Núremberg. ¡Cuántas veces no les preguntaba a sus amigas si no encontraban a los gobiernos mexicanos demasiado corruptos e injustos en relación con la mayoría de los mexicanos! «¿Qué quieres que hagamos, Suzy, los pobres siempre han sido pobres en este país?», le decían. ¡Y cuántas veces no les preguntaba cuáles eran sus posturas en relación con la forma en que estaba gobernado el país! Pero era inútil. No había nada que hacer con las señoras burguesas de la sociedad mexicana que ni siquiera hablaban de las bodas de la aristocracia europea porque, o confundían el nombre del país, o se hacían bolas con los apellidos. Cuando les preguntó qué les había parecido la reciente boda entre Mohammad Reza Pahlavi y Soraya, una de ellas inquirió si se trataba del rey de Filipinas. Guerras o no guerras, inflaciones, devaluaciones, ellas continuaban hablando acerca de las criadas, de los chismes de la sociedad, de las casas chicas de los alemanistas y de las últimas fiestas que se habían organizado en Acapulco. Con las únicas dos amigas que podía discutir sobre temas muy diversos era con Doreen, su amiga china, y con la embajadora de los Estados Unidos, en cuyo país las mujeres votaban desde 1920.

Con el tiempo, Suzy aprendió a no opinar, a cerrar la boca y a seguir disfrutando de los privilegios que ofrecía este maravilloso país gobernado por un grupo de políticos cuya única meta era seguir incrementando sus respectivas fortunas.

Por más que le tocó el claxon de su flamante coche a Sánchez Navarro, éste no hizo caso. El joven abogado estaba muy concentrado platicando con el fundador del PAN. Hacía apenas dos semanas que Suzy había ido a buscar su coche a la Automotriz O’Farrill, S. A., agencia que vendía, además de General Motors, Packard, Studebaker y DeSoto. «Este carro está equipado con Ultramatic», le había dicho, muy ufano, Carlitos Ávila Camacho, sobrino del dueño del establecimiento, el señor Rómulo OFarrill. Al mismo tiempo que le entregaba las llaves con una sonrisa como de anuncio de pasta de dientes Fornhans, comenzó a explicarle a la nueva propietaria: «Ultramatic es la caja automática más moderna que existe. Tiene ventajas extraordinarias y ningún inconveniente de otros mecanismos similares. No obstante, ser automática le da a usted el dominio absoluto de su automóvil, pudiéndose siempre enfrenar con el motor. Usted solamente acelera y el Ultramatic interpreta sus deseos».

Interpretar sus deseos, eso era precisamente lo que deseaba Suzy en esos momentos. Independientemente de sentirse halagada por el interés de Robert, ¿cuáles habían sido exactamente sus motivaciones al haber aceptado la cita? ¿Por qué había hecho todo por provocarla a sabiendas de los riesgos que corría? «A quoi je joue?», se preguntó con cierta gravedad. A pesar de que todo había empezado, efectivamente, como un juego, al cabo de las últimas semanas su relación había cobrado un tono de complicidad que antes no existía. «Paul, puedes viajar con absoluta confianza. En tu ausencia yo seré el chaperón de tu mujer. Yo te la cuido», le decía Robert a su mejor amigo cada vez que el señor Antebi tenía un viaje de negocios en puerta. Ése siempre había sido el tenor de sus relaciones, es decir, de absoluta camaradería. Y esa confianza, poco a poco, había crecido también en la relación entre Robert y Suzy. Su amistad se fue haciendo cada vez más afectuosa. Sus bromas eran más íntimas. Nada más ellos las entendían. Empezaron a comunicarse en clave. A cada uno de sus amigos mutuos le habían puesto un apodo que nada más ellos conocían. Cuando se encontraban entre muchas personas, se hablaban con los ojos para después morirse de la risa. «Suzy y Robert son comme des enfants terribles», decía la embajadora de Francia.

Cuando Paul estaba fuera de México, Suzy organizaba grupitos de amigos para ir al cine. Entre ellos siempre estaba Robert. A veces con su esposa, a veces solo. También, y siempre en grupo, iban al Ciro’s, al Capri, a bailar al Patio o simplemente a jugar cartas a casa de uno de sus amigos. Poco a poco se fueron acostumbrando a estar juntos. Poco a poco se fueron contando sus secretos más íntimos. Y poco a poco se fueron haciendo cómplices de algo que ya intuían ineludible. La vez que se dieron cuenta de esto fue precisamente una noche en que fueron a escuchar a Los Churumbeles, después de una deliciosa cena en casa de Jean Sirol. Además de los Grimaldi, estaban Maruca Palomino, Óscar Obregón, madame Nika Rothschild, baronesa de Koenigswarter y su marido, Doreen y su hermano que estaba de paso en México, y Suzy, solita. «Explícale a Ivo que lo vamos a llevar a un lugar ¡único!, que acaban de inaugurar y que está de mucha moda», le decía Oscarito a la China quien, en esa ocasión, iba vestida con una túnica blanca bordada con dragones dorados y unos pantalones amarillos de seda cruda. Sus zapatos de raso eran del mismo color que su top, los tacones eran plateados como sus largas, largas uñas. Al agregado cultural de la Embajada de Francia no le gustó mucho la idea de ir a ese lugar. Él hubiera preferido ir a El Casanova.

Jean Sirol era asiduo cliente de El Casanova, una boîte muy afrancesada, chiquita y en donde no cabían más de cincuenta personas. Sin embargo, y por contradictorio que parezca, solamente dejaban a entrar a los representantes de Los trescientos y algunos más… Estaba ubicada en la calle de Génova. A las afueras del nightclub no había ningún anuncio luminoso, lo cual lo hacía todavía más exclusivo, ya que muy poca gente sabía de su existencia. En la entrada minúscula se encontraban dos estatuas de negritos venecianos, muy de moda en la época. Sobre la cabeza llevaban unos penachos de plumas de avestruz, color verde agua. Sin duda era un lugar muy refinado, en donde, además de tomarse la copa, se bailaba siempre con música francesa, en una pista sumamente pequeña. La dueña de este cabaret tan privado era una judía rusa que se llamaba Marieta Sebastián. Marieta tenía sesenta años, era particularmente gorda, una anfitriona extraordinaria y amante de un joven violinista suizo que se llamaba Teddy Staufer. Marieta hablaba el francés, el inglés y el español con acento ruso. Su hija, Natasha, estaba casada con Jacques Gelman, un productor de cine, muy rico, quien con el tiempo se hizo millonario como representante de Cantinflas. Así mismo, era coleccionista, dueño de una pinacoteca extraordinaria. Desafortunadamente, El Casanova nada más funcionó en la época de la guerra. Una vez terminada, cerró sus puertas laqueadas en blanco con dorado. El que más llegó a lamentar su clausura fue Jean Sirol. De las cuatro veces por semana que tenía costumbre de salir por la noche, tres se las dedicaba a El Casanova y nada más una al Ciros, lo cual, naturalmente, molestaba mucho a Blumy. Pero cuando más se irritó con él fue a causa de su ausencia total a lo largo de quince días. Durante esas dos semanas Patachou se presentaba en El Casanova. Sirol fue a ver a la cantante francesa todos los días. Una de esas noches tan inolvidables para Jean fue cuando la rubia interprete, lo eligió entre todos los caballeros asistentes, para sentarse sobre sus piernas y hacer lo que siempre hacía, con unas tijeritas cortarle su corbata. La mitad que le correspondía se la guardaba en el interior de su corpiño, en tanto cantaba J’ai rendez-vous avec vous. Jean Sirol conservó la otra mitad durante muchos años. Siempre que ponía un disco de la Patachou, buscaba lo que había quedado de su corbata.

Una vez que Los Churumbeles empezaron a cantar, Jean Sirol se puso de mejor humor. Se olvidó de El Casanova. Pero si de humores se trataba, esa noche, uno que resultaba realmente inmejorable era el de Suzy. ¡Estaba feliz! Se sentía de una forma maravillosa. Había pasado una semana en Acapulco, descansando, comiendo muchos mariscos y asoleándose. Pero, sobre todo, estaba encantada porque hacía dos días que Paul se había ido de viaje. Conforme el grupo de músicos españoles entonaban su repertorio, el ánimo de Suzy iba in crescendo, es decir, se elevaba de más en más. Por lo que se refiere a Robert, esa noche no se encontraba muy relajado. Suzy había hecho un comentario en casa de Sirol, que le había molestado. Durante la cena se había hablado acerca de lo que significaba realmente el tedio.

—Es una enfermedad de lujo —sentenció Oscarito.

—Es la emoción de no sentir ninguna emoción —terció Maruca.

Une personne qui parle lorsque vous désirez qu’elle vous écoute —dijo Jean Sirol.

—El tedio es como el spleen de finales del siglo XVIII —explicó Nika Rothschild.

—Es cierto —dijo su marido, el barón de Koenigswarter, consejero de la Embajada de Francia—: el tedio es como un cansancio de la vida, es como llevar una carga demasiado pesada. Así solían describir el spleen en Inglaterra.

También la China quería emitir su opinión, pero no sabía en qué momento. En el fondo, Doreen era penosa. A pesar de su aparente protagonismo en las reuniones sociales, se manejaba con muy bajo perfil. Por más que no estuviera de acuerdo respecto a un tema en particular, no le gustaba imponer sus opiniones. Jamás interrumpía las conversaciones. No le gustaba discutir, ni mucho menos emitir juicios sin fundamentos. Sin embargo, en esta ocasión sí tenía deseos de participar en la conversación.

—El peor pecado de Emma Bovary fue haber querido luchar, precisamente, contra el tedio —comentó muy quedito. En ese momento, Suzy volteó a verla.

—Tienes razón. Madame Bovary prefirió suicidarse antes de seguir sumida en el aburrimiento que le representaba su matrimonio —agregó con demasiado énfasis.

—Más que por el aburrimiento, la Bovary se mata por la culpa que le provocaban todas sus deudas económicas. Además, no tenía de otra. Para inmortalizar a la Bovary, Flaubert tuvo que matarla —apuntó Helene Aubry.

—Todas las mujeres que estamos aquí presentes llevamos a una Emma adentro —explicó Maruca.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Sirol.

—Pues que todas, en el fondo, somos románticas, soñadoras y...

—¡Arribistas! —exclamó Helene mirando hacia donde se encontraba Suzy. Se hizo un silencio. La búlgara no sabía cómo reaccionar. Haberle contestado a la mujer de Robert, además de provocador, hubiera sido demasiado obvio para los que estaban allí. Lo mejor era ignorar el comentario y atacar por otro lado.

—Es cierto, Maruca, no nada más las mujeres tenemos a una Emma en nuestro fuero interno, yo conozco a muchos hombres que también tienen a su Emma muy dentro de ellos.

Todos se rieron. Hasta Ivo Feng sonrió a pesar de que no había entendido ni una sola palabra de la discusión.

—Así es, Suzy. Estás dentro de mi corazón —anotó Óscar Obregón llevándose, en son de broma, las manos contra el corazón.

—Creo que esta conversación se está poniendo un poquito tediosa. Sincerement vous m’ennuyer —dijo con un tono irritado le beau Gilly, quien hasta ese momento no había abierto la boca.

Afortunadamente, en esos momentos a Doreen se le ocurrió hacer un brindis:

—Primero, por Madame Bovary y luego por todas Suzis del mundo —sugirió con una enorme sonrisa. Todos alzaron sus copas. También Robert, pero él apenas la elevó.

En realidad, Robert se había molestado tanto con su esposa como con Suzy. Ambas lo habían hecho sentirse sumamente incómodo. La única que se había percatado de su estado de ánimo, aparte de Suzy, había sido Doreen, de ahí que se hubiera puesto a platicar con Helene. Había que distraerla.

—El té chino es mucho menos astringente que el de la India —le explicaba. Ivo Feng no necesitaba charlar con nadie. Estaba demasiado distraído observando los chalecos y los sombreros de estilo Cordobés, llenos de borlitas, de Los Churumbeles. Mientras tanto, Suzy actuaba como si nada hubiera pasado. Optó por no prestar atención a las insistentes miradas que a veces le lanzaba Robert. Era mejor ser discreta. Además, si tomaba una actitud distante, era una forma de excitarlo aún más. ¿Acaso no era eso su objetivo? Se dispuso, entonces, a disfrutar al máximo de la soirée. Empezó a decir secretitos al oído de Jean Sirol. Bromeaba con Óscar. Alzaba su copa de vino rojo y exclamaba: ¡chis!, mostrando una dentadura espléndida. Entonaba las canciones. Aplaudía como hacen las gitanas. Se atravesaba en medio de la mesa como para tomar un cigarro, precisamente de la cajetilla de Robert, Raleigh, marca recién aparecida en el mercado. Coqueteaba con el hermano de Doreen. Le pedía al mesero más vino.

—¿Vas a ir al baile de Los Penachos? —le preguntaba, casi a gritos, a Maruca.

—Yo ya tengo el mío, me quedó precioso. Me lo diseñó Valdez Peza.

En tanto continuaba representando su papel de mujer de mundo, Robert la observaba desde su lugar con un rictus tenso. «Quelle comedienne…!». Se veía muy serio. No hablaba con nadie.

—¿Qué te pasa? —le preguntó su mujer.

—Nada. Me duele un poco la cabeza —contestó tajante.

De pronto, Suzy hizo un gesto para levantarse de la silla.

—Voy a polvearme la nariz —murmuró. Al ponerse de pie, en lugar de retirarse de su lado, bordeó toda la mesa con el objeto de pasar justo enfrente a Robert. Le dio un pisotón:

Oh, pardon! —le dijo haciendo un guiño.

En ese instante, Gilly aspiró su perfume que tanto le gustaba. Con un porte como de reina, Suzy atravesó el salón.

—Estás que da gloria mirarte. Estás que se para la gente. Estás como para robarte, muy lejos llevarte. Estás ¡imponente! ¡Guapa, guapa, guapa! —cantaba Juan Legido, dirigiéndose hacia ella—. Uy, las mujeres. ¡Cómo camina! Usted…, sí señora. Cuidado, cuidado… —continuó diciéndole, pero sin cantar.

Antes de desaparecer, Suzy agradeció los piropos con una leve sonrisa. Todos sus amigos se rieron, salvo Robert. No le faltaba razón al cantante español. Suzy estaba radiante. Para esa ocasión se había puesto un modelo de Dior bautizado con el nombre de Dream. Tenía el talle strapless de terciopelo negro y la falda con múltiples capas de gasa a listas con negro y blanco. Se le veía una cinturita sumamente breve. Estaba ligeramente bronceada. Por esta razón, la gargantilla con tres hilos de perlas que tenía alrededor de su cuello largo contrastaba con su piel dorada. En esa ocasión se había peinado con un chongo rematado contra la nuca, lo cual le daba un aire todavía más distinguido.

De pronto, Robert se puso de pie. Le preguntó algo al mesero. «Al fondo a la izquierda», le dijo el empleado. Pero Robert se dirigió a la derecha. «Ha de estar borracho», pensó el joven, quien no se daba abasto atendiendo tantas mesas.

—¿Qué haces aquí? —le preguntó Suzy al salir del pipi room, como solía llamar al baño.

—Te estoy esperando —contestó Robert. Acto seguido le dio un beso en la boca—. ¡Mira cómo me calientas! —le decía al oído.

A lo lejos se escuchaba a Juan Legido cantando: «El beso, el beso, el beso en España, lo lleva la hembra muy dentro del alma. Le puede usted besarle en la mano, o puede darle de su hermano, así la besará cuando quiera. Pero un beso de amor no se lo dan a cualquiera…». Esa había sido la señal que ambos estaban esperando. Suzy sintió sus labios, tanto los superiores, como los inferiores, ardiendo. Una vez más, se había comido su calzoncito lleno de encajes.

11

La señora Antebi seguía deslizándose en su coche. El escudo que se encontraba hasta delante del cofre representaba un bello cisne. «Un símbolo de aristocracia», le había asegurado el vendedor de la agencia. Sus pensamientos no dejaban de fluir en desorden. «¡Tendré que volver al centro! ¡Qué me importa! Aunque me quede un poquito lejos, disfruto mucho venir a esta zona. Me acuerdo cuando llegué a México y mis tíos me llevaron a comer al Sanborns de los Azulejos. Claro que entonces no había tantos coches, ni bicicletas, ni construcciones tan gigantescas, ni tampoco tantos niños de la calle limpiando parabrisas. ¡Cómo ha cambiado el centro! Ahora veo muchos más vagos y limosneros que antes. Pobre gente. Afortunadamente, la Alameda sigue igual de bonita, con sus bancas verdes y sus estatuas de la mitología griega».

De repente, Suzy volteó a la altura del parque y vio en la marquesina del cine que exhibían El ocaso de una vida, con Gloria Swanson y William Holden. «Esa sí la tengo que ir a ver», pensó ilusionada. Ilusión, eso era exactamente lo que le provocaba la perspectiva de una relación, más íntima, con Robert. La sola posibilidad de ir con él al cine, aunque fuera junto con otras parejas, de comer palomitas a su lado, de poder comentar la película a la salida y luego irse a cenar, la llenaba de alegría. Le daba ilusión. Cuando pensaba en Robert, era como si en esos momentos se tomara una vitamina para el corazón, era como si esos momentos la llenaran de ilusiones y como si en esos momentos su vida se pintara de color de rosa. Desde que Suzy era muy joven solía vivir de ilusiones, de falsas esperanzas.

«La guerra no existe, no existe, no existe», acostumbraba a escribir en uno de sus cuadernos del liceo justo en la época en que ésta era inminente. «Mi familia no se va a separar, no se va a separar, no se va a separar», era otra de las frases que escribía compulsivamente, unos días antes de despedirse de su madre. En caso de recuperar su vieja costumbre, ¿qué escribiría ahora Suzy respecto a sus sentimientos hacia Robert? En un cuaderno imaginario, tal vez, escribiría algo como: «No estoy casada, soy libre; no estoy casada, soy libre; no estoy casada, soy libre». Casada como estaba con Paul, no había nada que le provocara la mínima ilusión. De hecho, nunca se ilusionó con su persona. De su realidad, lo único, quizá, que le daba ilusión era su hijo. Haber dado luz a un varón era el premio que nunca pudo obtener su madre. Era su gran compensación. Organizarle su bar mitzvah le daba mucha ilusión. Imaginárselo estudiando en una universidad importante, le daba mucha ilusión. Saberlo feliz, le daba ilusión. Pero ¿y Paul? No, él no le provocaba la mínima ilusión. Había varias razones que se lo impedían. Desde las más pequeñas, hasta las más importantes. Por ejemplo, a él no le gustaba ir al cine. No le gustaban ni las palomitas, ni los muéganos, ni las gomitas rociadas de azúcar. Además, no toleraba los lugares cerrados. Sentía que le faltaba aire. La última película que habían visto juntos fue el estreno de Monsieur Verdoux, con Charles Chaplin y Martha Raye. A Suzy no le gustó la película del supuesto Barba Azul moderno, cuya única meta era enriquecerse a expensas de sus mujeres. En cambio, Paul se había reído mucho con las atrocidades que le hacía el señor Verdoux a todas sus esposas. ¿Cómo podría inspirar ilusión un señor tan misógino?

Después de bordear la glorieta del Caballito, Suzy advirtió el elegante restaurant Ambassadeurs, del que siempre hablaba el periodista Carlos Denegri en sus columnas como uno de los lugares predilectos de los alemanistas. Ella ya lo conocía. Incluso el maître d’hotel la saludaba por su nombre. Nada más arribar a este restaurante tan exclusivo, le ofrecía el famoso daiquirí, que era donde mejor lo preparaban. Cuando llegó a la altura del hotel Reforma, pensó en detenerse un momento para saludar a su amigo Alfred C. Blumenthal, propietario del Ciro’s. «Ahorita Blumy ha de estar muy ocupado organizando el coctel que le va a ofrecer a Paulette Goddard, su amiga del alma. Que no se me olvide…, es el próximo viernes… Ah, ya sé qué zapatos me voy a poner para esa tarde, los negros de antílope de plataforma, que llevan sobrepuestas lentejuelas rojas, que me acabo de comprar».

Al detenerse en el alto del entronque del paseo de la Reforma e Insurgentes, justo enfrente de la estatua de Cuauhtémoc, Suzy tuvo tiempo de comprar las Últimas Noticias. Mientras se ponía la luz verde, sus ojos leyeron: «Disgusto de los agentes aduanales del puerto de Tampico contra los hermanos Pasquel, quienes han controlado totalmente los servicios de autotransporte de carga para sus negocios cuantiosos entre los que señalan la movilización de cinco mil toneladas de hule consignadas a ellos desde las Islas Holandesas, por vía de EEUU. Las bodegas están congeladas». La noticia no sorprendió a Suzy. Era la típica forma de comportarse que tenían los «nuevo-ricos-alemanistas». Desde que Miguel Alemán había llegado al poder, sus amigos se habían encargado de construirse mansiones, organizar fiestas y ostentar sus fortunas. Especialmente aquellos que eran conocidos como ministros sin cartera, en cuya lista aparecían los tres hermanos Parra Hernández. Estos eran muy famosos por sus negocios, hechos gracias a sus influencias, y también por sus aventuras amorosas. En una ocasión, Cassandra escribió en su columna que se había enterado por un periódico de los Estados Unidos que Manuel Parra Hernández había sido sorprendido en un sofá del Teatro Chino de Los Ángeles mientras hacía el amor con la actriz norteamericana Maureen O’Hara. Cuando la noticia se publicó, el señor Parra Hernández se molestó tanto que, además de negarlo rotundamente, demandó al reportero. Éste, indignado por la demanda del mexicano, se dirigió al teatro y con unas tijeras recortó el tramo de tela en donde se encontraba, todavía fresca, la mancha de semen del inculpado. «¡Qué bueno que en el Palacio de Bellas Artes no hay sofás, porque de lo contrario, no faltarían demostraciones tan apasionadas como las que le manifestaba el señor Hernández Parra a la actriz de Hollywood!».

Jorge Pasquel era uno de los amigos de la infancia del presidente de la República. A propósito de este aduanero poderosísimo cuyas oficinas estaban representadas en varios estados de la República y dueño de latifundios vastísimos, también se contaban muchas leyendas. Sus regalos a políticos y a sus amantes eran famosísimos por su gran valor. Cuando lo invitaban a fungir como testigo a una de las bodas importantes, acostumbraba a regalar coches último modelo o los boletos de avión, en primera clase, para la luna de miel. Era tan generoso con sus amigos que un día invitó a cinco parejas a Nueva York al hotel Pierre. En cada una de las habitaciones les esperaba a los caballeros un abrigo de pelo de camello y, para sus esposas, una estola de mink. Siempre que viajaba solía llevar consigo un maletín de cocodrilo, el cual nunca dejaba en la habitación del hotel. En él guardaba su colección de relojes suizos. En total eran veinte modelos de veinte marcas distintas, uno para cada ocasión. Para ir de compras, para ir al teatro, para ir Chez Maxim’s o para ir a conocer algún museo. Entonces tenía un romance con María Félix. En esos días la actriz mexicana estaba filmando la película Que Dios me perdone en el lago de Pátzcuaro. Una mañana le habló por teléfono a Pasquel y le dijo: «Oye, Jorge, fíjate que no hay hielo en el hotel Posada Vasco de Quiroga. Me estoy muriendo de calor. ¿Qué hago?». Al otro día Jorge Pasquel llegó en su hidroavión. En el aparato llevaba un refrigerador repleto de botellas de agua de Perrier y de Schwppes, además de varias cajas de caviar y langostas. Decían que todas las pieles y joyas con las que sale María Félix en la película de Tito Davison se las regaló Jorge Pasquel. Incluyendo el primer radio portátil que llegó a México, el cual, por cierto, se echó a perder por toda el agua que entró en la lanchita mientras Tito Junco y Fernando Soler se peleaban por Lena Kovacs (María Félix), y Julián Soler los filmaba desde el embarcadero, gracias a lo cual, descubrió que Lena era cómplice del crimen de su pobre marido, con quien se había casado por interés. Necesitaba dinero para sacar a su hija de un campo de concentración.

«Maman, maman», dijo Albertito cuando escuchó el claxon del coche de su madre que estaba frente al portón de su casa, esperando que le abriera Chucho, el mozo. Con una gran maestría, Suzy metió el vehículo en el interior del garaje. «Tu as été sage?», le preguntó a su hijo a la vez que lo alzaba en brazos. Rigo, el perro springer spaniel, no dejaba de brincotear alrededor de su ama. «Ça suffit!», le ordenaba temerosa de que pudiera, con sus uñas, romperle las medias de seda. Mademoiselle Ana Luisa Rapp estaba en la puerta del jardín. «Bonjour madame. Le petit a été très sage», le comentó la institutriz, con un ligero acento. Entre ellas siempre se hablaban en francés.

La señorita Ana Luisa Rapp había sido recomendada por Alfred C. Blumenthal. Según Blumy, la señorita Rapp era una mujer sumamente confiable, preparada, pero, sobre todo, inteligente. Ella también era judía. Henriette (Ana Luisa Rapp) había nacido en Frankfurt, Alemania, en el seno de una familia de clase media, acomodada. Sus padres deseaban que su hija fuera doctora en medicina para que pudiera enfrentar la vida sin problemas. A diferencia de Suzy, que era sefardita, Ana Luisa era judía ashkenatzi. Así como los sefaraditas son judíos que salieron de España a raíz del decreto de expulsión firmado por los reyes católicos, los ashkenatzi llegaron con las legiones romanas a Alsacia y se asentaron en ambas riberas del río Rhin. Ashkenaz, en hebreo, significa Alemania. Y Sefarad, en el mismo idioma, quiere decir: España. El padre de Ana Luisa era un médico que llevaba la religión de una forma no muy ortodoxa, como era común entre los yekes, como apodaba el resto de la comunidad a los judíos alemanes. El doctor Rapp era un hombre liberal. Su madre judía, también alemana, era una mujer de su casa, tranquila, cuya única ilusión era ver crecer bien a sus hijas. Ana Luisa una espléndida alumna, ganadora de medallas al mérito académico, había terminado sus estudios de medicina en la universidad de Göttingen. Entonces tenía veinticuatro años de edad. A pesar de la cuota nemerus clausus que existía en la admisión de estudiantes judíos en las gymnasium preparatorias alemanas, dadas las excelentes calificaciones de Ana Luisa no le quedó, a la universidad, otra alternativa más que admitirla. Al egresar, hizo su especialidad en medicina interna. Dos años después, empezó a dar consulta. En 1933 subieron al poder en Alemania los nacional socialistas, encabezados por Adolfo Hitler. Al cabo de muy poco tiempo se empezaron a llevar a la práctica una serie de decretos en contra de la comunidad judía de Alemania. A partir de estos acontecimientos, Ana Luisa ya no pudo ejercer, de manera abierta, su profesión. Muy rápidamente el señor Rapp cayó en cuenta de que la situación no mejoraría como aseguraban muchos líderes judíos de la época. Él conocía perfectamente la trayectoria de Hitler. Había leído su libro Mein Kampf (Mi lucha), desde finales de la década de los veinte, en donde el futuro dictador da cuenta, abiertamente, de teorías racistas que consistían en eliminar a los judíos de la sociedad alemana.

Ya desde entonces había hecho preparativos para huir del país. Fue cuando enterró las joyas de su mujer y algunos objetos personales de valor debajo del gran roble que crecía en frente de su casa, porque de lo contrario tenía que haberlas entregado a las autoridades. O entregaba ese patrimonio o no le daban permiso para salir de Alemania legalmente. Para eso nada más llevó un testigo, su hija mayor.

«Mira, hijita, uno nunca sabe. Algún día tal vez puedas necesitar esto para ti y para tus hermanas». A pesar de lo alerta que estaba el señor Rapp de la situación, lo único que lo detuvo para huir inmediatamente de Alemania fue la carrera de Ana Luisa. Para sus adentros, él sabía que en ningún otro lugar del mundo su hija podría hacer una carrera del nivel de las universidades alemanas. A partir de 1938, la familia intentó emigrar hacia cualquier país que estuviera en disposición de aceptarlos y darles asilo, pero todos sus esfuerzos fueron en vano. Ya era demasiado tarde. Había acontecido la emblemática kristallnacht, en noviembre de 1938, conocida como la «noche de los cristales», en la que las juventudes nazistas habían destruido todos los escaparates de los comerciantes judíos. Se quemaron sinagogas y produjeron daños en muchos edificios comunitarios.

Jamás pudieron huir. El matrimonio Rapp fue, finalmente, deportado en enero de 1940. Sucumbieron en el campo de exterminio de Auschwitz. Yulia, la hija menor, logró esconderse con una familia alemana no judía. La hija de los alemanes era su compañera de clase. Ana Luisa, por su parte, fue arrestada y luego llevada al campo de concentración de Bergen-Belsen, donde sobrevivió milagrosamente. Pero para el resto de su vida quedó marcada con el número 97430152. Al momento de ingresar en el campo de mujeres, todas las prisioneras tenían que someterse al tatuaje de su número en el antebrazo izquierdo. Igualmente se les rasuraba el cráneo. Así como se marcaban a los animales para saber a qué dueño pertenecían, así procedían los nazis con los judíos que caían en sus manos. Ana Luisa Rapp dejó de ser Ana Luisa Rapp para convertirse en un simple número. La marca quedaría como un recuerdo indeleble de aquellos días de horror. La señorita Rapp procuraba ocultarlo por razones que sólo ella entendía. Más tarde, una vez liberada, siempre intentaba esconder esa marca. Para ella formaba parte del pasado que no quería revelar.

A principios de 1945, el campo de concentración de Bergen-Belsen fue liberado por el cuarto ejército americano. Entre los pocos sobrevivientes se encontraba Ana Luisa Rapp. Primero fue enviada a un hospital de campaña, conocido por contar con muy buenas enfermeras alemanas. Una vez recuperada, Ana Luisa fue trasladada al campo de refugiados bajo la protección de las Naciones Unidas. Allí estuvo unos meses procurando recuperar su salud, para que renaciera su deseo de vivir. El campo de refugiados Fürstenhagen se encontraba en el mismo condado de su ciudad natal, por lo que la región le era totalmente familiar. Este campo contaba con un importante número de barracas de madera que habían sido adaptadas a manera de bungalows, lo que permitía a los recién liberados reos viviesen con cierta comodidad. ¡Cómo no iban a encontrar todo el confort del mundo después de las condiciones infrahumanas en que los judíos habían subsistido en los últimos años! ¡Cómo no se iban a sentir privilegiados si eran sobrevivientes! ¡Cómo no sentirse, sin embargo, culpables y deprimidos por las mismas razones! Las aparentemente buenas condiciones en que vivían los mil doscientos treinta y cuatro refugiados hicieron que los soldados norteamericanos bautizaran al campo con el mote de Gold Cap.

Como médica, Ana Luisa comenzó, inmediatamente, a ocuparse de aquellos refugiados con enfermedades de diversa índole. Por aquellos días se había declarado una nueva epidemia de tifo, por lo que la doctora Rapp utilizó sus amplios conocimientos, siempre con la ayuda y el alto profesionalismo de las enfermeras alemanas, para atender a quienes habían caído víctimas del mal, aún poniendo en riesgo su propia salud. Además, Ana Luisa inició una campaña de desinfección de los refugiados tratando de eliminar a los piojos y a sus liendres. A pesar de que muchos de los habitantes del campo habían sido rapados, todavía algunos de estos bichos se encontraban firmemente adheridos a la delgada piel de sus cráneos. Estos insectos eran los portadores de la enfermedad. No obstante, a pesar de sus esfuerzos, muchos de sus pacientes murieron. Muchos de los liberados ya no podían digerir la comida que les fue negada durante tanto tiempo. O bien comían demasiado, o bien morían a causa de la epidemia. Lo que en realidad necesitaban era una alimentación adecuada y, de manera especial, apoyo psicológico. Requisitos sumamente difíciles de obtener en la posguerra.

Como resultado de su impotencia, Henriette experimentó una enorme frustración. Se sentía deprimida, descorazonada. Era una mujer demasiado responsable y rigurosa, pero, sobre todo, sensible. Hubiera querido que sus esfuerzos se tradujeran en un éxito absoluto. «Comprenda, doctora, que en estas condiciones nadie puede tener éxito. Esto no depende exclusivamente de la labor del médico. Hay otros factores que intervienen», le decía un compañero de la casita donde habitaba, el doctor Josef Sigal, también judío sobreviviente. Sin embargo, Ana Luisa como buena germana obsesiva, consideraba su experiencia médica en el campo como un fracaso. Por otra parte, quería salir de ese universo fétido en donde nada más se respiraba olor a hospitales y muerte. A partir de entonces decidió abandonar el ejercicio de la medicina. A sabiendas, además, de que fue el estudio de su carrera lo que impidió que su familia escapara a tiempo de las garras de los nazis. Ya no quería saber más de Europa. Esa Europa desgarrada, ensangrentada, destruida, dividida, pero, especialmente, desilusionada. Lo único que quería era desligarse del pasado. Dejar todo atrás.

12

Entre los recados telefónicos que Suzy había recibido esa mañana mientras se encontraba en la clínica de belleza, había dos de Mirsolava Stern, uno de Doreen y otro del peletero, el señor Hans.

—Dice que ya está su bolsa y su cinturón de cocodrilo. Que puede pasar por ellos cuando guste —le anunció la doncella, vestida a la europea con un uniforme negro, delantal de organdí blanco y cofia sobre la cabeza—. Ah, también le llamó el señor de larga distancia —agregó Carmina.

Para variar Paul se encontraba de viaje.

—Nada más voy a comer una ensalada y un poco de queso gruyer —le dijo para que le avisara a la cocinera—. ¿Ya comió el niño?

Oui, madame.

—¿Y usted ya comió?

Oui, madame.

—¿Por qué entonces no lo lleva a Chapultepec?

Oui, madame.

Es cierto que, al cabo de cuatro de años de trabajar en la casa, Suzy le había tomado afecto a la doctora Rapp. Era, sin duda, muy eficiente y responsable. Sin embargo, lamentaba que fuera tan poco comunicativa y tan rigurosa. Nunca hablaba de ella y menos de su pasado. Además, había ocasiones en que la ponía nerviosa. Tenía la impresión de que la observaba demasiado. Un día, incluso, llegó a pensar que la espiaba. Fue la vez en que la encontró, por casualidad, en su dormitorio. Al entrar a su habitación, vio cómo la institutriz abría el cajón de su secrétaire. «Excusez-moi, je cherche un enveloppe», dijo apenada. «Permítame. Yo le busco el sobre. No tiene usted por qué estar en mi dormitorio», apuntó Suzy sorprendida. Lo que también le llamó prodigiosamente la atención fue ver que la doctora Rapp no llevara puesto su eterno saco de tweed. También era la primera vez que la veía con una blusa de manga corta. Suzy tenía una expresión muy seria. Con esa misma actitud le entregó el sobre. En el momento en que la doctora extendió su brazo para tomarlo, Suzy vio que en el antebrazo izquierdo tenía un número tatuado. Se quedó helada. Impactada. No supo qué hacer, ni qué decir. «Se puede usted retirar», dijo. «No se preocupe», alcanzó a agregar con la voz entrecortada.

A partir de ese incidente tan desafortunado para ambas, Suzy y Ana Luisa se habían distanciado. La institutriz le recordaba su propio pasado. A pesar de que compartían el mismo dolor, entre ellas se había instalado un malaise. Un malestar que tenía que ver con sus respectivas biografías, las cuales las unían, pero, al mismo tiempo, las separaban por completo. Ninguna de las dos quería recordar. Ninguna de las dos quería hacer frente a una etapa de su vida tan dolorosa. Lo único que deseaban era huir de esa pesadilla.

Si Suzy se hubiera enterado para qué necesitaba Henriette aquel sobre que fue a buscar a su pequeño secrétaire, tal vez, en ese momento, no se hubiera molestado tanto con la doctora. Era para meter una pequeña nota que le había escrito al millonario judío Paul-Louis Weiller, a quien había conocido en Nueva York durante una cena ofrecida por el hermano de su colega, Josef Sigal. En esa recepción habían estado nada menos que la princesa de Savoie, un príncipe de Bourbon Parme y el rey de Yugoslavia. Después de haber bailado varios boogie-woogie, Paul-Louis Weiller los había invitado a su departamento en Park Avenue. Fue allí donde el señor Weiller le había dado a Henriette su dirección en París, 15 rue de la Faisanderie. «Para cuando quiera visitar la capital del mundo», le dijo. Hacía tres años que mademoiselle Mann estaba ahorrando dinero para viajar, precisamente a París. Después de esos años en los cuales laboró ininterrumpidamente, y de reunir una buena suma de dinero, sentía que ya era el momento para tomarse unas vacaciones. En la pequeña nota que le enviaba a Paul-Louis Weiller, le escribió dos frases: «México es un país totalmente surrealista». En la segunda le anunciaba su próximo viaje a París. «J’arrive le 15 novembre».

Suzy descolgó el teléfono blanco y marcó un número. «Miri, soy yo. ¿Qué pasa? Sí, sí me dieron tus recados. Por eso te llamo. ¿Cómo estás? ¿Fuiste con el doctor? ¿Qué te dijo? Sí, ya sé que estás muy deprimida. Pero, ¿qué te dijo el psiquiatra? ¿Otras pastillas? ¿Te dio a tomar más…? Ay, Miroslava. ¿Por qué no te tranquilizas?», le preguntaba Suzy a la actriz. «¿Por qué no vamos a comer mañana? Hoy no puedo. Pero tenemos que hablar. Ay, Miri, estás hecha bolas. Por favor, no llores. ¿Por qué no le llamas a Blumy? Él siempre te tranquiliza. Te hace reír. ¿Vas a cenar con Ernesto Alonso esta noche? Ay, qué bueno. Mira, sin falta te telefoneo mañana para que nos pongamos de acuerdo para comer, ¿okey? No, Miroslava yo no te juzgo. Te quiero y te respeto mucho para poderte juzgar. Hablamos mañana, ¿de acuerdo? Te mando un beso. Cuídate. Hasta mañana».

Suzy colgó el teléfono mortificada. No le gustaba que Miroslava Stern estuviera sufriendo. Aunque era más joven que ella, se habían hecho muy amigas. Solían asistir a las mismas fiestas en el Country Club, sobre todo a aquellas que organizaba Blumenthal. Cuando Miroslava fue elegida reina del Blanco y Negro en 1943, fue Suzy la que le había prestado un saco blanco de visón. Desde la muerte de la madre de Miroslava, de alguna manera Suzy se había convertido en su confidente. Ella era de las pocas personas que sabía que el doctor Stern no era su padre, sino su padrastro; que Ivo no era su hermano, sino su hermanastro y que su madre era judía. Y era la única que sabía acerca de la confusión sexual que padecía la actriz. Suzy quería ayudarla, pero no sabía cómo.

Suzy comió su ensalada con prisa, pero, sobre todo, con desgano. La conversación con Miroslava la había entristecido. Incluso se sentía un poco deprimida. A pesar de que en muy pocas horas vería a Robert, había algo en ella que le provocaba cierta ansiedad. ¡La culpa! No respecto a Paul, sino por la felicidad que le provocaba el próximo encuentro. La última llamada telefónica que hizo antes de empezar a arreglarse fue a Doreen. «¿Qué crees Suzy? Que invité a Carlos Fuentes a cenar. Sí. Nada más él y yo. Es para festejar el Sun Neen, el Año Nuevo chino. Le voy a cocinar unos platillos deliciosos. Espero que le gusten. A mí ese muchacho me parece muy inteligente. Muy instruido. Estoy segura que se convertirá en un escritor muy famoso. Ya verás», decía la china. «Mmmmmm», hacía su interlocutora, divertida de escuchar a su amiga tan encantada ante la perspectiva de contar con un invitado tan charmant.

13

Cuando Suzy llegó a la terraza del hotel Majestic todavía se encontraban muchas personas terminando de comer. A tal grado lo vio concurrido que hasta se preguntó por qué había fijado la cita tan temprano. «Debí de haberle dicho a las seis», reflexionó al entrar al restaurante.

«¿Para cuántas personas, señora?», le preguntó el Capitán. «Para dos», respondió. «¿Van a comer?». «No nada más vamos a tomar una copa». «Por aquí, señora, por favor», le propuso el capi en tanto la conducía hacia el fondo del salón. «Prefiero en la terraza», apuntó Suzy. Si el capitán Ramírez le había propuesto a la señora Antebi instalarla en el interior del comedor, no había sido casual. La había encontrado tan bella y tan bien vestida que no pudo evitar pensar que madame tendría una cita de amor. Una cita romántica. Incluso hasta llegó a pensar que se trataba de una movida de alguien muy importante. Hay que decir que esa tarde, Suzy estaba espectacular. El sombrero color frambuesa, del mismo color del lipstick de sus labios, y el velito negro que cubría su rostro, hacía que sus ojos se vieran como dos estrellas. Ya que la tarde se había cubierto con nubes grises, sobre el traje sastre se había puesto un saco de piel color vino sumamente oscuro para que combinara perfectamente con el resto de su ensamble.

Una vez que el Capi la instaló en una mesa de la terraza, le preguntó qué tomaría: «Tráigame una copa de tequila, por favor», ordenó Suzy. «¿De tequila?», preguntó Ramírez, sorprendido. «Nada más tengo de la marca Cuervo, ¿está bien?», «Ése, está perfecto», anotó en tanto se retiraba sus guantes largos de color negro. Suzy Antebi era la única señora de sociedad que osaba tomar tequila. Fue Frida Kahlo quien le había enseñado a tomarlo correctamente. «Mira, Suzy, abres lo más que puedas tu mano, ya sea la derecha o la izquierda. Y en lo que se llama “la tabaquera”, es decir, en el huequito que se hace entre el pulgar y el índice, le pones un poquito de sal. En seguida, tomas un limón partido en dos. Sirves tu tequila en un “caballito”, te echas a la boca el puñado de sal, te chupas tu limón y te empinas el tequila. Esa es la forma en que hay tomarlo». Desde ese día, Suzy siempre pedía su «tequilita», su «salecita» y su «limoncito». Le encantaba escandalizar a las señoras mexicanas. Entre más las provocaba con este tipo de actitudes liberales, más se divertía al imaginar sus juicios.

En tanto se tomaba su bebida, traguito a traguito, Robert estaba batallando con el tráfico del centro. A unas cuadras de donde se encontraba, estaban protestando los trabajadores de las minas de Nueva Rosita. Unos días antes, muchos de ellos habían entrado en huelga de hambre, de allí que hubieran llamado su manifestación la Caravana del Hambre. Éste era su segundo intento por llegar al Zócalo. Para esos momentos, la policía ya estaba lista para cercarlos y hasta golpearlos si fuera necesario. Robert estaba nerviosísimo. Ya eran las 5:10 de la tarde y apenas estaba entrando por la calle de Madero.

De pronto comenzaron a sonar las campanas de la Catedral. Eran las 5.30 de la tarde. «Si no llega en cinco minutos, me voy», pensó. Sesenta segundos después vio aparecer a Robert. De pronto, le pareció más joven. Lo era. Tres años menor que ella. Se veía guapísimo con su sombrero y traje azul marino, su camisa impecable y su corbata Hermès. Le hizo una señal con la mano. Robert se acercó a ella con una sonrisa en los labios.

«Il est trop mignon», se dijo Suzy sintiendo un gran alivio.

Je suis désolé —apuntó el joven, al mismo tiempo que le besaba la mano—. ¿No te tocó la manifestación? El tráfico estaba imposible. Bueno, pero eso no importa. Lo importante es que ya esté aquí. Qu’est que tu es belle!

Suzy lo observaba con el mentón sobre su mano derecha. Estaba pasmada, impresionada y un poquito apenada. ¡Estaba feliz! Hay que decir que también Robert se sentía muy emocionado. Le sudaban las manos. Le apretaban los zapatos. Le faltaba aire. «¿Gusta tomar algo el señor?», preguntó el Capi Ramírez. «Sí, un café express y un cognac, por favor». Tomó la cigarrera de plata de Suzy que estaba sobre la mesa.

Tu permets? —le preguntó mirándola fijamente.

—Claro. A ti te permito todo… —anotó Suzy. Robert se puso el cigarrillo en la boca. Suzy tomó otro. Se lo colocó entre los labios. En seguida, buscó su encendedor Dupont de oro en la bolsa. Acercó su cabeza a la de Robert y encendió los dos cigarrillos al mismo tiempo. Ambos se rieron.

—¿Sabías que eres igualito a Louis Jourdan, mi actor preferido? —le dijo a Robert.

—Ya me lo habían dicho —contestó sintiéndose un poco intimidado por su comentario un poco vanidoso y frívolo. Sin embargo, le gusto que se lo dijera, de alguna manera era una flor, ya que el actor era como él, beau comme un dieu—. Pues tú te pareces a una actriz muy bonita y joven que se llama Anouk Aimée; te pareces a ella, por las cejas. No viste la película Les amants de Vérone, de Jacques Prévert, él fue el que le sugirió el nombre de «Aimée». Suzy no había visto la película, pero sí muchas fotografías publicadas en la revista Paris-Match de esta actriz que prometía tanto.

Charlaron sobre Acapulco; del divorcio de Rita Hayworth y el príncipe Alí Kahn; del supuesto Rafles, el ladrón que robaba a las señoras popof; de la próxima fiesta en el Club France para conmemorar los dos mil años de haber sido fundada la ciudad de París.

—Quien está vendiendo los boletos es Nika Rothschild. Ella es la organizadora. Tengo entendido que el dinero que se reúna será para una asociación de beneficencia —comentó Suzy.

No me sorprende. ¿Sabes lo que dicen de los Rothschild? Que si la pobreza judía no existiera, ellos la inventarían. Es bien conocido que para no sentirse tan culpables a causa de su colosal fortuna siempre están organizando festejos que tengan que ver con la filantropía. Yo estudié en París, Ciencias Políticas con uno de ellos. Era muy chistoso. Se llama Jean Louis Rothschild. ¿Sabes lo que decía? Que las iniciales R. F. no significaban Republique Française, sino Rothschild frères. Es decir, que si un día quebraran sus negocios, quebraría Francia. Decía que los Rothschild no trataban a nadie familiarmente sino famillonariamente. Según él, todo el mundo tiene origen judío: el general De Gaulle, la reina Isabel, el archiduque Otto de Habsburgo y hasta Christian Dior.

Suzy lo miró divertida y preguntó, abriendo los ojos muy grandes:

—¿Christian Dior? —Cuando pronunció la o, lo hizo de una forma tan graciosa, que a Robert le surgieron deseos de besarla, mas no se atrevió.

—Así es. Hace muchos años Jean Louis descubrió a un filósofo nacido en Toledo en el siglo XII, llamado Hallévy ben Dior. ¿Qué te parece?

Comenzaron a sonar las campanas de la Catedral, lo que les hizo ponerse de pie de inmediato para asomarse desde la terraza. La tarde, aunque gris, estaba luminosa. De ahí que la plaza, con sus cuatro fuentes, sus prados verdes y palmeras, se hubiera visto despejada. Incluso no había tranvías circulando en esos momentos sobre los rieles. Sólo un tren esperaba pasaje.

—Ay, mira qué chaparritas se ven las palmeras —exclamó Suzy, sintiéndose como una niña traviesa.

—Mira qué bien se ven los volcanes, pese a los edificios —agregó le beau Robert. De pronto, Suzy le puso la mano sobre la suya. Con la derecha, Robert jugaba nerviosamente con su sombrero. Sus sentimientos iban de la timidez a la excitación que se incrementaba al percibir el perfume de Suzy. Aunque ella sabía lo que quería, compartía esos sentimientos encontrados. Pero su nerviosismo les hacía seguir hablando de cosas banales.

—Mira, allí está mi coche. Es ese Oldsmobile negro que está junto de ese Hudson gris que ya se ve muy destartalado. Ese que parece como tanque. Si no me equivoco…, es el automóvil del señor Stempa, uno de nuestros clientes. Podría jurar que es suyo… Si así fuera, ¡qué chistoso que me haya estacionado justo al lado de él! Encontré lugar de puritita suerte. Espero que el cuidador de verdad lo esté vigilando.

Suzy lo escuchaba con una sonrisa en los labios. De repente, una de sus pestañas se enredó en uno de los agujeritos del tul de su velo. Empezó a parpadear. Al darse cuenta, Robert sacó su pañuelo y se lo entregó. Fue en ese momento que Suzy se quitó el sombrero. Con la cabeza descubierta se veía aún más hermosa. Sin poderlo evitar, Robert le dio, ahora sí, un beso sobre la mejilla.

—Qué bonita piel tienes —le dijo muy quedito. Suzy no sabía qué decir. Los dos se quedaron callados—. Ha de haber pasado un ángel de la Catedral —comentó Robert.

—Qué bella es, ¿verdad? —preguntó Suzy.

—¿Sabes qué me contó mi abuelo? Que él había sido testigo, en 1922, de cuando el Hombre Mosca ascendió 65 metros del exterior del Templo Mayor. Es decir que con el solo apoyo de sus pies y sus manos fue subiendo por la fachada hasta llegar a esa cruz. Parece ser que la plaza estaba llena de gente. Allí estaba mi abuelo. ¿Sabes cómo se llamaba el acróbata norteamericano? Bebe White. A ver qué día, subimos tú y yo a las torres, Suzy.

Cuando la búlgara escuchó pronunciar su nombre, tuvo, efectivamente, deseos de subirse a cualquiera de las torres. Hubiera bastado con que se lo pidiera Robert para que se hubiera puesto sus zapatos de golf y hubiera escalado cada uno de los milímetros de la fachada. Hubiera bastado que se lo sugiriera, para que le hubiera dado, a él solito, ese espectáculo único. Hubiera bastado que le solicitara para convertirse, nada más para complacerlo, en la mujer mosca, en ese momento le hubieran salido alas y dos antenas para abrazarlo. Era tal su alegría de estar a su lado que, incluso, si le hubiera pedido que se echara por el balcón contra la Plaza de la Constitución, lo hubiera hecho. Sí, lo hubiera hecho por amor… y por los tres tequilas que se había tomado.

—De acuerdo, un día subimos —se limitó a decir Suzy, sintiendo mucho calorcito por todo su cuerpo.

—Mira esas nubes, qué bonitas. ¿Sabías que hay varios tipos de nubes? Esas que están allí, que parecen borreguitos, se llaman cirrus. Pero hay por lo menos otras tres categorías diferentes. Los nimbus, que son masas de gotitas de agua común y corrientes como de algodón de azúcar. Los cúmulus son las grises cargadas de mucha agua. También están los estratus que son altas, lejanas, como hechas jirones por el viento. Y después existen combinaciones con todas estas nubes —terminó Robert, sintiéndose muy orondo de los conocimientos meteorológicos que aprendió en primaria. Suzy estaba con la boca abierta.

—¿Sabes lo que decía Beaudelaire? «J’aime les nuages… les nuages qui passent… là-bas… là-bas… les merveilleux nuages». —Gilly tomó la mano de Suzy la besó y con una mirada muy tierna, le dijo—: Tu es une veritable poète pleine de charme…

Al salir de la terraza y entrar al restaurante para dirigirse hacia los elevadores, Robert escuchó su nombre.

—Señor Gilly —Era Max Michel, hijo del dueño de los almacenes Liverpool —. ¡Qué bueno que lo veo! Aún no hemos recibido el pedido de los perfumes de Nina Ricci. No hay que olvidar que se acerca el 6 de enero. El que más nos urge es el de L’air du Temps.

¡Qué urgencia tendría el joven Michel por los perfumes que ni siquiera reconoció a la señora Antebi, amiga de sus padres! Cuando cayó en cuenta se disculpó.

—¡Qué pena, señora! Perdón, ¿cómo está usted? Qué gusto en verla. ¿Cómo está el señor Antebi? Salúdamelo, por favor.

Todo había sucedido muy rápido. Tanto que Robert no tuvo tiempo de decirle a Maxito, como llamaban a este joven de veinte años, el motivo por el cual no le había enviado aún su pedido. Toda la remesa de los perfumes Nina Ricci estaba atorada en la aduana debido a una huelga de los aduaneros.

—Mañana, sin falta, le llamo al secretario particular de Ramón Beteta para ver si me puede ayudar. Sería una pena que perdiéramos el pedido. Acuérdate lo que escribió Jean-François Revel: «Uno puede hacer todos los negocios que quiera en México, a condición de “ponerse de acuerdo” antes con cualquier funcionario federal». Con dos o tres mordidas estoy seguro que arreglaré el problema —le dijo Robert a Suzy cuando se encontraban en el elevador.

Cuando finalmente llegaron a la Plaza de la Constitución, donde Robert había estacionado su coche, estaba oscuro. La noche se sentía fresca pero agradable. Arriba de las torres de la Catedral, los miraba fijamente una luna blanca y redonda. Robert ayudó a Suzy a ponerse el saco de piel que tenía sobre los hombros. Más que auxiliarla, se hubiera dicho que la envolvía con sus brazos. Suzy sentía cómo se estrechaba contra su espalda. De su cuerpo advertía un calor muy especial. En esa misma posición Robert le preguntó muy quedito al oído:

—¿Te tienes que ir a tu casa?

—Depende.

—Depende, ¿de qué?

—Depende de ti.

—¿De mí?

—¿No será más bien de ti?

—A lo mejor.

—¿Por qué no vamos a tomar una copa al bar del hotel María Cristina?

—¿A estas horas? Son casi las siete de la noche…

—Como quieras.

—Si se trata de querer, claro que quiero.

—¿Entonces?

—Entonces, ¿qué?

—¿Vamos?

—¿Si quieres?

—¿Por qué no te vienes en mi coche y luego te llevo a buscar el tuyo?

—Ya se me olvidó en qué estacionamiento lo metí.

—No te preocupes. Le hablamos a nuestro amigo Fernando Casas Alemán para que nos lo localice.

—¿No tienes que llegar temprano a tu casa?

—Helene y mi hija están en Francia de vacaciones.

—Paul no está en México. Albertito ha de estar viendo la televisión con mademoiselle Mann.

—Entonces, nadie nos está esperando.

—Tanto mejor.

—Hueles delicioso, Suzy.

—Gracias a ti.

—No, gracias a tu piel de búlgara sensual.

—Entonces, gracias a mis padres.

—Claro, porque sin ellos no estarías aquí.

—También yo estoy agradecida con los tuyos.

—¿Quieres que vayamos a mi casa?

Tu es fou!

Fou de toi.

Et moi, folle de toi.

En seguida se subieron al coche. Suzy sentía su corazón enorme. Era tan grande que lo sintió entre las piernas. Las apretó. No se le fuera a caer. «A chispar», como decía su doncella. Tenía que regalárselo, esa noche, a Robert. Pero enterito.